EVANGELIO
Ilustre Teófilo: Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la Palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido. En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea, con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó, Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él. Y Él se puso a decirles: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír». (Lucas 1, 1-4; 4, 14-21).
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Comentario al Evangelio– Domingo 3º del Tiempo Ordinario – Jesús predica en Nazaret
Durante su vida pública, Nuestro Señor se sirvió de la palabra como instrumento esencial de apostolado. Hoy, veinte siglos después, a pesar de los numerosos avances de la ciencia y de la técnica, continua siendo ella medio eficaz e insustituible de evangelización.
I – San Lucas, evangelista e historiador eximio
Quieran o no los hombres, tratándose de Dios, jamás conseguirá el silencio encubrir los acontecimientos o la propia verdad; sobre todo cuando Él mismo desea la divulgación de sus actos o intervenciones en la Historia. Tal sería que, encarnándose el Verbo para redimir el género humano, quedasen Él y su obra relegados al olvido. Así, a pesar de Jesús no habernos dejado una sola obra escrita, no hubo ningún hombre que haya sido objeto de tantos comentarios, cuya biografía haya sido tan conocida y divulgada.
Desde el principio de su vida pública, las palabras, acciones y milagros del Mesías prometido y esperado convulsionaron el escenario político, social y religioso, que ya estaba bastante movimentado, de aquellos tiempos. Las multitudes anhelaban e incluso presentían que algo nuevo y grandioso estaba a punto de realizarse en aquellos días. ¿Cómo sucedió esto?
Antiguo Testamento, Jesús y la Iglesia
Reconstituir el hilo cronológico de los acontecimientos y, a partir de ahí, restructurar ordenadamente las circunstancias que rodearon la vida del Salvador, incluso antes de su nacimiento como también después de su muerte, ha sido una tarea de gran alcance y llevada a cabo con éxito por numerosos autores, a lo largo de los siglos. Pero, ¿quién sería capaz de revelar las sabias y especialísimas intervenciones de Dios en el curso de la Historia, para crear el clima psicológico y preparar los espíritus teniendo en vista la magna obra redentora? Quizás solamente en el día del Juicio podamos tener una visión global y minuciosa del más bello actuar de la Providencia.
“Lucas, el médico amado” (Col 4, 14), bajo ese punto de vista, fue el escritor sagrado más bien sucedido. A ese respecto, encontramos interesantes consideraciones en la obra Comentarios a la Biblia Litúrgica 1:
“La actitud de Lucas es diferente. No es como Marcos y Mateo, un simple pastor que recoge la enseñanza de la Iglesia y la transmite en otro contexto. Siendo pastor, Lucas es también un erudito que conoce las leyes de la historia de su tiempo; vive anclado en la tradición cultural del helenismo y piensa que los hechos de la vida de Jesús y el Cristianismo puden ser presentados dentro de las exigencias propias a la cultura griega, y por eso, escribe su Evangelio y el libro de los Hechos.
“Por moverse en la confluencia de estas dos tradiciones (helenista y judio-cristiana), Lucas fue capaz de formular una visión nueva y espléndida del significado de Jesús y de su obra. La característica fundamental de esa visión es el sentido o ritmo de la Historia, con su pasado (Antiguo Testamento), su centro (la vida de Jesús) y su futuro (el tiempo de la Iglesia). (…)
“Lucas es el evangelista del Espíritu. El lazo de unión del Viejo Testamento, de Jesús y de la Iglesia, es el Espíritu de Dios que realiza su acción entre los hombres. El Espíritu actuaba sobre los profetas de la Antigua Alianza y se mostró de una forma decisiva en el surgimiento de Jesús; en el tiempo de su vida, Jesús realizó la misión escatológica del Espíritu de Dios sobre la tierra y lo dejó a la Iglesia como herencia. Tal es la tríplice epifanía del Espíritu en la Historia (Antiguo Testamento, Jesús y la Iglesia).”
Entre los testigos oculares, estaba la propia Virgen María!
Es fácil comprender que muchos intentasen “componer un relato de los hechos” (v. 1). Sin embargo, no siempre alcanzaron ese objetivo con pleno acierto. San Lucas, con pulidez, insinúa eso al afirmar: “muchos han emprendido”, o sea, numerosos autores no habían conseguido lograr el éxito necesario. Por eso concluye Beda 2: “Cita muchos otros, no tanto por el número, cuanto por la multitud de herejías que encierran; porque, como sus autores no estaban inspirados por el Espíritu Santo, hicieron un trabajo inútil, una vez que tejieron la narración a su gusto, sin preocuparse con la unidad histórica.”
En una época muy lejana de la máquina fotográfica y del video, nada podría comprobar mejor la veracidad de un acontecimiento que la presencia de observadores. El relato hecho por estos, sobre todo en cuanto coincidentes en su núcleo y también en sus detalles, indicaba altísimo grado de credibilidad. Así, Lucas se reporta a los “hechos (…) siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la palabra” (v. 2). Como buen historiador y escritor, Lucas demuestra especial celo en dejar claro que se trata de testigos que presenciaron los acontecimientos “por los que primero fueron testigos oculares”, y levanta la punta de un velo que nos coloca delante de la bonita perspectiva: ¿quien habría sido “testigo ocular” de la Anunciación, del Nacimiento y de la Infancia de Jesús? Realmente, no podría ser otra persona sino la propia Santísima Virgen. De donde se concluye que él escuchó santas y maternales narraciones hechas por María, en base a las cuales redactó los primeros capítulos de su Evangelio.
Lucas da testimonio de su objetividad en cuanto historiador: “después de comprobarlo todo exactamente desde el principio”, decide escribir “por su orden”, complilando los relatos orales y escritos, frutos de su escrupulosa investigación. Él desea hacer una obra que sirva de referencia a otros tantos heraldos de la vida de Jesús, incluyendo el período de la infancia, teniendo en cuenta, sin embargo, el ambiente cultural de aquellos tiempos. O sea, mezclando la cronología histórica con algo de la sicología humana.
Dedica el libro al “Ilustre Teófilo”, seguramente una alta personalidad de su época, pues de esa forma conferiría mayor valor a su obra. Esa era, además, una costumbre muy en boga en aquellos tiempos: ofrecer a las personas de la elite, los trabajos intelectuales.
II – Todos se admiraban de las palabras que salían de su boca
Jesús es Hijo Unigénito de Dios, idéntico al Padre. En cuanto Dios, podía usar de la “fuerza del Espíritu” como mejor le pareciese. Sin embargo, en cuanto hombre, permitió que fuese tentado después de los cuarenta días de ayuno y penitencia en el desierto para que, de dentro de nuestra naturaleza, manifestase e hiciese brillar el misterio de su Encarnación. Por eso “volvió a Galilea” y pasó a hacer los más variados y maravillosos milagros, no como lo hacen los santos, empleando una fuerza de un poder que no les pertenece, sino usando de su propia omnipotencia divina. Por esta razón, “su fama se extendió por toda la comarca” (v. 14). Venció al tentador y después pasó a manifestarse frente a su pueblo.
La palabra como medio de Evangelización
Desde el inicio, en su vida pública, Jesús nos indica un elemento esencial de la evangelización: el uso de la palabra. “Enseñaba en las sinagogas…”
A lo largo de toda la Historia, siempre fue de capital importancia para la Religión la predicación sobre las verdades eternas. Esa necesidad se hizo aún más patente al nacer el Evangelio, extendiéndose hasta la actualidad, como podemos comprobar por las palabras de Pablo VI, en la Carta Encíclica Ecclesiam Suam, de 6 de agosto de 1964, cuando se refiere a la “gran importancia que la predicación cristiana conserva y adquiere, sobre todo hoy, en el cuadro del apostolado católico (…). Ninguna forma de difusión del pensamiento, aún elevado por medio de la prensa y de los medios audiovisuales a una extraordinaria eficacia, puede sustituir la predicación. Apostolado y predicación en cierto sentido son equivalentes. La predicación es el primer apostolado. El nuestro, Venerables Hermanos, antes que nada es ministerio de la Palabra. (…) Debemos volver al estudio, no ya de la elocuencia humana o de la retórica vana, sino al genuino arte de la palabra sagrada.”
Elocuencia maravillosa, atmósfera de bendición
¿Y cual debería ser la maravillosa elocuencia empleada por el Divino Maestro en sus predicaciones?
Siendo la Sabiduría Eterna Encarnada, nada había que Él no conociese o no supiese explicar. Todos los acontecimientos y todas las minucias de las Escrituras le eran enteramente familiares, y por eso discurría sobre cualquier tema no solo con aisance, sino también con arte, dignidad y perfección.
En consecuencia, “todos lo alababan” (Lc 4, 15), “todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc 4, 22). Y San Juan, en otro episodio de la vida de Jesús, reproduce estas palabras de admiración: “Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre” (7, 46).
Cumpliendo a raya los preceptos, Jesús frecuentaba las reuniones realizadas en las sinagogas, los sábados, y aprovechaba para predicar. “Uno de los actos sinagogales consistía en la lectura de pasajes bíblicos y su explicación. Después de leer algún pasaje de la Ley, se leía uno de los profetas. El jefe de la sinagoga era quien designaba al que debía hacerlo. Después de leido, la misma persona u otra era invitada a comentarlo. Se hacía la lectura de pie, y el pasaje de los profetas, al menos en esa época, podía ser elegido libremente. Se hacía la lectura y explicación desde un puesto elevado.” 3
Jesús es invitado a hacer la lectura en aquél sábado, el primero después de su retorno oficial a la ciudad de Nazaret, y en seguida recibe el libro de Isaías para comentar un pasaje. Como sabemos, los libros estaban escritos en rollos de pergamino y guardados en un armario, según determinado orden. Jesús, nada más abrirlo, encontró una bonita profecía a respecto del espisodio que ocurría exactamente en aquél instante.
La escena es al mismo tiempo grandiosa y simple, común e inédita. Reportémonos al Antiguo Testamento y recorramos los anhelos proclamados por los profetas, los sufrimientos de los patriarcas, las angustias y dificultades de los reyes y jueces. La humanidad expulsada del Paraíso, en una caminada de milenios, buscaba la verdadera salvación. A cada paso, las promesas fueron siendo renovadas, ora de modo más claro, ora misterioso, pero la esperanza daba a todos los hombres de corazón recto el elemento esencial para la difícil virtud de la perseverancia en medio a tantas luchas, cautiverios y persecuciones. ¿Cuándo, finalmente, llegaría el tan deseado Mesías? Es fácilmente comprensible que el ambiente psico-religioso, e incluso el político y social, estuviese ya maduro para la revelación de algo que viniese de encuentro a siglos y siglos de oraciones y de anhelos: el surgimiento del Salvador. Cuántas veces no se preguntaría cada judío: “¿Habrá llegado el momento?”
Ahora bien, la fama de Jesús se había extendido “por toda la comarca” (v. 14), debido a los innumerables milagros prodigalizados por donde pasaba. Él, además, anunciaba una doctrina nueva dotada de potencia, preparaba para el Reino e invitaba el pueblo a la conversión. Una nueva era despuntaba en el horizonte de todos; llena de bendición y espiritualidad, para unos, y cargada de expectativa de progreso político-social, para otros.
Procuremos vivir la escena que Lucas nos describe. Le dieron el libro del Profeta Isaías. Abriéndolo, Jesús “encontró el pasaje donde estaba escrito 'El Espíritu del Señor está sobre mí; porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor.” (vv. 17-19)
No es necesaria mucha sensibilidad para percibir que fue creada una atmósfera de especial bendición, en el momento en que Dios hecho hombre, Jesús, hijo de David, se levantó para leer un trecho de la Escritura inspirada por Él mismo, hacía siglos. San Lucas hace notar el ambiente de grande tensión de los oyentes, a la espera del comentario: “toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él”.
El Evangelista registra apenas una corta frase de ese comentario: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.
Cristo, el Nuevo Adán
Para dar verdadero valor a la grandiosidad de este episodio, remontémonos a los días iniciales de nuestros primeros padres, en el Paraíso terrenal. Dios pasea y conversa con Adán todas las tardes en medio de una brisa inefable. Posee el primer hombre la ciencia infusa y el don de integridad, por el cual ningún sufrimiento lo alcanza y de esta vida pasaría a la eternidad sin conocer la muerte. Su ida para el Cielo se daría en una apoteosis de gloria y alegría. Siendo él el rey de la creación, nada escapa a su dominio o gobierno, ningún animal o ser viviente tiene fuerzas para desobedecerle.
Además, Adán tiene en altísimo grado las virtudes y los dones del Espíritu Santo. En él, los sentimientos, pasiones o movimientos espontáneos se armonizan en entera consonancia con la Fe. Él es un auténtico monumento que sintetiza la magnífica obra de la creación. ¡Cuanta sabiduría, dignidad y perfección se reunen para conferirle la majestad del patriarca y arquetipo de todo un género de criaturas destinadas a participar de la visión de Dios y del eterno convivio con la Santísima Trinidad!
¡Y cuán trágica es la escena en la cual ese varón predilecto recibe de las manos de Eva el fruto prohibido y lo come! Al presenciarla —si ojos sobrenaturales tuviésemos— discerniríamos las luces retirándose de él, el cetro de su imperial dominio sobre toda la naturaleza viviente caer de su diestra, un malestar incluso físico penetrar en lo más intimo de su ser.
En consecuencia de este acto, Adán fue despojado de todos los privilegios, se transformó en objeto de rabia de los animales y aves de rapiña, obligado a pensar en un medio de sobrevivir, pues se volvió un simple mortal. Con su pecado, abrió una era de pobreza, cautiverio, ceguera y opresión para todos sus descendientes. Las puertas del Cielo se cerraron para la humanidad, sobrándole apenas dos destinos eternos: el limbo, o el infierno. Además, nadie más tendría una noción clara de cómo sería un hombre en el auge de su plena perfectibilidad.
Los antiguos aún recordaban relatos de los esplendores de la vida de nuestros padres en el Paraíso, de los regalos perdidos y de cuánto la humanidad necesitaba una redención. Esa era la perspectiva en la cual aún se encontraba el pueblo elegido durante los casi treinta años de existencia de Jesús en la ciudad de Nazaret, en cuya sinagoga se levantó para leer la profecía que en Él mismo, lector, se realizaba. Él, el Nuevo Adán, restablecía de forma aún más bella y pródiga el plano primero de Dios para nosotros. ¿Y qué decir de la pulcritud de sus méritos, virtudes y dones? Es Él el mismo Dios: ¿habría algo más a añadir?
Delante de esa esplendorosa cascada de gracias, misterios y esperanzas atendidas, nosotros, si allí estuviésemos, inmediatamente procuraríamos abrazar la santidad y adoraríamos al Salvador.
Y los que allí se encontraban, ¿cómo reaccionaron a la sublime declaración del Divino Maestro: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”?
Admiración transformada en envidia
El Evangelio de este domingo se termina con el comentario puesto aquí arriba. Pero en los versículos siguientes (22-30) viene narrado el desenlace del episodio. Después de un surto inicial de admiración, sobrevino la desconfianza (vv. 23-24) e, inmediatamente, el odio mortal: “Se llenaron de ira y levantándose le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle”.
San Lucas resume en un solo acto las varias intervenciones de Jesús en Nazaret, por razones de síntesis e incluso por el empeño de mantener la belleza literaria de su obra. En realidad, hubo una primera fase de mucha admiración por Jesús por parte de los habitantes de esa ciudad y, probablemente, un deseo egoísta de tenerlo como subalterno de las grandes figuras locales.
La naturaleza humana concebida en el pecado original, si no es fiel a la gracia de Dios, reacciona así siempre. Después del primer surto de admiración, viene la comparación; inmediatamente después, la voluntad de sacar provecho; luego se levanta la envidia, de la cual nacen el odio y la saña de destruir.
III – Conclusión
El mundo, hoy, también se encuentra en una crisis semejante y, por algunos lados, incluso peor que en la Antigüedad en la cual Jesús inició de manera magistral su vida pública. O Él libera los cautivos de los horrores del pecado y restituye la vista a los ciegos atascados en sus pasiones y en los vicios, y nuevamente proclama “el año de gracia del Señor”, o habremos llegado al fin de la Historia.
Ahora bien, María afirmó en Fátima: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!” Ese triunfo se dará, ciertamente.
Recemos para que la envidia, el odio y la saña destruidora del mal, por muchos siglos se sientan sin posibilidad de actuar, para así ser durable, cuando se restablezca en esta tierra el Reino de Cristo por medio del Sapiencial e Inmaculado Corazón de María!
1 JOURDAIN, P. Z.C. – Somme des grandeurs de Marie . París: Hippolyte Walzer Ed., 1900, Tomo I, p. 56.
2 MONTFORT, San Luis G. de – Tratado da Verdadeira Devoção à Santísima Virgem . Petrópolis: Vozes, 1994, n. 17.
3 Íd em, n. 20.
4 Ídem, n. 18.
5 BASILIO MAGNO, San – In lib. relig ., apud AQUINO, Santo Tomás de – Catena Aurea . Buenos Aires: Cursos de Cultura Católica, s.d., p. 73.
6 MONTFORT, op. cit., n. 18.
7 Cf. Ex 23, 14; 24, 23; Det 16, 16.
8 Cf. apud TUYA, OP, P. Manuel de – Biblia Comentada – V Evangelios . Madrid: BAC, 1954, p. 781.
9 Ídem, ibidem.
10 AQUINO, OP. cit., p. 71.
11 LAGRANGE o.p., Joseph M. – Vida de Jesucristo según los Evangelios . Madrid: Edibesa, 1999, p. 52.
12 BEDA, San, apud AQUINO, op. cit., p. 70.
13 AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica I-II q.32, a.8, resp.: “La admiración es cierto deseo de saber, que en el hombre tiene lugar porque ve el efecto e ignora la causa”.
14 FILLION, Louis-Claude – Nuestro Señor Jesucristo según los Evangelios. Madrid: Edibesa, 2000, p. 88.
15 BEDA, San, apud AQUINO, op. cit., p. 71
16 Ídem, p. 72.
17 ROYO MARÍN, OP, P. Antonio – Jesucristo y la vida cristiana. Madrid: BAC, 1961, p. 274.
18 Cf. por ejemplo: SAN AGUSTÍN, in Sermone LVII, de diversis; Tract. 108 in Ioan., n. 5; De Trinitate , I, 15, c. 26, n. 4; AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica III q.7, a.12.
19 FILLION, op. cit., p. 86.
20 AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica III q.7, a.12, ad 3.