COMENTARIO AL EVANGELIO – DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR -¿Los Apóstoles o las Santas Mujeres?

Publicado el 03/29/2018

 

– EVANGELIO –

 

1 El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. 2 Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. 3 Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. 4 Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; 5 e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. 6 Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos 7 y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. 8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. 9 Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9).

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO – DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR -¿Los Apóstoles o las Santas Mujeres?

 

La diversidad de comportamiento entre los seguidores del Divino Maestro en el día de la Resurrección nos indica cómo agradar a Dios a pesar de que seamos imperfectos.

 


 

I – Es la Pascua del Señor

 

espués de cuarenta días de espera y penitencia, acompañamos de cerca los inenarrables dolores de Nuestro Señor Jesucristo en la Semana Santa. Y finalmente celebramos la Resurrección del Señor —misterio esencial de nuestra Redención—, cuyas alegrías y aleluyas se extenderán por cincuenta días, recordando el tiempo que Jesús estuvo junto a los suyos en la tierra, hasta subir a los Cielos, y la fase en la que la Virgen y los Apóstoles aguardaron la venida del Espíritu Santo. Es un período de júbilo, por significar el paso de la vida anterior, marcada por la culpa original, para la vida nueva traída por Jesús, abriendo las puertas del Cielo, que estaban cerradas para la humanidad.

 

Muerte y Resurrección del Hombre Dios

 

Entre los efectos de la caída de Adán está la pérdida del don de inmortalidad y, en consecuencia, la separación del alma y del cuerpo al final de la vida, sufrimiento tan tremendo, horroroso e intenso que no hay palabras capaces de expresarlo. ¿Quién regresó para describir este trágico momento?

 

Sin embargo, Nuestro Señor Jesucristo, que jamás cometió una falta, quiso pasar por este trance y soportar los dolores de la muerte como los padecemos, para retribuir a Dios la gloria que le fue negada por el pecado y redimirnos. Y cuando Él, habiendo inclinado la cabeza y entregado el espíritu y su Alma sacrosanta abandonando aquel Cuerpo adorable y sagrado, ambos permanecieron unidos a la divinidad.

 

Como muestran los Evangelios, la Pasión del Señor siguió un proceso: después de ser juzgado, flagelado, abofeteado, coronado de espinas y de cargar la Cruz a cuestas, su agonía duró cerca de tres horas (cf. Mt 27, 45; Mc 15, 33; Lc 23, 44). Y “cuando Él realizó cuanto juzgó necesario realizar, es cuando llegó la hora marcada, no por la necesidad, sino por su voluntad; no por las exigencias de su naturaleza, sino por su poder”.1 En sentido contrario, la Resurrección fue repentina. He aquí un aspecto de este misterio que debemos tener siempre presente: al tercer día, Cristo retomó el Cuerpo por su poder divino, de modo instantáneo. Pero este Cuerpo ya no era mortal como el nuestro —que Él había asumido a lo largo de su vida terrena, por un milagro negativo2—, sino en su estado normal, o sea, glorioso, como correspondía a la bienaventuranza de su Alma. Y esto por un simple acto de su divina voluntad.

 

Imaginemos que en esa hora la inmensa piedra que cerraba el sepulcro haya saltado de su lugar. Había sido sellada por los miembros del Sanedrín, que se empeñaron, además, en poner una guardia en el lugar para evitar que el Cuerpo fuera robado. Aunque sin fe, los príncipes de los sacerdotes y los fariseos eran profundamente inteligentes y sabían que todo cuanto Jesús había prometido se había cumplido, lo que les llevó a hacer deducciones claras con respecto a la posibilidad de que sucediera algo inesperado (cf. Mt 27, 62-66). Así pues, los soldados fueron los primeros —después, sin duda, de María Santísima3— en tener conocimiento de la Resurrección. Asustados, corrieron para contar lo ocurrido a los sanedritas. Éstos, presas del pánico, llegaron a pagarles con la finalidad de que esparcieran el rumor de que el Cuerpo de Jesús había sido robado durante la noche por los discípulos (cf. Mt 28, 11-13). Éstas fueron las primeras reacciones ante un acontecimiento que fijaría definitivamente el rumbo de la Historia de la salvación.

 

II – El testimonio del Discípulo Amado

 

El Apóstol San Juan demuestra un especial celo al escribir su Evangelio. Lo redactó, en calidad de testigo ocular, para personas que no tuvieron contacto con Jesucristo resucitado, lo que constituye un privilegio de los Once, de las Santas Mujeres y de los discípulos. Estos últimos sumaban más de quinientos, que se encontraron con Él quizá en Galilea (cf. I Cor 15, 6), y es probable que hubiesen presenciado su Ascensión a los Cielos, en Betania (cf. Lc 24, 50-51). En este sentido, declara San Pedro en la primera lectura (Hch 10, 34a.37-43), extraída de los Hechos de los Apóstoles: “Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su Resurrección de entre los muertos” (10, 40-41). En efecto, el Señor tuvo la delicadeza de comer en su compañía para que perdieran todo recelo de que fuese un fantasma. Ellos vieron, creyeron, y algunos hasta pudieron tocarlo; otros, en cambio, serán llamados a creer sin ver, viviendo de la fe de los primeros.

 

Fe tan robusta, firme e inquebrantable, que los llevó a propagar la nueva de la Resurrección del Señor por todas partes, dispuestos a sufrir el martirio, si fuera necesario, en la defensa de esta verdad que habían constatado. Así pues, los Apóstoles enfrentaron ufanos las persecuciones más terribles, y acabaron dando testimonio de este extraordinario episodio con sus propias vidas. De esta manera, la Fe Católica se expandió por el mundo entero, hasta tal punto que Tertuliano afirmaba sobre los cristianos que se multiplicaban en el Imperio Romano: “Nosotros somos de ayer; sin embargo, llenamos vuestras ciudades, islas, fortalezas, villas, consejos, así como los campos, tribus, decurias, el palacio, el senado, el foro, apenas os dejamos vuestros templos. […] Nosotros podríamos emigrar y dejaros en estado de vergüenza y desolación”.4 San Agustín,5 muy sagaz e inteligente, llegó a decir a los incrédulos de su época que al negar la Resurrección mostraban una gran estupidez, porque si el Señor no hubiese resucitado, entonces habría hecho un milagro mucho mayor: la difusión de la Iglesia Católica por todo el orbe sin haber resurgido de entre los muertos.

 

Analicemos, en esta perspectiva, el trecho recogido por la Liturgia del domingo de Pascua, junto con los relatos de los otros Evangelistas.

 

¿Imprudencia temeraria?

 

1 El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.

 

San Marcos narra que fueron tres las mujeres que salieron por la mañana temprano para el sepulcro: “María Magdalena, María la de Santiago y Salomé” (Mc 16, 1). A primera vista, ¿cómo definir su proceder?

 

¡Imprudencia! Ellas no planearon nada o, como mucho, lo hicieron de manera insuficiente, no usaron la razón y actuaron por impulso. A fin de cuentas, sabían perfectamente que el Cuerpo de Jesús ya había sido preparado (cf. Mt 27, 59-61; Mc 15, 46-47; Lc 23, 53-55), pues antes de su entierro pasó por un cuidadoso proceso en las manos de Nicodemo y de José de Arimatea, que compraron para ello los mejores perfumes y bálsamos (cf. Jn 19, 38-40). Además de todo esto, el sagrado Cuerpo del Señor había sido depositado en un sepulcro cerrado por una piedra que había sido rodada y lacrada. ¿Cómo podrían moverla tres mujeres? Solamente en el camino pensaron en este detalle: “¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?” (Mc 16, 3). Sí, ¿quién las ayudaría en aquella hora de la mañana, en un lugar custodiado por guardias (cf. Mt 27, 66)? Otra agravante eran las prescripciones del Derecho Romano, que prohibían la violación de una sepultura, lo que, por cierto, también va contra el derecho natural. Ellas estaban dispuestas a transgredir las leyes civiles, en un régimen tan estricto como el del Imperio.

 

Es evidente también que no habían pedido permiso a San Pedro ni a los otros Apóstoles, petición que, ciertamente, no les hubiese sido concedida. Ellos, conocedores de la sospecha de los judíos de que el Cuerpo podría ser robado, no querían dar pie a posibles calumnias, mandando mujeres al sepulcro en una hora impropia. La acción era comprometedora, porque aunque no consiguiesen ni siquiera aproximarse, la mera tentativa ocasionaría un escándalo, y sería interpretada como una actitud sugerida por los Apóstoles, con el objetivo de sondear las condiciones del lugar para llevarse el cadáver. En apariencia, la tentativa estaba fundamentada tan sólo por la irreflexión, la locura, la imaginación y la fantasía. ¿Habrá sido esto exactamente? Este punto lo vamos a analizar con calma más adelante. Y finalmente, cuando se encontraron con el sepulcro abierto y vacío, resolvieron informar a los Once, rápidamente.

 

Una autoridad más respetada que los vínculos familiares

 

2 Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. 3 Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. 4 Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; 5 e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.

 

Mientras tanto, ¿dónde se encontraban los Apóstoles? Reunidos en el Cenáculo, con las puertas y ventanas cerradas: el extremo opuesto de la actitud imprudente de las mujeres. Ante la noticia de la desaparición del Cuerpo, San Pedro y San Juan salieron corriendo para confirmar la veracidad del anuncio de Santa María Magdalena. Era lo que les correspondía hacer ante tal sorpresa.

 

San Juan se adelantó y llegó primero al sepulcro, porque era joven y ágil, mientras que San Pedro ya sentía sobre sí el peso de las décadas. Es llamativo el respeto que el Evangelista muestra por Pedro, en atención a su edad. Éste es un aspecto real, sin duda, pero no el más importante. Sabemos que los familiares ostentan la precedencia sobre los cuerpos de sus fallecidos, inclusive con relación a las autoridades. Ahora bien, como pariente cercano del Señor que era, Juan tendría derecho a entrar en el sepulcro de inmediato, precediendo a Pedro, que no poseía ningún vínculo sanguíneo con el Maestro. Sin embargo, comprendiendo que había sido constituido Jefe de la Iglesia naciente, el Discípulo Amado ignoró los lazos humanos y se detuvo en la entrada, esperando a que el primer Papa llegase.

 

La incomprensión de San Pedro

 

6 Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos 7 y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.

 

Al entrar en el sepulcro y verlo todo en perfecto orden —según la descripción de este versículo—, San Pedro concluyó que el Cuerpo no había sido robado. Es incontestable que la única preocupación de un ladrón consiste en hurtar aquello que desea y nunca se preocupa por dejar los objetos revueltos por él cada uno en su lugar; por el contrario, el caos es el indicio común de su paso por una casa. “Si alguien hubiera cambiado la localización del Cuerpo —comenta San Juan Crisóstomo— no lo habría desnudado para hacerlo. O, si lo hubieran robado, no se habrían tomado la molestia de quitar el pañuelo de la cabeza y enrollarlo y colocarlo aparte. ¿Cómo lo habrían hecho? Habrían tomado el Cuerpo tal y como estaba”.6 A pesar de las evidencias, San Pedro no entendió lo que había sucedido y no creyó. Todavía no había recibido una gracia especial para creer en la Resurrección.

 

El Discípulo Amado creyó por la fe de la Virgen

 

8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. 9 Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos.

 

Muy distinta fue la reacción del Discípulo Amado. Entró, hizo una inspección del sepulcro junto con San Pedro y creyó. Por consiguiente, fue el primero en tener fe —después de la Virgen María—, y esto sin haber tenido aún ningún contacto con Jesús resucitado y, en este sentido, superó incluso a Santa María Magdalena. ¿Cómo podemos explicar esto? “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). De hecho, la condición de Apóstol Virgen confería a San Juan una elevada visión de la realidad y una sabiduría superior.

 

No nos olvidemos tampoco de la escena a los pies de la Cruz: “Jesús, al ver a su Madre y junto a Ella al discípulo al que amaba, dijo a su Madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego, dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu Madre’. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio” (Jn 19, 26-27). Fiel a los designios del Señor, “él la guardará como bien suyo, él sustituirá junto a Ella a su Divino Amigo; él la amará como su propia madre; él será amado por Ella como un hijo”.7 Es natural que desde entonces se estableciera un entrelazamiento profundo y una relación de amistad íntima entre ambos. ¡Cómo serían las conversaciones de María con Juan! En circunstancias tan trágicas como éstas, el tema de los coloquios habrá sido la Pasión y Muerte de Jesucristo. María Santísima, aunque con el alma traspasada por el dolor, era la única que conservaba encendida la certeza de la Resurrección del Señor, mientras todos los demás, insuficientes en la fe, eran incapaces de alcanzar el significado de aquello que Jesús les había revelado repetidas veces: “el Hijo del Hombre tiene que ser entregado en manos de hombres pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar” (Lc 24, 7). La Iglesia vivía, por tanto, de su extraordinaria fe.

 

En una combinación de sufrimiento, alegría y santa ansiedad, la Virgen ardía en deseos de que su Hijo resurgiese, y seguramente, de manera confidencial, le informó de ello a San Juan para consolarlo, manifestándole igualmente el momento en que se daría. Así que cuando Santa María Magdalena irrumpió en el Cenáculo y contó que el Cuerpo no estaba en el sepulcro, él se acordó inmediatamente de las palabras de María Santísima. Y más tarde, al constatar que no se trataba de un robo, supo discernir, en la meticulosa disposición de los lienzos y del sudario, la mano de aquel Señor que es el orden por excelencia, el propio orden del universo. ¡Y creyó! Por eso escribe estos versículos para convencer a los que no vieron y deberían creer, como si dijese: “Creí sin haber visto y solamente después recibí la confirmación. Vosotros también tenéis que creer”.

 

III – Ante la Resurrección: ¿amor o indiferencia?

 

Corto fue el espacio de tiempo transcurrido entre los episodios narrados en este fragmento y la aparición de Jesús a las Santas Mujeres, que salieron enseguida para dar la Buena Nueva de la Resurrección a los Apóstoles (cf. Mt 28, 9-10; Mc 16, 9-10; Jn 20, 14-18). Sin embargo, la reacción de éstos fue la de incredulidad (cf. Mc 16, 11), porque “ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron” (Lc 24, 11), dejándolos sobresaltados (cf. Lc 24, 22). El contraste entre la postura de los discípulos —resguardados por miedo de los judíos (cf. Jn 20, 19)— y la de Santa María Magdalena y sus compañeras muestra que mientras los hombres son prudentes y se guían por la razón, las mujeres cometen locuras… Pero aun así, ¿cómo procedió Jesús ante la cautela de unos y la temeridad de otros?

 

A los Apóstoles “les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado” (Mc 16, 14), y sólo se les presentó después de haber ido al encuentro de las mujeres, a quienes, por el contrario, demostró complacencia, además de enviarles Ángeles (cf. Mt 28, 1-7; Mc 16, 5-7, Lc 24, 4-7; Jn 20, 12-13) que las trataron con especial cortesía. Y más aún, los discípulos, que eran los encargados de divulgar la verdad por el mundo entero, acabaron siendo evangelizados por las Santas Mujeres que, al salir corriendo para anunciar la Resurrección, se transformaron en apóstoles de los Apóstoles.

 

El amor conquista la benevolencia de Dios

 

¿Se sobreentiende entonces que a Jesucristo le gustan las actitudes irreflexivas? En efecto, el amor de ellas no era totalmente puro por estar mezclado con imprudencias. Basta observar que la Virgen no se sumó a la aventura, señal de que ésta no estaba exenta de un cierto desatino. Y ellas mismas tampoco creyeron al inicio, ya que el aviso que dieron a San Pedro y a San Juan hablaba solamente de la desaparición del Cuerpo. No obstante, poseían un amor más intenso que el de los Apóstoles. Su conducta, a pesar de los defectos, es la de quien ama.

 

Esto pone de relieve una realidad impresionante sintetizada en la célebre frase de San Agustín: “Dilige, et quod vis fac —Ama y haz lo que quieras”.8 Cuando hay caridad, aun siendo imperfecta, Dios acepta nuestras disposiciones con benevolencia y las perfecciona. Así, entre la prudencia de los discípulos y el desvarío de las Santas Mujeres, el Señor se inclina por esto segundo. ¿Por qué? En el comportamiento prudente no había amor y en el insensato sí. Si Jesús premió la audacia, fue gracias a algo de saludable y santo ligado a ella.

 

La supremacía del amor

 

¿Qué conclusión podemos sacar de este episodio para beneficio de nuestra vida espiritual? Sirve para mostrarnos lo importante que es la razón y que la doctrina debe ser asimilada de modo eximio. Pero, al mismo tiempo, manifiesta que la osadía basada en una intuición proveniente del amor puede sobrepujar la acción originada por el simple conocimiento. Esto es así porque la audacia está vinculada al don de consejo, y éste es superior a la virtud de la prudencia. Ahora bien, si alguien actúa de acuerdo con la prudencia, sus actos son humanos, aun siendo auxiliados por la gracia; mientras que por el don de consejo el alma recibe una inspiración certera —que trasciende la razón discursiva—, mediante la cual escoge el camino a seguir y, saltando las premisas, llega rápidamente a la conclusión, bajo una moción del Espíritu Santo. Incontables hechos, en el trascurrir de los siglos, revelan esto. Se cuenta que Hernán Cortés, previniendo la defección de los hombres de su comitiva —tentados para abandonarlo en la heroica gesta de conquistar el inmenso México para Nuestro Señor Jesucristo con algunos pocos cientos de soldados—, mandó destruir los navíos de su propia flota, con la finalidad de impedirles la retirada. Audacia llevada al extremo, resolución épica, que no fue fruto de un pausado silogismo, sino de una infusión del don de consejo. Es como la madre que, por el instinto materno, discierne con claridad la enfermedad de su hijo que los médicos no consiguen descubrir.

 

Principio éste que Joseph de Maistre expresó con tanta propiedad: “La raison ne peut que parler, c’est l’amour qui chante —La razón solamente puede hablar, el amor es el que canta”.9 Y también Pascal, en su famosa sentencia: “¡El corazón tiene razones que la razón no comprende!”.10 De hecho, este amor es fuente de consejo, de entusiasmo, de ciertos arrojos que difícilmente brotan del mero raciocinio. Es primordial, entonces, amar, porque nuestra Santa Religión es excesivamente grande para ser solamente entendida, o para adherirse a ella partiendo tan sólo del intelecto. Con Santa Teresa del Niño Jesús, es necesario exclamar: “Comprendí que tan sólo el Amor hacía actuar a los miembros de la Iglesia y que si el Amor se extinguiera, los Apóstoles ya no anunciarían el Evangelio, los mártires recusarían derramar su sangre… Comprendí que el Amor engloba todas las vocaciones, que el Amor es todo, que abraza todos los tiempos y todos los lugares… ¡En una palabra, es eterno!…”.11

 

Si condensásemos el Evangelio en un único término, este sería amor. He aquí una de las importantes enseñanzas contenidas en los relatos evangélicos de la Resurrección. Con el corazón abrasado entreguémonos a Cristo por entero, sabiendo que nuestras audacias son recibidas por Él con benevolencia.

 

IV – La Resurrección: prenuncio de la gloria reservada a los bautizados

 

En muchos países de tradición cristiana es costumbre conmemorar la Resurrección con el intercambio de huevos de Pascua. Bello símbolo, porque el huevo contiene en sí un germen de vida. Representa el inestimable beneficio traído por la Resurrección de Jesucristo, prefigura de la nuestra.

 

La Resurrección nos conquistó la vida verdadera

 

Estábamos muertos, porque cargábamos la herencia del pecado original cometido por nuestros padres Adán y Eva, pero el Salvador nos obtuvo una vida nueva, infinitamente más valiosa que la humana: la participación en la propia vida divina. Y este tesoro merece ser tratado con especial cariño, dirigiendo nuestro amor en el rumbo correcto, según la enseñanza de la Liturgia del domingo de Pascua.

 

Por eso, San Pablo nos recomienda en la segunda lectura (Col 3, 1-4) que, una vez muertos para los vicios y resucitados con Cristo, orientemos nuestras preocupaciones para lo que viene de lo alto y no para las cosas concretas que desvían los ojos y el corazón de nuestro destino eterno, al igual que los difuntos no cuidan de sus antiguos quehaceres al dejar esta tierra. ¡Cuánta agitación, fruto del egoísmo y de la vanidad! ¡Cuánta ilusión con el mundo, los elogios, la repercusión social! ¡Cuánta atención a la salud y al dinero! Cuidados que, hasta en aquello que tienen de legítimo, nos arrastran y nos oscurecen los horizontes, y constituyen una falta contra el Primer Mandamiento, tan poco considerado en nuestro examen de conciencia.

 

La alegría de la resurrección final

 

Tengamos presente, pues, que Nuestro Señor Jesucristo vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Entonces, a una voz de comando suya, en un solo instante, las almas reencontrarán el cuerpo, auxiliadas por los Ángeles de la Guarda, que se encargarán de reunir las cenizas.12 En cuanto peregrinamos en este valle de lágrimas, recordemos que apenas existen dos caminos al término de los cuales nos espera la eternidad feliz en el Cielo o la de sufrimiento e infelicidad en el inferno. No hay una tercera vía. Después de nuestra resurrección, cuando al final salgamos de este “huevo”, la contemplación de Dios nos colmará de tanta alegría y consuelo que no habrá más posibilidad del menor sufrimiento. Será un gozo espiritual, ya que nuestros ojos carnales no fueron hechos para ver a Dios. Sin embargo, es necesario que el cuerpo acompañe al alma en este estado, dada la honda unión existente entre ambos. Así, éste se tornará espiritualizado y a tal punto el alma lo dominará que, por un simple deseo, ésta elaborará las propias ropas sin necesidad de recurrir a ilustres sastres. En el exterior trasparecerán las maravillas puestas en el interior por un don divino, conforme afirma San Pablo, aun en la segunda lectura: “Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con Él” (Col 3, 4). La resurrección producirá en cada Bienaventurado una tal transformación que nos impedirá poder reconocernos.

 

Éste es el futuro que nos aguarda, tan superior a cualquier expectativa que no somos capaces ni siquiera de excogitar cómo será. “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (I Cor 2, 9). Pidamos a Cristo Jesús que nos conceda, en su infinita misericordia, la plenitud de la vida sobrenatural conquistada por su Muerte y Resurrección.

 

 

1) SAN AGUSTÍN. In Ioannis Evangelium. Tractatus VIII, n.12. In: Obras. 2.ed. Madrid: BAC, 1968, v.XIII, p.241.

2) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.14, a.1, ad 2.

3) A respecto de este tema, ver: CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Una mujer precedió a los evangelistas. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.56 (Mar., 2008); p.10-17; Comentario al Evangelio del Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor – Ciclo A, en el volumen I de esta colección.

4) TERTULIANO. Apologeticum, XXXVII: ML 1, 462-463. 5) Cf. SAN AGUSTÍIN. De Civitate Dei. L.XXII, c.5. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v.XVI-XVII, p.1633-1636.

6) SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía LXXXV, n.4. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (61-88). Madrid: Ciudad Nueva, 2001, v.III, p.281.

7) GUÉRANGER, OSB, Prosper. L’Année Liturgique. Le Temps de Noël – I. 20.ed. Tours: Alfred Mame et fils, 1919, p.328.

8) SAN AGUSTÍN. In Epistolam Ioannis ad Parthos tractatus decem. Tractatus VII, n.8. In: Obras. Madrid: BAC, 1959, v.XVIII, p.304.

9) DE MAISTRE, Joseph. Essai sur le principe générateur des constitutions politiques et des autres institutions humaines. Paris: L. Ecclésiastique, 1822, p.19, nota 3.

10) PASCAL, Blaise. Pensées sur la religion. C.II, n.14. In: Pensées. Dijon: Victor Lagier, 1835, p.50.

11) SANTA TERESA DE LISIEUX. Manuscrito B. Minha vocação é o amor. In: Obras Completas. São Paulo: Paulus, 2002, p.172.

12) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., Suppl., q.77, a.4, ad 4.

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