COMENTARIO AL EVANGELIO DEL V DOMINGO DE CUARESMA – La resurrección de Lázaro – Parte II
El gran amor de Jesús por aquella familia de Betania hacía incomprensible su aparente indiferencia hacia la enfermedad de Lázaro. Pero cuando Dios tarda en intervenir, lo hace por razones más altas y porque ciertamente nos dará con profusión.
II – ANÁLISIS DEL EVANGELIO
El regreso de Jesús a Betania (vv. 1-16)
Para dejar bien en claro quién era el enfermo en cuestión, san Juan lo presenta como el hermano de Marta y María. Resalta la figura de esta última por tratarse de una persona muy conocida y comentada en todo Israel debido a su impresionante conversión y su bellísimo acto de arrepentimiento en casa de Simón, el fariseo (3). Es interesante notar el acierto del nombre “Lázaro”, que significa “ayudado” o “Dios socorrió”.
Hacía mucho que Jesús predicaba en la región de Perea, a una jornada de distancia de Betania. Con enorme solicitud y cariño por Lázaro, tal como suelen ser las hermanas de buena índole, Marta y María envían un mensajero para avisarle del estado de salud del hermano.
La actitud de ambas refleja un profundo espíritu de fe en la omnipotencia del Salvador, y al mismo tiempo una noble y fraternal dedicación. Tanto más cuando el mensaje no era sólo informativo, sino que, con enorme educación, contenía una súplica. La abandona al que ama. Ellas no imploran ni piden explícitamente la cura, ya sea para obrarla de cerca o de lejos; era suficiente con que el Señor conociera el estado de su amado para, por un simple deseo suyo, hacer efectivo el milagro.
Y realmente habría sido así, si Jesús no hubiera querido aprovechar el pretexto de la muerte de su amigo “para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios” (v. 4), según lo afirma Él mismo.
Gran perplejidad deben haber tenido ambas al recibir la respuesta del Señor, dos días después del fallecimiento de Lázaro: “Esta enfermedad no es para muerte…” (v. 4). Mayor aflicción todavía se debió al hecho que Jesús no se haya movido para encontrarse con el amigo ni con sus hermanas.
Esa es precisamente la prueba que atraviesan las almas afligidas que imploran la intervención de Dios y creen no ser atendidas, debido a la demora o a una aparente inercia del Cielo. ¡Qué benéfico resulta este pasaje para convencer nos de jamás perder la fe en la omnipotencia de la oración perfecta! Cuando Dios tarda en intervenir, lo hace por razones más altas y porque ciertamente nos dará con profusión. Ahí tenemos el procedimiento de Jesús con los que ama: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro” (v. 5). El gran amor de Jesús hacia aquella familia volvía más incomprensible aún esa como indiferencia, pues, “aunque oyó que estaba enfermo, se detuvo aún dos días en el lugar donde se hallaba” (v. 6).
¡Qué gran vuelo de espíritu era necesario para seguir al Divino Maestro frente a sus incomprensibles actitudes! Ninguno de los dos lados lograba advertir el alcance de la meta política del Salvador. Las hermanas tendrían deshechas sus esperanzas, siguiendo desde fuera del sepulcro la lenta pero progresiva descomposición del cuerpo de su hermano. Los apóstoles, a su vez, no podían entender por qué Nuestro Señor iba a Judea. Ya había curado a distancia a tantos necesitados, ¿cuál era la razón para ingresar a una tierra donde se lo perseguía a muerte? ¿Sólo a causa de un enfermo? “Rabí, hace poco querían apedrearte los judíos, ¿y vas a volver allí?” (v. 8), decían ellos. ¿No era mejor obrar el milagro a la distancia?
La perspectiva psico-social en la que los discípulos procuraban dibujar la figura del Mesías era esencialmente distinta a la realidad que se desarrollaba a ojos de todos. En ellos había una constante de espíritu humano, de querer reducir las acciones de Dios a las proporciones de nuestra mentalidad e incluso de nuestros deseos, sentimientos y emociones. Pero los principios por los que Dios siempre se mueve son infinitamente superiores a los que atañen a las meras criaturas; por eso, nada mejor que abandonarnos a los designios y al beneplácito de su voluntad, nunc et semper.
Según nuestros criterios, tal vez fuera mejor que Jesús expusiera su plan con toda claridad a los apóstoles, para que así regresaran a Judea con mayor confianza, paz y decisión. Por el contrario, Jesús les responde con una parábola: durante las doce horas del día se puede caminar sin tropiezo, muy al contrario de las otras doce de la noche. Se trataba de una afirmación obvia, pero guardando un significado más profundo en las entrelíneas, es decir, no había llegado todavía el momento de su Pasión, por lo tanto no cabía temer ningún mal. Así, de forma didáctica y suave, iba instruyendo a los apóstoles sobre los pasos que debían darse, ejercitándolos en la plena confianza que debían dedicar a su Divino Maestro.
Sin embargo, al añadir: “Lázaro, nuestro amigo, duerme pero voy a despertarle” (v. 11), dio de nuevo esperanzas a los apóstoles sobre la innecesidad de retornar a Judea, ya que según la fuerte experiencia de esa época, recuperar el sueño a lo largo de una enfermedad grave era indicio de buena convalecencia; y por eso exclamaron: “Señor, si duerme, sanará” (v. 12).
Frente a tal situación era indispensable hablarles con claridad, revelándoles la muerte de Lázaro. Este particular sería suficiente para creer mejor en las propuestas de Jesús, porque hasta ese momento nadie ahí sabía del fallecimiento de Lázaro, que Él les comunica con toda seguridad. Y además, aprovecha de estimular la confianza de los apóstoles, manifestando su alegría por el hecho de que no hubieran estado en Betania durante la enfermedad de Lázaro, pues en tal caso Jesús se vería obligado a curarlo antes de su muerte, disminuyendo con eso la grandeza del milagro de la resurrección que iba a realizar.
En la narración puede verse cómo los propios apóstoles estaban siendo formados en la fe, paso a paso, a través de los milagros, tal como el Señor mismo lo dice: “para que creáis” (v. 15). Jesús sellaría el término de su vida pública —los últimos momentos de las doce horas del día— con el más portentoso milagro. La había empezado con la transformación del agua en el mejor de los vinos, en Caná, y ahora, antes del anochecer, traería de vuelta a la vida a un muerto en franca descomposición. En aquel instante, el más débil —santo Tomás— lanza el gemido que estaba en el fondo del alma de todos: “Vayamos también nosotros para morir con él” (v. 16). El Espíritu Santo todavía no los había confirmado en la vocación, y el instinto de conservación lidiaba con las virtudes al interior de cada uno.
El encuentro con Marta y María (vv. 17-37)
Betania, según el propio relato (v. 18), estaba a menos de 3 km. de distancia de Jerusalén. Jesús había utilizado con frecuencia esa propiedad, perteneciente a la familia de Lázaro, casi todas las veces que debía ir a Jerusalén, no tan sólo por su cercanía sino incluso por su comodidad. Por esa misma razón se encontraban ahí muchos judíos (v. 19). Se guardaba luto a lo largo de siete días, reservándose los tres primeros para el llanto y los cuatro siguientes para recibir las visitas de pésame. La costumbre rabínica era estricta y rigurosa, considerando incluso el ayuno (1 Sm 31, 13) en medio de las lágrimas (Gn 50, 10). En esencia, al volver del entierro —que debía hacerse el mismo día del fallecimiento— el ritual ordenaba cubrirse la cabeza y sentarse en el piso con los pies descalzos. Las visitas no decían palabra; sólo los parientes de los fallecidos podían tomar esta iniciativa. En tales circunstancias, la convivencia era silenciosa.
Así permaneció María, sin tener idea de la llegada de Jesús a la aldea, mientras Marta fue a su encuentro (v. 20) para informarle todo lo ocurrido. Una vez más los hechos nos revelan las características de cada hermana. Marta es más dada a la administración, a las relaciones sociales, etc., y María, al fervor amoroso. Por eso Marta no le avisa a su hermana, pues sería imposible retenerla con las visitas mientras se desarrollara su diálogo con el Maestro, diálogo que, dicho sea de paso, no podía haber transcurrido con más ternura y delicadeza. No hay el menor asomo de queja cuando Marta afirma: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (v. 21); por el contrario, se trata de la manifestación de un pesaroso sentimiento hecho de confianza en el poder de Jesús.
María, a su vez, repetirá exactamente la misma frase (v. 32), permitiéndonos reparar en el tono de las conversaciones mantenidas entre ambas los últimos días.
No obstante, la fe de una y otra no había llegado a su plenitud todavía, pues no podían imaginarse el gran milagro que obraría Jesús. Marta no tiene noción del poder absoluto del Señor, y por eso condiciona las acciones del Divino Maestro a los pedidos hechos a Dios (v. 22): “cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá”.
Marta declara su firme creencia en la resurrección final, ocasión en que espera volver a ver a su hermano en cuerpo y alma (v. 24), sin imaginar jamás la posibilidad de volver a encontrarlo ese mismo día. Jesús, el Divino Pedagogo, ve llegar el momento de proferir una de las más bellas afirmaciones del Evangelio. En otros trechos revelará: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6); “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12); o “Yo soy el pan de vida” (Jn 6, 35). Pero ninguna afirmación alcanza la altura teológica de ésta: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” (vv. 25-26). Y con un cuidado paternal conmovedor, le pregunta a Marta: “¿Crees esto?”, para moverla a un acto explícito de fe y hacer crecer sus méritos.
Habiendo dado el diálogo sus mejores frutos, era necesario consolar a la otra hermana. Marta le avisa “al oído” (v. 28) que el Maestro había llegado. Conforme a su temperamento arrojado, salió a toda prisa para encontrarlo. Su gesto llevó a todos los visitantes a imitarla; pensando que iba a llorar junto a la tumba, la siguieron (v. 29-31).
Especialmente digna de nota es la escena de su encuentro con Jesús. Marta era más controlada en sus emociones, determinada en sus objetivos y, por ende, capaz de poner en palabras todos sus sentimientos. María, bien distinta a su hermana, tiene arrobamientos de fervor sensible por el Maestro, su amor no conoce fronteras ni permite freno a sus manifestaciones; su alma realmente seráfica la lleva a lanzarse a los pies de Jesús, y lo máximo que logra expresar es su dolor, en breves términos. El resto fue llorar, sollozar, y con tanta sinceridad que todos se conmovieron, acompañándola en el llanto (vv. 32-33).
María era tan carismática en su fe, en el ardor de sus deseos y en la comunicación de su cariño hacia Jesús, que Él mismo “se estremeció en su espíritu y se emocionó profundamente” (v. 33). Bien lo decía Lacordaire: “L’intelligence ne fait que parler; c’est l’amour qui chante!” (4) Nuestras palabras pueden convencer, pero nuestro amor incluso podrá conmover al Sagrado Corazón de Jesús. Cuán humano, sin dejar de ser divino, se muestra en esta ocasión, sobre todo al derramar sus preciosísimas lágrimas, santificando así las lágrimas brotadas de todos los corazones sufrientes por amor a Dios, o arrepentidos de sus faltas.
Esa era la mayor prueba de amor mostrada por el Salvador hasta entonces con relación a su amigo Lázaro.
Siempre “signo de contradicción” (5), los campos se dividen a la vista de sus lágrimas. Algunos se llenan de admiración, otros le reprochan haber dejado morir a Lázaro. Hipocresía pura, según autores clásicos, puesto que juzgan a Jesús aun antes de cualquier acción suya. Es el efecto de una antipatía preconcebida, radicada tal vez en el vicio de la envidia (vv. 36-37).
La resurrección de Lázaro (vv. 38-45)
A diferencia de otras tumbas excavadas en roca, la de Lázaro no estaba en sentido horizontal, sino en el piso y verticalmente. Para llegar al lugar donde habían depositado el cuerpo de Lázaro se debía bajar un buen número de peldaños. Alrededor del sepulcro todos se mantenían en una fuerte expectación, pues los antecedentes auguraban un portentoso acontecimiento.
Con magna autoridad, Jesús ordena para espanto de los circundantes: “Quitad la piedra”. Marta, siempre sensata, no resiste hacer el reparo que el cadáver estaría en descomposición luego de cuatro días. “Señor, ya huele mal…” (v. 39). Magistral la respuesta de Jesús: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?” (v. 40).
Bellísima la oración de Nuestro Señor con la sepultura abierta y el hedor hiriendo las narices de los presentes; la atención no podría ser más intensa. No reza por necesidad, sino “por la gente que me rodea, para que crean que tú me enviaste” (vv. 41-42).
Con un simple deseo suyo la lápida habría vuelto a la nada y Lázaro surgiría en la puerta del sepulcro, rejuvenecido, limpísimo y perfumado. Sin embargo, convenía que todos los ojos comprobaran el poder de sus órdenes: “gritó con voz potente: «¡Lázaro, sal fuera!»” (v.43)
Se obran dos portentosos milagros, no sólo la resurrección. Lázaro estaba atado de pies a cabeza, impedido de caminar; no obstante, subió la escalera que daba acceso a la entrada del sepulcro, incluso llevando un sudario en el rostro. Imaginemos la impresionante escena de un fallecido subiendo peldaño a peldaño, sin libertad de movimientos y sin mirar, pero ya respirando con visibles señales de vida.
“Desatadlo y dejadle ir” (v. 44) es el último mandato del Divino Taumaturgo. Nada más relata el evangelista, ninguna palabra sobre Lázaro o las manifestaciones de alegría de sus hermanas; solamente la conversión de “muchos de los judíos que habían ido a visitar a María” (v. 45).
La Liturgia de hoy deja sin mencionar la traición de algunos que, ciertamente indignados, “fueron a los fariseos” (v. 46), llevando a que el Sanedrín decretara su muerte (v. 53), materia que será considerada con profundidad a lo largo de la Semana Santa.
III – CONCLUSIÓN:
UNA INVITACIÓN A LA CONFIANZA
Ahí tenemos el poder de Cristo manifestado en todo su esplendor para alimentar nuestra fe. Esta Liturgia nos invita a una confianza mayor que la del centurión romano; o sea, es preciso creer en Jesús con ardor mariano. Si la Santísima Virgen estuviera al lado de las hermanas, ciertamente —además de aconsejarles esperar en paz de alma la llegada de su Divino Hijo— les recomendaría a ambas que buscaran hacer “todo lo que él os diga” (Jn 2, 5). Por más grandes que sean los dramas o las angustias en nuestra existencia, sigamos el ejemplo y la orientación de María, creyendo en la omnipotencia de Jesús, imbuidos de las palabras de san Pablo: “Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios, de los que han sido llamados según su designio” (Rom 8, 28).
La resurrección de Lázaro – Parte I
1) Suma Teológica III, q 43 a 1 2) Suma Teológica III, q 43 a 4 3) Lc 7, 37-50 4) “La inteligencia no hace más que hablar; ¡el amor es el que canta!” 5) Lc 2, 34 |
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