COMENTARIO AL EVANGELIO – Domingo IV del Tiempo Ordinario – Dos banderas…una única elección

Publicado el 01/26/2018

 

– EVANGELIO –

 

21 Y entran en Cafarnaún y, al sábado siguiente, [Jesús] entra en la sinagoga a enseñar; 22 estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas. 23 Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: 24 “¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. 25 Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él”. 26 El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él. 27 Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen”. 28 Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea (Mc 1, 21-28).

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO – Domingo IV del Tiempo Ordinario – Dos banderas…una única elección

 

Para que ganemos la batalla de nuestra vida espiritual debemos procurar alcanzar una unión plena y perfecta con el supremo Capitán, sirviéndonos para ello de todos los elementos que Él nos pone a nuestro alcance.

 


 

I – La batalla de nuestra vida espiritual

 

Una de las meditaciones más convincentes que San Ignacio propone en sus famosos Ejercicios Espirituales es la de las “Dos Banderas”. En ella, el fundador de la Compañía de Jesús nos presenta la vida espiritual como un campo de batalla donde se enfrentan dos ejércitos: el de Jesucristo, supremo Capitán y Señor, y el de Satanás, mortal enemigo de la naturaleza humana.

 

Ante estos antagónicos comandantes, con rasgos bien definidos, no es posible asumir una postura de neutralidad. “Cristo llama y quiere a todos bajo su bandera, y Lucifer, al contrario, bajo la suya”.1 No existe una tercera opción; hay que tomar una decisión.

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“Las tentaciones de Cristo”, Fra Angélico. Convento de

San Marcos, Florencia (Italia)

El peculiar gobierno del demonio

 

¿Cuáles son las características del jefe de los malos? En el Evangelio de San Juan, el Señor lo califica de “mentiroso y padre de la mentira”.

 

“Él era homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad porque no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44).

 

El demonio, incapaz de actuar directamente sobre la inteligencia y la voluntad del hombre, intenta gobernar a las almas a través de una influencia exterior con el objeto de oscurecerles progresivamente el raciocinio hasta nublar en ellas el discernimiento entre el bien y el mal.

 

Por medio de recursos psicológicos, que utiliza con maestría, procura llenar sus corazones de deseos que los lleven a pecar cada vez más. Por cada falta cometida, la voluntad del pecador se debilita, su inteligencia pierde la lucidez y se vuelve más vulnerable a su hacedor.

 

Ahora bien, este arrogante caudillo no tiene poder alguno de penetrar en el alma, ni siquiera en la de un poseso, pues, en este caso, su dominio es tan solo del cuerpo. Su acción es similar a la del delincuente que roba un automóvil y asume la dirección de éste, empujando a su dueño al asiento del copiloto: tiene el control del vehículo, pero no el de la inteligencia y la voluntad de su propietario.

 

Cristo vive en las almas que están en estado de gracia

 

En el extremo opuesto del campo de batalla está Jesús. Al contrario que el “padre de la mentira”, que anhela esclavizar a las criaturas racionales para toda la eternidad en el infierno, Cristo desea nuestra salvación.

 

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“Cristo llama y quiere a todos

bajo su bandera, y Lucifer, al

contrario, 

bajo la suya”.

“San Ignacio de Loyola” – Taller

artístico de los Heraldos del Evangelio.

Como el jefe de los malos, el supremo Comandante de los buenos se sirve muchas veces de influencias exteriores para guiar a los que le pertenecen. Aunque, a diferencia del demonio, Él puede actuar en el interior de las almas a través de una gracia eficaz, ante la cual la voluntad y la inteligencia se someten sin oponer ningún obstáculo.2

 

Porque “como arcilla en manos del alfarero, que la modela según su voluntad, así están los humanos en manos de su Hacedor” (Eclo 33, 13-14).

 

La presencia del demonio siempre es externa al alma. Y aunque en caso de posesión la vida consciente de aquélla se encuentre suspendida, no podrá jamás invadirla, porque “sólo Dios tiene el privilegio de penetrar [el alma] en su esencia misma por su virtud creadora y establecer allí su morada por la unión especial de la gracia”.3 Santificada por la gracia, el alma es inhabitada por la Santísima Trinidad que infunde en ella su propia vida a través del Verbo Encarnado. Por eso afirma San Pablo, con toda propiedad: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20).

 

Lucha infinitamente desigual

 

Analizada desde esa perspectiva, la lucha descrita por San Ignacio se presenta infinitamente desigual: el caudillo de los malos sólo obtiene poder sobre la inteligencia y la voluntad de las criaturas a medida que le van abriendo las puertas del alma; Jesús, por el contrario, es quien activa “el querer y el obrar para realizar su designio de amor” (Flp 2, 13).

 

En efecto, Cristo puede actuar en nuestro interior “de una manera tan eficaz que produce infaliblemente lo que Dios intenta, sin comprometer, no obstante, la libertad del alma, que se adhiere a ella y la secunda de una manera libérrima e infalible al mismo tiempo”.4 Es lo que le ocurrió a San Pablo camino de Damasco (cf. Hch 9, 1-6): una gracia creada por Dios, por iniciativa suya, lo convirtió de forma inmediata. Por lo tanto, para que ganemos la batalla de nuestra vida espiritual, debemos alcanzar una unión plena y perfecta con el supremo Capitán, sirviéndonos de todos los elementos que Él nos pone a nuestra disposición para ello. Porque sólo a través de la participación en la propia vida divina podremos vencer definitivamente los astutos embates del “padre de la mentira”.

II – La doctrina viva del divino Maestro

 

En el episodio que la Liturgia recoge este IV Domingo del Tiempo Ordinario vamos a contemplar un encuentro entre esas dos banderas en la sinagoga de Cafarnaún. Por un lado veremos al divino Maestro predicando la Buena Nueva por primera vez; por el otro, al “espíritu inmundo” alojado en el cuerpo de uno de los presentes.

 

La tarea de interpretar y adaptar la Ley

 

21 Y entran en Cafarnaún y, al sábado siguiente, [Jesús] entra en la sinagoga a enseñar.

 

Al ser sábado, según la praxis del culto judaico, Jesús y sus primeros discípulos debían ir a la sinagoga para oír las Escrituras. Sin embargo, el Evangelio deja claro que Cristo no fue sólo para escuchar, sino principalmente para enseñar.

 

Predicar en la sinagoga no era una función que pudiera ser ejercida por cualquiera.

 

Tenía que haber sido formado en alguna de las escuelas rabínicas y haber demostrado que era capaz de interpretar la Ley y a los profetas según los principios establecidos por ella.

 

Los doctores de las sinagogas transmitían lo que ellos mismos habían aprendido de reputados maestros como Sahmai o Hilel, evitando criterios propios que pudieran ocasionar el surgimiento de muy diversas doctrinas. En los tiempos del Deuteronomio, correspondía a los sacerdotes enseñar y explicar la Ley, y así se extendió la costumbre por muchos siglos.

 

No obstante, tras el destierro de Babilonia fue constituida una nueva categoría de hombres dedicados a esa labor: los escribas. El primero que recibió ese nombre en el sentido de “maestro de la Ley” fue Esdras, de estirpe sacerdotal (cf. Esd 7, 1-6), aunque muchos otros recibieron el título sin pertenecer al linaje de Aarón.

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La mirada de Jesús recorría a los circundantes

de modo suave, tranquilo, firme, penetrante y atrayente, 

causando asombro en quienes recaía.

“Sermón de la montaña”, por Fra Angélico – 

Convento de San Marcos, Florencia (Italia)

La predicación de los maestros de la Ley

 

En la época de Jesús los escribas formaban una casta especial. Tenían la tarea de transmitir e interpretar la Ley de generación en generación, aunque poco a poco fueron adaptando ciertas prescripciones de la Sagrada Escritura hasta el punto de crear normas extrañas al espíritu de los preceptos mosaicos. Pero ante el pueblo se presentaban como los sabios, o hakamim , y se protegían de cualquier crítica inculcando la idea de que si subestimaban las palabras de los jefes religiosos incurrían en pecado tan grave como despreciar la palabra de Dios.5

 

La sustancia de su predicación era idéntica a la del divino Maestro, pues tenían como ministerio transmitir e interpretar la Sagrada Escritura, cuyo autor final es Él mismo. Pero al dejarse llevar por sus malas inclinaciones habían distorsionado la doctrina revelada según sus propias conveniencias, conforme lo explican Robert y Tricot: “Gracias a una casuística sutil, acomodaban determinadas prescripciones de la Ley a la necesidad de los tiempos o a la flaqueza de los hombres; en otras ocasiones, valiéndose de artificios ingeniosos o astucias exegéticas, creaban obligaciones ajenas a la letra y al espíritu de la Ley”.6

 

Con el paso del tiempo los errores se solidificaron. La decadencia de los escribas era tal que procuraban ocultar al pueblo la verdadera doctrina, para que las tergiversaciones hechas al capricho de sus vicios no fueran desenmascaradas. Como consecuencia de ello, su predicación estaba despojada de autoridad, porque la palabra del que no vive lo que enseña carece de toda fuerza.

 

Jesús enseñaba “con autoridad”

 

22 Estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas.

 

Al iniciar su predicación, Jesús no se presentó como discípulo de ningún rabino. Ante sus oyentes era conocido simplemente como “el hijo del carpintero” (cf. Mt 13, 55). Sin embargo, demostró que conocía las Letras Sagradas como nadie y enseñaba ex auctoritate propria una doctrina nueva. Frente a los desvíos que imperaban en la sociedad de aquella época, levantaba en alto el estandarte de la Verdad, cuya sustancia era Él mismo, sabiendo perfectamente lo que tenía que decir o hacer para atraer y elevar a ese pueblo. Aún estaba en el comienzo de su vida pública, pero su presencia y su palabra contradecían ya todos los padrones errados de ese tiempo.

 

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Cristo quería dejar claro delante de todos

que ese hombre no era un enfermo, sino

un poseso.

“Cristo expulsa el espíritu inmundo”

Iglesia del Salvador de la Sangre Derramada,

San Petersburgo (Rusia)

Al ser el Creador de todas las cosas, explica San Jerónimo, no actuaba como un maestro, sino como el Señor. “No hablaba apoyándose en otra autoridad superior, sino que hablaba Él mismo con la autoridad que le era propia.

 

Hablaba así, en definitiva, porque con su propia esencia estaba diciendo lo que había dicho por medio de los profetas. ‘Yo que hablaba, he aquí que estoy presente'”.7

 

No tendría cabida indagar el lugar donde la Sabiduría Eterna y Encarnada habría estudiado. Siendo la Segunda Persona de la Santísima Trinidad poseía desde toda la eternidad la ciencia divina . Conocía absolutamente todo: tanto el universo de los seres creados —pasados, presentes y futuros— como el mundo infinito de las criaturas posibles.

 

Además, por haber sido creada su alma en la visión beatífica, se beneficiaba del conocimiento propio a los ángeles y a las almas bienaventuradas, que contemplan a Dios cara a cara.

 

A la ciencia beatífica se unía a Jesús la ciencia infusa , privilegio concedido a los ángeles cuando fueron creados, a todas las almas que ya dejaron esta Tierra y, por un don especial, a algunos elegidos aún en vida, a los que el Hijo del Hombre no podía ser inferior. Ella le daba un conocimiento riquísimo, superior al de cualquier otro hombre, de todas las cosas creadas, de las verdades naturales y de los misterios de la gracia.

 

Por último, Jesús poseía también la ciencia natural , adquirida progresivamente por la acción del entendimiento agente en el transcurso de su vida terrena. Y todo esto sin necesidad de un maestro, pues este tipo de ciencia sólo le servía para conferir las nociones adquiridas a través de su intelecto natural con aquello que, por ser Dios, conocía desde toda la eternidad.8

 

La criatura más bella y perfecta

 

El divino Maestro, afirma un autor del siglo pasado, no era “un filósofo a la manera griega, ni siquiera un rabino al estilo hebreo. Va derecho a las almas, más que para convencerlas, para conquistarlas, para después introducirlas en la corriente profunda y desbordante de su propia vida religiosa”.9

 

Por eso, la presencia misma de Jesús, además de su enseñanza, despertaba admiración. Su fisonomía no podía ser más perfecta. Cabello, labios, cejas, oídos, eran de insuperable belleza.

 

Su mirada recorría a los circundantes de modo suave, tranquilo, firme, penetrante y atrayente, causando asombro en quienes ella recaía. Una voz magnífica, comunicativa, dotada de un timbre y una inflexión completamente fuera de lo común, acompañaba los movimientos de sus manos, que, a su vez, eran muy proporcionados, comedidos, perfectos, sin exageraciones ni timideces.

 

Y la postura de sus hombros, la manera de sentarse o de girar la cabeza, eran inimaginables.

 

Intentando expresar algo de la belleza inefable de Jesús, San Agustín proclama: “Es hermoso en el Cielo, hermoso en la Tierra; hermoso en el seno materno, hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en los milagros, hermoso siendo flagelado, hermoso invitando a la vida, hermoso cuando no teme a la muerte; hermoso al entregar su alma, hermoso cuando la retoma; hermoso en la Cruz, hermoso en el sepulcro, hermoso en el Cielo. Oíd este cántico con el entendimiento y que la flaqueza de la carne no aparte vuestros ojos del esplendor de esta hermosura”. 10

 

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“San Alfonso María

de Ligorio” – Iglesia

de San Alfonso,

Cuenca (Ecuador)

III – Un embate entre Dios y el demonio

 

No podía el “caudillo de los enemigos”11 permanecer indiferente ante la predicación de Jesús. Al contrario, se sintió muy disgustado con ella, porque la exposición de la verdad siempre perjudica sus designios de llevar a los hombres al infierno. Ese Maestro, cuyo divino poder aún no conocía, había predicado de forma magnífica la doctrina más pura. Al oírlo, los corazones se apartaban del pecado y las mentes se abrían a lo sobrenatural.

 

Aunque no había sido intimado directamente, el “padre de la mentira” no conseguía contener su indignación. Y la expresó por los labios de un poseso, que interpelaría groseramente al Redentor. Mejor le habría ido si hubiera permanecido en silencio…

 

La ladina y cambiante táctica del demonio

 

23 Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: 24 “¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.

 

El demonio, un ser vulgar por excelencia, no se acercó a Jesús para hablarle, sino que gritó a distancia, con la intención de ser oído por todos y provocar confusión. Perito en la exploración de las miserias humanas, le llama “Nazareno”, recordando de este modo que procede de una localidad “insignificante y desconocida”.12

 

El divino Maestro, no obstante, se mantuvo impasible ante tal provocación. No era vanidoso ni tenía, menos aún, preconceptos sociales, ni siquiera se arrepentía, en su infinita Sabiduría, de haber elegido esa ciudad para habitar en ella con María y José.

 

Ante la ineficacia de la primera tentativa, el espíritu inmundo cambia de táctica, intentando crear dentro de la sinagoga un clima de antipatía contra Jesús. Quizá ese hombre poseso fuera considerado por los presentes tan sólo como un enfermo, que al preguntarle al Señor “¿has venido a acabar con nosotros?” se presentaba como un infeliz, digno de compasión, atribuyéndole a Jesús el carácter de un tirano, que venía a maltratarlo.

 

Al ver igualmente frustrado el intento de hacerse objeto de conmiseración, el “padre de la mentira” creyó que era mejor pasar al extremo opuesto. Entonces, como no conseguía desprestigiarlo, lanzó sobre Jesús un elogio bastante osado al llamarle “Santo de Dios”. Esperaba, mediante esta nueva maniobra, enaltecerle con una aureola de gloria, que en aquel momento no le convenía, de manera a tentarle de orgullo. Con todo, su objetivo, al glorificarlo, era el de suscitar la envidia y el odio contra Él.

 

Nueva invectiva y nuevo fracaso. Porque, como comenta San Juan Crisóstomo, “la Verdad no quería el testimonio de los espíritus impuros”. 13 Jesús nos enseña aquí, para siempre jamás, que nunca podemos dar crédito a los demonios, “aunque anuncien la verdad”.14

 

Imperio absoluto de Jesús sobre todas las cosas

 

25 Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él”. 26 El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él.

 

Entre los judíos, afirma Maldonado, existían exorcistas “que tenían cierto arte secreto de expeler demonios por herencia de Salomón, según nos cuenta Josefo”.15

 

San Lucas los menciona en los Hechos de los Apóstoles (19, 13-14) y Jesús dice que son hijos de los fariseos (Mt 12-27; Lc 11- 19). Pero cumplían con su oficio a costa de enormes esfuerzos, en ceremonias que duraban horas e incluso días consecutivos. En este pasaje, Jesús le dice sencillamente: “Cállate y sal de él”. Y debe haber pronunciado estas palabras con una serenidad y altura muy grandes, pues Cristo no necesita hacer esfuerzo alguno para imponer su voluntad. Impera de forma absoluta sobre todas las cosas.

 

El divino Maestro empieza ordenando al espíritu inmundo que guarde silencio. Al decirle “cállate” le está negando el ministerio de la palabra, privilegio exclusivo de aquellos a quienes Dios ama. Acto seguido le manda que salga de aquel hombre. El demonio se marcha inmediatamente, obligado a obedecerle.

 

Sin embargo, Cristo quería dejar claro delante de todos que ese hombre no era enfermo, sino un poseso. La violencia con la que el espíritu inmundo lo sacudió al salir y el enorme grito que dio confirmaban la presencia diabólica y el constreñimiento con el que se retiraba de ese cuerpo.

 

“No discutas con tu enemigo y no le respondas palabra”

 

El análisis de la táctica usada en este episodio por el “padre de la mentira” nos lleva, finalmente, a aprender una lección para nuestra vida espiritual: en su objetivo de arrastrarnos por el camino de la perdición, los espíritus inmundos están siempre al acecho para que nos confabulemos con ellos, y para ello se sirven de las estratagemas más diversas. Al ser ángeles, lo captan todo por intuición; son sagacísimos e incomparablemente más inteligentes que cualquier hombre.

 

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“Cristo bendiciendo”

Catedral de Barcelona (España)

Entonces, ¿cuál deber ser nuestra actitud frente a ellos en los momentos de tentación? El que hayamos aprendido a argumentar, hacer buenos raciocinios o estudiado psicología no servirá para nada en esa hora. El único medio válido para aquel que está siendo asediado por el demonio es no prestarle atención, rezar y desviar hacia otros asuntos el pensamiento y la imaginación. Y pedirle al Señor que, al igual que hiciera en el caso del poseso, ordene al demonio que se aleje de nosotros.

 

Así es como nos lo aconseja el gran moralista San Alfonso María de Ligorio: “Tan pronto como advirtamos que se presenta un pensamiento con visos de sospechoso, hemos de despacharlo al instante y darle, por decirlo así, con la puerta en rostro, negándole entrada en la mente, sin detenerse a descifrar lo que significa o pretenda. Tales malvadas sugestiones hay que sacudirlas luego, como se sacuden las chispas que pueden caer en la ropa”.16

 

Y San Francisco de Sales, en su famosa obra Introducción a la vida devota , nos da la misma recomendación: “No discutas con tu enemigo y no le respondas palabra, […] el alma devota, viéndose asaltada por la tentación, no debe perder el tiempo en discusiones ni altercados”. 17

 

“Su fama se extendió enseguida por todas partes…”

 

27 Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen”. 28 Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea (Mc 1, 21-28).

 

La reacción de los circundantes revela cómo este episodio les facilitó la comprensión de quién tenían delante de sí. Es decir, el demonio quería hacerle daño al divino Salvador y terminó por prestarle un servicio.

 

V – Dios es siempre más fuerte

 

De modo que cuando la probación nos aflija o la tentación nos atormente, tengamos la certeza de que el “supremo y verdadero Capitán”18 está de nuestro lado, dispuesto a intervenir en el momento más oportuno para su gloria y nuestro provecho espiritual. El Jesús que hoy nos espera en la Sagrada Comunión es el mismo que expulsó al demonio de Cafarnaún e hizo toda clase de milagros en Galilea. Bajo el velo de las sagradas especies se oculta la figura majestuosa del “más bello de los hombres” (Sl 44, 3), ante cuya omnipotencia le es imposible al demonio resistir.

1 SAN IGNACIO DE LOYOLA. Obras Completas. Madrid: BAC, 1952, p. 186.

2 Garrigou-Lagrange afirma que esta gracia es “eficaz por sí misma, puesto que Dios quiere que lo sea y no solamente por aquello de que ha previsto que nosotros la aceptaríamos sin resistencia”. (GARRIGOU- LAGRANGE, OP, Réginald. La predestinación de los santos y la gracia. Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1947, p. 280).

3 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana . 5ª ed. Madrid: BAC, 1968, p. 314.

4 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Somos hijos de Dios. Madrid: BAC, 1977, p. 63.

5 Cf. ROBERT, A. y TRICOT, A. Initiation Biblique. 2ª ed. París: Desclée & Cie, 1948, pp. 721-722.

6 Ídem, p. 722.

7 SAN JERÓNIMO. Comentario al Evangelio de Marcos. Homilía 2 En: ODEN, Thomas C. y HALL, Christopher A. La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia. Nuevo Testamento. Madrid: Ciudad Nueva, 2000, v. II, p. 68.

8 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. Jesucristo y la vida cristiana. Madrid: BAC, 1961, pp. 104-124.

9 Cf. CASTRILLO AGUADO, Tomás. Jesucristo Salvador. Madrid: BAC, 1957, p. 311.

10 SAN AGUSTÍN. Enarrationes in Psalmos. Ps. 44, c. 3.

11 SAN IGNACIO DE LOYOLA, op. cit., p. 186.

12 TUYA, OP, Manuel de, y SALGUERO, OP, José. Introducción a la Biblia. Madrid: BAC, 1967, v. II, p. 573.

13 SAN JUAN CRISÓSTOMO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea – Expositio in Marcum . c. 1, l. 9.

14 Ídem, ibídem.

15 Cf. MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los cuatro Evangelios. Madrid: BAC, 1950, v. I, p. 464.

16 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Obras Ascéticas. Madrid: BAC, 1952, v. I, p. 498.

17 SAN FRANCISCO DE SALES. Obras selectas. Madrid: BAC, 1953, v. I, p. 235.

18 SAN IGNACIO DE LOYOLA, op. cit., p. 139.

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