EVANGELIO
“Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: ‘José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en Ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque Él salvará a su Pueblo de todos sus pecados’. Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: ‘Dios con nosotros’. Al despertar, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa” (Mt 1, 18-24)
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Comentario al Evangelio – Domingo IV de Adviento – Dos silencios que cambiaron la Historia
Dos criaturas puramente humanas intervienen en el acontecimiento más grande de la Historia: la Encarnación del Verbo. Ante el silencio de María de cara a la realización en Ella de este sublime Misterio, San José atraviesa por una prueba terrible y desgarradora. Y practica, también en silencio, uno de los mayores actos de virtud jamás realizados sobre la Tierra.
I – DOS SILENCIOS SE ENTRECRUZAN
San Mateo nos narra con breves e inspiradas palabras el acontecimiento más grande de la Historia, la Encarnación del Verbo, y los episodios siguientes.
A primera vista, la sencilla descripción del Evangelista puede darnos la impresión de que todo ocurrió de una manera suave y plácida, sin espacio para ningún tipo de sufrimiento y menos aún para la terrible probación que llevó a San José hasta la decisión extrema de “abandonarla [a María] en secreto”.
Tanto en este pasaje del Evangelio como en el de San Lucas que, con idéntica sencillez, relata la Anunciación del ángel a María (cf. Lc 1, 26-38), nos deparamos con realidades situadas en el más alto plan de la Creación, únicamente accesibles a nuestra inteligencia por la luz de la Fe, que nos permite vislumbrar los grandes misterios de la gracia y de la gloria.
Como revela el ángel, María será Madre por obra del Espíritu Santo, sin concurso humano. Precisamente por este motivo se diría que San José es un mero complemento en la Sagrada Familia destinado a representar el papel de padre tan sólo para efectos civiles y de opinión pública. Luego su función podría no ser dispensable quizá en el plan de la Encarnación del Verbo, y, por tanto, en la Redención del género humano.
Sin embargo, una consideración más profunda del Evangelio propuesto para este cuarto domingo de Adviento nos revelará atrayentes verdades a respecto de este varón incomparable, padre adoptivo de Jesús y esposo de la Virgen Inmaculada.
Después de la Encarnación, María guarda silencio
“Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”.
De acuerdo al derecho judío de entonces, el matrimonio entre israelitas estaba constituido por dos actos diferentes a los cuales podríamos llamar esponsales y nupcias.
La Encarnación del Verbo se dio en el período posterior a la ceremonia del compromiso, pero antes de que Maríafuera a vivir a casa de su marido “Esponsales de San José y María Santísima”, por Fra Angélico – Museo del Prado, Madrid
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Antes del casamiento, los padres de los novios redactaban el contrato matrimonial, en donde se estipulaban los bienes que cada parte cedía a fin de formar el patrimonio de la nueva familia. Una vez aclarado este punto, tenía lugar una ceremonia frente a testigos, en la cual el novio entregaba simbólicamente a su novia un objeto de valor. Con ese gesto quedaba sellado el compromiso y los contrayentes se convertían en marido y mujer, pues los esponsales judaicos “constituían verdadero contrato matrimonial”. 1
Aunque se permitía a los cónyuges habitar bajo un mismo techo a partir de ese momento, era costumbre esperar hasta las nupcias —que se celebrarían un tiempo más tarde—durante las cuales el esposo llevaba solemnemente a su esposa hasta la casa, entre festejos y demostraciones de gozo.
Así, al afirmar que María “estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”, el Evangelista sitúa el momento de la Encarnación del Verbo en el período posterior a la ceremonia del compromiso, pero antes de que María fuera a vivir a casa de su marido.
Fue en este intermedio cuando la Madre de Dios, acompañada por José, emprendió el viaje a la casa de su prima. Todavía no eran visibles las señales de la gravidez de María; y cuando Isabel le glorificó la maternidad divina, proclamándola bienaventurada, habló bajo inspiración del Espíritu Santo.
La solemne salutación de su prima no turbó ni sorprendió a la Virgen María, sino que, eximia en la práctica de la humildad, se esfuerza por elevar la atención a Dios, proclamando en el Magnificat las grandes maravillas que hizo en Ella el Altísimo. No dice nada de la aparición del arcángel Gabriel, ni siquiera anuncia la novedad más grande de todos los tiempos: ¡la llegada del Redentor!
Parecería comprensible que Ella invitara a familiares y amigos para unirse en oraciones de preparación y acción de gracias durante los nueve meses de espera del nacimiento del Mesías. Sin embargo, María guarda completo silencio sobre aquel inefable misterio, hasta con su propio esposo, ya que no había recibido ninguna orden de Dios en sentido contrario. Revela así una excelsa sumisión y docilidad a los designios de la Providencia.
El esposo de María era justo
“José, su esposo, que era un hombre justo…”.
San José era justo, recalca el evangelista. Y frente a esa virgen que le había sido dada por esposa, cuya virtud sorprendió a los mismos ángeles 2, asumió una actitud humilde y admirativa.
Se puede deducir que a medida que la iba conociendo mejor, crecía su arrobamiento por Ella. Percibía la indignidad de cualquier hombre, por más virtuoso que fuese, para ser esposo de aquella virgen angelicalmente pura, que no padecía la fames peccati, la inclinación al mal que se halla presente en todos los seres humanos.
Ciertamente le maravillaba ver que todo lo hacía de manera perfecta: desde un simple gesto con la mano o una mirada, hasta la forma de pronunciar las palabras con el más armonioso de los timbres de voz; el modo incomparablemente afable de atender a los demás o el recogimiento con el que rezaba. Cada día debía aumentar su convencimiento de estar en desproporción total con la Virgen Santísima que la Providencia le había otorgado como esposa.
Ahora bien, algunos meses después, cuando San José fue a buscar a María a casa de Santa Isabel, ya eran visibles las señales de la gestación del Niño Jesús. No obstante, Ella no le dijo nada, y él tampoco preguntó…
Una cosa era cierta: como afirma un famoso mariólogo, “bien sabía él cuán admirable era la virtud de María, y a pesar de la evidencia exterior de los hechos, no podía creer que Ella fuera culpable”. 3
La santidad de la Virgen María era incuestionable y apartaba cualquier tipo de sospecha de la mente del santo Patriarca. Aunque igualmente de evidente e inexplicable era la realidad. Comprendió entonces que se encontraba ante un misterio y, sin disminuir en nada su admiración por la Virgen de las vírgenes, aceptó sin reparos los designios divinos que no lograba entender. La virtud impar de su esposa hablaba más alto que aquella situación incomprensible, como canta San Juan Crisóstomo con inspiradas palabras: “¡Oh inestimable alabanza de María! Creía más San José a la castidad de su esposa que a lo que sus ojos veían, más a la gracia que a la naturaleza: veía claramente que su esposa era madre, y no podía creer que fuese adúltera; creyó que era más posible el que una mujer concibiera sin varón, que el que María pudiese pecar”. 4
No cabe duda que San José, ante el misterio de la milagrosa Encarnación del Verbo, proclama un genuino “fiat!”, puesto que, sin dejarse llevar por un enfoque humano y confiando totalmente en la virtud de la Madre de Dios, se coloca dócilmente en las manos de la Providencia: “¡Hágase lo que Vos queréis, aunque yo no pueda comprenderlo!”.
José decide abandonarla en secreto
“…no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto”.
Según la ley mosaica, como María iba a dar a luz sin ninguna participación suya, José debía adoptar una de las cuatro actitudes siguientes: la primera, denunciar a su esposa ante un tribunal, pidiendo la anulación de los esponsales; la segunda, llevarla a su casa como si fuera el padre del futuro bebé; la tercera, repudiarla públicamente, aunque excusándola y sin pedir castigo; y la cuarta, emitir libelo de repudio en privado, frente a dos testigos y sin alegar los motivos. 5 Ahora bien, cualquiera de esas hipótesis eran impensables para San José, ya que cualquiera de ellas dañaría la honra de Nuestra Señora.
Cuando Isabel le glorificó la maternidad divina, proclamándola bienaventurada, habló bajo inspiración del Espíritu Santo "Visitación de la Virgen" – Pro Catedral de Hamilton (Canadá)
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Había una quinta salida: huir, abandonando a su mujer encinta, eludiendo así las obligaciones impuestas por la Ley. De este modo cargaría sobre sí la infamia de haber dejado sin motivo a una esposa inocente y a su futuro hijo, quedando él mal ante la sociedad. Ésta fue su elección.
Además, como apunta una importante corriente de comentaristas, frente a misterios sobrenaturales tan impenetrables, San José se sentía cada vez menos merecedor de la sublime convivencia con María Santísima y el Hijo que nacería de Ella. Así lo entiende, por ejemplo, el padre Jourdain: “José quiso separarse de María por creerse indigno de vivir en compañía de una virgen tan santa”. 6
Silencio motivado por la humildad
Es muy comprensible que José haya resuelto abandonar a María “en secreto”, a fin de ponerla a salvo de cualquier sospecha. Pero, ¿por qué ocultarle tal decisión? Solamente una delicadeza extremada, propio de las almas más elevadas, puede explicarnos dicho silencio: temía colocar a su esposa bajo la presión de tener que explicarle el misterio que, por humildad, no creía ser digno de conocer.
En el viaje de regreso de la casa de Santa Isabel, posiblemente, meditaba San José sobre todo esto en su corazón, y al llegar a Nazaret fue a dormir en paz, dispuesto a marcharse a escondidas al día siguiente. La Virgen, a su lado, gozando de ciencia infusa, discernía lo que estaba sucediendo en el alma de su esposo, y rezaba. ¡Qué admirable equilibrio de alma el del santo Patriarca, capaz de conciliar el sueño en tales circunstancias! ¡Qué extraordinaria virtud la de ese varón incomparable, cuya alma era acrisolada por la Providencia con el sufrimiento, a fin de prepararlo mejor para su papel de padre jurídico de Jesús y guardián de la Sagrada Familia!
I –II – EL ÁNGEL DEL SEÑOR RESUELVE EL DILEMA
En lo que a confianza se refiere, la prueba de San José es uno de los episodios más lacerantes y grandiosos que se hayan registrado. Esta virtud es practicada aquí en grado excelso, tanto por María con relación a Dios y a su esposo, como por éste con relación a Dios y a ella.
San José se sentía cada vez menos merecedorde la sublime convivencia con María Santísima y el Hijo que nacería de Ella Detalle de la "Adoración de los Magos", por Fra Angélico y Fra Filippo Lippi – National Gallery of Art, Nueva York
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Ambos supieron mantener un silencio humilde y confiado. Veamos cómo resolvió la Providencia el dilema creado por esos dos silencios entrecruzados…
“Mientras pensaba en esto, el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: ‘José, hijo de David…’”.
Acentuando que José era hijo de David, al igual que María, el ángel evoca la promesa divina de que Cristo nacería de este linaje, es decir, de la más noble estirpe del Pueblo Elegido. Afirmación llevada todavía más lejos por Fillion, quien escribe: “José era entonces el principal heredero de David”. 7
Surge aquí un importante elemento para evaluar adecuadamente el papel de San José en la Sagrada Familia y en el propio orden de la Encarnación. Así como Dios eligió desde la eternidad a la Madre de la cual nacería Jesús, hizo algo semejante con el hombre que sería el padre nutricio del Verbo Encarnado, dotándolo con los más altos atributos, incluso desde el punto de vista natural.
El ángel disipa la probación de San José
“‘…no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en Ella proviene del Espíritu Santo’”.
Para disipar la probación de José con respecto a su insuficiencia en el campo sobrenatural frente a la santidad de María, el ángel lo invita a no sentir miedo a recibirla como esposa. Cuando le anuncia que María concebía por el Espíritu Santo, le mostraba que tampoco Ella —ni ninguna criatura humana— estaba a la altura de ese sublime misterio; por tanto, el Paráclito que la eligió había de darle las gracias necesarias para el cumplimiento de su incomparable misión. Lo mismo sucedería con él, José.
“‘Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús.…’”.
Inmediatamente después de revelar la milagrosa maternidad de María, el ángel se dirige a José como verdadero jefe de la familia, a quien corresponde dar el nombre al niño. Se trata del reconocimiento a su participación en el magno acontecimiento de la Encarnación: a pesar de no haber contribuido físicamente en nada para dicha concepción, y aun siendo inferior a Jesús y María en el plano sobrenatural, se le reconoce el derecho, como esposo, sobre el fruto de las entrañas de su mujer.
Se cumple la profecía de Isaías
“‘…porque Él salvará a su Pueblo de todos sus pecados’”.
Las primeras palabras del ángel habían subrayado el acierto de la actitud heroicamente virtuosa de San José cuando, considerando estar delante de una manifestación sobrenatural cuyo significado se le escapaba, decidió guardar silencio y confiar en la Providencia Divina.
Y, aquí, la realidad surge más grandiosa de lo que él hubiera podido imaginar. El Niño “salvará a su Pueblo de todos sus pecados”, le dice el ángel. Ahora bien, esto sólo es posible para Alguien divino. Con ello, el mensajero celestial deja patente que el hijo por nacer de María no sólo era Hijo del Altísimo, sino que Él mismo era Dios.
Con base simplemente en las profecías del Antiguo Testamento nadie podría afirmar que el Mesías, el Justo, sería el propio Creador; esto, porque la Encarnación del Verbo, la Redención y la participación del hombre en la naturaleza divina, por la gracia, son verdades inaccesibles a la mente humana por el mero concurso de la razón.
Además, cuando el ángel dice “salvará a su Pueblo de todos sus pecados”, apunta la diferencia entre la misión sobrenatural del Mesías y la ilusión mundana, cultivada por los fariseos, de una liberación del yugo de los romanos y de una supremacía temporal del Pueblo Elegido. “Mi Reino no es de este mundo”, dirá más tarde Nuestro Señor (Jn 18, 36).
“Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: ‘Dios con nosotros’”.
“José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa” "Sueño de San José" – Vidriera de la Catedral de Bayona, Francia
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Las palabras del ángel a San José confirmaron de manera irrefutable que en ese momento se cumplía la profecía hecha por Isaías al rey Acaz, la cual se encuentra en la Primera Lectura de la liturgia de este domingo: “He aquí que la virgen está embarazada y dará a luz un hijo…” (Is 7, 14). Lo que resultó incomprensible para Acaz debido a la dureza de su corazón, el esposo de María lo comprendió por entero gracias a su robusta y humilde Fe.
La obediencia eximia de San José
Al despertar, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa”.
Podemos imaginar fácilmente que a la mañana siguiente, vencida la probación, San José acudió en seguida para adorar a Jesucristo en su primer y más santo sagrario: María Santísima. ¡Dios se había encarnado y estaba allí, bajo su custodia! Ya no podría mirar a la Virgen sin adorar al Niño Dios entronizado en ese incomparable tabernáculo.
Cabe suponer que San José se arrodillase ante su esposa sin decir palabra. Ella discernió en ese acto de su marido que Dios le había comunicado la gran noticia, y debe haber dado gracias al Señor.
Sin duda que el santo Patriarca, después de pasar con admirable paz de alma una prueba terrible y desgarradora, tuvo ese momento gloriosísimo de adoración al Niño Jesús viviendo en María.
I –III – ELEVADO AL PLANO DE LA UNIÓN HIPOSTÁTICA
Al seleccionar este Evangelio para el último domingo antes de la Natividad del Señor, la Iglesia nos invita a considerar dos criaturas puramente humanas —María y José— a la luz de la Encarnación del Verbo, elevando así nuestros pensamientos hasta el séptimo y más alto nivel en el orden de la Creación, por encima de los minerales, vegetales, animales, hombres, ángeles y hasta de la propia gracia. Solamente Jesucristo, Hombre Dios, participa en estado absoluto de ese elevadísimo plano hipostático.
La Santísima Virgen participa a su modo en ese orden hipostático al haber cooperado de forma moral y libre en la Encarnación, con su fiat, como también físicamente en la formación del Cuerpo de Cristo. “Por ese concurso María llega a tocar con su propia operación a Dios”, afirma el dominico Fray Bonifacio Llamera. 8
Ahora bien —según el padre Bover y varios autores más— el propio San José fue unido a ese misterio extraordinario, “no físicamente, como la Virgen Madre de Dios, pero sí moral y jurídicamente”; 9 pues, según afirma el mencionado fraile dominico, además de intervenir en la constitución del orden hipostático por su consentimiento libre y voluntario, coopera de manera directa e inmediata en la conservación de ese mismo orden. 10
No ha habido ninguna gracia concedida a un santo, salvo a María, que no haya sido concedida a José “San José” – Oratorio de San José, Montreal (Canadá)
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El padre Garrigou-Lagrange llega a una conclusión análoga desde un prisma diferente. Afirma que la misión de San José supera el orden de la naturaleza, no solamente humana sino también angelical. Para enfatizar su pensamiento, el teólogo dominico formula una pregunta sobre esa misión: “¿Pertenecerá ésta solamente al orden de la gracia, como la de San Juan Bautista, el cual prepara el camino de la Salvación; como la misión universal de los Apóstoles en la Iglesia para santificación de las almas; o la misión particular de los fundadores de órdenes?”. Y ofrece esta respuesta: “Observando la cuestión de cerca puede verse que la misión de San José sobrepasa incluso el orden de la gracia y confina con el orden hipostático, constituido por el propio misterio de la Encarnación”. 11
“Dios pidió su consentimiento a la Virgen para la Encarnación —comenta el padre Llamera—. La Virgen lo prestó libremente, y en este acto voluntario radica su mayor gloria y merecimiento”. 12 Pero también se requirió la venia del santo Patriarca para su virginal matrimonio con María, requisito para la Redención; y por cierto, la Providencia le solicitó un heroico asentimiento, sin entender, del misterio de la Encarnación; pero, más creyó en la inocencia de María que en la evidencia de la gravidez, comprobada por sus ojos. Sin duda, este “fiat!” de San José fue uno de los mayores actos de virtud nunca practicados en la Tierra.
Así, a las puertas de la Navidad, nuestros ojos se abren a un amplísimo panorama referido a los tesoros de gracia depositados en el alma del esposo virginal de María y padre adoptivo de Jesús. Según una piadosa afirmación, “sabemos que algunas almas, por predilección divina, como la de Jeremías y la del Bautista, fueron santificadas antes de ver la luz del día. ¿Qué diríamos, pues, de José? […] Supera a todos los demás santos en dignidad y santidad; así pues, somos libres de creer que, aunque no lo consigne la Escritura, debió ser santificado antes de su nacimiento y antes que cualquier otro, porque todos los Santos Doctores concuerdan al decir que no ha habido ninguna gracia concedida a un santo, salvo a María, que no haya sido concedida a José. […] La gran finalidad que Dios tenía en vista al crear a San José era asociarlo al misterio de la Encarnación […]. Para corresponder a tan alta vocación —que, después de la Virgen Madre, fue superior a todas las demás, tanto de los santos como de los ángeles— necesariamente José debería haber sido santificado en grado eminentísimo, para ser así digno de asumir su posición en el sublime orden de la Unión Hipostática, en el cual Jesús tuvo el primer lugar y María el segundo”. 13
En fin, ¿no descubrirá aún la Teología maravillas insospechadas en la persona de San José, el castísimo jefe de la Sagrada Familia y Patriarca de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana?
1 LLAMERA, OP, Bonifacio – Teología de San José. Madrid: BAC, 1953, p. 39.
2 “No se piense que sólo cuando los ángeles vieron a María en el Cielo y sentada en el trono de gloria, la saludaron como reina. No. Desde el primer instante de su vida ya le tributaron los debidos obsequios, por el hecho mismo de que a partir de entonces, transportados en éxtasis de admiración, suspiraban por esta Mujer singularísima, que aunque venida de un desierto, se presentaba llena de gracia y de grandeza. Por consiguiente, preguntándose unos a otros y pidiéndose mutuamente la explicación de este gran acontecimiento, de este hecho único en los anales de los hechos más extraordinarios y solemnes, de esta indecible maravilla, exclamaban: ‘¿Quién es esta que sube del desierto, embriagada de delicias?’ (Ct 8, 5)” (BULDÚ, Ramón [Dir.] tesoro de oratoria sagrada. 2ª ed. Barcelona: Pons, 1883, Vol. 4, pp. 326-328).
3 JOURDAIN, Z -C. – Somme des grandeurs de Marie. París: Hippolyte Walzer, 1900, Vol. 2, p. 321.
4 SAN JUAN CRISÓSTOMO – Hom I in Mat, apud SUÁREZ, SJ, Francisco – Misterios de la Vida de Cristo. Madrid: BAC, 1948, Vol. 1, p. 254.
5 TUYA, OP, Manuel de – Biblia comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, Vol. 2, pp. 27-28.
6 JOURDAIN, op. cit., p. 323.
7 FILLION, Louis-Claude – La Sainte Bible commentée. París: Letouzey et Ané, 1912, Vol. 7, p. 25.
8 LLAMERA, OP, op. cit., p. 120.
9 BOVER – De cultu S. Joseph amplificando, p. 32. Barcelona: 1928. Apud LLAMERA, OP, op. cit., p. 132.
10 LLAMERA, OP, op. cit., pp. 137-138.
11 GARRIGOU-LAGRANGE, Réginald – La Mère du Sauveur et notre vie intérieure, p. III, c. VII.
12 LLAMERA, OP, op. cit., p. 120.
13 THOMPSON, Edward Healy – The Life and Glories of Saint Joseph. Londres: Burns & Oates, 1888, p. 41.