Comentario al Evangelio Domingo 20º del Tiempo Ordinario

Publicado el 08/13/2015

 

 

EVANGELIO

 

Dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que como este pan vivirá para siempre». (Juan 6, 51-58).

 


 

Comentario al Evangelio — Domingo 20º del Tiempo Ordinario – El verdadero alimento y la inmortalidad

 

 

Un año antes de la Última Cena, Jesús anunció a sus discípulos la institución de la Eucaristía. La sorprendente revelación despertó murmuraciones y alboroto entre los oyentes. Entretanto, el Pan de vida eterna pasó a ser la paz y la alegría de los corazones que de Él se alimentan, además de inagotable fuente de santificación.

 


 

I – Antecedentes – La devoción eucarística a lo largo de los siglos

 

Era de suma importancia, no solo para aquellos días de la Iglesia naciente, sino para los tiempos futuros, instruir a los fieles sobre el más sustancioso de los sacramentos. Esa trascendental misión de los Apóstoles fue acogida por San Juan con mucho celo, piedad y ortodoxia. Dedicó él todo el capítulo VI de su Evangelio para tratar de este tema tan relevante, haciendo accesible al lector la comprensión de la sabiduría, esmero y eficacia del Divino Maestro en preparar el pueblo para creer, amar y desear ese Sagrado Banquete que se constituyó, desde el inicio, en el elemento esencial para fortalecer en la virtud y perseverancia a los ya bautizados.

 

En los once primeros siglos de la Historia de la Iglesia, la Eucaristía se transformó en el centro de la vida sobrenatural de los fieles, pero fuera del Santo Sacrificio no recibía Ella ningún culto público. Solamente en el siglo XII comienzan a aparecer pequeños tabernáculos y, haciendo frente a algunas sectas heréticas que negaban la transubstanciación y la presencia real de Jesús en el Santísimo Sacramento del altar, se levantó un gran fervor eucarístico.

 

Determinadas costumbres en relación al Pan de los Ángeles surgieron espontáneamente, otras fueron instituidas por autoridades eclesiásticas como, por ejemplo, la orden emanada de la Cátedra de Pedro, por el Papa Gregorio X (1271-1276), en el sentido de que todos se arrodillasen en adoración, durante las Misas, desde la Consagración hasta la Comunión.

 

Institución de la fiesta del Corpus Christi

 

En El siglo XIII surgió un enorme incentivo a la devoción eucarística, a propósito de un portentoso milagro. En 1263, un sacerdote alemán que viajaba hacia Roma se detuvo en Bolsena para celebrar la Santa Misa. Durante la misma, imploró el auxilio de Dios para librarse de las tentaciones puestas por el demonio contra su fe en la Sagrada Eucaristía. Cual no fue su espanto cuando, nada más pronunciar las palabras de la Consagración, se vertieron de la Sagrada Hostia gotas de sangre a punto de humedecer completamente los corporales. El hecho produjo una verdadera conmoción popular y estas reliquias fueron llevadas a la ciudad de Orvieto, donde se encontraba el Papa Urbano IV. He ahí la razón de la existencia del más bello monumento en arquitectura policromada: la catedral gótica construida con el objetivo de acoger aquellos tejidos de lino embebidos por la preciosísima sangre de Jesucristo.

 

Al año siguiente, Urbano IV promulgaba la bula Transiturus, instituyendo en la Iglesia Universal la fiesta del Corpus Christi, para ser celebrada con solemnidad y júbilo todos los años, el jueves después de la octava de Pentecostés.

 

De esta forma surgieron también los más bellos cánticos eucarísticos como, por ejemplo, Adoro te Devote, O Salutaris Hostia, Ave Verum Corpus, Ave Salus Mundi, etc. En retribución al culto que le daban, Jesús se manifestó con profusión de milagros eucarísticos: solo en Alemania hubo más de cien casos de hostias sangrantes, entre los siglos XIII y XIV.

 

Los Papas recientes

 

Para no ser demasiado prolijos relatando incontables episodios sobre el aumento del fervor eucarístico a lo largo de los tiempos, citemos tan solo uno: la extensión de la Comunión a los niños, en el siglo XX, realizada por San Pío X a través del decreto Quam Singularis (1). Con este y otros dos que lo precedieron sobre el mismo tema (2), el Santo Pontífice estimulaba a los fieles a recibir el Pan de los Ángeles con la mayor frecuencia posible: “Jesucristo y la Iglesia desean que todos los fieles cristianos se acerquen diariamente al sagrado convite, principalmente para que, unidos con Dios por medio del Sacramento, en él tomen fuerza para refrenar las pasiones, purificarse de las culpas leves cotidianas e impedir los pecados graves a que está expuesta la debilidad humana; pero no precisamente para honra y veneración de Dios, ni como recompensa o premio a las virtudes de los que le reciben”.

 

Finalmente, Juan Pablo II nos enseña, en su reciente encíclica Ecclesia de Eucharistia, como “la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo”. A lo largo de ese bonito documento, el Pontífice recuerda y ratifica la doctrina eucarística de los grandes santos y concilios, como también recomienda “celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio”, y resalta los aspectos marianos de este Sacramento: “María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio” (3).

 

Es en esta perspectiva histórica que debemos considerar el Evangelio de hoy.

 

II – El Evangelio – Análisis y comentarios

 

«Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

 

Hasta el presente versículo, Jesús, en sus sermones y revelaciones, presentaba los efectos producidos por ese “pan” en todos los que dignamente de Él se alimentasen. Aquí, entretanto, define su sustancia: no es solo “Pan de la Vida” (4), sino el “Pan Vivo” (5), o sea, contiene la vida en sí propio. Y, realmente, se trata del “Pan” “bajado del cielo”, es el Verbo de Dios que “se hizo carne y acampó entre nosotros” (6) para comunicarnos “la vida que estaba en Él” (7) “en el principio” (8), o sea, desde toda la eternidad. Hay, por lo tanto, una vida eterna en ese “Pan Vivo”, confiriendo, a aquél que de él se alimente, el don de vivir para siempre.

 

Pero, ¿cómo participar en esa vida tan preciosa?

 

En los tiempos del Antiguo Testamento, el modo de participar de un sacrificio consistía en comer de la víctima ofrecida (9). Esta realidad trasparece claramente en la primera carta de San Pablo a los corintios, en la cual, con su incansable celo apostólico, no solo los advierte para huir de la idolatría, sino que procura incentivarlos para que de ella se aparten: “Considerad a los israelits según la carne: los que entre ellos comen de las víctimas, ¿no es así que tienen parte en el altar o sacrificio? ¿Mas qué? ¿digo yo que lo sacrificado a los ídolos haya contraido alguna virtud? ¿o que el ídolo sea algo? No, sino que las cosas que sacrifican los gentiles, las sacrifican a los demonios, y no a Dios. Y no quiero que tengáis ninguna sociedad ni por sombra con los demonios: no podéis beber el cáliz del Señor, y el cáliz de los demonios. No podéis tener parte en la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios” (10).

 

En su infinita sabiduría, aceptó Dios, desde los primordios de la antigüedad, el ceremonial de ofrecimiento de víctimas y el modo de participar del sacrificio, con la intención de preparar a los hombres para recibir los beneficios de la inmolación del Cordero de Dios, de Aquél que quita los pecados del mundo.

 

Y Jesús, con un año de antecedencia, anuncia que dará la Santa Eucaristía, bajo las especies de pan y de vino, y afirma ser ese pan su “carne para la vida del mundo”.

 

Para entender bien el contenido de este versículo, debemos recodar que, según el concepto judáico de aquellos tiempos, carne y sangre designaban el hombre completo; ahora bien, ¿de cuál carne se trata aquí? De la carne de Cristo, carne crucificada e inmolada para “vida del mundo”. He ahí el carácter sacrificial de la Eucaristía subentendido en esa afirmación de Jesús.

 

Vimos, anteriormente, como en aquella atmósfera semítica — e incluso greco-romana — se comía la víctima ofrecida en sacrificio y de esa forma se participaba del mismo. Pues este es el objetivo esencial de San Juan en el presente versículo, o sea, el de acentuar el efecto redentor y universal de la muerte de Jesús, en beneficio del mundo.

 

Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

 

Este anuncio de Jesús está hecho con un radicalismo más categórico que las revelaciones hechas por Él anteriormente, pues podía ser interpretado como poseyendo un cierto carácter de antropofagia, de ahí el haber producido no simplemente mera murmuración (11), sino verdadero alboroto. La reacción de los escribas y fariseos contenía una enérgica censura a la promesa de Jesús, rehusándose a comer su carne, por considerarla una propuesta sin cabimiento y atentatoria de la ley y las costumbres.

 

No deja de ser curioso notar ¡cuánto la actitud de aquellos incrédulos prenunciaba el racionalismo de nuestra era!

 

Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.

 

Delante del calor de la disputa, Jesús, al contrario de atenuar su afirmación, la refuerza, utilizándose de un como que juramento — “os aseguro” — con el fin de hacerlo aún más claro y contundente. Para poseer esa vida, es indispensable “comer la carne” y “beber la sangre” de Cristo.

 

La condición no podría ser expresada con mayor clareza, no cabiendo de manera ninguna una interpretación metafórica. Se tata de una descripción enteramente objetiva. Tanto más que San Juan escribió su Evangelio alrededor de la década del 90, cuando la Eucaristía era el centro de la vida de la Iglesia, participada por todos los fieles que constituían el objetivo primordial de su narración. Ya en el año 56, San Pablo, al dirigirse a los Corintios, dejará un precioso documento sobre cuanto estaba ausente entre todos la realidad de la presencia de Cristo en el Sacramento del Altar: “Puesto que hablo con personas inteligentes, juzgad vosotros mismos de lo que voy a decir. El cáliz de bendición que bendecimos o consagramos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? y el pan que partimos, ¿no es la participación del cuerpo del Señor?” (12).

 

El realismo eucarístico de ese versículo se encuentra bien enunciado por San Juan Crisóstomo: “Y como decían que esto era imposible, esto es, que diese a comer su propia carne, les dio a entender que no sólo no era imposible, sino muy necesario; por esto sigue: "Y Jesús les dijo: en verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne", etc. Como diciendo: de qué modo se da y cómo debe comerse este pan, vosotros no lo sabéis, mas si no lo comiereis, no tendréis vida en vosotros” (13).

 

El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.

 

Este versículo especifica el tipo de vida dado a quien coma la carne y beba la sangre de Cristo; se trata nada más y nada menos que de la visión beatífica.

 

A su vez, podría parecer estar prometiendo Jesús la inmortalidad para quien comiese su carne y bebiese su sangre, y de ahí el añadir: “yo lo resucitaré en el último día”.

 

Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.

 

Se ve aquí el empeño de San Juan en evitar que haya la menor duda sobre la presencia real del cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía. Siempre imbuido de una ardiente virtud de la fe, deseaba él entregar a los siglos futuros su incontestable testimonio de lo que oyó sobre el más importante de los Sacramentos. De ahí el hecho de repetir un concepto ya enunciado.

 

El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.

 

En nuestra vida humana, el alimento es esencial para nuestro crecimiento, manutención y salud. Dios así lo dispuso para, entre otras razones, dar a nuestro entencimiento un símbolo de los efectos de la Eucaristía. Produce ésta en el alma de quien la recibe algo análogo a la asimilación del alimento por el organismo humano. No a través de una simple permanencia física, sino por medio de un relacionamiento íntimo y una unión estrechísima. A lo largo del Evangelio de San Juan encontramos varias referencias de Jesús a esa permanencia mutua (14).

 

El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.

 

El propio autor y fuente de la vida se entrega a nosotros como alimento para sustentarnos. Su cuerpo, sangre, alma y divinidad, como verdadera comida y bebida, desenvuelven en nosotros la vida sobrenatural comenzada por el Bautismo (15). De la misma manera por la cual Jesús recibe la vida del Padre, nosotros la recibimos del Hijo como de fuente y principio.

 

Ahora bien, esa vida se nos concede por la Gracia, y sin conocerla no comprenderemos el presente versículo. Procuremos sintetizar en pocas palabras esa realidad infinita:

 

“El don de la gracia sobrepasa todas las facultades de la naturaleza creada, porque es una participación de la naturaleza divina, y ésta pertenece a un orden superior al de toda otra naturaleza. Por tanto, es imposible que una criatura cause la gracia. Sólo Dios puede deificar, comunicando un consorcio con la naturaleza divina mediante cierta participación de semejanza, al igual que sólo el fuego puede quemar” (16).

 

Comentando ese pasaje de Santo Tomás de Aquino, así se expresa el famoso Padre Royo Marín:“La gracia es una verdadera cualidad habitual que modifica accidentalmente el alma que la recibe, haciéndola 'deiforme', o sea, semejante a Dios, al comunicarle una participación de su propia naturaleza divina”. (17).

 

En esta misma obra, el Padre Royo nos proporciona los elementos para mejor comprender la pulcritud contenida en el versículo del cual tratamos: “Entre los maravillosos efectos que produce en nosotros la gracia santificante, hay uno que excede infinitamente a la propia gracia: lainhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo (…) La gracia, en efecto, nos da unaparticipación creada de la naturaleza increada de Dios. Pero la inhabitación divina — absolutamente inseparable de la gracia santificante — nos da al mismísimo Dios, o sea, la misma realidad increada que constituye la propia esencia de Dios” (18).

 

Finalmente, concluye el gran teólogo dominico: “En el cristiano, la inhabitación equivale a la unión hipostática en la persona de Cristo, aunque no sea ella, sino la gracia santificante, que nos constituye formalmente en hijos adoptivos de Dios. La gracia santificante penetra y embebe formalmente nuestra alma, divinizándola. Pero la divina inhabitación es como la encarnación, en nuestras almas, del absolutamente divino: del propio ser de Dios tal como es en sí mismo, uno en esencia y trino en personas” (19).

 

Esa participación en la vida divina se inicia con el Bautismo pero alcanza su perfección con la Eucaristía que no solo conserva y aumenta en nosotros la virtud de la caridad, asemejándonos a Jesús, sino que también nos estimula a la práctica de la misma: “El efecto de este sacramento es la caridad no sólo considerada como hábito, sino también como acto que, impulsado por este sacramento, elimina los pecados veniales.” (20).

 

En el amplio firmamento de la Iglesia, casi no hay santo que no se haya pronunciado sobre los grandiosos efectos de este Sacramento. Recordemos dos de ellos:

 

— San Agustín (Confesiones, VIII, 9): “Soy manjar de robustos. Crece y me recibirás y no me cambiarás a mí en ti, como lo harías con una comida corporal, sino que yo te cambiaré en mí”.

 

— San León Magno (Sermón 14, de la Pasión): “No hace otra cosa la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo, sino transformarnos en lo que comemos”.

 

He ahí algunos elementos para entenderse la afirmación de Jesús: “el que me come vivirá por mí”.

 

Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que como este pan vivirá para siempre.

 

Insiste el Divino Maestro, debido a la dureza de corazón de aquellos que lo rodeaban. Explica, por comparación, la excelsitud del pan eucarístico. ¡Cuántos judíos se habían beneficiado del maná a lo largo de los cuarenta años de la travesía del desierto y, entretanto, se condenaron eternamente! Jesús promete a los que se alimenten de este Sacramento, en las condiciones exigidas, la propia vida eterna, la participación en la vida y gozo de la Santísima Trinidad.

 

III – Conclusión – Paz y Consolación para los que sufren

 

Consideraciones sobre la Eucaristía podrían ser escritas a punto de hacerse pequeños los espacios de todas las bibliotecas del mundo. Focalicemos tan solo una más: la paz y la consolación oriundas de este tan sublime Sacramento.

 

Santo Tomás demuestra cuánto constituye un vicio el hecho de dejar la tristeza apoderarse de nuestros corazones, a punto de perturbar el uso de la razón. Ahora bien, viviendo en esta fase histórica tan penetrada por la angustia, drama y aflicción, no nos equivocamos en afirmar que la tristeza es la nota tónica de nuestros días. ¿dónde, entonces, obtener el consuelo y alegría de corazón? Tanto más que el buscar alivio es un fenómeno natural y espontáneo, una reacción psicológica de toda alma oprimida.

 

¿Quién no procura apoyarse en las criaturas — sean ellas familiares, amigos, diversiones — para sólo hablar en las que están dentro de los límites de la licitud moral? Pero, el apegarse a las criaturas es preparar nuevas y amargas desilusiones.

 

Es en el Tabernáculo, en la Eucaristía, donde verdaderamente podemos encontrar el júbilo tan ansiado por nuestros corazones. Fue Jesús quien afirmó: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (21). El único conforto está en Dios y es por eso que, sobre nuestra vida en el Cielo, el Apocalipsis dice: “No habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor” (22), porque el propio Dios enjugará las lágrimas de su pueblo.

 

Aproximémonos, frecuentemente, de la mesa de la Comunión, siempre por medio de María, y seremos las personas más felices de la tierra.

 

 

 


 

1 De 15 de agosto de 1910.

2 De 20 de diciembre de 1905 y de 7 de diciembre de 1906.

3 Ecclesia de Eucharistia, 17 de abril de 2003, 22 y 53.

4 Juan 6, 48.

5 Juan 6, 51.

6 Juan 1, 14.

7 Juan 1, 4.

8 Juan 1, 1.

9 Así se expresa el Doctor Angélico sobre esa importante materia: “Todo aquél que ofrece un sacrificio debe de él participar, porque el sacrificio que se ofrece exteriormente es señal del sacrificio interior, por el cual la propia persona se entrega a Dios, como dice San Agustín. Así, quien participa del sacrificio exterior demuestra que ofrece también el sacrificio interior. Además de esto, quien distribuye a los fieles el sacrificio se manifiesta como dispensador de las cosas divinas al pueblo. Él, sin embargo, debe recibirlo primero, como dice San Dionisio: (…) '¿Que sacrificio será aquél del cual no sea partipante el sacrificador? ' Se hace participante cuando de él come, conforme dice el Apóstol (I Cor 10, 18): '¿No son, por ventura, partícipes del altar aquellos que comen las víctimas?'” (Suma Teológica III, q 82, a 4c)..

10 I Cor 10, 18-21.

11 Cf. Juan 6, 41.

12 I Cor 10, 15 y 16.

13 Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 47, apud Catena Áurea.

14 Cf. Juan 14, 20; 15, 4-5; 17, 21; etc.

15 El Bautismo nos confiere la Gracia, en cuanto que “es oficio de la Eucaristía santificar el alma y el cuerpo” (San Clemente de Alexandría, Paidagogos II 2).

16 Suma Teológica, I-II, 112, 1.

17 Fr. Antonio Royo Marín OP, Somos hijos de Dios, BAC, Madrid, 1977, p. 14.

18 Idem, p. 42.

19 Idem, p. 48.

20 Summa Theologica, III, q. 79, a. 4.

21 Mateos 11, 28.

22 Apocalipsis 21, 4.

 

 

 

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