Comentario al Evangelio — Domingo 5º de Pascua
Con la imagen de la vid, Jesús quiso dejar clara la necesidad absoluta de permanecer en Él si queremos fructificar. Él también permanecerá en nosotros, con tal que no seamos ramas secas…
I – Dios quiere la intimidad con nosotros
Moisés se maravilló con la zarza que ardía sin consumirse. Esas llamas de rara belleza, mantenidas por la acción de un ángel, lo atrajeron. Movido por una fuerte y sobrenatural curioa Evangelio: La vid y los sarmientos A sidad, se acercó “para ver este extraño caso” y cuál no fue su sorpresa al oír la voz de Dios dentro de las llamaradas, advirtiéndole que se sacara las sandalias por hallarse en “tierra sagrada”.
Ahí recibió la elevada misión de liberar al pueblo elegido de su cautiverio y llevarlo a la Tierra Prometida. Sin embargo, en ese amanecer de su profetismo, algo lo hizo titubear: ¿cómo presentar el Señor a los demás? Una duda totalmente comprensible, ya que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob era distante, invisible y de difícil acceso. La respuesta fue extremadamente sintética: “Iah Weh”, es decir, “Yo soy” 1.
Era el mismo Dios que paseaba todas las tardes con Adán en el Paraíso2, y que después del pecado original se hizo menos presente entre los hombres. A partir de ahí, sus manifestaciones se dieron casi siempre a través de la grandeza de los castigos (diluvio, confusión de las lenguas, etc.), que inspiraban profundo respeto, temor y admiración al pueblo. Aunque la travesía del Mar Rojo, el maná y otros acontecimientos milagrosos durante el Éxodo les dieron la noción experimental de un Ser Supremo que los protegía en los caminos de la vida, la entrega misma de las Tablas de la Ley en el Sinaí se tornó en símbolo de las relaciones con el hombre basadas en una severa justicia. Ese Ser absoluto se presentaba ante el pueblo elegido como un Legislador intransigente, invisible e inalcanzable.
La forma divina de actuar experimentó un cambio inimaginable en estos más de dos mil años de Nuevo Testamento, desde que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). El mismo Dios que hiciera temblar el Sinaí y diera grandes poderes al brazo de Sansón o a la voz de Elías, se dejó adorar como un bebé en el pesebre de Belén y estuvo en los brazos de María, José, Simeón y los Reyes Magos. Doce años más tarde, niño todavía, discutió con los doctores en el Templo; durante su juventud ayudó a su padre en los trabajos de carpintería; y al comenzar su misión pública se presentó en una boda de Caná, realizando ahí su primer milagro.
En Jesús, Dios quiso la intimidad con nosotros. Siguió siendo el mismo“Iah Weh”, pero atribuyéndose títulos diferentes: “Yo soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11), “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6), “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), “Yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10, 7), “Yo soy el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51). La mención de todas estas criaturas –al llorar sobre Jerusalén se comparó incluso con la gallina y sus polluelos– muestra su enorme deseo (deseo eterno) de hacernos partícipes de su vida.
En este contexto se inscribe el Evangelio de hoy.
II – Nuestra permanencia en Jesús
Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador.
Comenta el cardenal Isidro Gomá y Tomás: “Como la alegoría del Buen Pastor, así esta bellísima de la viña mística nos ha sido conservada sólo por San Juan. Pudo sugerírsela al Señor el recuerdo del vino de la cena, del que ha dicho no bebería ya más; o simplemente la inventó por ser ella aptísima para expresar el pensamiento, o mejor, teoría de la unión espiritual con él” 3.
La parra de uvas era una realidad tan corriente para Israel, que cuando Salomón en su reinado logró la paz con todos los pueblos vecinos, así lo refirió la Escritura: “Judá e Israel habitaban seguros, cada uno debajo de su parra y de su higuera, desde Dan hasta Berseba” (1 Re 4, 25).
La verdadera vid
¿Y qué significa el vocablo “vid”, que el Maestro emplea en este versículo? Antes había dicho: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51) y Juan afirmó que era “la luz verdadera”.¿Cómo se explican estos adjetivos?
Frente a herejías de antaño, algunos Padres de la Iglesia quisieron establecer esta particularidad a través de los efectos producidos por la“vid”, la “luz” o el “pan” verdaderos, que alimentan la fe de quienes se sirven de ellos, mientras los seres materiales correspondientes sólo sirven para el sustento o desarrollo físico. Nosotros, sin embargo, nos inclinamos a pensar que Dios, en su infinita y eterna sabiduría, creó dichos seres (luz, pan, viña, pastor, camino, etc.) primordialmente para hacerse entender mejor por el hombre. En tal sentido, no contienen la verdad completa, a la que sólo simbolizan; su arquetipo es el mismo Jesús.
¿Y por qué en esta ocasión habla Jesús de la vid y el labrador? Atendamos nuevamente al cardenal Gomá: “Jesús ha dicho a sus discípulos que va a separarse de ellos; pero esta separación no será sino según el cuerpo: espiritualmente deberán permanecer íntimamente unidos a él para vivir la vida divina; morirán si de Él se separan. Esta doctrina la propone envuelta en la alegoría de la vid. Yo soy la verdadera vid, la vid ideal y perfectísima, en quien, mejor que en las vides del campo, se verifican las condiciones propias de esta planta. El cultivador de esta vida espiritual e incorruptible es el Padre: Y mi Padre es el labrador: Jesús no sería nuestra vid si no fuese hombre; pero no nos diera la vida de Dios si no fuese Dios: luego Jesús es el Mesías, Hijo de Dios” 4.
“Mi Padre es el Labrador”
Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto.
Jesús afirmó que el Padre es el labrador; es él quien asume, en consecuencia, la tarea de la poda, la limpieza, los cuidados. Como ya dijimos antes, Dios creó la vid, entre otras razones, para servir de ejemplo a estas actividades propias del Padre, y también para hacernos comprender mejor la relación entre los bautizados y Cristo. La vid es el más apto de los vegetales para dar a entender la necesidad del corte, o poda. San Pablo es muy explícito en su apreciación sobre el Labrador: “De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer. El que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo, ya que somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios, edificación de Dios” (1 Cor 3, 7-9).
Estas enseñanzas de Jesús muestran la pletórica vitalidad de su Cuerpo Místico. El Padre arranca los “sarmientos” improductivos; y a los que prometen frutos futuros, los despunta y acondiciona para que se beneficien de la savia con más excelencia.
No sería diminuto el elenco de los “sarmientos” infructíferos, ya que muchos son los vicios, malas tendencias y pecados que bloquean el flujo normal de la “savia” de la gracia. En síntesis, todos se originan en el egoísmo humano. Cerrarse sobre sí mismo, sumirse en el propio interés, acarrea como consecuencia inevitable un corte con las gracias de Dios, dadas para caminar hacia al Reino. Por otro lado, como afirma san Juan Crisóstomo, nadie puede ser verdadero cristiano sin buenas obras; y el egoísmo no las produce jamás.
En cuanto a la “poda” de los sarmientos fértiles, junto a las tentaciones y pruebas que Dios permite, hay dones, consuelos y estímulos sobrenaturales, actos divinos que persiguen la multiplicación de su fertilidad. Jesús deja ver en sus palabras la utilidad de las tentaciones para otorgar más virtud y mérito a los buenos “sarmientos”.
En resumen: “Lo que aquí se quiere expresar es que Cristo, Dios-hombre, influye directamente, por la gracia, en los sarmientos. El Padre, en cambio, es el que tiene el gobierno y providencia exterior de la viña” 5.
Los apóstoles fueron purificados por la Palabra
Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado.
San Agustín, con esa inconfundible fe y sentido teológico que lo caracterizan, comenta este versículo llamando la atención a la eficacia de la palabra. En el mismo sacramento del Bautismo, el solo empleo del agua nunca purificaría el alma, aunque fuera útil para lavar el cuerpo. La eficacia del sacramento exige también el uso de la palabra con la intención de obrar dicha purificación. Por ella el agua purifica el alma, cuando escurre por la cabeza
Varios Padres de la Iglesia opinan que Jesús habría hecho en este pasaje una alusión indirecta a la apostasía de Judas, que se hallaba ausente a fin de perpetrar su traición. Antes de este episodio, Jesús respondió a Pedro al comienzo del lavatorio: “El que se ha bañado no necesita lavarse sino los pies, pues todo él está limpio, y vosotros estáis limpios, aunque no todos” (Jn 13, 10-11). Bien sabía que Judas lo iba a entregar, y por eso dijo: “Estáis limpios, aunque no todos”.
Otros observan en este versículo, además, que Jesús declara haber realizado la tarea del “labrador” al purificar a los apóstoles con la palabra, aunque poco antes se denominara “la verdadera vid”.
Condición para permanecer en Cristo
Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permaneciere en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
Cuando ya se está limpio, es preciso perseverar en tal estado, para lo cual es indispensable cumplir los mandamientos, ya que “no todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).
Fray Manuel de Tuya, OP dice de este versículo algo digno de tenerse en cuenta: “El verbo que usa, «permanecer», es término propio y técnico de Juan. Lo usa 40 veces en su evangelio y 23 en su primera epístola. Y formula aquí con él la íntima, permanente y vital unión de los fieles con Cristo” 6.
Maldonado explica, con su claridad habitual, que esta permanencia nuestra en Jesús es como si nos dijera:
“ ‘Si queréis llevar fruto y que el Padre no os arranque, permaneced en mí. Yo ya he hecho de mi parte lo que debía, comenta Teofilacto, al limpiaros con mi doctrina; ahora vosotros haced lo que debéis. Permaneced, perseverad en esta limpieza que yo os he procurado. Esto es, permaneced en mí’. ‘Mándales permanecer en Él, no por la fe sola, observan Leoncio y Cirilo, sino principalmente por la caridad, puesto que por la fe son muchos los que en Él permanecen, los cuales, con todo, no dan fruto ninguno. Cristo trataba de aquella permanencia en sí mismo que produce frutos, lo cual es imposible sin caridad. A veces vemos en la vid muchos sarmientos secos, muertos, infructuosos, porque no participan de la savia de la raíz. Estos son los que sólo por la fe se adhieren a Cristo. Son sarmientos, permanecen en la vid, pero están muertos y secos, porque no chupan del humor de la gracia de Cristo, la cual no puede participarse sin la caridad, que es la vida del alma’” 7.
III – La permanencia de Dios en nosotros
Nuestra vida en Cristo es un tema muy comentado y conocido. Menos se habla, en cambio, de la permanencia suya en nosotros; pero es una realidad sobrenatural de fundamental importancia, sobre la que debemos detenernos para comprenderla bien.
Antes del presente trecho del Evangelio, que la liturgia tomó este domingo, se encuentra la siguiente afirmación de Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Por lo tanto, no se trata sólo de la permanencia de la Segunda Persona, sino también de la Primera, es decir, del Padre. Y san Pablo dirá más tarde: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3, 16). Así pues, se trata de la inhabitación de la Santísima Trinidad; o dicho de otra forma, Dios habita el alma en estado de gracia.
Dejemos de lado las consideraciones sobre el modo por el cual se realiza esta morada de Dios en nosotros, dado que es un asunto muy debatido por los especialistas a lo largo de los siglos, multiplicándose las opiniones sin que ello resuelva de manera satisfactoria este gran misterio. Para nuestra formación espiritual, importa más el hecho de esta morada de Dios en nosotros, temática en la cual existe felizmente una completa unanimidad de los teólogos.
Dios está presente en todas las criaturas
Enfoquemos primero la presencia divina en Jesús. En Él, esta presencia se da como en un templo. Debido a la unión hipostática, Él no tiene personalidad humana, sino sólo divina; es la más alta presencia posible de Dios en una criatura.
La segunda presencia más importante es la Eucarística, que de modo directo e inmediato se refiere únicamente al Cuerpo de Cristo, pero de manera indirecta se relaciona con las tres inseparables Personas de la Trinidad Santa, dado que el Verbo tiene
Dios está presente en todas las criaturas aunque no se lo vea, como explica santo Tomás: “Dios está en todas las cosas íntimamente” 8.Y más adelante: “Dios está en todos por potencia, en cuanto que todo está sometido a su poder; está por presencia en todos, en cuanto que todo queda al descubierto ante Él; está en todos por esencia, en cuanto que está presente en todos como razón de ser” 9.
La permanencia divina en nosotros, de la que nos habla el Evangelio de hoy, es inferior a las dos primeras, pero especial en relación a la última, aunque la presuponga.
Dios permanece en nosotros como Padre y como Amigo
La presencia general, denominada presencia de inmensidad, es común a todo ser creado, ya sea una gota de agua, un ángel o un condenado al infierno. Sin esta presencia la criatura volvería a la nada. Pero Jesús habla, en el versículo en cuestión, de una permanencia enteramente peculiar. Como sabemos, la paternidad se verifica sólo cuando el padre transmite su naturaleza al hijo; así, por más que una estatua pueda parecerse al hijo de su escultor, el hijo será uno y la otra una simple imagen, sin naturaleza humana. Jesús es realmente Hijo de Dios porque posee la naturaleza divina en plenitud; y nosotros,
Santo Tomás enseña que la caridad establece una profunda y mutua amistad entre Dios y los hombres. Así, por la caridad sobrenatural infundida en el alma junto al cortejo de todas las demás virtudes y dones, Dios pasa a permanecer en ella con una realidad diferente, ya no puramente como Creador, sino también como Padre y además como Amigo. Por eso, esta inhabitación de la Santísima Trinidad se atribuye de un modo especial al Espíritu Santo, el Amor increado10.
La permanencia de Dios nos diviniza
Según los teólogos, esta permanencia es el primero y el mayor de todos los dones que se puedan recibir, ya que permite la real y verdadera posesión de Dios. Así como el niño en gestación se alimenta continuamente de la vida de la madre, esta permanencia de Dios en el alma confiere, sin interrupción, la propia Vida divina. Aquí se entiende mejor la frase de Cristo: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Por esto la Iglesia llama al Espíritu Santo “dulce huésped del alma” (dulcis hospes animæ): Él no hace una rápida visita al alma, sino al contrario, permanece en ella; no sólo dilata nuestras almas a las verdades de la fe, sino que nos da la intimidad con sus misterios, haciendo que los conozcamos de manera repentina o progresiva. Consolador y médico, el Espíritu cura nuestras enfermetá dades, nos robustece en nuestras debilidades, nos enseña a rezar11. Conoce bien el camino que debemos recorrer, y nos lleva por él con sus mociones suaves y tantas veces eficaces.
En su maravillosa permanencia dentro de nosotros, la Santísima Trinidad se deja poseer y gozar por el alma, como lo enseña el mismo santo Tomás: “Se dice que no tenemos sino aquello de lo que podemos hacer uso y disfrutar libremente. Poder disfrutar de la persona divina sólo es posible por la gracia santificante. […] La criatura racional es perfeccionada por el don de la gracia santificante, no sólo para hacer uso libre del don creado, sino para disfrutar de la misma persona divina” 11.
En síntesis, esta permanencia de Dios en nosotros, que Jesús promete en este versículo con tal que permanezcamos en Él, nos transforma en Dios, guardando las debidas proporciones entre Creador y criatura. Esta realidad la expresó magníficamente el P. Ramière:
“Es verdad que en el hierro abrasado está la semejanza del fuego, mas no es tal que el más hábil pintor pueda reproducirla sirviéndose de los más vivos colores; ella no puede resultar sino de la presencia y acción del mismo fuego. La presencia del fuego y la combustión del hierro son dos cosas distintas; pues ésta es una manera de ser del hierro, y aquélla una relación del mismo con una sustancia extraña. Pero las dos cosas, por distintas que sean, son inseparables una de otra; el fuego no puede estar unido al hierro sin abrasarle, y la combustión del hierro no puede resultar sino de su unión con el fuego.
“Así el alma justa posee en sí misma una santidad distinta del Espíritu Santo; mas ella es inseparable de la presencia del Espíritu Santo en esa alma, y,por lo tanto, es infinitamente superior a la más elevada santidad que pudiera alcanzar un alma en que no morase el Espíritu Santo. Esta última alma no podría ser divinizada sino moralmente, por la semejanza de sus disposiciones con las de Dios; el cristiano, por el contrario, es divinizado físicamente, y, en cierto sentido, substancialmente, puesto que sin convertirse en una misma substancia y en una misma persona con Dios, posee en sí la substancia de Dios y recibe la comunicación de su vida” 12.
Nuestra absoluta dependencia de la gracia
Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí nada podéis hacer.
Este es uno de los versículos más categóricos acerca de nuestra dependencia absoluta de la gracia para realizar cualquier acto sobrenaturalmente meritorio. Ya el II Concilio Milevitano (416) y el XVI Cartaginés (418) subrayaron esta afirmación de Jesús, advirtiendo que no dijo que hacer algo sin su concurso fuera difícil, sino imposible: “Sin mí nada podéis hacer”.
Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; y los amontonan, y los echan al fuego para que ardan.
San Agustín, de manera sintética, arroja luz sobre este versículo:
“La leña de la vid es tan despreciable si no permanece en la vid como gloriosa si lo hace. El Señor dijo de ella, por el profeta Ezequiel, que una vez cortada no sirve para ningún uso de agricultor, ni para fabricar con ella trabajos de carpintería (Ez 15, 5). Sólo le caben dos destinos: la vid o el fuego. Si no está en la vid, estará en el fuego; para no estar en el fuego, debe, pues, conservarse en la vid” 13.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá.
Esta promesa de Jesús es conmovedora. Como bien lo apunta el cardenal Gomá, en cierto modo Dios acatará los pedidos que se le hagan, como fruto de esa permanencia en Cristo. Pero es necesario guardar sus palabras con amor y reflexión y ponerlas en práctica, a ejemplo de María, que “guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19).
Cumplidas las condiciones enunciadas en este versículo, la consecuencia será una plena unión con Cristo. Así, los pedidos serán infaliblemente formulados de acuerdo a los deseos del Señor y, por lo tanto, siempre atendidos.
IV – La más alta alabanza que pueda darse a Dios
En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.
La verdad contenida en este versículo nos lleva a concluir que el propio Dios también gana –ad extra, claro está– con esta mutua permanencia. Ad intra, la gloria de Dios es intrínsecamente absoluta; pero aquí se realiza la finalidad de las criaturas inteligentes,ángeles y hombres, que es tributarle gloria formal y extrínseca. La más alta alabanza que pueda darse a Dios se encuentra en las buenas obras, que al ser conocidas por los demás invitan a imitarlas. Esta gloria no consiste solamente en la multiplicidad de los buenos frutos, sino también en nuestra cualidad de discípulos de Cristo, como los apóstoles y tantos otros a lo largo de los milenios; es decir, en ser verdaderos heraldos del Evangelio por la palabra y por el ejemplo.
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1 Cfr. Ex 3, 1-15. 2 Cfr. Gen 3, 8. 3 El Evangelio Explicado, Acervo, 1967, v. II, p. 519. 4 Op. cit., p. 519. 5 P. Manuel de Tuya OP, Biblia Comentada, BAC, Madrid, 1964, vol. II, p. 1242. 6 Op. cit. p. 1243. 7 P. Juan de Maldonado, SJ, Comentarios a los cuatro Evangelios, BAC, 1954, v. III, pp. 821-822. 8 Suma Teológica, I, q. 8, a. 1. 9 Idem, q. 8, a. 3. 10 Cfr. Suma Teológica II-II, q. 23, a. 1. 11 Cfr. Rom 8, 26. 12 Cfr. Suma Teológica I, q. 43, a. 3. 13 Enrique Ramière, SJ, El Corazón de Jesús y la divinización del cristiano, Bilbao, 1936, pp. 229-230. 14 Evangelio de san Juan, comentado por san Agustín, Coimbra, 1952, v. IV, p. 186
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