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– EVANGELIO –
29Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: «Es- te es el Cordero de Dios que quita el pecado del mun- do. 30A él me refería cuando dije: “Detrás de mí viene un hombre que ha sido puesto delante de mí, porque existía antes que yo”. 31Yo mismo no lo conocía, pe- ro he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel». 32Y Juan dio este testimo- nio: «He visto al Espíritu descender del cielo co- mo una paloma y posarse sobre él. 33Yo no lo co- nocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que desciende y se posa el Espíritu, ése es el que bautiza en el Es- píritu Santo”. 34Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios». (Jn 1, 29-34)
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COMENTARIO AL EVANGELIO DEL II DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO – EL PRECURSOR Y LA RETRIBUCIÓN
Cuando vio llegar a Jesús al Jordán, Juan era ya un predicador de gran prestigio, un profeta como no hubiera nunca en Israel. Sin embargo, lejos de sentir envidia, el Bautista reaccionó con heroica humildad e ilimitada entrega, declarando que ese hombre era el Hijo de Dios.
I – UNO DE LOS MÁS HERMOSOS ENCUENTROS DE LA HISTORIA
“Lo similar se alegra con su similar”, dice un antiguo proverbio romano; y de hecho es un principio intrínseco en todos los seres vivos, tanto co mo sean capaces de felicidad. Así nos creó Dios y nos hizo depender unos de otros, perfeccionándonos gracias al más entrañado de los instintos, el de sociabilidad. Si para un pájaro constituye motivo de alegría toparse con otro de su misma especie, en nosotros dicho fenómeno es más intenso. Ahora bien, si es grande el regocijo de dos niños afines cuando por primera vez se encuentran en el colegio, ¿cuál no habrá sido la reacción de los dos hombres más grandes de todos los tiempos al mirarse cara a cara?
Así se dio uno de los más hermosos encuentros de la historia, Juan el Bautista frente a Jesús; para entender lo mejor, analicemos las analogías entre uno y otro.
Trazos de semejanza entre Jesús y Juan
Pese a ser dos personas infinita mente distantes entre sí por naturaleza –Juan es un simple hombre y Jesús es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad– los unen por numerosos trazos de semejanza.
Jesús es el alfa y la omega de la His toria. Juan es el comienzo del Evange lio y el fin de la antigua Ley (1). Así lo afirma el Señor mismo: “Porque todos los Profetas, lo mismo que la Ley, han profetizado hasta Juan” (Mt 11, 13-14).
Según Tertuliano, Juan Bautista es una “figura única en la Historia, adorna da en vida con un prestigio sobrehumano, que se erige misteriosa y solemne en los confines de ambos Testamentos” (2). Jesús afirma sobre él: “Os aseguro que entre los hijos de mujer no ha habido uno mayor que Juan el Bautista” (Mt 11, 11).
Además, la concepción de ambos –de Jesús y de Juan– estuvo precedi da por el anuncio del mismo embaja dor, san Gabriel Arcángel (Lc 1, 11-19 y 26-34). Los términos en uno y otro mensaje no difieren mucho. Los nombres de Jesús y Juan fueron designados por Dios (Lc 1, 13 y 31); en el acto mismo de anunciar el nacimiento, el mensajero celestial profetiza el futuro tanto del Precursor (Lc 1, 13-17) como del Mesías (Lc 1, 31-33).
El perfil del Precursor
Sobre Jesús, si fuéramos a analizar las grandezas de sus cualidades y de sus obras, “ni en el mundo entero cabrían los libros que podrían escribirse” (Jn 21, 25).
Con el Bautista todo es sui generis, empezando por la profecía de su venida, proferida por Isaías y Malaquías: “Una voz grita: preparad en el desierto un camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios” (Is 40, 3); “Yo envío mi mensajero a preparar el camino delante de mí” (Mal 3, 1).
Más impresionante aún es su santificación en el seno materno, que obró la Santísima Virgen: “Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno” (Lc 1, 44).
La grandeza de su misión fue profetizada por el mismo padre: “Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos, para anunciar a su pueblo la salvación” (Lc 1, 76-77).
La rigurosa forma de vida elegida por el Bautista le confiere una aureola de inigualable austeridad: “El niño iba creciendo y se fortalecía en su interior. Y vivió en el desierto hasta el día de su manifestación a Israel” (Lc 1, 80). “Iba Juan vestido con pelo de camello […] y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre” (Mc 1, 6).
Al iniciar sus predicaciones, la opinión pública de su época lo recibió con enorme prestigio, ya que desde su nacimiento “todos sus vecinos se llenaron de temor, y en toda la montaña de Judea se comentaba lo sucedido. Cuantos lo oían pensaban en su interior: «¿Qué llegará a ser este niño?». Porque la mano del Señor estaba con él.” (Lc 1, 65-66). Desde el comienzo Juan atrajo a las multitudes: “Toda la región de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él” (Mc 1, 5), “porque todos consideraban a Juan como profeta” (Mc 11, 32).
Los soldados, los publicanos y las muchedumbres le preguntaban “Maestro, ¿qué tenemos que hacer?” (Lc 3, 12). El propio Herodes, que quería matarlo, “tuvo miedo al pueblo, que consideraba a Juan un profeta” (Mt 14, 5). Esa gran fama se extendió más allá de su muerte: “porque todos piensan que Juan era un profeta” (Mt 21, 26).
Los ecos de su figura, palabras y obras recorrieron los valles y montes de la Tierra Prometida, al punto que el pueblo llegó a pensar “si no sería Juan el Mesías” (Lc 3 ,15).
Pues bien, grabemos en nuestra me moria esa gloriosa proyección alcan zada en vida por san Juan Bautista y abramos un paréntesis para conside rar la principal de sus virtudes: la re tribución, que consiste esencialmen te en atribuir a Dios los dones recibidos de Él.
II – ENVIDIA Y AMBICIÓN, VICIOS UNIVERSALES
La ambición es una pasión tan uni versal como la vida humana. Casi po dría decirse que se establece en el al ma aun antes del uso de razón, sien do fácil distinguirla en el modo con que un pequeño toma su juguete o an sía ser protegido. Al cobrar concien cia de sí mismo y de las cosas, los pri meros impulsos de su ser invitan al ni ño a llamar la atención sobre su per sona, y si cede, habrá iniciado el pro ceso de la ambición. El deseo de ser conocido y estimado es la primera pa sión que mancha la inocencia bautis mal. ¿Cuántos de nosotros caímos en los abismos de la ambición, la envidia y la codicia en los primerísimos años de nuestra infancia? Ésas son las raíces, probablemente, de los resentimientos que hayamos guardado frente a la glo ria de los demás. Pues al desear la esti ma de todos, por creernos con el dere cho a la gloria y a la alabanza de quie nes nos rodean, el éxito ajeno resulta una ofensa. De ahí que santo Tomás defina a la envidia como “la tristeza por el bien ajeno, al que se considera un mal propio porque disminuye la propia gloria o excelencia” (3).
Hay pasiones que se mantienen en letargo hasta la adolescencia, pero no es el caso de la envidia, que se mani fiesta ya en la infancia y acompaña al hombre hasta la hora de su muer te. A los padres no les costará obser var las señales de ese vicio en sus hi jos pequeños. Hermanos o hermanas no pocas veces tendrán problemas en tre sí al sentirse opacados por las cua lidades o privilegios de sus más cerca nos. ¿Cuántas veces no se hace necesa rio separar a los hermanos o hermanas en el intento de corregir esas rivalida des, que pueden llegar a extremos ini maginables, como sucedió con los pri meros hijos de Eva, Caín y Abel?
La ambición y la envidia son más universales de lo que parecen a pri mera vista; pocos se libran de sus garras, que se muestran y toman cuerpo con relación a los que están más cerca de nosotros, como lo afir ma santo Tomás: “La envi dia se dirige hacia el bien aje no ya que disminuye el nues tro. Por lo tanto, solamente se suscita con motivo de los que se quiere igualar o supe rar. Eso no ocurre con perso nas que difieren mucho de nosotros en tiempo, espacio o lugar, sino con las que son más próximas” (4).
Así, al sabio le será más difícil envidiar al general y viceversa, o una doctora a una costurera; pero den tro de la misma profesión, mientras más relacionadas estén dos personas entre sí, más intensa se manifestará dicha pasión.
En consecuencia, podría decirse que esta mala incli nación jamás se despertaría en las almas de los contem poráneos de Jesús de cara a sus cualidades, ya que la diferencia entre Él y cual quier persona de este mun do es sencillamente infinita. De hecho, así serían las re laciones comunes de los demás con el Redentor si su nacimiento y vida res plandecieran de poder y gloria. Pero Él vino al mundo en una gruta de Be lén, fue envuelto en pañales y recosta do sobre pajas, vivió en Nazaret ejer ciendo la profesión de carpintero para ayudar a su padre. Así, sólo una fuer te mirada de fe podría discernir en ese Niño una Persona Divina. Y esas apa riencias contrarias a su divinidad llega ron a tal extremo que Jesús le confirió el título de bienaventurado a quien no se avergonzara de seguirlo (Mt 11, 6). De haber manifestado todo el fulgor de la infinita distancia existente entre la naturaleza divina de su persona y la nuestra, humana, casi no tendría mé rito retribuir los bienes que de él reci bimos.
Cuando se toman en cuenta las primeras palabras dichas por María en su canto de acción de gracias, que Juan Bautista oyó con gozo en el vientre materno, adquiere su brillo la más alta virtud del Precursor: “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava” (Lc 1, 46 48). Tal fue la formación recibida por el niño-profeta a lo largo de los meses que María vivió en casa de Isabel: hu mildad y servicio. ¡Qué inestimable va lor habría tenido educar a los pontífi ces y fariseos del Sanedrín en la mis ma escuela que Juan! De seguro no se habrían reuni do después de la resurrec ción de Lázaro para decre tar la muerte de Jesús (Jn 11, 47-53).
III – SAN JUAN BAUTISTA Y LA VIRTUD DE LA RETRIBUCIÓN
Acerquémonos hasta Juan a orillas del río Jor dán y analicemos su presti gio como predicador. Pro feta como nunca igual hu bo en Israel, fundador y je fe de una escuela, todo el pueblo lo buscaba. No obs tante, su renombre esta ba condenado a una lenta muerte, su institución de bería disolverse paulatina mente, sobre la gloria de su obra caería un gran eclipse, porque un valor más alto se aproximaba. Era el mo mento del resentimiento, de la ambición herida e in cluso, tal vez, de la envidia. Muy por el contrario, la re acción de Juan fue de heroica humildad e ilimitada entre ga, como lo encontramos descrito en el Evangelio de hoy.
29Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús…
Así como María fue donde su prima santa Isabel, Jesús se diri ge hasta Juan, y aho ra por segunda vez. El discípulo amado no nos relata el Bau tismo de Jesús como lo hace Mateo (3, 13 17); y según san Juan Crisóstomo, Jesús vuelve a encontrarse con el Bau tista para deshacer el equívo co de que la primera vez lo buscó como todos, es decir, para confe sar sus pecados o para obtener la purificación de los mismos en las aguas del Jordán.
…y dijo: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Así como hoy nuestra fe se robuste ce con méritos cuando, al contemplar una Hostia consagrada, creemos en la Presencia Real de Jesús Eucarísti co, en esos días también era indispen sable que, para beneficio de todos, el Redentor se presentara bajo los velos de nuestra naturaleza. Jesús, desde su nacimiento hasta aquella ocasión, era un hombre común y corriente en todas sus apariencias. Se hacía necesario ir apartando los velos poco a poco, a fin de introducir al pueblo en la verdadera perspectiva desde la que fuera posible prestarle un culto de latría.
El Salvador eligió un medio exce lente: suscitó al Precursor, un varón que había conmovido a Israel con su figura hecha de misterio, profetismo y santidad, salido de una vida fundada en el ascetismo y la penitencia.
Era momento que los judíos escu charan de labios dignos de la máxi ma credibilidad la proclamación de la grandeza del Mesías ahí presente. La preparación de los corazones había concluido, el camino del Señor ya es taba allanado, la voz había resonado en el desierto, el Hijo de Dios debía ser conocido y para ello era indispen sable mucha claridad en la comunica ción: “Este es el Cordero de Dios”.
La forma en que Dios conoce es muy distinta a la nuestra. Como vivimos en el tiempo, la cronología es fundamental en nuestro proce so intelectual. Para Dios, en cambio, todo es presente, y al crear hizo que unos seres dependieran de otros. En el pináculo de la creación colo có a Cristo como cau sa, modelo, regente y guía; y tomando en cuenta al pecado y al Redentor, creó al cor dero para simbolizar ese grandioso aspecto de su Unigénito Encarna do, el de víctima expiatoria, en una clara referencia al “cor dero pascual”(Ex 12, 3-6) o quizá al doble sacrificio diario ofrecido en el Templo (Ex 29, 38), o como comen ta Orígenes: “Porque Él, tomando sobre sí nuestras aflicciones y quitando los pecados de todo el mundo, recibió la muerte como bautismo” (5).
El cordero es un animal pacífi co y pacificador. Suelto en los prados o puesto en el corral, tranquiliza a los corceles fogosos evitándoles heridas inútiles.
Juan hace la afirmación en el pre sente del indicativo –“[el] que quita”– para señalar la perpetuidad del acto redentor.
30A él me refería cuando dije: “Detrás de mí viene un hombre que ha sido puesto delante de mí, porque existía antes que yo”.
Resulta patente que se trata de un hombre con cuerpo y alma. Aunque haya nacido después del Bautista, este último confiesa públicamente que Je sús no sólo es superior a él, sino que también ya existía antes que él; lo cual es cierto pues como Verbo de Dios, Segunda Persona de la Santísima Tri nidad, Él es eterno. Así, en este versí culo el Precursor proclama la huma nidad unida a la divinidad en una so la persona. Es la revelación del miste rio de la Encarnación.
31Yo mismo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel.
Juan quiso evitar una equivo cación del pueblo, que podría to mar sus afirmaciones sobre Jesús como basadas en su parentesco. En verdad, el Bautista se había retirado al desierto siendo toda vía un niño y no había estado an tes con Jesús, por lo que sus de claraciones eran fruto de un dis cernimiento esencialmente pro fético, como profética era tam bién su misión, pues aclara el ob jeto de su bautismo: el reconoci miento del Mesías por parte del pueblo.
32Juan dio este testimonio: He visto al Espíritu descender del cielo como una paloma y posarse sobre él.
El misterio de la Santísima Trinidad no se había revelado hasta entonces; sin embargo, a partir de la Teología como se la conoce hoy, se vuelve patente la presencia de las Tres Personas en esta proclamación de Juan Bautista.
La paloma es inocente por natura leza, y al contrario de las aves de ra piña, no se alimenta de carnes muer tas sino de semillas de la tierra. Arru llan cuando están enamoradas, como un bello símbolo del Espíritu Santo, la Inocencia que nos instruye, ilumi na y santifica con inefables arrullos en nuestro interior.
33Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que desciende y se posa el Espíritu, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo.”
San Juan Bautista afirma de nue vo no haber conocido antes a Jesús. Se entiende que insista en el asunto, por que los lazos familiares eran vigoro Dius creó el cordero para simbolizar este grandioso aspecto de su Unigénito Encarnado: el de la víctima expiatoria sos en aquellos tiempos y se corría el riesgo de que las palabras del Precur sor fueran interpretadas bajo un prisma meramente humano.
34Yo lo he visto y doy testi monio de que él es el Hijo de Dios.
Sí, Jesús es el Unigénito del Padre. Mientras todos los demás, incluida la Santísima Virgen, so mos hijos adoptivos, Jesús es en gendrado y no creado desde toda la eternidad. Juan ya había decla rado que era el Mesías, el Corde ro de Dios, el que bautizaría en el Espíritu Santo, pero por pri mera vez afirma específicamente que es el Hijo de Dios.
IV – CONCLUSIÓN: CASTIGO DE LA AMBICIÓN Y DE LA ENVIDIA
El castigo que Dios reserva a la ambición y la envidia no sólo se hace presente en la eternidad, sino también en esta vida. Quien se deja arrastrar por esos vicios, pierde la noción del verdadero reposo y comienza a vivir cons tantemente en la preocupación, la inquietud y la ansiedad. Siem pre andará atormentado por el pavor de quedar al margen, de ser olvidado, igualado o supera do. Su existencia será un infierno anticipado y esas mismas pasiones se convertirán en sus verdugos.
Por el contrario, cuánta felicidad, paz y dulzura tienen las almas modes tas, reconocedoras de los bienes y cua lidades ajenas, que retribuyen a Dios los dones que les concedió.
Sigamos la escuela de María, y aprendamos de Ella a restribuir a Dios nuestro ser, nuestra familia y todos nuestros haberes. Ella nos enseñará a glorificar al Señor por haber contem plado nuestra nada, y como resultado nuestro espíritu exultará de alegría (Lc 1, 47) a ejemplo de su primer discípulo, san Juan Bautista.
1 ) Suma Teológica III, q. 38, a. 1 ad. 2.
2 ) Cf. Adversus Marcionem, IV, 33: PL 2, 471.
3 ) Suma Teológica II-II, q. 36, a. 1.
4 ) Suma Teológica II-II, q. 36, a.1, ad.