EVANGELIO
“Sus padres iban cada año a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron a la fiesta como era costumbre. Pasados aquellos días, al regresar, el Niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtieran. Pensando que iba en la caravana, anduvieron una jornada buscándolo entre sus parientes y conocidos; pero, al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca. Al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían estaban asombrados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se maravillaron y su madre le dijo: ‘Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando'. Y Él les dijo: ‘¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?' Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto. Su madre conservaba todas estas cosas en su corazón. Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 41-52).
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Comentario al Evangelio– Domingo de la Sagrada Familia
Hay momentos de nuestra vida espiritual en que también “perdemos al Niño Jesús”. Es decir, la gracia sensible puede desaparecer, con culpa o sin ella. Para encontrar de nuevo al Señor debemos buscarlo mediante la oración y sus enseñanzas.
I – La paradoja de la Sagrada Familia
Una hermosa metáfora oriental, descrita por el presbítero Hesiquio de Jerusalén (siglo V), cuenta que las Tres Personas de la Santísima Trinidad estaban en un atolladero por ser totalmente iguales. Se requería un acontecimiento que permitiera al Padre ser alabado en cuanto tal, al Hijo ser cabalmente hijo, y al Espíritu Santo dar todavía más de lo que ya había dado. Esta dificultad se solucionó en el momento en que la Santísima Vir gen aceptó la encarnación del Verbo en su cuerpo virginal, convirtiéndose entonces en el “complemento de la Santísima Trinidad”. 1
Para la realización de misterio tan grande, “Dios Padre comunicó a María su fecundidad en la medida en que una pura criatura es capaz de recibirla, para darle el poder de producir a su Hijo y a todos los miembros de su cuerpo místico”, afirma el gran San Luis Grignion de Montfort. 2 Y “siendo el Espíritu Santo estéril en la divinidad, es decir, no produce ninguna otra persona divina, se volvió fecundo por María. Es con Ella, en Ella y de Ella que ha producido su obra maestra, como es un Dios hecho hombre; y también por medio de Ella engendra todos los días, hasta el fin del mundo, a los predestinados y miembros del cuerpo de esa Cabeza adorable”. 3
El Hijo se habría hecho hombre no sólo para redimirnos, sino también para poder llamar padre a la Primera Persona Divina con toda propiedad al hacer esto desde la naturaleza humana, es decir, como hijo y deudor en todo el sentido de la expresión. En efecto, como hombre, le debería a Dios su existencia y estaría obligado a reconocer lo recibido.
He ahí el motivo por el cual, según Hesiquio, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se anonadó a sí misma, haciéndose semejante a los hombres (Fl 2, 7), y obtuvo nuestra Redención a partir de la naturaleza humana. Como nuevo Adán en el Paraíso Terrenal, “encontró su libertad haciéndose prisionero en el seno de la Virgen Madre”. 4
“Encuentro del Niño Jesús en el Templo” – Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, São Paulo (Brasil)
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El que es más, manda menos
A primera vista, la constitución de la Sagrada Familia es un misterio, puesto que en ella la mayor autoridad la tiene San José, como patriarca y padre, con derecho sobre su esposa y el fruto de sus purísimas entrañas.
La esposa es Madre de Dios, Madre de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Su condición materna le da poder sobre el Dios encarnado en su seno virginal y transformado, así, en hijo suyo.
Nuestro Señor Jesucristo, como hijo, le debe obediencia a ese padre adoptivo, aceptando totalmente la orientación y la formación dada por José; y lo mismo valga para su Madre, criatura suya. ¡Qué inmensa, insondable y sublime paradoja! En consecuencia, San José es el jefe según el orden natural; María, la esposa y la madre; y Jesús, el niño. Pero en el orden sobrenatural ese Niño es el Creador y el Redentor; la Madre, Medianera de todas la gracias, Reina del Cielo y de la Tierra; y José, el Patriarca de la Iglesia. José, el que menos poder tiene por sí mismo, ejerce autoridad sobre la Santísima Virgen, que tiene la ciencia infusa y la plenitud de la gracia, y sobre el Niño, Autor de la gracia.
Dios ama la jerarquía
¿Por qué dispuso Dios esta inversión de papeles? Lo hizo para darnos una gran lección: Él ama la jerarquía y quiere que la sociedad humana sea gobernada por este principio, del cual quiso dar ejemplo el mismo Verbo Encarnado.
Podemos imaginar la disponibilidad, la sacralizad y la calma de Jesús en la pequeña Nazaret, ayudando a José en la carpintería a cortar la madera, clavando las partes de una silla, cuando no haría falta más que un simple acto de voluntad suyo para que fueran producidos de inmediato, y sin siquiera requerir materia prima, los muebles más espléndidos que la Historia haya conocido nunca.
Sin embargo, afirma San Basilio, “obedeciendo desde su infancia a sus padres, Jesús se sometió humilde y respetuosamente a todo trabajo manual” . 5 Tan pronto como San José mandaba al Hijo —¡con qué veneración!— a realizar un trabajo, Jesús se ponía manos a la obra.
Actuando de esta manera —honrando al padre que estaba en la tierra y aceptando, por ejemplo, hacer un mueble de acuerdo a las reglas de la naturaleza— Jesús glorificaba más a Dios Padre, que lo había enviado. San Luis Grignion afirma, a propósito de su obediencia a la Santísima Virgen: “Jesucristo dio más gloria a Dios sometiéndose a María durante treinta años, que si hubiera convertido a la tierra entera realizando los milagros más estupendos” . 6
Dentro de la propia Sagrada Familia encontramos un impresionante principio de amor a la jerarquía, ya que, habiendo querido Jesús nacer y vivir en una familia, honraba a su padre y a su madre, por más que fuera el omnipotente Creador de ambos.
Una vida de apariencia normal
“Obedeciendo desde su infancia a sus padres, Jesús se sometió humilde y respetuosamente a todo trabajo manual” (San Basilio)
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No se piense que en la Sagrada Familia todo era absolutamente místico, sobrenatural y lleno de consolación.
Del Niño Jesús no puede decirse que vivía de fe, porque su alma estaba en la visión beatífica; sin embargo, quiso que su cuerpo tuviera el desarrollo normal de un ser humano. Así, por ejemplo, no nació hablando, aunque pudiera hacerlo en todas las lenguas del mundo.
La Virgen y San José llevaban también una vida de apariencia completamente común y, como todos los hombres, sufrieron desconciertos y angustias.
Prueba de ello es el Evangelio de este domingo: “Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”.
II – Verdadero Dios y verdadero hombre
La descripción de San Lucas es la más minuciosa de los Evangelios en lo que concierne a los treinta años de vida oculta de Nuestro Señor junto a sus padres, lo que hace suponer que conoció el episodio gracias al relato de la propia Virgen María.
La Sagrada Familia cumple el precepto
“Sus padres iban cada año a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron a la fiesta como era costumbre.”
Había tres fiestas —Pascua, Pentecostés y Tabernáculos— en las que los varones judíos debían acudir al Templo. 7 Cuando Jesús cumplió doce años tuvo la obligación de hacerlo también, pues como recuerda Fillion, al llegar a esa edad todo joven israelita se volvía “‘hijo del precepto' o ‘hijo de la Ley', esto es, quedaba sujeto a todas las prescripciones de la ley mosaica, hasta las más pesadas como el ayuno y las peregrinaciones al Templo” . 8
El trayecto de Nazaret a Jerusalén suponía varios días de viaje hecho en comitiva, en caravana, con los caminos repletos de quienes iban a cumplir el precepto en la misma fecha. Era costumbre que los peregrinos pasaran una semana en Jerusalén. Según las descripciones dejadas por autores de la época, como Flavio Josefo, la ciudad se hacía intransitable, desbordada de gente por todas partes. 9
Jesús se dirigió a la Casa de Dios para rendir culto al Padre. ¡Qué magnífica manifestación de amor a la jerarquía, qué sublime relación entre las Personas de la Santísima Trinidad!
¡Cuánta alegría habrá sentido el Hijo del Hombre al cumplir aquel precepto de la ley mosaica con motivo de la fiesta de la Pascua! Y en el Templo, viendo ofrecer al Padre el cordero, símbolo de sí mismo, debió considerar que cuando redimiera al género humano por el sacrificio cruento de la Cruz, haría realidad esa inmolación simbólica.
Muy probablemente caminó por Jerusalén y observó con ojos humanos los lugares en que padecería, y tuvo un arrebato de amor semejante a cuando dijo en la Sagrada Cena: “he deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22, 15). ¿Lo habrá acompañado la Virgen en ese recorrido? ¿Habrán hablado de la Pasión? Ignorados por los hombres, eran un espectáculo para los ángeles del Cielo.
Jesús no les dio ninguna explicación
“Pasados aquellos días, al regresar, el Niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtieran.”
Los judíos tenían la costumbre durante esos viajes, de formar dos comitivas, una para las mujeres y otra para los hombres, y los niños caminaban ya con el padre, ya con la madre. Por la noche se reunían para comer y disfrutar un poco de su compañía antes que cada cual se fuera a descansar.
Así debió ser la subida a Jerusalén y también debía ser así el viaje de regreso, con la inevitable confusión propia de una caravana que se marcha de una ciudad superpoblada. Eso explica el hecho de que solamente al finalizar el primer día, cuando se encontró con San José, la Santísima Virgen se diera cuenta de la desaparición del Niño. Entonces, afligidos, comenzaron a buscarlo entre los familiares y conocidos. ¡En vano!
Angustia de María y José
María y José, absortos como estaban por el sufrimiento, no se percataron siquiera de la admiración provocada por el Niño Jesús en los doctores
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“Pensando que iba en la caravana, anduvieron una jornada buscándolo entre sus parientes y conocidos.”
Bien podemos imaginar el gran dolor de María y José, atónitos ante un hecho para el cual no encontraban explicación.
Sabían que el Mesías debería enseñar su doctrina y después sería condenado a muerte. Eso los hacía desconfiar, como afirma la Glosa, que “lo que Herodes había intentado llevar a cabo en su primera infancia, ahora, encontrando ocasión propicia, lo hicieran otros, matándolo a esa edad”. 10 Así pues, ¡con qué angustia lo buscaban en el camino, temiendo descubrirlo muerto!
Al sufrimiento de la duda sobre la causa de la desaparición de Jesús se sumaba la incertidumbre sobre la ocasión. ¿Cómo pudo ocurrir? Transida de dolor, la Santísima Virgen ciertamente recordaba la profecía de Simeón: “Una espada atravesará tu alma” (Lc 2, 35).
Preocupación, aflicción, angustia, sí; pero en una superior paz de alma. María Santísima tal vez llegaría a pensar que la culpable de lo sucedido era Ella, por alguna falta de amor a Dios. La separación de su adorable Hijo sería, en tal caso, un divino reproche. Por eso estaba en la aflicción de las aflicciones y sentía la espada de dolor en el corazón. Quizá Ella y José creyeron no haber sido dignos de la custodia de aquel Tesoro, de no haber correspondido a la misión recibida. Y eso los dejaba en una gran desolación.
Avidez del Señor por dar testimonio
“Al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían estaban asombrados de su sabiduría y de sus respuestas.”
Una vez constatada la pérdida de Jesús, la Santísima Virgen y San José tuvieron que esperar el alba para emprender el viaje de regreso.
Cuando llegaron a Jerusalén volvió a caer la noche y, de este modo, sólo al tercer día pudieron ir al Templo. Ella sabía muy bien que era el lugar más probable para encontrar a su Hijo.
Cuando finalmente lo hallaron, la Virgen Madre y San José, absortos como estaban por el sufrimiento, no se percataron siquiera de la admiración provocada por el Niño Jesús en los doctores —“asombrados de su sabiduría y de sus respuestas”— como subraya el gran exégeta Lagrange: “La aprobación de los doctores halagaría a los padres, y sobre todo daría motivo a la dulce complacencia de una madre; pero María estaba inmersa en el dolor y la sorpresa”. 11
El Niño Jesús estaba dando testimonio de su misión ante los maestros de la Ley, dieciocho años antes de iniciar su vida pública, como comenta San Beda: “Para probar que era Dios, les respondía de una manera sublime cuando lo interrogaban”. 12 Actuando así, ayudaba a esas personas a darse cuenta de que había llegado la hora del Mesías y de la liberación del pueblo judío. Liberación no del dominio romano, sino espiritual, en relación a la salvación eterna: ¡las puertas del Cielo serían abiertas!
María pregunta con admiración
“Al verlo se maravillaron y su madre le dijo: ‘Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando'.”
La admiración (“se maravillaron”) a la que alude este versículo puede entenderse de dos maneras. Primero, en el sentido explicado por Santo Tomás de Aquino: ellos estaban, en medio de los efectos, en busca de la causa, de la razón. 13 Segundo, les causó admiración encontrar al Niño cumpliendo su misión a tan tierna edad y presenciar la manifestación que hacía de sí mismo.
María y José nos dan aquí un ejemplo de cómo proceder cuando la gracia sensible se aparta de nosotros. Ante todo evitar cualquier rebeldía; si ocurrió, fue porque Dios así lo quiso. Son los sinsabores de la vida, las tragedias, las dificultades que permite la Providencia para unirnos más a ella. Aceptémoslo todo con la postura espiritual de los padres del Señor. Y cuando volvamos a ver a Jesús, también sentiremos admiración.
En la pregunta de María no veamos una queja. Con su rectísima conciencia, ella demuestra angustia y desconcierto, queriendo una explicación para así servir mejor a Dios. También esa debe ser nuestra actitud, resignada y amorosa, frente a los problemas que nos depara la vida.
Respuesta según la naturaleza divina
Nunca hubo una comunidad contemplativa tan excelsa como la de Nazaret: ¡Jesús, María y José! Imposible concebir algo superior
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“Y Él les dijo: ‘¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?'.”
En su pregunta, que tan bien refleja la preocupación de una madre en relación a su hijo, la Virgen María toma en consideración la naturaleza humana de Jesús. Y Él, respondiendo con otra pregunta, lleva la atención hacia su naturaleza divina.
Por esa respuesta —la cual, según Fillion, constituía “el programa de todo su ministerio” 14— podemos conjeturar que el Niño Jesús había instruido a la Santísima Virgen acerca de cómo cumpliría la voluntad del Padre, y que esa llamada divina superaba cualquier lazo de sangre.
Quiso decirle a sus padres terrenales que su misión divina estaba por encima de los vínculos familiares.
Pero con ello, ¿estaba reprochándoles a María y José el haberse comportado como sus padres?
San Beda ofrece un inspirado comentario: “No los reprende porque lo buscan como hijo, sino que eleva los ojos de sus almas para que vean lo que Él debe a Aquel de quien es Hijo eterno” . 15 Jesucristo tenía una misión que cumplir, y quería que sus padres terrenos comprendiesen que todo debía subordinarse al Padre Celestial.
El ejemplo de María ante lo incomprensible
“Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio.”
¿Por qué la Virgen y San José no lo comprendieron? Dios no les dio luces en ese momento para que pudieran tener así un mérito mayor, comprendiendo sólo más tarde las razones de la conducta del Niño Jesús.
María no entendió las palabras de su Hijo, pero, como se aprecia en el versículo siguiente, guardaba “todas estas cosas” en su corazón con amor, sabiendo que había una lección en el episodio.
Así debe ser nuestra propia actitud frente a todo lo que nos trasciende y que tal vez no podamos entender en nuestra vida espiritual: con paz y confianza, conservemos los acontecimientos en el corazón y meditemos sobre ellos a lo largo del tiempo, recordando la promesa de Nuestro Señor: “El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho” (Jn 14, 26). Tarde o temprano el Espíritu Santo nos hará comprender, en la medida en que ello sea útil a nuestra santificación y al cumplimiento de nuestra misión.
En este episodio el Divino Maestro nos enseña también que, a veces, alguna actitud nuestra de firmeza en el cumplimiento de un deber moral o religioso puede ser incomprendida hasta por nuestros familiares. Si esto ocurre, no nos sorprendamos.
El inmenso valor del recogimiento
51 “Bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto. Su madre conservaba todas estas cosas en su corazón.”
Probablemente para evitar la interpretación errónea de que para obedecer al Padre Eterno sería preciso desobedecer a los padres terrenos, San Lucas recuerda en seguida, con gran delicadeza, que Nuestro Señor pasó el resto de su vida sujeto a María y José. Pues, como afirma San Beda, “¿qué habría de hacer el Maestro de la virtud sino cumplir este deber de piedad? ¿Qué habría de hacer entre nosotros sino aquello mismo que deseaba hiciéramos nosotros?” . 16
Por tanto, Cristo aceptó que lo llevaran nuevamente a Nazaret y siguió siéndoles obediente hasta el comienzo de su vida pública, casi dos décadas después.
¿Qué significado tiene ese largo período de vida oculta? Es muy posible que exprese el inmenso valor del recogimiento. Evidentemente Jesús ya estaba preparado para cumplir la voluntad del Padre; sin embargo, después de afirmar que vino a cumplir esa voluntad, Él sigue a la Santísima Virgen y a San José, y permanece dieciocho años más en la vida oculta y recogida.
No olvidemos que el recogimiento, la contemplación y la soledad son medios excelentes para prepararnos a realizar bien nuestros actos. Nunca hubo una comunidad contemplativa tan excelsa como la de Nazaret: ¡Jesús, María y José! Imposible concebir algo superior. Por eso el gran teólogo Fray Antonio Royo Marín recuerda que “algunos Santos Padres se complacen en decir que la principal ocupación de Jesús en Nazaret fue la dulce tarea de santificar cada vez más a su queridísima madre, María, y a su padre adoptivo, San José. Nada más sublime, ni más lógico y natural” . 17
Crecimiento en sabiduría, estatura y gracia
Cuando estemos afligidos en la aridez, debemos buscar a Jesús junto al Santísimo Sacramento
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“Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, delante de Dios y de los hombres.”
San Agustín, Santo Tomás y la generalidad de los teólogos afirman que Jesús poseía en grado supremo, desde el primer instante de su concepción, la gracia, la sabiduría y la santidad. 18 Y no se limitaba a poseerlas, sino que era en sustancia la Gracia, la Sabiduría y la Santidad misma.
Mientras tanto, Cristo crecía físicamente cada año, tomando la forma de un adulto “pero sin exceder exteriormente las leyes generales del desarrollo humano”, subraya Fillion. 19 Iba dando mayores muestras de Gracia y Sabiduría de acuerdo a su edad. No se hacía mayor en sustancia, sino en manifestación porque, según el Doctor Angélico, “a medida que crecía en edad, hacía obras más perfectas, para demostrar que era verdadero hombre, tanto en lo referente a Dios como en lo tocante a los hombres.” 20
III – Oración y doctrina
¿Qué aplicación dar a este pasaje del Evangelio en nuestra vida espiritual?
Hay momentos de nuestra existencia en los cuales tenemos la sensación de haber “perdido al Niño Jesús”, es decir, con culpa nuestra o sin ella la consolación espiritual desaparece y nos sentimos desamparados. ¿Qué hacer cuando percibimos la ausencia de gracias sensibles, de aquello que nos alentaba y sostenía para practicar la virtud?
Este pasaje del Evangelio nos enseña a imitar a María y a José: ir en pos del Niño Jesús, es decir, salir en busca de la gracia sensible si ésta se retira. Cuando estemos afligidos en la aridez, debemos buscar a Jesús junto al Santísimo Sacramento.
No hay nada, absolutamente nada que necesitemos para nuestra santificación personal que, si lo pedimos a Jesús Eucarístico, no acabemos por obtener.
Sin embargo, no olvidemos que en el Templo Nuestro Señor estaba entre los maestros de la ley, lo que bien puede ser un signo de la importancia de la doctrina para sostenernos en la hora de la prueba. De aquí se desprende la necesidad de una buena y sólida formación doctrinal.
Tenemos que tomar las mismas precauciones de alguien que prepara un largo viaje y se provee anticipadamente con documentos, ropas adecuadas y todo lo demás; en nuestro caso, rezar mucho y conocer bien la doctrina, a fin de estar preparados para atravesar los períodos de aridez. Si hemos arraigado bien los principios en el alma, cuando sople el viento de la prueba, las hojas estarán firmes en el árbol de la Fe.
1 JOURDAIN, P. Z.C. – Somme des grandeurs de Marie . París: Hippolyte Walzer Ed., 1900, Tomo I, p. 56.
2 MONTFORT, San Luis G. de – Tratado da Verdadeira Devoção à Santísima Virgem . Petrópolis: Vozes, 1994, n. 17.
3 Íd em, n. 20.
4 Ídem, n. 18.
5 BASILIO MAGNO, San – In lib. relig ., apud AQUINO, Santo Tomás de – Catena Aurea . Buenos Aires: Cursos de Cultura Católica, s.d., p. 73.
6 MONTFORT, op. cit., n. 18.
7 Cf. Ex 23, 14; 24, 23; Det 16, 16.
8 Cf. apud TUYA, OP, P. Manuel de – Biblia Comentada – V Evangelios . Madrid: BAC, 1954, p. 781.
9 Ídem, ibidem.
10 AQUINO, OP. cit., p. 71.
11 LAGRANGE o.p., Joseph M. – Vida de Jesucristo según los Evangelios . Madrid: Edibesa, 1999, p. 52.
12 BEDA, San, apud AQUINO, op. cit., p. 70.
13 AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica I-II q.32, a.8, resp.: “La admiración es cierto deseo de saber, que en el hombre tiene lugar porque ve el efecto e ignora la causa”.
14 FILLION, Louis-Claude – Nuestro Señor Jesucristo según los Evangelios. Madrid: Edibesa, 2000, p. 88.
15 BEDA, San, apud AQUINO, op. cit., p. 71
16 Ídem, p. 72.
17 ROYO MARÍN, OP, P. Antonio – Jesucristo y la vida cristiana. Madrid: BAC, 1961, p. 274.
18 Cf. por ejemplo: SAN AGUSTÍN, in Sermone LVII, de diversis; Tract. 108 in Ioan., n. 5; De Trinitate , I, 15, c. 26, n. 4; AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica III q.7, a.12.
19 FILLION, op. cit., p. 86.
20 AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica III q.7, a.12, ad 3.