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– EVANGELIO –
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 24 “Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. 25 Por eso os digo: no estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? 26 Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? 27 ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? 28 ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. 29 Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. 30 Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se arroja al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? 31 No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. 32 Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. 33 Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. 34 Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su desgracia” (Mt 6, 24-34).
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COMENTARIO AL EVANGELIO DEL VIII DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO – ¿Se puede servir a Dios y a las riquezas?
“A los pobres los tenéis siempre con vosotros” (Jn 12, 8), le respondió Jesús a Judas cuando éste, perplejo ante el enorme gasto hecho por María Magdalena para ungir los adorables pies del Salvador, había preguntado: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?” (Jn 12, 5). ¿Cuál es la enseñanza del Señor al respecto?
I – Introducción
He aquí la enorme ansiedad que invade las almas de pueblos y naciones de los últimos tiempos: la frenética búsqueda de los bienes materiales. Ahora bien, los Doctores de la Iglesia nos enseñan que cuanto más se apegan los hombres a esos bienes, más se dividen entre sí. En cambio, cuanta más unión, bienquerencia y paz exista entre ellos, más se entregan a los bienes espirituales. Santo Tomás de Aquino emplea a menudo este elevado pensamiento: “Bona spiritualia possunt simul a pluribus possideri, non autem bona corporalia — Los bienes espirituales pueden ser poseídos por muchos a la vez, pero no los bienes corporales”.1
De manera que cuanto más grande sea el número de los que poseen los mismos bienes del espíritu, tanto mejor será. Además, adquirimos gran progreso en el conocimiento de la verdad, en la medida que pretendamos enseñarla y queramos aprenderla de los demás.
La Liturgia de hoy nos indica una profunda solución a las crisis actuales: la de la desgastada cuestión social y la de la amenazada economía mundial.
“Cristo el Altísimo” – Museo del Hermitage, San Petersburgo (Rusia)
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Jesús, el más cualificado para enseñar sobre el desprendimiento
El que nació en una gruta, tuvo un pesebre por cuna y en su vida pública no encontró donde reclinar su cabeza, tiene absoluta autoridad para discurrir acerca del desprendimiento. La experiencia humana, a lo largo de los milenios, demuestra que no debemos amar a las criaturas en sí mismas. Si fuera conveniente o incluso necesario amarlas, hemos de hacerlo en función del amor a Dios.
“Es claro que el corazón humano tanto más intensamente se entrega a una cosa cuanto más se aparta de otras muchas”.2 Siguiendo este camino, algunos Santos lograron un alto grado de virtud, sobre todo cuando abrazaron la perfección. San Francisco de Asís llega a tener un connubio místico con la pobreza y San Ignacio de Loyola, al partir hacia Jerusalén, después de su contemplación en Manresa, abandona en la playa de Barcelona todo cuando le habían dado y se lleva consigo a tres compañeras: la fe, la esperanza y la caridad.
A otros, sin embargo, San Pablo les recomienda ser previsores: “Si alguno no quiere trabajar, que no coma” (II Tes 3, 10). Hasta dónde debe llegar nuestra preocupación por nuestra subsistencia y cuál ha de ser la actitud de alma, equilibrada y santa, frente a los bienes de este mundo, como asimismo la plena confianza en Dios, son las cuestiones tratadas en este octavo domingo del Tiempo Ordinario.
II – Dos señores que no admiten rivales
“Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.”
El presente Evangelio forma parte del célebre Sermón de la Montaña, del que san Mateo transcribió las partes esenciales. En él se trasluce la fuerte advertencia del Divino Maestro contra el desvarío de quienes se desvelan por los tesoros de este mundo y acaban perdiéndose en medio de las aflictivas preocupaciones de la vida presente.
El apego a la riqueza es una verdadera esclavitud
Es muy sutil y preciso el empleo en este versículo del verbo servir y no de otro, porque el problema central no está en la posesión de bienes materiales, sino en el valor que se les tributa, y sobre todo en el afecto que se les tiene. En su raíz, estamos frente a una prolongación del Decálogo, en particular del Primer Mandamiento, tal como Dios mismo lo declaró por medio de sus profetas: “No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna […].
No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo soy el Señor, tu Dios” (Ex 20, 3-5) 3.
El apego a las riquezas constituye, a partir de cierto grado, una verdadera esclavitud y “ninguno puede servir a dos señores cuando mandan cosas contrarias, ni tampoco cuando ordenan cosas diferentes, porque la misma naturaleza impide que el amor del siervo se divida en dos distintos señores” 4.
Un siervo no puede entregar su voluntad a dos señores
Cuando alguien siente un desequilibrado aprecio por los bienes de este mundo, habrá conferido a dichos bienes el carácter de señorío.
Ahora bien, ya sabemos que la esclavitud es avasalladora por sí misma; las facultades del esclavo pertenecen al señor, al que debe dedicar todo su servicio. “Un solo señor puede tener muchos siervos, pero un siervo no puede tener muchos señores; porque lo propio del señor es regir al siervo, no amarle precisamente; pero lo específico del siervo es amar y no regir a su señor, y el imperio puede dividirse, pero no el amor. Indica Cristo con esto que las riquezas no sólo cuando son injustas se gastan injustamente, sino también cuando no se adquieren por malos medios, si se aman, apartan al hombre del amor de Dios. Nadie puede servir a dos señores, como dijo antes: Imposible es que un rico entre en el reino de los cielos (19, 26). Observa el autor de la Obra Imperfecta que nadie puede servir a dos señores, y no dijo que nadie puede tener dos señores.
Llama señor a cualquier cosa a que nos hayamos entregado con demasía, a la cual servimos de alguna manera: ‘¿No sabéis que aquel a quien os entregáis como siervo para la obediencia, sois siervos de aquel que obedecéis, ya sea del pecado para la muerte, ya sea de la obediencia para la justicia?' (Rom. 6, 16); y san Pedro (1 Pd 2, 19): ‘Aquel de quien uno ha sido vencido, de él es siervo'. Y así san Basilio” 5.
El verbo servir empleado en este versículo —referido a la situación de un siervo que entrega sin restricción alguna su voluntad a un señor— está muy de acuerdo con la tendencia a los extremos típica de los orientales.
En este caso, al siervo se le haría imposible obedecer a un segundo señor que le imponga un deber opuesto y simultáneo al exigido por el primero. Además, terminará amando menos a su auténtico señor, actitud que equivale al significado de “odiar” en la lengua hebrea 6.
En realidad, Dios no quiere sólo una porción, por grande que sea, de nuestro corazón; lo quiere íntegro, y esa entrega, de nuestra parte, debemos realizarla con alegría, generosidad y constancia.
Dos señores rivales: Dios y el dinero
Resumiendo, el Divino Maestro nos pone frente a dos señores diametralmente opuestos en lo concerniente a sus intereses respectivos: Dios y el dinero. El primero nos exige creer en Él y en sus revelaciones, esperar sus promesas con amor total, practicar la castidad, la humildad, así como todas las demás virtudes.
El dinero toma cuenta de nosotros y nos inspira ambición, avidez de placeres, vanidad, orgullo, menosprecio del prójimo, etc. Uno nos brinda fuerzas para practicar el bien e inclina nuestras pasiones hacia éste, mientras que el otro nos arrastra hacia el mal y ahí nos envicia. El Cielo y su eterna felicidad representan el estímulo para los esfuerzos que exige uno de los señores. La tierra y sus placeres fugaces son el atractivo que ofrece el otro.
Son dos señores que no admiten rivales. Para el dinero no hay peor rival que Dios, y viceversa. Por eso, la desgracia del rico que ha entregado su corazón a los bienes de la tierra consiste en buscar en ellos la felicidad, sin hallarla; y la desgracia del pobre está en ilusionarse con la pseudo-felicidad que ofrecen las riquezas.
Es preciso tener siempre frente a los ojos cuán opuestos son Dios y el mundo. Por ello, no queramos servir a ambos al mismo tiempo. “No os unáis con los infieles. Pues ¿qué consorcio hay entre la justicia y la injusticia? ¿Qué hay de común entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Beliar, o qué asociación del fiel con el infiel? ¿Qué concierto entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois templo del Dios vivo” (2 Cor 6, 14-16).
III – Sepamos jerarquizar nuestras preocupaciones
“Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?”
La naturaleza puramente animal, así como la vegetal, con sus instintos respectivos, normales y ordenados, y desprovistas de alma inmortal, no buscan la felicidad infinita. Tampoco las aves almacenan alimentos en graneros y los lirios no tejen ni hilan, porque les falta racionalidad para tales preocupaciones.
El hombre, en cambio, posee un alma que, con verdadero “teotropismo”, vive en búsqueda del infinito, más de lo que las plantas buscan el sol o los animales su alimento. “Buscarte, Dios mío —clama san Agustín— es buscar mi felicidad y bienaventuranza: debo buscarte para que mi alma viva, porque tú eres la vida de mi alma, así como ella es la vida de mi cuerpo” 7.
El corazón del hombre sólo queda en paz cuando encuentra a Dios.
Aquella “felicidad y bienaventuranza” no están en el afán de riquezas pues, cuando se las desea sin amor a Dios, pobres o ricos se entregarán a las ansias voluptuosas de querer más y más.
Los bienes materiales deben buscarse sin inquietud
Las riquezas, si se aman, apartan al hombre del amor de Dios.
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Evidentemente, el Divino Maestro no excluye nuestra obligación con respecto al trabajo. Sobre este apartado existen numerosos comentarios de santos doctores demostrando que el trabajo es un excelente medio de santificación. Cristo tiene frente a sí a los que ponen los bienes materiales como límite final de sus horizontes, e invierten ansiosamente toda su preocupación para obtenerlos.
Tal actitud lleva consigo una buena parte de culpa, además de ser autodestructiva.
Ante todo, por ofender de cierta manera a Dios mostrando desconfianza en su bondad; pero además pierde el apoyo divino al colocar toda su seguridad en esfuerzos y planificaciones personales. En síntesis, queda patente cuánto el hombre no puede descuidar los bienes eternos por ir a la búsqueda de lo indispensable para vivir.
Los bienes materiales deben buscarse sin inquietud, ya que esto implicaría negar la infinita generosidad de Dios.
Lección fundamental para jerarquizar nuestras preocupaciones
Por ésa razón comenta Maldonado: “¿Quién nos dio el alma y el cuerpo sino Dios? Así quiere Pedro (1 Pe 5, 7) que pongamos nuestra solicitud en Él, seguros de que tendrá cuidado de nosotros…” 8. Es evidente que Dios no podría darnos el cuerpo y la vida con el propósito de arrojarnos al hambre y la miseria.
Su infinita y sabia providencia le impone brindarnos las condiciones para sostener nuestra naturaleza física así como —principalmente— nuestra vida sobrenatural.
Por ende, Dios, que a veces permite el advenimiento de cruces y sufrimientos en el curso de nuestra existencia, derrama gracias y fuerzas para que todo lo soportemos en provecho nuestro.
“Las aves volando en lo más alto del cielo, están más lejos de su comida y, sin embargo, Dios las alimenta”
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El Divino Maestro nos ofrece una lección fundamental acerca de la debida jerarquía para nuestras preocupaciones.
El hombre se compone de cuerpo y alma, y esta última es más valiosa, por lo cual merece recibir el mayor cuidado y atención. Por consiguiente, si fuera necesario despreciar o abandonar otros intereses en beneficio de la salvación de la propia alma, debemos hacerlo, porque Dios nos dará lo secundario.
En estos versículos se inserta la vocación apostólica y misionera, como por ejemplo la de un Beato José de Anchieta, que abandona familiares, patria y bienes, marchándose rumbo a tierras desconocidas con el objeto de convertir y santificar a innumerables indígenas en Brasil. Los que siguen esta senda reciben el ciento por uno en esta tierra, y el premio de la vida eterna (cf. Mt 19, 29).
Si nuestro Padre cuida a criaturas inferiores, ¿cuánto más nos cuidará a nosotros?
Cuando conseguimos un hiato de calma dentro de la febril correría de los días actuales para observar la naturaleza viva —desde la tenacidad de las hormigas en busca de alimento, hasta la agilidad de un colibrí, tomando con elegancia el contenido casi místico de una flor— alabamos a Dios en seguida, por comprobar esa maravillosa disposición de la Divina Providencia de ofrecer a insectos y animales lo necesario para su sustento. “Todos ellos de ti están esperando que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y ellos lo toman, abres tu mano y se sacian de bienes” (Sal 103, 27-28).
Ahora bien, el hombre no es solamente superior a todas las criaturas terrenales, sino su rey (cf. Gen 1, 28).
Siendo así, es preciso que ese rey supere el ejemplo de estos súbditos suyos —las aves del cielo— que con tanta abnegación practican la pobreza evangélica. Ellas, despojadas de todo, dependen exclusivamente de la benevolencia divina. Además, como comenta Maldonado, “las aves volando en lo más alto del cielo, están más lejos de su comida y, sin embargo, Dios las alimenta” . Cristo usó el ejemplo de las aves “porque los animales terrestres emplean más tiempo en buscar el alimento y esconderlo con su industria” 9.
Es curioso, en cierto modo, que el Divino Maestro se refiera a las aves “del cielo” y no a las domésticas, ya que estas últimas son alimentadas por los hombres y las otras por “vuestro Padre celestial” .
Vale decir, si nuestro Padre cuida a criaturas tan inferiores, que carecen de todo grado de filiación con Él, cuánto más nos cuidará a nosotros, hermanos de su “Hijo muy amado” (Mt 3, 17).
San Lucas nos dice: “Fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!” (Lc 12, 24).
San Ambrosio comenta este trecho: “Los cuervos, que no trabajan, tienen lo necesario para su uso, y lo tienen en abundancia, porque no saben reducir a su dominio particular los frutos que se han dado como comunes para que todo el mundo coma. Nosotros, en cambio, perdemos lo común porque nos esforzamos en hacerlo propio; y lo perdemos porque no conseguimos hacerlo nuestro, ya que no nos durará perpetuamente ni conseguimos tener una abundancia cierta donde el futuro es siempre incierto. ¿Por qué, pues, crees que tus riquezas son tuyas, siendo así que Dios ha querido que tu comida sea común con todos los demás que viven?” 10.
Nuestra impotencia frente a las leyes de la naturaleza
“¿Quién de vosotros con sus preocupaciones puede añadir a su estatura un solo codo?”
A cada nuevo argumento se vuelve más irrefutable nuestra impotencia frente a las leyes de la naturaleza, como también la omnipotencia divina en el gobierno del mundo.
Por eso dice san Juan Crisóstomo: “Dios es quien todos los días hace que nuestro cuerpo crezca, sin conocerlo nosotros. Si, pues, la providencia de Dios obra todos los días en ti mismo, ¿cómo podrá decirse que cesará en las cosas indispensables? Si, pues, vosotros, pensando, no podéis añadir una pequeña parte a vuestro cuerpo, ¿cómo, pensando también, podréis salvarlo todo entero?” 11.
El afecto de Dios también busca nuestra elegancia y pulcritud
“Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Contemplad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe?”
Jesús deja claro que esos lirios son los “del campo” , es decir, los que nacen al azar, sin cuidados humanos, siguiendo la misma línea de lo dicho antes sobre las aves, es decir las “del cielo” y no las domésticas.
“Los lirios representan la claridad de los ángeles del cielo por el candor y brillo de gloria que Dios les ha concedido”.
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Llama nuestra atención de modo especial el cariño con que las madres dan ropas a sus hijos, porque siempre tratan de vestirlos con belleza. Así es el afecto de Dios al cuidar a cada una de sus criaturas humanas: no sólo busca nuestra alimentación —como con “las aves del cielo” — sino también nuestra elegancia y pulcritud. Este esmero de Dios será mucho mayor aún en los albores de la resurrección de los cuerpos: “Los lirios representan la claridad de los ángeles del cielo por el candor y brillo de gloria que Dios les ha concedido. No trabajan ni hilan porque las virtudes de los ángeles, por la suerte que les ha cabido desde su origen, reciben incesantemente lo concerniente a su existencia. Y cuando dice por Lucas que en la resurrección los hombres serán como ángeles, quiso, con el ejemplo de la claridad angélica, fijar nuestra esperanza en el vestido de la gloria celestial” 12.
El ejemplo de Salomón, preocupado por vestirse a la altura de la sabiduría que Dios le había concedido gratuitamente, tiene una elocuencia extraordinaria para todos los tiempos. Pues, ¿quién sabría realizar con más arte esa tarea? San Juan Crisóstomo sintetiza bien la diferencia entre las ropas de Salomón y las que Dios ha creado: “De las vestiduras de Salomón a la flor de campo hay la distancia de la mentira a la verdad” 13.
Por consiguiente, dudar o, peor aún, no creer en la Providencia Divina nos hacer ser merecedores del calificativo de “hombres de poca fe” . Porque si así cuida Dios a las hierbas que serán quemadas cuando se marchiten, ¡cuánto más grandes serán esos cuidados con las almas inmortales y los cuerpos resucitados!
No os inquietéis: Dios os ama y os cuida como Padre
El ejemplo de Salomón tiene una elocuencia extraordinaria para todos los tiempos.
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“No andéis, pues, inquietos diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos o qué vestiremos?”
Este versículo muestra el empeño del Divino Maestro por convencernos de las verdades antes expuestas: “El Señor repitió esto para manifestar que es muy necesario, inculcándolo así mejor en nuestros corazones” 14.
Los gentiles se afanan por todo eso; pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todas esas cosas tenéis necesidad.
El sentimiento familiar en tiempos evangélicos era más sólido y profundo que en los días de la actual decadencia, en la que se va desmoronando el pilar de una sociedad bien constituida.
Todos tenían un concepto claro e indiscutible respecto de la paternidad.
Jesús les dirá en otro momento: “Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (cf. Mt 7, 11; Lc 11, 13).
Además, uno de los mayores motivos de pundonor para los judíos consistía en contraponerse a las concepciones de los gentiles. Jesús, atribuyendo a la mentalidad pagana esa excesiva preocupación por los bienes de este mundo, dejaba más patente su enérgico y categórico repudio a la misma. “No viváis ansiosos sobre vuestro vestido, puesto que Dios lo sabe perfectamente; es más, lo ve e intuye, porque es Dios; luego, Él proveerá, porque os ama y cuida como Padre, y lo puede hacer porque es celestial y, por lo tanto, omnipotente.
¿Por qué, pues, no abando náis a Él todas vuestras preocupaciones?
Él sabe, quiere y puede socorrer vuestras necesidades; lo sabe porque es Dios, lo quiere porque es Padre, y puede porque es Rey celestial e impera con derecho pleno en el cielo y en la tierra. Por eso san Francisco no daba a los suyos otro viático sino aquel del Salmo (54,22): Deposi ta en el Señor tus cuidados y Él te alimentará” 15.
IV – Busquemos en primer lugar nuestra santificación
“Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”.
La síntesis de toda la doctrina del Evangelio se halla en las palabras de este versículo: se trata de buscar en primer lugar el reino de Dios, como también la justicia de dicho reino, tal como Jesús lo predicó, es decir, en oposición a lo querido por los fariseos.
El reino de Dios puede ser considerado bajo tres prismas distintos: el de la gloria de los bienaventurados, o sea, el reino triunfante; el de la Santa Iglesia, que se evidencia en el reino visible y exterior de Nuestro Señor Jesucristo; y por fin, el de la gracia santificante en nuestras almas, o reino interior.
Así, debemos buscar la realización de la santidad de Dios en nosotros mediante el odio al pecado, una aspiración creciente a obedecerle en la práctica de todos los mandamientos, basados en un ardoroso amor a Él; llevando a todos cuantos tengan relación con nosotros hacia el camino de la santidad, por un dinámico celo apostólico, para mayor brillo de la Santa Iglesia y salvación de las almas; y por fin, anhelando el reino eterno en la gloria.
Se nos prohíbe, eso sí, una destructiva inquietud con nuestro futuro material; no debemos olvidar jamás la bondad y cariño infinitos del Señor.
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Al despertar cada mañana —ora seamos pobres, ora seamos ricos— debemos recordar este consejo de Nuestro Señor Jesucristo: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia…”
Pero infelizmente, los pobres en su gran mayoría no lo hacen, y por eso son objeto del egoísmo de los otros, viviendo en pobreza en este mundo y peligrando de arrojarse eternamente en ella. Los ricos se inclinan todavía menos a seguir la voz de Cristo, al pensar que ya tienen “todas esas cosas” …
“Así que no os inquietéis por el mañana, porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes. A cada día le basta su afán”
Preocupémonos primordialmente de santificarnos, a fin de alcanzar el reino de Dios. Practiquemos las virtudes y enriquezcámonos con los bienes del Cielo en la plena confianza de que, así, no nos faltarán los de la tierra.
Evitemos la ruina del relativismo moral de nuestros días y cumplamos nuestros deberes cotidianos sin la angustia del mañana.
No se nos impide utilizar una sabia y moderada prudencia en lo que atañe a nuestra subsistencia. Se nos prohíbe, eso sí, una destructiva inquietud con nuestro futuro material que nos haga olvidar las obligaciones de mayor actualidad e importancia, relacionadas con el reino de Dios. “A cada día le basta su afán” , ya que no debemos olvidar jamás la bondad y cariño infinitos del Señor, tal como se reflejan en la primera lectura de hoy: “Sión decía: ‘Dios me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí'. ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría” (Is 49, 14-15).
1) “Los bienes espirituales pueden ser poseídos por muchos al mismo tiempo, no así los bienes corporales” (AQUINO, Sto. Tomás de – Suma Teológica III, q. 23, a. 1 ad 3; Cf. Tb. I-II, q.28, a.4, ad 2).
2) AQUINO, Sto. Tomás de – Liber de perfectione spiritualis vitæ , c. 6.
3) Cf. TUYA, o.p., Manuel de – Biblia Comentada. Madrid, BAC, 1964, v. II, p. 156.
4) MALDONADO, s.j., P. Juan de – Comentarios a los Cuatro Evangelios. Madrid, BAC, 1950, v. I, p. 303.
5) MALDONADO – Op. cit. id., ibid.
6) El término es empleado con el mismo sentido en Mt 10, 36-37; Lc 14, 26 y Rom 9, 12-13.
7) AGUSTÍN, San – Confesiones, Lib. X, c. XX.
8) MALDONADO – Op. cit. pp. 304-305.
9) MALDONADO – Op. cit. id., ibid.
10) In Lc. 12,24.
11) Apud AQUINO – Catena Aurea .
12) San Hilario, apud: AQUINO, Catena Aurea.
13) Apud: TUYA. Op. cit. p. 158.
14) San Remigio apud: AQUINO, Catena Aurea.
15) In Mt 6, 31.