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– EVANGELIO DE LA PROCESIÓN –
En aquel tiempo, 1 cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, en el monte de los Olivos, envió a dos discípulos 2 diciéndoles: “Id a la aldea de enfrente, encontraréis enseguida una borrica atada con su pollino, los desatáis y me los traéis. 3 Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto”. 4 Esto ocurrió para que se cumpliese lo dicho por medio del profeta: 5 “Decid a la hija de Sión: ‘Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica, en un pollino, hijo de acémila’ ”. 6 Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: 7 trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos, y Jesús se montó. 8 La multitud alfombró el camino con sus mantos; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. 9 Y la gente que iba delante y detrás gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!”. 10 Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad se sobresaltó preguntando: “¿Quién es este?”. 11 La multitud contestaba: “Es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea” (Mt 21, 1-11).
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COMENTARIO AL EVANGELIO – DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR – El triunfo, la cruz y la gloria
La conjunción de la entrada triunfal del divino Redentor en Jerusalén y de los sufrimientos de su dolorosa Pasión nos recuerda que la perspectiva de la cruz está siempre nimbada por la certeza de la gloria futura.
I – TRIUNFO PRENUNCIADOR DE LA GLORIA DE LA RESURRECCIÓN
Cuando contemplamos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén hemos de tener presente que la liturgia del Domingo de Ramos no sólo es una rememoración de hechos históricos, sino ante todo una ocasión para recibir las mismas gracias que Dios creó en aquel momento y distribuyó al pueblo judío que allí se encontraba. Por eso la Iglesia Católica anima a los fieles a que repitan simbólicamente esa ceremonia, para que empiecen la Semana Santa con el alma bien preparada.
La resurrección del hijo de la viuda de Naín Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, Clermont-Ferrand (Francia)
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Los grandes héroes militares y los atletas vencedores eran ovacionados en la Antigüedad con ramas de palma en honor del triunfo alcanzado. Por lo tanto, el Señor quiso que su Pasión, cuyo ápice tendría lugar en el Calvario, estuviera marcada por el triunfo desde su apertura, anticipando la gloria de la Resurrección que vendría después.
A la vista de este contraste, nos podemos quedar sorprendidos: ¿cómo combina la Iglesia ambos aspectos en esa circunstancia? Sin embargo, esto no debe causarnos extrañeza, ya que, en el extremo opuesto, contempla la Resurrección de un modo similar. Cuando dentro de unos días estemos celebrando el magnífico rito de la Vigilia Pascual, en el que todo será júbilo, oiremos en el canto del Pregón notas relativas a los tormentos y a la muerte de Cristo: “Porque Él ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán y, derramando su sangre, canceló el recibo del antiguo pecado. Porque estas son las fiestas de la Pascua, en las que se inmola el verdadero Cordero, cuya sangre consagra las puertas de los fieles. […] ¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo! Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”.1 También la lindísima secuencia Victimæ Paschali laudes, correspondiente a la Misa del día de Pascua, nos dirá: “La muerte y la vida se enfrentaron en un duelo admirable: el Rey de la vida estuvo muerto, y ahora vive”.2 Por consiguiente, el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, pórtico de la Semana Santa, también contiene el triunfo.
Este primer aspecto de la celebración de hoy nos enseña que es un error concebir la Redención obrada por el Señor centrándose únicamente en el dolor. Asimismo, y quizá principalmente, comporta la alegría de la Resurrección, pues, si bien los padecimientos de Jesús se prolongaron desde la noche del jueves hasta la hora nona del viernes y su alma se había separado del cuerpo unas treinta y nueve horas —como se puede deducir de las narraciones evangélicas—, el período de gloria se extendió cuarenta días, aquí en la tierra, y permanece por toda la eternidad en el Cielo.
La curación de leprosos Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, Clermont-Ferrand (Francia)
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Esa fue la noción que les faltó a los Apóstoles al ver al divino Maestro entristecerse, sudar sangre y dejarse arrestar por viles soldados; en consecuencia, lo abandonaron. En realidad, ya ni se acordaban de los reiterados anuncios que les había hecho a propósito de su muerte y de su resurrección al tercer día (cf. Mt 17, 21-22; 20, 18-19). La Virgen María, por el contrario, aun llena de dolor y con el corazón atravesado por una espada (cf. Lc 2, 35), no desfalleció, porque guardaba en el fondo de su alma la certeza de que su Hijo resucitaría. Y cuando salió del sepulcro, en la plenitud de su majestad, seguramente fue Ella la primera persona a la que Jesús se le apareció, como ya hemos comentado en otras ocasiones.3
Una clave para considerar la Pasión del Señor
Consideremos la liturgia de hoy desde esa perspectiva. Revivamos aquellos momentos de gozo de la entrada de Jesús en la Ciudad Santa con vistas a pasar después por las angustias de la Pasión y por las alegrías de la Resurrección. Que las gracias derramadas sobre todos los participantes de esa primera procesión, en la cual estaba presente el Redentor, bajen sobre nosotros y colmen nuestras almas para que entendamos bien el papel del sufrimiento en nuestra vida de católicos apostólicos romanos, como medio indispensable para lograr la gloria final y definitiva. El dolor y el triunfo se encuentran aquí magníficamente entrelazados. Per crucem ad lucem!, a través de la cruz se llega a la luz.
Al ser imposible, en el limitado espacio de estas páginas, tejer un comentario detallado sobre cada uno de los Evangelios que la Iglesia ha propuesto para este día, compondremos una reflexión teniendo presente ambos textos.
II – EL CONTRASTE ENTRE LA BONDAD INCREADA Y LA MALDAD HUMANA
Jesucristo podía haberse exaltado a sí mismo, con toda justicia, sin incurrir en ningún pecado —más bien sería un gran acto de virtud, porque es digno de toda alabanza—, pero renunció a ello para darnos ejemplo. Y aunque las aclamaciones que permitió a sus discípulos y al pueblo en esa ocasión (cf. Lc 19, 39-40) quizá constituyan una excepción a esa regla… ¡cuán escasas son en relación con lo que Él realmente merece!
La coronación de espinas, por Gaspar Insemann, Museo de Unterlinden, Colmar (Francia).
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Tal vez por eso mismo no exista hecho más significativo, con respecto al contraste entre la maldad humana y la bondad de Dios —Bondad que es Él en esencia—, que la terrible Pasión del Salvador ocurriera poco después de esa ovación triunfal.
La bondad divina manifestada en la Pasión
Para salvar a la humanidad, la segunda Persona de la Santísima Trinidad quiso encarnarse; se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Heb 4, 15). Y aunque una lágrima, un gesto o incluso un deseo del Hombre Dios habría sido suficiente para redimir a un número ilimitado de criaturas, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte en la cruz, como afirma San Pablo en la segunda lectura de este domingo (Flp 2, 6-11). Aquel que, con un simple acto de voluntad, podría haber impedido la acción de los que promovieron su muerte —por ejemplo, hubiera bastado que dejara de sustentar su ser, haciéndoles volver a la nada—, aceptó todos los ultrajes descritos por San Mateo en el Evangelio de esta Misa.
Aquí experimentamos la misericordia de Dios, infinitamente solícito para perdonarnos. Si un solo hombre hubiera incurrido en una falta y todos los demás fueran inocentes, habría padecido igual martirio para rescatar a ese único reo. Como señala el padre Garrigou-Lagrange, en el misterio de la Redención “las exigencias de la justicia terminan por identificarse con las del amor, y es la misericordia quien triunfa, porque es la más inmediata y profunda expresión del amor de Dios a los pecadores”.4
La maldad humana se venga del bien recibido
Ante tanta benevolencia, vemos a un pueblo contento y que de una manera auténtica y sincera reconoce que el Mesías, de hecho, está allí. Sin embargo, no lo hace de una forma profunda, sino superficial y carente de raíces… Hoy Jesús es recibido con honores: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!”; pero dentro de unos días esa misma muchedumbre estará en la plaza, ante el pretorio, prefiriendo a Barrabás en lugar de Aquel a quien antes había acogido con regocijo y gritando que “¡Sea crucificado!”, como hemos leído en el texto de la Pasión.
Jesús con la cruz a cuestas, por Simone Martini Museo del Louvre, París
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La realeza de Jesucristo proclamada en su solemne entrada en Jerusalén se convertiría, en el seno de esa ciudad, en pretexto de su condenación. Herodes se burla de Él con blasfemas irreverencias; Pilato constata su inocencia, no obstante, se acobarda ante los acusadores y se lo entrega “a su voluntad” (Lc 23, 25). Si bien el Salvador soporta con majestuoso silencio la flagelación, las injurias de la coronación de espinas y sube hasta el Gólgota con la cruz a cuestas — tan pesada (¡el peso de nuestros pecados!) que a mitad de camino obligan a Simón de Cirene a que le ayude a llevar tan ignominiosa carga—. Los jefes se mofan de Él; los soldados le ofrecen vinagre; uno de los malhechores crucificado a su lado lo insulta.
¿Por qué? Por odio; el odio de quienes no quieren aceptar la invitación a un cambio de vida. Jesús, de hecho, predicaba una visión del Reino de Dios muy distinta a la que tanto deseaban y por eso lo rechazaron. ¡Cuántos milagros! ¡Cuántos beneficios! Paralíticos que andan, sordos que oyen, ciegos que ven, muertos que resucitan… todo realizado por esas manos adorabilísimas que después serían atravesadas por terribles clavos. Así es la ley de la naturaleza humana concebida en el pecado cuando renuncia a la gracia de Dios; en sí misma, es voluble: ora aplaudirá, ora se vengará de sus propias aclamaciones.
No debemos depositar nuestras esperanzas en el mundo
Por lo tanto, la Pasión de nuestro divino Redentor nos deja una lección: los que por principios mundanos tienen como ideal conseguir el aplauso, depositando sus esperanzas en la aprobación de los hombres, yerran, porque cometen la locura de elegir para sí mismos una situación inestable. Las aclamaciones se transforman fácilmente en odio cuando falta la práctica de la virtud.
– EVANGELIO DE LA SANTA MISA –
En aquel tiempo, 11 Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús respondió: “Tú lo dices”. 12 Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos no contestaba nada. 13 Entonces Pilato le preguntó: “¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?”. 14 Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. 15 Por la fiesta, el gobernador solía liberar un preso, el que la gente quisiera. 16 Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. 17 Cuando la gente acudió, dijo Pilato: “¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?”. 18 Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. 19 Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: “No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con Él”. 20 Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. 21 El gobernador preguntó: “¿A cuál de los dos queréis que os suelte?”. Ellos dijeron: “A Barrabás”. 22 Pilato les preguntó: “¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?”. Contestaron todos: “Sea crucificado”. 23 Pilato insistió: “Pues, ¿qué mal ha hecho?”. Pero ellos gritaban más fuerte: “¡Sea crucificado!”. 24 Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: “Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!”. 25 Todo el pueblo contestó: “¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”. 26 Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. 27 Entonces los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de Él a toda la cohorte: 28 lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura 29 y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante Él la rodilla, se burlaban de Él diciendo: “¡Salve, rey de los judíos!”. 30 Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. 31 Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar. 32 Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a llevar su cruz. 33 Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir lugar de “la Calavera”), 34 le dieron a beber vino mezclado con hiel; Él lo probó, pero no quiso beberlo. 35 Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes 36 y luego se sentaron a custodiarlo. 37 Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: “Éste es Jesús, el rey de los judíos”. 38 Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. 39 Los que pasaban, lo injuriaban, y meneando la cabeza, 40 decían: “Tú que destruyes el Templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”. 41 Igualmente los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también diciendo: 42 “A otros ha salvado y Él no se puede salvar. ¡Es el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz y le creeremos. 43 Confió en Dios, que lo libre si es que lo ama, pues dijo: ‘Soy Hijo de Dios’”. 44 De la misma manera los bandidos que estaban crucificados con Él lo insultaban. 45 Desde la hora sexta hasta la hora nona vinieron tinieblas sobre toda la tierra. 46 A la hora nona, Jesús gritó con voz potente: Elí, Elí, lemá sabaqtaní (es decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”). 47 Al oírlo algunos de los que estaban allí dijeron: “Está llamando a Elías”. 48 Enseguida uno de ellos fue corriendo, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. 49 Los demás decían: “Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo”. 50 Jesús, gritando de nuevo con voz potente, exhaló el espíritu. 51 Entonces el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se resquebrajaron, 52 las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron 53 y, saliendo de las tumbas después que Él resucitó, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos. 54 El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados: “Verdaderamente este era Hijo de Dios” (Mt 27, 11-54).
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La Pasión del Señor nos muestra, de manera elocuente, cómo es necesario que pongamos todo nuestro esfuerzo en servirlo sin importarnos si nos atacan o nos elogian, si nos reciben o nos repudian, sino más bien si le agradamos con nuestro modo de proceder. Cuando somos bautizados nos comprometemos —ya sea por nosotros mismos, ya sea en la persona de nuestros padrinos— a renunciar al demonio, al mundo y a la carne, y quedamos marcados por el signo del combate. En ningún momento firmamos el propósito de apoyarnos en el aplauso de los demás. Así pues, al celebrar el Domingo de Ramos debemos acordarnos de esas promesas de lucha, que requieren de nuestra parte la determinación de hacer frente a todas las batallas que dichos enemigos, que rechazamos en el Bautismo, nos presentarán. Y eso significa aceptar y llevar, a ejemplo de Jesús, la cruz que la Providencia ha puesto sobre nuestros hombros.
La cruz: de signo de ignominia a símbolo de gloria
¡La Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo! Cuando pasaban ante Él, crucificado, aquellos hombres malvados y sin piedad lo miraban y le decían: “si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”. “¡Oh lengua envenenada, palabra de malicia, expresión perversa! —exclama San Bernardo de Claraval— […]. Porque ¿qué conexión tiene que haya de bajar, si es Rey de Israel? ¿No es más consiguiente que suba? […] Antes bien, porque es Rey de Israel, no deje el título del reino, no deponga la vara del imperio aquel Señor cuyo imperio está sobre sus hombros […]. Por el contrario, si baja de la cruz, no hará salvo a ninguno”. 5
De hecho, a un rey no le corresponde bajar, sino subir siempre. Y fue lo que hizo el Señor. No bajó, sino subió y resucitó, como nos dice una vez más la inspirada voz de San Bernardo. “Pero si todavía la generación mala y adúltera busca un prodigio, no se le dará otro que el del profeta Jonás: no signo de descensión, sino de resurrección. […] Salió del cerrado túmulo el mismo que no quiso descender del patíbulo. […] Por eso con razón es las primicias de los que resucitan, porque de tal modo se levantó, que nunca volverá a caer, habiendo ya alcanzado la inmortalidad”.6
Adoración de la Santa Cruz en una de las casas de los Heraldos – Viernes Santo de 2016
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Así es, Él es Rey y está sentado en su trono. ¿Y qué trono es ése? La cruz, signo de ignominia por constituir el peor castigo, el suplicio más horrible de aquella época, considerado por los judíos como una “maldición de Dios” (Dt 21, 23) y por los romanos como degradante, hasta el punto de que no era aplicado a ningún ciudadano del Imperio, sino que estaba reservado únicamente a los esclavos y a los criminales más abyectos.7 No obstante, tan poderoso es ese Rey que colocado en el pedestal de la humillación lo transforma en trono de gloria. Hoy en día ostentar la cruz en el pecho es un honor, y nos admiramos al verla sobre las coronas de los reyes, en las grandes condecoraciones o en lo alto de las catedrales y de los edificios eclesiásticos: ¡es la exaltación de la cruz!
Ahora bien, al ser partícipes de la vida divina, por la gracia, estamos llamados a recorrer el mismo camino del Rey de los reyes, es decir, nunca bajar, sino subir para llegar al Cielo, cuyas puertas se abrirán, no por nuestros méritos, sino por los de nuestro Redentor.
Cuando hoy llevemos en la mano la palma como un símbolo de triunfo, debemos creer que en el Juicio Final toda la maldad será juzgada y la Historia quedará, al entrar en la eternidad, bien definida: o el gozo de la visión beatífica o el fuego que arderá sin consumirse jamás. No existe una tercera posibilidad.
III – “PER CRUCEM AD LUCEM!”
Contrariamente a la quimera que cierta mentalidad muy extendida sugiere, no es posible abolir la cruz de la faz de la tierra, porque, en general, todo ser humano sufre. Solamente en las producciones cinematográficas y otras ficciones de ese tipo, coronadas siempre con un final feliz, encontramos figuras irreales de personas inmunes a cualquier malestar físico o moral, con éxito en todas sus empresas y sin dificultades de convivencia social, sin que haya siquiera las pequeñas contrariedades y decepciones de lo cotidiano.
Nuestra Señora de los Dolores – Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona (España)
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Por más que se funden hospitales, por más que se abran orfanatos o se construyan residencias para ancianos, el dolor es nuestro compañero y sólo dejará de existir en el Paraíso celestial. Es imprescindible, por tanto, que el hombre entienda el verdadero valor del sufrimiento, porque una postura equivocada frente a éste conduce a unos a caer en el desaliento; a otros, a rebelarse contra la Providencia; a otros, quizá la mayoría, a querer esquivar el tener que llevar su propia cruz, un intento que, además de ser inútil, la hace más pesada, añadiéndole la carga de la inconformidad con la voluntad de Dios, que conoce y permite cada una de nuestras angustias.
El valor de la lucha
Compenetrémonos de que el dolor encierra numerosos beneficios para nuestra salvación. En primer lugar, es un poderoso medio para acercarnos a Dios. En efecto, desde antes de la caída, ángeles y hombres, por haber sido creados en estado de prueba, tienen la tendencia a cerrarse en sí mismos, cuando debían estar constantemente abiertos a Dios. En eso consiste la prueba. Con el pecado esa inclinación se acentuó, y cada falta actual le aumenta la virulencia.
Por esta razón, las luchas, los reveses y las aflicciones que surgen en nuestro camino son elementos eficaces para dirigir nuestro espíritu hacia el Bien infinito y abrirle de par en par las puertas de nuestra alma. En esos momentos experimentamos el poder de la oración, sentimos nuestra total dependencia en relación con el Creador y nos ponemos en sus manos sin reservas, a la búsqueda de amparo y de fuerza. Así considerado, el sufrimiento bien puede recibir el título de bienaventuranza que nos hace merecer, ya en este mundo, la recompensa de liberarnos de nuestro egoísmo y de vivir mirando hacia Dios. ¡Oh dolor, bienaventurado dolor!
El sufrimiento también nos deja claro lo vacío de los bienes terrenales, tan pasajeros, y nos enseña a no depositar en ellos las esperanzas, alimentando en nuestro corazón el deseo de la felicidad eterna. El Señor, en su infinita bondad, “nos ha repartido en la tierra tribulaciones bastantes para obligarnos a buscar nuestra felicidad en el Cielo”,8 asegura San Antonio María Claret. Si nuestra existencia transcurriese sin la presencia de obstáculos, seríamos como un capullo de rosa que nunca floreció o un bebé que no creció ni se desarrolló, y nunca alcanzaríamos la plenitud espiritual de un conciudadano de los santos y habitante del Cielo. El sufrimiento, pues, se constituye como medio infalible de preparación para contemplar a Dios cara a cara.
La gloria comprada por el sufrimiento
El Verbo todopoderoso, Unigénito del Padre, al encarnarse quiso pasar por las vicisitudes de la condición humana para darnos un ejemplo de paciencia.9 Su santísima alma, creada en la visión beatífica desde el primer instante de la concepción, ya poseía toda la gloria, y ésta debería, sin duda, reflejarse en su carne. Pero la relación natural entre alma y cuerpo en Él estaba sometida a su divina voluntad, la cual se complació en suspender esa ley,10 realizando un milagro contra sí mismo, porque prefirió asumir un cuerpo padeciente “con el fin de que lograse la gloria del cuerpo de un modo más honroso, cuando la mereciese por medio de la Pasión”.11 Por consiguiente, aceptó esas deficiencias corporales derivadas del pecado original que no son incompatibles con la perfección de la ciencia y de la gracia, como el cansancio, el hambre, la sed, la muerte.12 Quiso nacer en una gruta, donde soportó el frío de la noche y otras penurias; después quiso vivir de manera apagada, como hijo de un carpintero, sin revelar su origen eterno; y, finalmente, quiso sufrir una muerte violenta para redimirnos.
Al sujetarse a toda clase de sufrimientos huma nos inferidos desde el exterior,13 Jesús también tenía como objetivo indicar el combate de la cruz como causa de elevación para todos nosotros, bautizados, herederos de Dios y coherederos de Cristo (cf. Rom 8, 17). Esto es lo que nos presenta la primera lectura (Is 50, 4-7), en la disposición de Isaías —prefigura del Redentor— de enfrentar todos los ultrajes por amor a Dios y al prójimo, seguro, sin embargo, de no ser deshonrado ni decepcionado, porque el Señor vendrá en su auxilio y le concederá la victoria.
Entrada de Jesús en Jerusalén – Monasterio de San Benito, Subiaco (Italia)
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Las palabras de San Pablo a los filipenses, después de referirse a los tormentos de Cristo, confirman con mayor énfasis esta enseñanza: “Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el Cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: ‘Jesucristo es Señor’, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 9-11). Tan excelente es el sacrificio de nuestro Salvador, al ofrecerse a sí mismo al Padre como Víctima perfecta, que los efectos de la Pasión superan con creces la deuda del pecado: “Dios Padre ha pedido a su Hijo un acto de amor que le agrada más que lo que le desagradan todos los pecados juntos, un acto de amor redentor, de un valor infinito y sobreabundante”.14 A causa de ese generoso holocausto, en el que se humilló y se vació de su dignidad divina haciéndose semejante a los hombres, el Señor mereció ser exaltado, porque “cuando alguno, por su justa voluntad, se priva de algo que debía tener, merece que se le añada algo como recompensa de su voluntad justa”,15 afirma Santo Tomás.
Remontándonos al comienzo de la celebración del Domingo de Ramos, vemos que si la entrada triunfal en Jerusalén precedía a las humillaciones de la Pasión, ésta, a su vez, prenunciaba la verdadera glorificación de Jesús, según sus mismas palabras dirigidas a los discípulos de Emaús, después de la Resurrección: “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?” (Lc 24, 26).
IV – LA GLORIA DEL CATÓLICO ES EL COMBATE
La lección que la liturgia nos da al principio de la Semana Santa debe ser guardada en la memoria hasta nuestro último suspiro: ¡somos combatientes! No hemos sido hechos para apoyar a los que depositan sus esperanzas en el mundo, sino para defender a Jesucristo, nuestro Señor. El mundo sólo nos interesa como objeto de conquista para el Reino de Dios, pues queremos ser apóstoles, a fin de que todos los hombres experimenten nuestra alegría de ser cristianos. Alegría procedente de la certeza, infundida por la fe en el alma, de que un día recuperaremos el cuerpo en estado glorioso y viviremos la eternidad feliz en la convivencia con Dios, con María Santísima, con los ángeles y con los santos.
Si bien ese paso hacia la bienaventuranza tiene como atrio la muerte —destino natural de cualquier hombre—, la convicción de que la cruz conduce a la luz, es decir, a la victoria y al triunfo final, hace que el alma sea equilibrada, calma y serena, y le da fuerzas para encarar la muerte con confianza, sabiendo que al otro lado estará Aquel que murió por nosotros en la cruz, listo para recibirnos.
En esta Semana Santa unámonos a Jesucristo y hagámosle compañía a la Santísima Virgen en los dolores que a lo largo de los próximos días irán revelándose ante nuestros ojos, con la certeza de alcanzar la gloria que tras esos sufrimientos aguarda para manifestarse.
1 VIGILIA PASCUAL. Pregón pascual. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, pp. 281-282.
2 MISA DEL DÍA. DOMINGO DE PASCUA. Secuencia. In: MISAL ROMANO. Leccionario Dominical I. Texto aprobado por las Conferencias Episcopales de Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay, y confirmado por la Congregación para el Culto Divino. 2.ª ed. Buenos Aires: Oficina del Libro,
2007, p. 193.
3 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Una mujer precedió a los evangelistas. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.º 56 (Marzo, 2008); pp. 10-17; Comentario al Evangelio del Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor – Ciclo A, en el volumen I de la colección Lo inédito sobre los Evangelios.
4 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. El Salvador y su amor por nosotros. Madrid: Rialp, 1977, p. 312.
5 SAN BERNARDO. Sermones de Tiempo. En el Santo Día de la Pascua. Sermón I, n.os 1-2. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1953, v. I, pp. 497-498.
6 Ídem, n.os 5-6; pp. 500-501.
7 Cf. FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Pasión, Muerte y Resurrección. Madrid: Rialp, 2000, v. III, p. 212.
8 SAN ANTONIO MARÍA CLARET. Sermones de Misión. Barcelona: L. Religiosa, 1865, v. III,
p. 197.
9 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 14, a. 1.
10 Cf. Ídem, ad 2.
11 Ídem, q. 49, a. 6, ad 3.
12 Cf. Ídem, q. 14, a. 4.
13 Cf. Ídem, q. 46, a. 5.
14 GARRIGOU-LAGRANGE, op. cit., p. 309.
15 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 49, a. 6.