Comentario al Evangelio – Domingo III de Pascua – ¡Cristo ha resucitado! ¡Viva está nuestra fe!
La noticia de la Resurrección de Jesús desató un clima de febrilidad en el Cenáculo y el Sanedrín. Era el mismo tema, pero muy distintos los testigos, y mucho más los destinatarios de los relatos. El dogma de la Resurrección sería fundamentalísimo para la Religión y era indispensable que varios fueran capaces de probar, con declaraciones sólidas, que habían visto a Jesús vivo en los días posteriores a su muerte.
I – Los Apóstoles y el Sanedrín ante la Resurrección
La hipótesis según la cual una vez muerto Jesús, sus discípulos robaron y ocultaron su cuerpo con la intención de esparcir el rumor de su Resurrección, ha reaparecido con frecuencia a lo largo de la Historia.
Tal idea se originó momentos después de que el Salvador obrara el gran milagro de recobrar su vida humana en cuerpo glorioso. Sus adversarios, los mismos que habían planificado y exigido su muerte, compraron la declaración de soldados venales y —por temor y odio— echaron a correr esa explicación (Cf. Mt 28, 11-15).
Hasta los días de hoy se oyen a veces los ecos de aquella insolente burla.
Lo contrario de fanáticos y alucinados
De otro lado, considerar la Resurrección del Señor como un mito nacido entre unos cuantos alucinados no era una idea ajena a los mismos Apóstoles; fue lo que éstos pensaron tras oír el relato de las santas mujeres después de su encuentro con Jesús aquel “primer día” (cf. Lc 24, 1-11).
El hecho comprueba que los discípulos no podían ser autores de una fábula sobre ese milagro, pues un lunático, como enseña la experiencia, empieza a ver sus espejismos cuando lo motiva un gran deseo o un gran temor. Aun así, la teoría de que los Apóstoles, por mera alucinación, habrían sido los creadores del “mito” de la Resurrección del Señor, no dejó de circular en los labios y las plumas de los herejes en tales o cuales épocas.
La verdad era que los Apóstoles no habían comprendido el alcance de las afirmaciones del Divino Maestro sobre lo que sucedería al tercer día después de su muerte, y por tanto, no llegaron a temer o desear siquiera la Resurrección; tanto, que no vacilaron en negar la veracidad del relato entregado por las santas mujeres. En otras palabras, demostraron hallarse situados en las antípodas de la acusación de fanáticos y alucinados con respecto a la Resurrección, ya que ni siquiera admitían la posibilidad de que pudiera suceder. El mayor ejemplo de esta postura espiritual lo dio Santo Tomás, quien sólo se rindió ante un hecho irrebatible: meter el dedo en las adorables llagas del Señor.
Por lo demás, negar la veracidad de la Resurrección, calumniándola como invento de alucinados, correspondería ipso facto a reconocer la existencia de un milagro no mucho menor: el de la conquista y la reforma del mundo, llevada a cabo por un reducido número de desvariados.
Domingo de Resurrección en el Cenáculo
La Historia nos hace saber que la mañana de aquel domingo los Apóstoles estaban sumidos en el dolor y la tristeza (cf. Mc 16,10). Les faltaba la esperanza, ya que ninguno creía en la posibilidad de que el Maestro volviera a la vida.
Los hechos se sucedían, pero por más que las santas mujeres hubieran entrado muy agitadas al Cenáculo para describir el sorprendente acontecimiento de encontrar el sepulcro vacío y a un ángel en su interior, nadie se inclinaba a suponer la Resurrección. Pedro y Juan, sin embargo, se pusieron en marcha al instante, con María Magdalena, rumbo al sepulcro. Al regresar, ambos apóstoles confirmaron el relato de las Santas Mujeres: el sepulcro estaba vacío (cf. Lc 24, 1-12). Los que vivían en Emaús volvieron a casa muy abatidos, desconsolados y comentando las exageraciones —según ellos— de la imaginación femenina.
Mientras tanto, María Magdalena regresó al Cenáculo para anunciar eufóricamente el encuentro que había tenido con el Señor. Acto seguido, las demás santas mujeres entraron para contar la aparición del Señor cuando iban por el camino. Con todo, incluso sumando tales episodios a los anteriores, una vez más no les creyeron (cf. Mc 16, 1-11); Pedro, sin embargo, salió camino al sepulcro, y al regresar aseguró que el Señor había resucitado realmente, puesto que se le había aparecido (cf. Lc 24, 34). Unos le creyeron y otros no (cf. Mc 16, 14).
A la noche llegó el turno de los dos discípulos de Emaús, quienes entregaron su minucioso testimonio sobre el famoso acontecimiento que culminara con la apertura de los ojos de ambos “en la fracción del pan” (Lc 24, 35). En el Cenáculo se depararon con todos reunidos y comentando la aparición del Señor a Pedro, a pesar de ello la mayoría seguía negando la Resurrección de Jesús.
El Sanedrín considera el milagro de frente
Paralelamente a lo que se trataba con tensión, suspenso y cierto miedo en el Cenáculo, los príncipes de los sacerdotes y el Sanedrín en general debatían sobre la narración de los soldados, que dejaba en evidencia la resurrección de Jesús. También para ellos era una hipótesis difícil, pero sabían mirarla de frente, evaluando bien todos los perjuicios que semejante realidad podría acarrear.
En la ciudad, una vez celebrado el sábado, los trabajos se habían retomado con toda normalidad en el curso del día; tan sólo en el Cenáculo y en el Sanedrín dominaba un clima febril en aquellas horas siguientes a la cena. Era el mismo tema, pero muy distintos los testigos, y mucho más los destinatarios de los relatos. El dogma de la Resurrección es fundamentalísimo para la Religión y era indispensable contar con varios testigos capaces de probar con solidez que habían visto a Jesús vivo en los días posteriores a su muerte. A pesar de los insistentes avisos y profecías del Señor, sin testigos oculares sería difícil creer en un milagro tan grande.
A esta altura fue cuando Jesús entró al Cenáculo, estando trancadas las puertas y ventanas, iniciándose el extracto evangélico de la Liturgia de hoy.
II – Aparición del Señor en el Cenáculo
Las siete palabras proferidas por Nuestro Señor en el Calvario han merecido, con mucha razón, bellísimos comentarios a lo largo de la Historia; pero la primera palabra que les dirige a los Apóstoles, al ingresar en el Cenáculo, no merece menos atención.
Jesús desea a los Apóstoles la verdadera paz
Mientras contaban estas cosas, Él mismo se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz sea con vosotros”.
La paz deseada por Nuestro Señor es la única verdadera entre tantas otras distorsionadas y falsas. Es el propio Príncipe de la Paz quien la desea para los Apóstoles: se trata de la paz mesiánica, riquísima en toda clase de bienes.
Se basa en la tranquilidad nacida de una vida ordenada, como lo enseña Santo Tomás de Aquino, afirmando que su existencia es imposible fuera del estado de gracia: “Ninguno se ve privado de la gracia santificante sino a causa del pecado, del que resulta que el hombre está separado de su debido fin, constituyéndole en algún fin indebido; y, según esto, su apetito no se adhiere al verdadero bien final, sino al aparente. Por esto, sin la gracia santificante no puede existir la verdadera paz, sino sólo la aparente”.1
Cuando alguien comete un pecado, el cuerpo con sus pasiones se rebela contra el alma, a la cual debería someterse. A su vez el alma, que debería ser obediente a Dios y cumplir su voluntad, se rebela contra Él. Con esto el orden queda destruido y, como consecuencia, también la paz. Por eso el Espíritu Santo nos dice: “No hay paz para los impíos” (Is 48, 22).
Por tanto, la paz única y verdadera fue aquella que Jesús les deseó a los discípulos, cuando traspuso las paredes del Cenáculo gracias a la sutileza de su cuerpo glorioso. Se introdujo en el recinto de la misma manera que un rayo de sol atraviesa el cristal: sin sufrir la menor alteración. ¡Qué gran dulzura, divina y paternal, debió caracterizar su timbre de voz en tal ocasión!
Los discípulos estaban absortos por el temor
Sobresaltados y llenos de miedo, creían ver un espíritu.
¡A un miedo lo seguía otro! Los discípulos estaban obsesionados por pánico a que el Sanedrín los acusara de robar el cuerpo del Señor, y ven de repente un “fantasma” introducido en el hermético recinto a través de las paredes o puertas y ventanas cerradas, sin la menor advertencia. Esta reacción general demuestra una vez más cuánto les costaba creer en la Resurrección del Señor, pese a que era ya la cuarta vez que Él se aparecía.
“Si nos fijamos en el orden de las palabras, indica el evangelista haber influido el temor en los discípulos para no conocer a Cristo y creer que veían algún espíritu. Porque suele estorbar el temor al conocimiento claro, y hace que uno se imagine ver fantasmas o monstruos raros. […]
“La razón de sospechar los discípulos que fuese algún espíritu, es seguramente haberlo visto entrar (como dice San Juan) con las puertas cerradas, lo cual sólo creían posible para un espíritu”. 2
A pesar de saludarlos con afecto insuperable y hacerles oír el inconfundible timbre de voz que tanto añoraban, el temor los absorbía.
Un nuevo hecho determinaría que se trataba del propio Salvador y no de un fantasma: Jesús penetró sus corazones y discernió sus pensamientos, prueba patente de que era el mismo Dios, 3 ya que esto no es posible ni para un espíritu.
Las llagas, símbolo del poder del Hombre-Dios contra el demonio
Y les dijo: “¿Por qué os turbáis y por qué suben a vuestro corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies: Soy yo mismo. Palpadme y ved, pues el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que tengo yo”. Después de decir esto, les mostró las manos y los pies.
Para nuestros criterios estrictamente humanos sería más lógico que, tras la Resurrección, Jesús recuperara su integridad física, haciendo desaparecer las señales de los tormentos de su Pasión. Por otra parte, considerando los sentimientos de nuestra naturaleza, exhibir las llagas ante los discípulos podría causarles más sufrimiento, rememorando las tragedias de aquellos terribles días de prueba. Pero la buena conducta teológica toma como base este principio infalible: si Dios lo hizo, fue lo mejor; así, queda preguntarnos los motivos de su conducta.
Ante todo fue para su propia gloria, como sucederá también con los santos mártires al recuperar sus respectivos cuerpos en el día del Juicio. Las cicatrices oriundas de los tormentos que sufrieron en defensa de la fe, relucirán por toda la eternidad. “En efecto, cuando las heridas que uno ha recibido han sido por causa digna y justa, las cicatrices que de las mismas quedan son testimonio elocuente y glorioso de los méritos y valor de quien las ostenta”.4 Jesucristo tenía todo el poder para hacer desaparecer sus llagas cicatrizadas, pero quiso conservarlas para llevar en Sí mismo un magnífico símbolo de su poder contra el demonio.
Obstáculo a la divina cólera
Además, quiso beneficiarnos ante el Padre. La conservación de esas cicatrices tiene una importancia fundamental para los hombres, pues constituyen un poderoso obstáculo a que la santa cólera divina se descargue sobre nosotros, debido a nuestras culpas.
“Con ese detalle, no sólo los robustece en la fe, sino también los estimula a la devoción, puesto que las heridas que recibió por nosotros prefirió, sin suprimirlas, llevárselas al cielo, para presentárselas a Dios Padre como rescate de nuestra libertad. Por lo cual, el Padre le asignó como trono su derecha, abrazando los trofeos de nuestra salvación”.5
En la Tierra, Cristo se valía de la palabra para pedir al Padre el perdón de sus verdugos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). En el Cielo no necesita abrir los labios para obtener el beneplácito: le basta con mostrar sus cicatrices.
Prueba de su ilimitado amor de Salvador
Los Santos Padres afirman que Nuestro Señor quiso conservar las marcas de los tormentos sufridos en vista del Juicio Final, para confusión de los malos y alegría de los buenos. Dichas marcas serán un símbolo de su infinita misericordia, prueba de su ilimitado amor de Salvador, despreciado, negado y ultrajado por unos, y fuente inagotable de bendiciones y gracias para otros, objeto de acción de gracias y adoración por toda la eternidad.
Confusión para unos, júbilo para otros. En aquel día, dies iræ, todas las criaturas humanas verán las llagas de Cristo; por tanto, también yo podré adorarlas y alegrarme en ellas, si recorrí el camino de la virtud, de la gracia y de la santidad.
Por este medio Jesús fortalecía la fe de los Apóstoles, eliminando cualquier pretexto de incredulidad o de simple duda, convirtiéndolos en auténticos testigos para los siglos venideros. Además les manifiesta su amor, proporcionándonos un poderoso estímulo para retribuir su inconmensurable afecto con la disposición de entregarnos completamente a Él.
Ahí, en esas santas llagas, encontramos un excelente asidero para nuestra confianza. Ellas parecen repetirnos: “Confiad, Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Vivamos el consejo dado por San Pablo: “Por la paciencia corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús; el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios” (Heb 12, 1-2).
Les infunde fuerzas para aceptar los suplicios
No podemos descartar la hipótesis de que Jesús haya hecho a los Apóstoles palpar sus santas llagas para facilitarles la paciencia que deberían practicar, de cara a las inmensas dificultades que vendrían contra ellos por parte de los tiranos, los gentiles y sus propios compatriotas en la difusión del Evangelio. Los sagrados estigmas, ahora glorificados, les infundían fuerzas para aceptar con resignación, fortaleza y ánimo todos los suplicios que les estaban reservados.
De esta manera, también nosotros, adorando esas llagas, somos animados a soportar con calma, serenidad y paz las adversidades tan comunes a nuestro paso por este valle de lágrimas. Cuando alguna cosa desagradable, dolorosa o dramática cruce nuestro camino, adoremos las marcas de los tormentos aceptados por el Salvador en nuestro beneficio, y sepamos retribuir en algo una misericordia tan inmensurable. En el Cielo sentiremos la innegable alegría de considerar las llagas que nos obtuvieron la salvación eterna: “Se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría” (Jn 16, 22).
Los Apóstoles las vieron y palparon
¿Los Apóstoles habrán tocado las llagas de Jesús? Sí, tal como Santo Tomás. O felix culpa! Autores de peso opinan que los Apóstoles le contaron la gracia de haber puesto el dedo en la llaga de Jesús, y de ahí su famoso dicho (Jn 20, 25).
“No sólo los había invitado a ver y palpar, sino que les presentó Sus mismos pies y manos, con lo cual no parece creíble que dejaran de tocarlo, curiosos como eran de conocer a Cristo. Además, si no lo hubieran tocado, habría sido porque creyeran sin necesidad de esta prueba; pero consta que no creyeron solamente con verlo, como se dice en seguida”.6
A primera vista, la reacción de los Apóstoles parecería ocasionada por pura incredulidad, pero bien podría ser el fruto de un arrobamiento tal, que creían estar soñando y no en la realidad. Los inundaba un gozo tan grande por verlo resucitado, que no podían convencerse de lo que sus propios ojos les mostraban.
“Escribe esto el evangelista, como atenuando la falta de los discípulos en no creer, insinuando que si no creyeron, fue más por el deseo mismo de la verdad que por obstinación contra la verdad. Como sucede a veces que no creemos lo que más deseamos. Así sucedió a Jacob cuando oyó que vivía su hijo José (Gén 45, 26), y a San Pedro al ser librado de la cárcel (Hch 12, 9): No sabía que era realidad lo que pasaba con el ángel, sino pensaba que era un sueño. […]
“De tomarse en sentido propio cuando dice aquí que no creían, a la verdad no se ha de entender de todos los que entonces estaban allí, pues al menos aquellos que, cuando se mostró Cristo, estaban diciendo haber visto al Señor, como era San Pedro y tal vez algún otro, ciertamente creían”. 7
Jesús come para robustecerles la fe
Y como ellos no acabasen de creer a causa de la alegría y admiración, les dijo: “¿Tenéis aquí algo que comer?” Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado, y tomándolo, comió delante de ellos.
El hecho de comer a la vista de todos era una prueba evidente de que Jesús estaba entre ellos en cuerpo y alma, y no como fantasma. Tal explicación es unánime entre los comentaristas, pero parece ser también que el Señor quería manifestar de modo especial su estima por ellos, aceptando algún alimento que le pudieran ofrecer.
Su Sagrado Cuerpo, en estado glorioso, no tenía ninguna necesidad de alimento; no obstante, quiere ayudarlos por pura caridad y divina pedagogía, robusteciendo su virtud de la fe al comer delante de ellos. Es lo que comenta al respecto San Cirilo de Alejandría: “Para consolidar en ellos aún más su fe en la resurrección, pidió algo de comer. Se trataba de un pedazo de pescado cocido. Lo tomó y después lo comió en presencia de ellos. No hizo esto, en verdad, por ningún otro motivo que no fuera para mostrar con claridad que era Él mismo, resucitado de entre los muertos, el que igual que antes y durante todo el tiempo de su encarnación comía y bebía con ellos”.8
Les abrió el entendimiento y el corazón
Les dijo después: “Estas son las cosas que os decía cuando estaba todavía con vosotros, pues era preciso que se cumpliera todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de Mí”.
Es interesante notar la diferencia apuntada por Jesús —“cuando estaba todavía con vosotros”— entre su cuerpo antes padeciente y ahora glorioso. En el primer caso, como lo afirma Él mismo, se hallaba en medio de los Apóstoles porque sus condiciones físicas poseían las mismas característcas que los demás; pero tras la Resurrección ya no, porque no tiene carne mortal.
La Ley de Moisés, los Profetas y los Salmos corresponden a la división de las Sagradas Escrituras según la costumbre hebrea: el Pentateuco, los Profetas y los libros poéticos; entre estos últimos, los Salmos.
Entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras.
Frente a los acontecimientos tan grandiosos verificados en aquellos últimos días, las revelaciones hechas anteriormente por el Divino Maestro retornaban a la memoria de los Apóstoles con colores más vivos y contornos más definidos.
“Cuando sus pensamientos se hubieron pacificado por lo que Jesús había dicho, pues lo habían tocado y había comido, entonces les abrió el entendimiento para que entendieran que había sido preciso que Él sufriera así, es decir, clavado en la cruz. El Señor mueve, por tanto, a sus discípulos para que recuerden lo que les había dicho. Y es que Jesús había anunciado ya antes su pasión en la cruz, de la cual hablaron anticipadamente los profetas. Les abre, además, los ojos del corazón para que comprendan las antiguas profecías”. 9
Ellos requerían un auxilio especial de la gracia para entender las revelaciones. “Sin Mí,, nada podéis hacer” (Jn 15, 5), había afirmado Nuestro Señor. Es necesario que el propio Cristo Jesús nos ayude a interpretar las Sagradas Escrituras: “…el cual enseñe cómo se ajusta la realidad a la profecía; más aún, ni siquiera esto basta, sino que es menester que nos abra los ojos de la mente para verlo. Este es el sentido propio de la frase griega: ‘Entonces abrió las mentes de ellos para que pudieran entender las Escrituras’. Como dice muy bien San Beda, ‘presentó su cuerpo para ser visto con los ojos y palpado con las manos de los discípulos. Esto no basta: les recordó las Escrituras. Todavía no es suficiente: les abrió el sentido para que entendamos lo que leemos’ ”.10
Y les dijo: “Así estaba escrito que el Mesías debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día…”
Las profecías al respecto son innumerables, y ciertamente eran muy conocidas por los Apóstoles. La pluma de los Doctores y Padres de la Iglesia derrama un riquísimo caudal de comentarios sobre esta materia.
III – Jesús sigue obrando por medio de sus ministros
“…y en su nombre había de predicarse la penitencia para la remisión de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros daréis testimonio de esto.”
Concluye el Evangelio de este Tercer Domingo de Pascua con la aclaración formal y categórica de Jesús a los Apóstoles acerca de la misión que les otorgaba. Aprovecha la oportunidad para conversar sobre la temática más importante para ellos y, por ende, para la Iglesia naciente: asumir la misma misión de Nuestro Señor Jesucristo, quien permanecería en el mundo por medio de ellos.
Nada debía olvidarse: ni la Pasión con sus méritos, ni la propia vida del Divino Maestro, con sus enseñanzas. En esta ocasión se concreta una identidad de misión entre Jesús y los Apóstoles. Por cierto, Él ya había revelado dicha aproximación en la oración dirigida al Padre en la Última Cena: “Las palabras que me diste se las he comunicado, y ellos las recibieron y han conocido realmente que salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. Como me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo” (Jn 17, 8.14.18).
Anteriormente había llegado a afirmar: “Quien a vosotros escucha, a Mí me escucha, y quien a vosotros rechaza, a Mí me rechaza, y quien me rechaza, rechaza al que me envió” (Lc 10, 16).
Por eso San Pablo diría más tarde, en tono de plena certeza: “Somos embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara a través nuestro” (2 Cor 5, 20); y también: “Es preciso que los hombres nos consideren ministros de Cristo” (1 Cor 4, 1). Los discípulos deberán predicar e implantar la Iglesia en todas partes, usando la misma autoridad divina con que Cristo realizó su misión en el mundo, tal como lo relata San Mateo: “Cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo” (18, 18). Y San Marcos: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (16, 15).
Cristo los ordenó sacerdotes de la Iglesia para salvación y santificación de las almas, tornándolos en herederos y participantes de su sumo y eterno sacerdocio. Esta misión prosigue en los días actuales y deberá perdurar hasta el fin de los tiempos mediante el ministerio sacerdotal. El presbítero, como Jesús, da “gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). Es un alter Christus: “Como me envió mi Padre, así os envío yo” (Jn 20, 21). Así pues, la obra universal de redención y transformación del mundo que inició Nuestro Señor Jesucristo, con toda su eficacia divina, Él sigue realizándola, y siempre lo hará, a través de sus ministros. 11
1 Suma Teológica II-II, q. 29, a. 3 ad 1.
2 MALDONADO S.J., P. Juan de – Comentarios
a los cuatro Evangelios – Evangelios de San Marcos y San Lucas. Madrid, BAC, 1951, p.817. 3 Idem, ibídem.
4 PETRARCA, Francesco – De remediis utriusque fortuna, l.2, 77.
5 AMBROSIO, San – Exposición sobre el Evangelio de Lucas, l.10 (PL 15:1.846).
6 MALDONADO S.J., Op. cit., p.820.
7 Ídem, ibídem.
8 CIRILO DE ALEJANDRÍA, San – Comentario al Evangelio de Lucas, 24, 38 (PG 72, 948).
9 Ídem, in Lc. 24, 45 (PG 72, 949). 10 MALDONADO S.J., Op. cit., p. 826- 827.
11 S.S. PÍO XI – Encíclica Ad catholici sacerdotii, 20/12/1935, n.12. |
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