Comentario al Evangelio – Domingo II de Adviento – ¡Haced penitencia!

Publicado el 12/09/2017

 

– EVANGELIO –

 

1 Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. 2 Como está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino; 3 una voz grita en el desierto: "Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos"»; 4 se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados . 5 Acudía a él toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén. Él los bautizaba en el río Jordán y confesaban sus pecados. 6 Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. 7 Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. 8 Yo os he bautizado con agua, pero Él mos bautizará con el Espíritu Santo» (Mc 1, 1-8)..

 


 

Comentario al Evangelio – Domingo II de Adviento – ¡Haced penitencia!

 

Los atuendos y hábitos de San Juan Bautista desentonaban mucho de las costumbres de aquella sociedad. 

 

El contraste de los hombres impuros y codiciosos con aquella figura recta, sencilla, elocuente y que gritaba: '¡Haced penitencia!', dejaba a las conciencias profundamente confundidas

 


 

I – El mal en el universo creado

 

A medida que la ciencia avanza, va desvelando maravillas insospechadas en la inmensidad sideral. Constantemente son descubiertos nuevos cuerpos celestes, muchos de ellos de fulgurante belleza, dispuestos en espacios astronómicos fuera de todo padrón humano, moviéndose a velocidades asombrosas en una delicada y sublime armonía, reflejo de la perfección del Creador.

 

Si la constatación de este hecho nos causa una explicable admiración, consideremos que Dios, en su omnipotencia, podría haber creado infinitos universos, con infinitas criaturas y estos infinitos seres estarían en su presencia por toda la eternidad. En todo momento sabría muy bien cómo la Historia se desarrolla dentro de esos mundos. Pues, como señala San Pedro en la segunda lectura de este domingo de Adviento, “para el Señor un día es como mil años y mil años como un día” (2 P 3, 8).

 

Es propio de la Providencia Divina ordenar los males hacia el bien

 

Ahora bien, ¿cómo se puede concebir que Dios, siendo omnipotente y la bondad en sustancia, haya creado este universo nuestro donde el pecado estuvo ya presente en la rebelión de Lucifer, antes de la caída de nuestros primero padres? ¿Por qué motivo les permitió la posibilidad de caer? ¿No hubiera sido mejor haber creado una humanidad incapaz de dejarse arrastrar por delirios como la construcción de la Torre de Babel?

 

Cuestiones como éstas afligieron a los hombres de todas las épocas y se volvieron punzantes, sobre todo, en nuestros días tan marcados por el hedonismo y por la aversión a cualquier tipo de sufrimiento. Ante ellas, cabe recordar la doctrina de Santo Tomás de Aquino según la cual no es “incompatible con la bondad divina permitir que haya males en las cosas gobernadas por Dios”.1

 

Para justificar su afirmación, el Doctor Angélico aduce, entre otras razones, la siguiente: “Si, pues, se excluyera el mal totalmente de las cosas, se seguiría la eliminación de muchos bienes. Luego no es propio de la Providencia Divina excluir de las cosas totalmente el mal, sino ordenar a algún bien los males que se producen.” 2

 

Con gran belleza literaria, el P. Monsabré desarrolla este asunto: “El mal es odioso en sí mismo, pero la industriosa Providencia sabe cómo aprovecharlo en favor del bien. Del espectáculo de la triunfante iniquidad, hace nacer el deseo de una perfección sublime que compensa, a los ojos de Dios, las humillaciones de nuestra naturaleza deshonrada; de la persecución de los malos, recoge las virtudes heroicas, méritos que no podríamos adquirir en una vida tranquila, sacrificios sangrientos que, unidos al Sacrificio de la Cruz, enriquecen el precioso tesoro de la Redención; de las agresiones del error, da lugar a admirables manifestaciones de la verdad. La corrupción romana engendra la vida eremítica de la Tebaida, la furia de los verdugos multiplica los mártires, la osadía de la herejía invita al combate a los irineos, los atanasios, los hilarios, los cirilos, los ambrosios, los agustinos, los jerónimos, a todo el batallón sagrado de los doctores”.3

 

Y el mismo autor añade: “Recorred la historia de las catástrofes, veréis al mal continuamente condenado a servir a la causa del bien: los errores incitando a la búsqueda de la verdad, las herejías poniendo los dogmas en destaque, las invasiones de los bárbaros rejuveneciendo la sangre y las virtudes de los pueblos, las revoluciones azotando a los grandes crímenes y dando a la depravación de las leyes, de los caracteres y de las costumbres, duras y saludables lecciones, las persecuciones haciendo surgir la estirpe gloriosa de los mártires, el crimen del Calvario consumando la Redención del mundo”.4

 

La liberación anunciada por Isaías

 

Entre los numerosos episodios del Antiguo Testamento en los que vemos a Dios suscitando el bien de los males que afligían al pueblo hebreo basta recordar, por ejemplo, el período del cautiverio en Egipto (cf. Ex 1, 8-22) finalizado con Moisés o, con más propiedad, el destierro en Babilonia, al que nos remite la primera lectura de este domingo (Is 40, 1-5.9-11).

 

Los judíos se encontraban bajo la férula babilónica, llorando y expiando los pecados cometidos, cuando en determinado momento Dios se compadeció de ellos y les envió al profeta Isaías5 para anunciarles la esperada liberación: “Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen” (Is 40, 1-2).

 

Las palabras del profeta indican con claridad que había llegado la hora del perdón para el pueblo de Dios. Tuvo la iniciativa de sacarlo del cautiverio imponiéndole una sola condición: “En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale” (Is 40, 3-4).

 

Aquí se trata de un lenguaje simbólico usado para expresar realidades espirituales. De hecho, el profeta invita a su pueblo a acabar con el orgullo, que lleva al hombre a juzgarse dios; a actuar con rectitud, corrigiendo las ideas erróneas; y a eliminar las asperezas surgidas en el alma por el amor propio y por el egoísmo. Hecho esto, se establecerán las condiciones para que el Creador manifieste su bondad y su poder.

 

Pero la liberación profetizada por Isaías rebasa los límites de la Antigua Alianza, que debe ser entendida en su sentido principalmente mesiánico: “Mirad, que el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda. Mirad, viene con Él su salario y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida Él mismo a las ovejas que crían” (Is 40, 10-11).

 

Así, la primera lectura de este domingo, de una diáfana y riquísima simbología, prepara nuestras almas para la llegada del Redentor.

 

II – La voz que grita en el desierto

 

La Liturgia de hoy nos presenta el comienzo del Evangelio de San Marcos, llamado por San Justino Memorias de Pedro,6 pues el evangelista, discípulo e intérprete del apóstol, tuvo una única preocupación al escribirlo: completa fidelidad a todo cuanto había oído de su maestro.7

 

Por eso, comenta un autor del siglo pasado: “A través de su griego hebraizante, apoyados en los antiguos testimonios y en el examen interno del libro, podemos conocer emocionados la fisonomía inconfundible de San Pedro, […] En este Evangelio de Pedro, compuesto sencillamente por su discípulo, sin más pretensiones literarias que reproducir las pláticas de su maestro”.8

 

Muy significativo es el hecho de que este segundo sinóptico fuera escrito en Roma para un entorno en el que predominaban los gentiles convertidos. En efecto, según narra Eusebio de Cesarea, el origen de este manuscrito está en los insistentes pedidos hechos a Marcos por los oyentes del príncipe de los Apóstoles. Le importunaban con toda clase de exhortaciones para que también les dejase un memorial escrito de la doctrina que se les había transmitido de viva voz. Y no dejaron en paz al evangelista hasta que lo tuvo todo acabado.9

 

El mensaje central de la predicación de San Pedro

1 Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios.

 

Vivaz y directo como su maestro, San Marcos empieza el relato mostrando ya en la primera línea la idea central que va a orientar e impregnar su Evangelio: Cristo es verdadero Hombre y verdadero Dios.

 

Con el objetivo de defender ante sus oyentes la personalidad divina de Jesús, San Pedro resaltaba en su predicación el dominio supremo del Hijo de Dios sobre las fuerzas de la naturaleza, sobre los corazones y sobre los mismos demonios, a los que los gentiles en bastantes ocasiones daban culto como dioses. Éste era el motivo por el que San Marcos citaba muchos milagros no relatados en los otros sinópticos, al punto de que su libro fue conocido como el Evangelio de los milagros.10

 

Se cumple la antigua profecía

2 Como está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino; 3 una voz grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos”»

 

San Juan comienza su Evangelio remontándose a la generación eterna del Verbo. San Mateo dedica los primeros versículos del suyo a enumerar los antepasados del Mesías según la carne. Y San Lucas abre su respectivo sinóptico narrando extensamente la milagrosa concepción de Juan el Bautista, preludio de la Encarnación de Cristo en el seno de la Virgen Santísima, por obra del Espíritu Santo.

 

El de San Marcos, en cambio, el más corto de los cuatro, empieza con las preliminares del ministerio público de Jesús. “Era natural que el discípulo preferido de San Pedro iniciase su relato en el punto donde el príncipe de los Apóstoles ponía el comienzo de su predicación evangélica”, observa Fillion.11

Para introducir el tema proclama con solemnidad una de las frases de Isaías recordadas en la primera lectura.12 En ésta el Antiguo y Nuevo Testamento, por así decirlo, se besan con reverencia. La “voz de aquel que grita en el desierto” cobra vida real en la persona del Precursor. La profecía que anuncia la liberación del yugo babilónico se reviste de un sentido mucho más actual y profundo: la necesidad de conversión y enmienda de vida ante el anuncio de la Buena Nueva que va a comenzar.

 

El más grande de los hombres y de los profetas

4 Se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. 5 Acudía a él toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén. Él los bautizaba en el río Jordán y confesaban sus pecados. 6 Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre.

 

 

Los atuendos y hábitos del Bautista desentonaban mucho de las costumbres de aquella sociedad. “Representaba la penitencia; representaba, por lo tanto, el ayuno, la flagelación, la soledad en el desierto, la mortificación. Y por esa causa su cuerpo tenía la piel bronceada por los mil soles ardientes de Oriente Medio. Era fuerte y, sin embargo, muy delgado, de tal forma le habían consumido los ayunos. 

 

Era también la representación misma de la severidad llena de bondad”.13

 

Deambular por regiones despobladas, vestido con la áspera piel de camello, alimentándose de saltamontes y miel silvestre, constituían signos inequívocos de vida ascética. Antes ya se había difundido “por toda la montaña de Judea” (Lc 1, 65) las milagrosas circunstancias de su nacimiento. Todo ello contribuyó a que se grabara en la opinión pública la figura de una persona completamente excepcional.

 

No fue casualidad que se retirara al desierto, lugar tantas veces escogido por Dios para comunicarse con los hombres. El aislamiento proporciona una perspectiva de la eternidad muy difícil de alcanzar en medio de las agitaciones de la vida social. Bien lo sabían los anacoretas, como San Antón, que huían de la convivencia humana y se instalaban en lugares yermos, a la búsqueda de condiciones más favorables para el contacto con lo sobrenatural.

 

La nobleza de alma y el desapego del Precursor quedan al descubierto en esta elección. Al ser pariente del Mesías —la Virgen María era prima de su madre, Santa Isabel—, bien podía haberse quedado en casa de sus padres, beneficiándose de una convivencia con Jesús más cercana. Pero, dócil al soplo del Espíritu Santo, prefirió el camino del desierto, dando extraordinario ejemplo de flexibilidad a la voz de la gracia.

 

San Juan Bautista fue, en suma, una figura única en la historia de Israel. El tetrarca Herodes lo consideraba un hombre justo y santo, y lo protegía. Le temía y le gustaba oírlo, aunque sus palabras le dejasen desconcertado. Sus oyentes llegaron a preguntarse si él no sería Cristo. Pero el elogio más grande que le hicieron al Precursor salió de los labios divinos de Jesús: “Entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan” (Lc 7, 28).

 

De hecho, entre todos los profetas del Antiguo Testamento sólo él tuvo la incomparable gloria de encontrarse personalmente con el divino Salvador y señalar con términos completamente claros: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).

 

El alma de ese mensajero tenía que estar a la altura de su misión. Mayor que Abraham, Moisés y el propio Isaías, la Divina Providencia quiso hacer de él el heraldo por antonomasia. “Dios quería que fuese grande porque su misión era grande, porque fue escogido para preceder muy de cerca a Aquel que tenía que venir”.14

 

Una nación convulsionada por la predicación de Juan

 

Al encuentro del Bautista, como hemos visto en San Marcos, acudían personas de “toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén” (Mc 1, 5). A ellos se sumaron los habitantes “de la comarca del Jordán” (Mt 3, 5) e incluso galileos, como Andrés, el hermano de Simón (cf. Jn 1, 35-42).

 

“Podemos imaginar —observa Benedicto XVI— la impresión extraordinaria que la figura y el mensaje de Juan el Bautista debían haber provocado en la bulliciosa atmósfera de la Jerusalén de aquella época. Por fin allí estaba de nuevo un profeta, cuya vida le identificaba como tal. Por fin era anunciada de nuevo la acción de Dios en la Historia”.15

 

Movido por un impulso sobrenatural, el pueblo judío sentía que en aquella figura austera existía el anticipo de algo grandioso. Por eso acudían todos a confesarle sus faltas y recibir el bautismo de sus manos. La predicación de Juan había convulsionado a esa nación que llevaba casi doscientos años sin oír la voz de un profeta y necesitaba estar preparada para recibir al Mesías.

 

El Precursor produjo un auténtico choque en aquellas personas acostumbradas a preocuparse exclusivamente con las cosas de la Tierra, adoradoras de la comodidad y de la vida agradable. Al contrario que la mayoría de sus oyentes, comenta el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, “es desinteresado, es una antorcha ardiendo de amor de Dios. No vive más que para llevar a cabo la misión que tiene. Sólo tiene a Dios ante sus ojos”.16

 

Y el mismo autor añade: “Juan se presenta ante ese pueblo que esperaba a un mesías temporal, a un rey poderoso, hablando del Mesías. De un Mesías que era anunciado no por un guerrero, ni por un potentado, sino por un penitente.

 

“El contraste de los hombres impuros y codiciosos con aquella figura recta, sencilla, elocuente y que gritaba: ‘¡Haced penitencia!’, dejaba a las conciencias profundamente confundidas. San Juan Bautista despertaba un enorme sentimiento de vergüenza. En el contacto con él, las personas comprendían que no podían ser así. Y el Precursor completaba el efecto diciendo: ‘Allanad los caminos del Señor… Que viene el Mesías… El día de Dios se acerca’”.17

 

Se entreabren las puertas de la Revelación

7 Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. 8 Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con el Espíritu Santo».

 

Cuando el Bautista hace esta afirmación da una idea de la fuerza moral, espiritual y sobrenatural de Aquel que habría de venir. Y, al mismo tiempo, demuestra la humildad de su alma, porque a los siervos les competía “desatar la correa de las sandalias” y lavar los pies de los visitantes.

 

Podemos suponer el impacto que produjo semejante aserción en sus oyentes, acostumbrados a verle enfrentado enérgicamente contra fariseos y saduceos, a los que sin miedo advertía: “Ya toca el hacha la raíz de los árboles y todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego” (Mt 3, 10). 

 

Maravillados, sin duda, con sus enseñanzas, los discípulos del Precursor procuraban imaginar la grandeza de ese otro personaje de tal manera superior a él.

 

Pero mientras preparaba al pueblo judío para su encuentro con el Mesías, San Juan Bautista iba entreabriendo las puertas de la Revelación que el propio Hijo de Dios traería. Ya en estos versículos (Mc 1, 78) se vislumbra el dogma de la Santísima Trinidad. En ellos están presentes de alguna manera el Padre, Dios del Pueblo Elegido, el Hijo, que estaba siendo anunciado, y el Espíritu Santo, mencionado aquí junto con el anuncio del Bautismo sacramental. San Juan se revela de este modo como un hombre realmente inspirado por Dios, pues demuestra que conoce uno de los principales misterios de la fe, incluso antes de la predicación del divino Maestro.

 

Cuando empieza la vida pública de Jesús, el Precursor va desapareciendo paulatinamente: “Esta alegría mía está colmada. Él tiene que crecer y yo tengo que menguar” (Jn 3, 30), afirmaría. Y poco después dejará como última enseñanza uno de los más hermosos reconocimientos de la divinidad de Cristo:

“El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la Tierra, es de la Tierra y habla de la Tierra. El que viene del Cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y oído da testimonio y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él” (Jn 3, 31-36).

III – Una entrega que prepara al alma para la Navidad

 

El tiempo litúrgico del Adviento nos lleva a participar en cierto sentido de los anhelos de todos los que en el Antiguo Testamento esperaban fielmente la venida del Mesías y a vivir el clima de grandiosa expectativa alentado por el Precursor.

 

Necesidad de “conversión incesante”

 

Han transcurrido dos mil años desde aquel histórico acontecimiento, pero para Dios no existe ayer ni mañana, sino únicamente un eterno “hoy”. Al igual que de los israelitas cautivos en Babilonia o de los judíos de la época de Jesús, Él espera de nosotros la conversión.

 

El Creador no quiere que nadie se pierda y tiene paciencia con nosotros a la espera de que nos encontremos con Él “en paz, inmaculados e irreprochables” (2 P 3, 14), como afirma San Pedro en la segunda lectura de hoy. Para esto nos invita Dios, en cierto modo, a cada hora, cada minuto, cada segundo, a que nos enmendemos de nuestros desvíos e imperfecciones.

 

A la primera conversión le debe seguir una conversión incesante. No basta decir: “Soy cristiano. Yo ya me he convertido”. O como el joven rico del Evangelio: “Todo eso lo he cumplido desde mi juventud” (Mc 10, 20). O tal vez: “Ya me he confesado y pasé del estado de pecado mortal al estado de gracia”. Es necesario que nuestro amor crezca cada día.

 

Por lo tanto, por mucho que alguien progrese en las vías de la virtud, siempre habrá puntos en los cuales es posible mejorar. Jesús nos invita a tener los ojos puestos constantemente en el plus ultra, en el “duc in altum” (Lc 5, 4), es decir, teniendo la osadía de lanzar las redes siempre más lejos, con el corazón desbordante de grandes deseos para la mayor gloria de Dios.

 

Solución al alcance de cualquiera de nosotros

 

Al analizar las cosas desde esta perspectiva cabría preguntarse: ¿no tendremos algo concreto que podamos entregarle a Jesús antes de celebrar una vez más este año su nacimiento en la gruta de Belén? Quizá la ruptura de una amistad inconveniente o peligrosa, por cuya causa nos alejamos de Él, o tal vez la renuncia al desmesurado apego a un determinado bien, o alguna situación que frecuentemente acaba conduciéndonos al pecado. La Liturgia nos inspira hoy a poner a los pies de la Virgen Madre cualquier defecto capaz de impedirnos de recibir con ardiente devoción al Niño Dios.

 

¿No tenemos la obligación de esforzarnos en este Adviento para acondicionar la “gruta” de nuestra alma de la mejor manera posible a fin de ahorrarle a Jesús el disgusto de encontrar en ella un ambiente más frío e inhóspito que el de la Gruta de Belén? Examinémonos cuidadosamente para saber por dónde estamos en este sentido. Sin duda habrá fallas que sanar en nuestro procedimiento. ¿Cuáles? Y desvíos que rectificar en nuestra vida. ¿Cuáles?

 

Si tras haber hecho este balance el resultado nos fuese desfavorable y no sentimos ánimo suficiente para corregir esos defectos, la solución está al alcance de cualquiera de nosotros: recurrir con filial confianza a la Virgen María, Refugio de los pecadores. Ella conseguirá de su divino Hijo las gracias para una completa victoria sobre todos las fallas y desvíos. Pues Jesucristo —que quiso permanecer cautivo durante nueve meses en su seno purísimo, dependiendo de Ella en todas las cosas, y la coronó como Reina del Cielo y de la Tierra— no dejará de atender las súplicas realizadas por Ella a favor de sus siervos

 

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1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Opúsculos y Cuestiones selectas. Madrid: BAC, 2008, v. V, p. 156.

2 Ídem, ibídem.

3 MONSABRÉ, OP, Jacques-Marie-Louis. Retraites Pascales. 6ª ed. París: P. Lethielleux, 1905, pp. 25-26.

4 MONSABRÉ, OP, Jacques-Marie-Louis. Exposition du Dogme Catholique. Carême 1876. 9ª ed. Paris: Aux Bureaux de l’année dominicaine, 1892, pp. 205-206.

5 Conocido como el segundo Isaías, distinto del que anunciara los castigos.

6 SAN JUSTINO, apud FILLION, Louis-Claude. La Sainte Bible commentée. Paris: Letouzey et Ané, 1912, t. VII, p. 195.

7 Cf. EUSEBIO DE CESAREA. Historia Eclesiástica. Madrid: BAC, 1973, v. I,p. 194.

8 CABALLERO, SJ, José. Introducción del traductor. En:MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los cuatro Evangelios – San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1951, v. II, p. 3.

9 Cf. EUSEBIO DE CESAREA, op. cit.,p. 88.

10 Cf. FILLION, op. cit., p. 194.

11 Ídem, p. 197.

12 No parece superfluo aclarar que a la frase de Isaías reproducida por los cuatro evangelistas —“Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos” (Is 40, 3)— San Marcos añade algunas palabras de Malaquias (3, 1) y del Éxodo (23, 20). También se encuentra en San Mateo (11, 10) y en San Lucas (1, 76; 7, 27). Cf. Benedicto XVI. Jesus de Nazaré – Primeira parte: Do Batismo do Jordão à Transfiguração. São Paulo: Planeta, 2007, p. 31.

13 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferência inédita, 17/11/1972.

14 MARMION, OSB, Columba. Jesus Cristo nos seus mistérios – Conferências espirituais. 2ª ed. Lisboa: Ora & Labora, 1951, p. 122.

15 BENEDICTO XVI, op. cit., p. 31.

16 CORRÊA DE OLIVEIRA, op. cit.

17 Ídem, ibídem

 

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