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– EVANGELIO –
“En aquel tiempo: Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: ‘Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los Cielos’” (Mt 5, 1-12ª).
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COMENTARIO AL EVANGELIO DEL IV DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO – Radical cambio de patrones en las relaciones divina y humana
En el Sermón de la Montaña, nuestro Señor enseñó una nueva forma de relaciones, diametralmente opuesta a los principios y costumbres vigentes en el mundo antiguo. A la crueldad y a la dureza de trato, vino a contraponer la ley del amor, de la bondad y del perdón, cuya hermosa síntesis son las ocho bienaventuranzas.
I – Jesús proclama una doctrina innovadora
La majestuosa figura del Mesías y su sorprendente doctrina intrigaban, infundían respeto y atraían a un mismo tiempo. De su profunda y serena mirada dimanaba una bondad ilimitada. Atendía a todas las peticiones, curaba a todos los enfermos. Incluso aquellos que tocaban el borde de su manto o que únicamente eran acariciados por su sombra, se veían favorecidos por su benéfica omnipotencia. Los afligidos recibían de Él un consuelo inefable.
Los milagros se hacían más numerosos y una multitud cada vez más grande le seguía con creciente admiración: “Todo el pueblo le escuchaba y estaba pendiente de sus palabras” (Lc 19, 48). Jamás se había visto en Israel un profeta semejante.
Igualmente cautivados estaban los Apóstoles que desde hacía tiempo acompañaban a este taumaturgo dotado de tan extraordinario poder: por actuación suya, los ciegos veían, los cojos andaban, los sordos oían, los leprosos quedaban limpios y los posesos eran liberados. Pero sus discípulos, en consonancia con la generalidad del pueblo, juzgaban erróneamente que Él había venido a establecer el predominio de Israel sobre las demás naciones de la Tierra. Desconocían aún el verdadero rostro del Reino predicado por el divino Maestro y las reglas que deberían gobernarlo, puesto que, como afirma Fillion, “hasta entonces había anunciado Jesús a sus compatriotas el advenimiento del Reino de Dios e instándoles a entrar en él; pero no había descrito aún circunstancialmente las cualidades morales que debían adquirir para ser dignos de pertenecer a él”.1
Momento oportuno para explicitar la nueva doctrina
El pasaje del Evangelio que comentamos aquí corresponde al momento en que Cristo comienza a explicitar su innovadora doctrina, transcurrido algunos meses desde el inicio de su vida pública. Ahora se hallaba en los alrededores de Cafarnaúm, junto al Mar de Tiberíades, adonde “una gran muchedumbre había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades” (Lc 6,17-18).
Jesús acababa de escoger no hacía mucho a doce de entre sus discípulos, a quienes les había dado el nombre de Apóstoles (cf. Lc 6, 13-16), preparando así la fundación de su Iglesia. Esta ocasión era muy propicia para presentar públicamente una suma de las enseñanzas que la Esposa de Cristo, a través de los siglos, habría de guardar, defender y anunciar a todos los pueblos. Esto es lo que hará Nuestro Señor en el Sermón de la Montaña, verdadera síntesis del Evangelio y ápice de perfección de la Nueva Ley. Las ocho bienaventuranzas le sirven de exordio, como magnífico portal de un palacio incomparable.
En este sermón el Mesías, “a título de fundador y legislador de la Nueva Alianza declara a sus súbditos lo que de ellos pide y lo que de ellos espera si quieren servirle con fidelidad”.2
Violenta ruptura con antiguas costumbres y prejuicios
Hoy en día, dos milenios después, nos es difícil comprender la novedad radical contenida en esas palabras del divino Maestro, las cuales trajeron al mundo una suavidad en las relaciones de los hombres —entre sí y con Dios— que era desconocida para el Antiguo Testamento y, a fortiori, para las religiones de los pueblos paganos.
Al respecto dice el Cardenal Gomá: “No estamos hoy en condiciones de apreciar la trascendencia de este discurso de Jesús, por respirar en la atmósfera cristiana que aquellas divinas enseñanzas produjeron en el mundo […]. Es preciso remontarnos a los tiempos de los groseros errores del paganismo, que respiraban los mismos oyentes de Jesús en aquella ocasión […] para hacernos cargo del profundo contraste entre las enseñanzas de Jesús y la cultura y sensibilidad de sus oyentes”.3
En efecto, las palabras de Nuestro Señor provocarán una transformación completa de las costumbres de la época, marcadas por el egoísmo, por la dureza de trato y hasta por la crueldad.
También estas palabras son apropiadas para determinar una violenta ruptura con “los prejuicios que sobre el reino mesiánico y sobre el mismo Mesías tenían los contemporáneos de Jesús —ya que le esperaban fuerte y poderoso en el orden temporal, formidable guerrero que debía sojuzgar a las naciones y ponerlas bajo la férula de Judá, con la capitalidad gloriosa de Jerusalén—”.4
La felicidad no está en el pecado
El elocuente Bossuet afirma: “Si el Sermón de la Montaña es el resumen de toda la doctrina cristiana, las ocho bienaventuranzas son el resumen del Sermón de la Montaña”.5 Ellas sintetizan de hecho todas las enseñanzas morales dadas por el Redentor al mundo, y establecen los fundamentos para la forma de relacionarse que ha de prevalecer en su Reino.
Al llevarlas a la práctica, el hombre encuentra la verdadera felicidad que busca sin cesar en esta vida y que jamás podrá hallar en el pecado. Pues quien viola la ley de Dios en el afán de satisfacer sus pasiones desordenadas se hunde cada vez más en el vicio hasta éste volverse insaciable. “Todo el que peca es esclavo del pecado” (Jn 8, 34), advierte Jesús.
Las almas puras e inocentes, en cambio, gozan ya en esta tierra de una extraordinaria alegría de alma, incluso en medio de sufrimientos o pruebas.
Vayamos ahora al análisis de las ocho bienaventuranzas, vibrantes verdades cuyo enunciado se sucede en majestuosa cadencia, con un ritmo elevado, digno, imponente, propio de la Persona Divina que las proclamaba: “Bienaventurados, bienaventurados, bienaventurados…”.
II – Los principios morales de la Nueva Ley
“En aquel tiempo: Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:”.
Para hacer la solemne proclamación de su doctrina, Jesús no eligió una sinagoga, ni siquiera el Templo. Profirió esas ocho magistrales sentencias al aire libre, en una pequeña meseta situada en la ribera noroeste del Lago de Tiberíades, cerca de Cafarnaúm.6
Como subraya Fillion, “grandiosa era la cátedra desde donde iba a hablar, en consonancia con el asunto mismo del sermón”:7 por techo, el cielo; como palco, una montaña y sin paredes… Ante sí, el vasto panorama dominado por el Mar de Galilea sugería la inmensidad del globo terráqueo como auditorio para aquellas palabras que, pasando de región en región a lo largo de los siglos, llevadas por los labios de los Apóstoles y sus sucesores, han llegado hasta nosotros dos mil años después, tan vivas como si las hubieran pronunciado hoy.
Pobreza material y pobreza de espíritu
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
La mentalidad típica de los espíritus mundanos de todos los tiempos recita: “Bienaventurados los ricos y los poderosos, porque ellos consiguen satisfacer todos sus caprichos y apetitos”. Esa era la máxima de vida de los pueblos paganos de la Antigüedad, y sigue siéndolo hoy en los ambientes donde Nuestro Señor Jesucristo dejó de ser el centro.
Por el contrario, el divino Maestro proclamará: “El que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). O bien: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios” (Lc 18, 25).
Por tanto, la contraposición entre la doctrina del Hombre Dios y el espíritu del mundo no podría ser más completa. Así, bien podemos imaginar el estupor de quienes lo seguían cuando le oyeron enaltecer lo opuesto a la felicidad según era entendida por la mentalidad de aquella época: “Bienaventurados los pobres de espíritu”.
Tanto más siendo Jesús el ejemplo vivo y modelo insuperable de esa innovadora doctrina. Creador del Cielo y de la Tierra, había elegido como cuna un pesebre instalado en una gruta fría, apenas calentada por la presencia de un buey y un burro. Y después de treinta años de existencia humilde y oculta, pudo decir durante su vida pública: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58).
Cabe destacar, sin embargo, que Cristo no se refiere aquí principalmente a la pobreza material, como apunta con finura el Papa Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret: “La pobreza de que se habla nunca es un simple fenómeno material. La pobreza puramente material no salva, aun cuando sea cierto que los más perjudicados de este mundo pueden contar de un modo especial con la bondad de Dios. Pero el corazón de los que no poseen nada puede endurecerse, envenenarse, ser malvado, estar por dentro lleno de afán de poseer, olvidando a Dios y codiciando sólo bienes materiales”.8
Los “pobres de espíritu” mencionados por el divino Maestro en este versículo no son los faltos de dinero, sino los hombres desapegados de los bienes de este mundo, sean muchos o pocos, para seguir a Cristo.
Un rico puede ser pobre de espíritu en medio de la abundancia y la prosperidad, gracias a la práctica de la caridad y por la sumisión a la voluntad de Dios, en función de la cual administra su riqueza. El santo Job en esta materia es uno de los ejemplos más hermosos. Por otro lado, un pobre que se ha rebelado contra su condición, dominado por la envidia, por la ambición o por el orgullo, será un “rico de espíritu” al cual jamás podrá pertenecer el Reino de los Cielos.
Así pues, la pobreza de espíritu consiste en la aceptación de las circunstancias personales, convencidos de nuestra completa dependencia de Dios, a quien todo le debemos, y en la certeza de que nuestra existencia es un mero camino para llegar al Cielo. El que así procede será feliz ya en esta vida, porque liberándose de todo apego desordenado y volcándose a los bienes espirituales, de alguna manera ya posee por la gracia la bienaventuranza eterna.
El valor del sufrimiento frente a Dios
“Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”.
A la naturaleza humana decaída le repugna el dolor, el sacrificio e incluso el menor esfuerzo. Sin embargo, el Señor enaltece en la segunda bienaventuranza el llanto de los que soportan sufrimiento físico y el dolor moral por razones sobrenaturales, como en expiación por los pecados propios o —lo que es más noble— en reparación por las culpas ajenas. Bienaventuradas son las santas lágrimas de estos afligidos, que tanto consuelo pueden traerles al ayudarlos a ver el vacío de los bienes pasajeros y a merecer los eternos.
Bienaventurados serán también porque Dios nunca deja de confortar, a partir de esta tierra, a quien acepta el dolor y, a imitación de Cristo, se arrodilla ante la cruz y la besa antes de cargarla sobre los hombros. Su gozo no será pequeño pues, como afirma San Juan Crisóstomo, “cuando es Dios el que nos consuela, aun cuando vengan sobre nosotros las penas tan copiosas como los copos, todas las superamos. Dios nos recompensa siempre por encima de nuestros trabajos”.9
La verdadera mansedumbre
“Bienaventurados los mansos, porque poseerán en herencia la tierra”.
La mansedumbre elogiada por Cristo en este versículo consiste sobre todo en que el hombre sea continuamente dueño de sí mismo, controlando sus emociones e impulsos. Esta virtud le impide murmurar contra las adversidades permitidas por Dios, y lo lleva a no irritarse con los defectos de los hermanos, buscando, en cambio, deshacer los malentendidos y disculpar con generosidad las ofensas recibidas.
Los mansos de corazón no sólo evitan la discordia con el prójimo, sino que se emplean a fondo para que aquella no se establezca entre los hermanos. Soportan el peso de la vida, conformándose siempre con la voluntad de Dios. San Agustín los elogia: “Cuando les va bien, alaban a Dios, y, cuando mal, no blasfeman a Dios; en las buenas obras que hacen glorifican a Dios y en los pecados se acusan a sí mismos”.10 Una vez más el santo Job nos dará ejemplo de esta virtud, con su admirable fidelidad durante la terrible prueba.
¿Y cuál es la tierra que poseerán los mansos? La tierra de los vivos: el Cielo. Pero ya en este mundo, aun entre dolores y tristezas, disfrutan una constante alegría en el fondo de sus almas, anticipo del gozo del Reino Eterno.
Las leyes del espíritu difieren de las del cuerpo
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque serán saciados”.
Tener hambre y sed de justicia equivale a desear la santidad. Jesús alaba aquí la ardua batalla de quienes, en pos de la perfección moral, luchan para progresar en la vida espiritual, examinan con rigor su conciencia y combaten con energía los defectos propios.
Ahora bien, las leyes del espíritu son distintas a las del cuerpo. Mientras más alimento espiritual recibe el alma, tanto más crece el apetito de los bienes eternos, porque Dios infundió en la naturaleza humana la aspiración a una felicidad sin límite. Entonces, ¿cómo podrán ser saciados los que “tienen hambre y sed de justicia”?
Nuestro apetito de los bienes eternos sólo quedará perfectamente satisfecho en el Cielo, donde el propio Dios será nuestra recompensa. Mas igualmente en esta tierra, bienaventurados son cuantos se alimentan con fervor del Pan de los Ángeles y beben con delicia el agua del Espíritu ofrecida por Jesús a la samaritana (cf. Jn 4, 14).
La medida con que midan…
“Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia”.
A veces sentimos verdadero horror a perdonar, pensando que la justicia manda tratar a cada uno estrictamente según sus acciones y méritos.
Sin embargo, el Buen Pastor nos convida aquí a disculpar las debilidades de nuestros hermanos y a compadecernos de sus miserias. Más adelante, todavía en el Sermón de la Montaña, el Señor llevará esta doctrina a un extremo inimaginable: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman. […] Hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces vuestra recompensa será grande y serán hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los desagradecidos y los malos. Sean misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 27-28. 35-36).
El día del Juicio, el Redentor nos tratará de la misma manera como hayamos tratado al prójimo: “Porque la medida con que midáis también se usará con vosotros” (Lc 6, 38). Quien siente misericordia, perdona con facilidad las debilidades de los demás y a su vez recibe el perdón, según la petición del Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6, 12). Porque, añade Jesús, “si perdonáis sus faltas a los otros, el Padre que está en el Cielo también os las perdonará. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre os perdonará” (Mt 6, 14-15).
El privilegio de ver a Dios en esta vida
“Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”.
Al decir “puros de corazón” pensamos de inmediato en la virtud angélica. Pero, como explica Fillion, esas palabras “no designan exclusivamente a la castidad, sino al alejamiento del pecado, la exención de toda mancha moral. El corazón es tomado aquí como centro de la vida moral, a la manera hebrea”.11
Por consiguiente, el alcance de esta expresión es bastante más amplio y profundo. El puro de corazón tiene todas sus intenciones y aspiraciones enfocadas hacia el Altísimo y al beneficio del prójimo. Admirando lo santo, noble y elevado, desborda de deseos de hacer el bien a los demás por amor a Dios.
Bossuet emplea sugerentes comparaciones en su intento de describir la íntima unión de estas almas con su Creador: “Un cristal perfectamente límpido, un oro perfectamente refinado, un manantial perfectamente claro no igualan la belleza y la limpidez de un corazón puro. […] Dios se complace en mirarse en él como en un hermoso espejo, en el cual se imprime a Sí mismo con toda su belleza”.12
No obstante, sería erróneo pensar que el premio prometido en esta bienaventuranza se refiere exclusivamente a la eternidad, exigiendo una vida entera de abnegación y aridez a fin de alcanzar la Visión Beatífica. Al contrario, como enseña Santo Tomás, en las bienaventuranzas el Señor también promete la recompensa para este mundo.13 Y Fillion afirma que la pureza de corazón brinda “en esta misma tierra un comienzo de visión, un conocimiento más perfecto del Dios que se revela a las almas puras”.14
¿Cómo sucederá? Sin duda mediante la gracia. Pues mientras la impureza enceguece el alma para toda clase de elevación, quien posee un corazón limpio ve a Dios en esta vida a través de la Fe, admirando los reflejos divinos en las criaturas, y sobre todo, contemplando la acción de la gracia en las almas. Acción que es, por cierto, una de las más hermosas y elevadas manifestaciones de Dios en esta tierra.
Cómo tornarse en verdadero hijo de Dios
“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”.
Todos los promotores de la verdadera paz —que es la tranquilidad del orden, según la célebre definición de San Agustín15— serán llamados hijos de Dios.
Ahora bien, para irradiar la paz hay que empezar por disfrutarla en el propio interior. Esto significa no tener susceptibilidades ni rencores, sabiendo ceder oportunamente a las exigencias del prójimo, incluso cuando sean o parezcan injustas, siempre y cuando no nos hagan incurrir en pecado. Las palabras que más adelante pronunciará el Señor en el mismo Sermón de la Montaña nos convidan a practicar este principio del modo más radical posible: “Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica” (Lc 6, 29).
Actuar así exige auténtico heroísmo. Pero Cristo nos enseña que no debemos ahorrar medios —ni siquiera dolorosos— si se trata de obtener la armonía entre los corazones y de alzarlos hacia Dios.
Por ende, si queremos ser “hijos de Dios”, aprendamos a ser pacíficos, atendiendo la bella exhortación de Bossuet: “Tengamos siempre palabras de reconciliación y de paz para dulcificar la amargura de nuestros hermanos contra nosotros o contra otros; procuremos siempre amenizar los malos comentarios, evitar las enemistades, las frialdades, las indiferencias, en fin, reconciliar a los que están en desacuerdo. Esto es hacer la obra de Dios y mostrarse hijos suyos, imitando su caridad”.16
La alegría en la persecución
“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 11 Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. 12a Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los Cielos”.
Por amor a la justicia —es decir, la santidad— atravesaremos sin duda momentos en esta vida en los cuales seremos incomprendidos e incluso perseguidos.
En tales circunstancias no debemos dejarnos abatir. Por el contrario, tenemos que recordar que Dios es el Señor de la Historia y nada ocurre sin su consentimiento, por mínimo que sea: “¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del Padre que está en el Cielo” (Mt 10, 29). El Creador lo tiene todo contado, pesado y medido. Y actúa sobre los acontecimientos buscando siempre, además de su propia gloria, la salvación de los suyos. Por eso afirma San Pablo: “Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Rom 8, 28).
¡En cuántas ocasiones los santos fueron objeto de las más injustas persecuciones, por amor a la verdad! Pero no perdieron la confianza en la Providencia Divina, ni demostraron rencor contra sus perseguidores, a los cuales trataban con caridad y sin odio personal, pero también con la innegable superioridad del hombre que practica la virtud en relación al que se deja arrastrar por el vicio.
Por eso, el propio Dios se encargará de recompensarlos mucho más allá de lo merecido: poseerán el Reino de los Cielos, un premio eterno, infinitamente superior a todo sufrimiento padecido en esta vida.
III – Invitación a la radicalidad del bien
Como hemos visto, la doctrina de las bienaventuranzas dejó al descubierto para siempre lo vacío de la felicidad fundada en la satisfacción de las pasiones desordenadas y la posesión de bienes materiales. Pues, como enseña magistralmente el Santo Padre, “se invierten los criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo”.17
Con esas ocho sentencias Cristo indicó la ruta para alcanzar el Cielo, en donde veremos a Dios cara a cara y participaremos de la propia vida divina, poseyendo la felicidad de la cual goza Él mismo. Y quien adecúa su conducta a las bienaventuranzas, empieza a gozar espiritualmente un anticipo, ya en esta Tierra, de la felicidad eterna.
Las bienaventuranzas no son frases que deben ser estudiadas fríamente apenas con la inteligencia, sino que son principios de vida para ser leídos y meditados con el corazón, con el calor del alma de quien quiere ponerse en camino tras los pasos del Señor.
Con divina suavidad nos invitan a la radicalidad en la práctica del bien, porque el patrón de virtud que en ellas nos propone Cristo no es otro sino Él mismo, ¡el propio Dios!
1 FILLION, Louis-Claude – Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Madrid: RIALP, vol. 2, p. 94. 2 Ídem, ibídem. 3 GOMÁ Y TOMÁS, Isidro – El Evangelio explicado. Barcelona: Casulleras, 1930, vol. 2, p. 158. 4 Ídem, ibídem. 5 BOSSUET – Méditations sur l’Évangile. Versalles: Lebel, 1821, p. 4. 6 Algunos autores opinan que el Monte de las Bienaventuranzas corresponde al que hoy se conoce también como Cuernos de Hattin, situado a medio camino entre Caná y Cafarnaúm (Cf. GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., pp. 155-156). 7 FILLION, op. cit., p. 92. 8 BENEDICTO XVI – Jesús de Nazaret. Ciudad del Vaticano: Librería Editrice Vaticana, 2007, p. 37. 9 SAN JUAN CRISÓSTOMO – Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo. Madrid: BAC, 2007, p. 275. 10 SAN AGUSTÍN – Obras – Homilías. Madrid: BAC, 1955, vol. X, p. 53. 11 FILLION, Louis-Claude – La Sainte Bible commentée. París: Letouzey et Ané, 1912, vol. 7, p. 43. 12 BOSSUET, op. cit., p. 16. 13 “Así, pues, aquellas cosas que en las bienaventuranzas […] se señalan como premios, pueden ser o la misma bienaventuranza perfecta, y en este sentido pertenecen a la vida futura, o cierta incoación de la bienaventuranza, tal como se da en los varones perfectos; y en este sentido los premios pertenecen a la vida presente. Pues cuando uno empieza a progresar en los actos de las virtudes y de los dones, se puede esperar de él que llegue a la perfección de esta vida y a la de la patria” (AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica I-II, q. 69, a. 2, resp.). 14 FILLION, op. cit., p. 43. 15 “La paz de la ciudad celestial es la unión ordenadísima y concordísima para gozar de Dios y mutuamente en Dios. Y la paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden” (La Ciudad de Dios, libro XIX, cap. 13). 16 BOSSUET, op. cit., pp. 18-19. 17 BENEDICTO XVI, op. cit., p. 95.