Comentario al Evangelio – Domingo XIX del Tiempo Ordinario

Publicado el 08/06/2015

 

 

EVANGELIO

 

En aquel tiempo, 41 los judíos murmuraban de Él porque había dicho: “Yo soy el Pan bajado del Cielo”, 42 y decían: “¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su Madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del Cielo?” 43 Jesús tomó la palabra y les dijo: “No critiquéis. 44 Nadie puede venir a Mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y Yo lo resucitaré en el último día. 45 Está escrito en los profetas: ‘Serán todos discípulos de Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a Mí. 46 No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ése ha visto al Padre. 47 En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. 48 Yo soy el Pan de la vida. 49 Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; 50 éste es el Pan que baja del Cielo, para que el hombre coma de él y no muera. 51 Yo soy el Pan vivo que ha bajado del Cielo; el que coma de este Pan vivirá para siempre. Y el Pan que Yo daré es mi Carne por la vida del mundo” (Jn 6, 41-51).

 


 

XIX Domingo del Tiempo Ordinario “Yo soy el Pan vivo que ha bajado del Cielo”

 

 

Al comer el fruto prohibido, nuestros primeros padres pecaron y la muerte entró en el mundo. Por medio de otro alimento, el “Pan bajado del Cielo”, nos fue restituida la vida. En la Eucaristía, el proprio Dios se ofrece al hombre como comida, dándole infinitamente más de lo que había perdido.

 


 

I – Dios se ofrece como alimento

 

El tomar un primer contacto con este pasaje del Evangelio de San Juan, enseguida nos encontramos con la sorprendente, obstinada e ilógica incredulidad de los contemporáneos de Jesús con relación a su divinidad.

 

Transcurridos dos milenios, tal vez nos sea difícil comprender que alguien pudiese dudar de la divinidad del Señor ante pruebas tan evidentes: curación de toda clase de enfermedades, liberación de posesiones diabólicas, resurrecciones y otros milagros asombrosos, entre ellos la transformación del agua en vino, o la multiplicación de panes y peces ocurrida poco antes del episodio relatado en este Evangelio del decimonoveno domingo del Tiempo Ordinario.

 

¿Cómo era posible entonces que alguien contestase las claras afirmaciones de Jesús respecto de su divinidad y despreciase sus divinos atributos? ¿Qué llevaba a sus contemporáneos a tomar tal actitud?

 

Cuando en el hombre predomina la materia

 

La naturaleza humana es un compuesto de espíritu y materia —el alma y el cuerpo— en el cual existe una jerarquía donde la parte espiritual debe gobernar la material, algo que se logra mediante la práctica de la virtud, con el auxilio de la gracia. Pero, cuando el hombre se deja dominar por las potencias inferiores, las pasiones desordenadas ejercen una tiranía sobre la parte más noble y elevada, y la persona se entrega al vicio. En el primer caso predomina el espíritu y decimos que nos hallamos ante el hombre espiritual; en el segundo, prevalece la materia: es el hombre carnal o, como se dice actualmente, materialista.

 

Detengámonos un poco en este segundo caso, intentando describir ciertos rasgos de la psicología del hombre carnal, para así comprender mejor la dureza de corazón de los contemporáneos de Jesús.

 

El materialista se vuelca principalmente al goce sensible de la vida. Sus horizontes intelectuales apenas abarcan algo más que la realidad concreta. Se diría que perdió la capacidad de ver los hechos en tres dimensiones, mirándolo todo desde un solo plano —el de sus pequeños intereses personales e inmediatos— sin la profundidad de lo eterno. De ahí su incapacidad para captar las realidades más altas, de orden sobrenatural. El materialista es un miope del espíritu. Se vuelve incapaz de elevar la mirada a los grandes horizontes de la Fe que Dios le ofrece en su misericordia.

 

Visión deformada de los contemporáneos de Jesús

 

Esta distorsionada impostación de espíritu es la que llevaba a los contemporáneos de Jesús a ver en Él solamente al hijo del carpintero José y nada más. Eran incapaces de admirar y venerar sus excelsas virtudes, las que no podían dejar de traslucir su divinidad, porque tenían el espíritu endurecido por la consideración de la mera realidad concreta, inmediata y visible. No podían admitir que Aquel que habían visto crecer y vivía entre ellos pudiera ser Dios y Hombre: “¿Cómo dice ahora que ha bajado del Cielo?”.

 

De esa visión materialista nacía la imposibilidad de aceptar el mayor don de Dios a la humanidad: la Eucaristía, tema de este Evangelio.

 

En efecto, las realidades visibles son imágenes de las invisibles y sobrenaturales, como enseña San Pablo: “Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras” (Rom 1, 20). Sin embargo, para tener esa visión del universo es necesario ser hombre espiritual.

 

Ahora bien, carnal y orientada para la realidad concreta, la mayoría de los judíos no podría comprender lo que les quería decir el Divino Maestro cuando hablaba de un “Pan bajado del Cielo” que les traía la vida eterna. Para ellos, la única finalidad del alimento era sustentar la vida material humana. Su intelecto difícilmente podía alcanzar esta verdad trascendente: cuando Dios creó al hombre con necesidad de alimentarse, tenía en vista la institución de la Eucaristía, para poder sustentar, por medio del “Pan bajado del Cielo”, su vida sobrenatural.

 

El alimento favorece la unión de quienes lo comparten

 

La alimentación, aparte de la finalidad inmediata de conservar la vida del hombre, juega un importante papel social: une a las personas. Por ejemplo, es en torno a la mesa donde la familia se reúne todos los días y pone en común no sólo los alimentos, sino también los sentimientos, los ideales, el modo de ser e incluso los problemas domésticos. En la mesa es donde se conversa y los padres encuentran una de las mejores ocasiones para ir formando el espíritu de sus hijos.

 

El hecho de sentarse todos juntos para comer establece un especial lazo de unión entre los componentes de una familia, de un grupo de amigos o de una comunidad religiosa, que trasciende los simples manjares para valores más altos. El alimento posee algo que favorece la unión de quienes lo comparten. Los vínculos familiares, sociales y religiosos se robustecen y la verdadera amistad se consolida.

 

Es también en torno a la mesa donde se conmemoran los pequeños o grandes acontecimientos de la vida.

 

La muerte entró en el mundo por el mal uso del alimento

 

Incluso en el Paraíso Terrenal, donde el hombre tenía los instintos perfectamente ordenados, es de suponer que, si el pecado no hubiera existido y la vida se desarrollara en condiciones normales, sería alrededor del acto de nutrirse donde trascurrirían los mejores momentos de la convivencia social y familiar.

 

Y como el más grande don de Dios a la humanidad sería dado bajo la forma de alimento, fue a través de un elemento nutritivo como el Creador quiso poner a prueba a nuestros primeros padres, para concederles después tan alta dádiva: “Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir” (Gen 2, 16-17). Ésta es la forma característica que Dios tiene de actuar. Pide una pequeña renuncia para dar después, en recompensa, una infinitud.

 

Comer el fruto prohibido fue el acto que introdujo la muerte en el mundo; por medio del “Pan bajado del Cielo” nos fue restituida la vida. “El que coma de este Pan vivirá para siempre”. El primer pecado fue cometido por el abuso de un alimento, y la salvación eterna nos llega a través de otro. La Eucaristía se presenta como una respuesta, de parte de Dios, al pecado original, dando a los hijos de Adán infinitamente más de lo que habían perdido: es el propio Dios el que se ofrece como alimento al hombre. No es posible una donación más grande que la de la Eucaristía: “Y el Pan que Yo daré es mi carne por la vida del mundo”.

 

Con estos presupuestos meditaremos mejor este trecho del Evangelio, aumentando nuestro amor y reconocimiento al Divino Redentor, por el inmenso don de la Eucaristía.

 

II – Eucaristía y vida eterna

 

En aquel tiempo, 41 los judíos murmuraban de Él porque había dicho: “Yo soy el Pan bajado del Cielo”, 42 y decían: “¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del Cielo?” 43 Jesús tomó la palabra y les dijo: “No critiquéis”.

 

Estas palabras de Jesús fueron pronunciadas en la sinagoga de Cafarnaún. El día anterior había obrado el prodigio de la multiplicación de los panes, figura del milagro muchísimo más portentoso de la Eucaristía. Maravillada, la muchedumbre iba tras su pista hasta encontrarlo en aquella ciudad. Sin embargo, al ser interpelado por aquel gentío, Jesús les censura su poco espíritu de fe y su mentalidad materialista: “En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre” (Jn 6, 26-27).

 

Al multiplicar los panes y los peces Cristo había demostrado su poder sobre la materia, preparando de esta manera al pueblo para creer en la Eucaristía. Pero el corazón de sus oyentes se endureció y, ante el anuncio de tan grande don, dudaron, aferrándose a las realidades visibles y concretas. Para ellos Jesús seguía siendo “el hijo de José”. Ni siquiera la creencia, por entonces muy difundida en Israel, de que el Mesías traería consigo un nuevo maná contribuyó a abrir sus ojos y corazones ante la multiplicación de los panes.

 

Solamente Dios puede mover las almas rumbo a la perfección

 

44 “Nadie puede venir a Mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y Yo lo resucitaré en el último día”.

 

Esta frase tan sencilla contiene un valioso principio teológico que debe guiar tanto la actividad pastoral de los sacerdotes como el apostolado de los laicos: todo el bien que podamos hacer se origina en una iniciativa de Dios.

 

Cuántas veces, en nuestra actividad, creemos haber hecho grandes cosas, formulado ideas acertadas, hablado de manera atractiva, escrito palabras sublimes… Todo eso viene de Dios. ¿Nuestra acción obtuvo algún resultado? ¿Hubo almas que se enfervorizaron, cambiaron de vida, abandonaron la senda del pecado? Fue la gracia de Dios la que actuó en ellas y las movió a aceptar bien lo que se haya dicho o hecho.

 

El Señor emplea el término “nadie”, lo cual no da margen a excepciones. “Nadie puede venir a Mí si no lo atrae el Padre”. El propio Jesús, el Hombre Dios, a pesar de tener todo el poder, nos brinda un divino ejemplo de humildad, atribuyendo al Padre la iniciativa del bien que realiza Él. Incluso en nuestra vida espiritual, cualquier movimiento de nuestra alma rumbo a la perfección se debe a una acción de la gracia. Siempre es Dios quien toma la iniciativa de atraernos.

 

Hay quienes discuten el papel del libre albedrío en esta atracción sobrenatural ejercida por Dios, alegando que el término “atrae” implica cierta violencia. Santo Tomás 1 responde a esta objeción con su lógica tan característica, explicando que puede haber distintas formas de atracción, sin violencia ni constreñimiento. Se puede atraer a alguien mediante un artificio de la inteligencia. Pero Dios también puede acercarnos a Él valiéndose del encanto y la belleza de su majestad.

 

De modo semejante, el P. Manuel de Tuya destaca el papel de la libertad humana frente a la acción de la gracia: “Dios trae las almas a la fe en Cristo: cuando Él quiere, infaliblemente, irresistiblemente, aunque de un modo tan maravilloso que ellas vienen también libremente, cuyo aspecto de libertad, en el hombre, se destaca especialmente en el versículo 45b”. 2

 

En el mismo sentido se pronuncia San Agustín, con el vuelo característico de su inteligencia privilegiada, cuando comenta este mismo pasaje con palabras inflamadas: “No dijo ‘si no le guía’, sino ‘atrae’. Violencia es ésta que se le hace al corazón, no a la carne. ¿De qué te admiras? Cree, y vienes; ama, y eres atraído. No juzguéis que se trata de una violencia gruñona y despreciable; es dulce, suave; es la misma suavidad lo que te atrae. Cuando la oveja tiene hambre, ¿no se la atrae mostrándole hierba? Y paréceme que no se la empuja; se la sujeta con el deseo. Ven tú a Cristo así”. 3

 

¿Y por qué quien atrae el alma es el Padre y quien resucita el cuerpo el último día el Hijo? San Juan Crisóstomo esclarece la cuestión: “El Padre atrae, pero Él [Jesús] resucita. No porque separe sus obras del Padre, ¡cómo podría ser!, sino porque así demuestra que el poder de ambos es igual”. 4

 

La voz del Padre nos atrae y conduce a Cristo

 

45 “Está escrito en los profetas: ‘Serán todos discípulos de Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a Mí”.

 

Visto que no creían en sus obras, Jesús invoca la autoridad de los profetas para insinuar que estaba realizándose una de las predicciones indicativas de la llegada de la era mesiánica.

 

Fillion comenta: “El texto citado por Jesús, ‘serán todos discípulos de Dios’, está tomado del profeta Isaías (54, 13), que, en un cuadro admirable, expone los beneficios que el Señor derramará sobre su pueblo en la época del Mesías. Uno de sus favores más preciados consistirá, justamente, en que las almas de buena voluntad serán instruidas y atraídas directamente por Él”. 5

 

Gomá y Tomás afirma que este “divino magisterio será la forma con que atraerá Dios a sí a los hombres”. Pero, para que la atracción sea eficaz es preciso oír su voz “como se oye la voz del maestro, y aprender, es decir, prestar humilde asentimiento a lo que se oye: es la conjugación de los dos factores de la vida sobrenatural, la gracia y la libertad”. 6

 

¿Cómo se hará oír esa voz inefable si no podemos escucharlo ni hablar con Él, como Moisés podía hacerlo en el Sinaí y en la Tienda de la Reunión, donde Dios le hablaba como a un amigo (cf. Ex 33, 11)?

 

San Agustín explica con más claridad cómo se realiza esta enseñanza de Dios: “Ciertamente está muy lejos de los sentidos corporales esta disciplina o escuela en que el Padre enseña y es escuchado para que se venga al Hijo. Allí está, además, el mismo Hijo, puesto que es su Verbo, por quien de esta manera enseña; lo cual no hace por medio de los oídos del cuerpo, sino del alma” 7

 

En efecto —explica la teología mística—, así como el cuerpo tiene cinco sentidos a través de los cuales la persona entra en contacto con el mundo exterior, al alma se le pueden atribuir, de modo figurado, sentidos mediante los cuales se comunica con el mundo sobrenatural.

 

Entonces, ¿es posible oír la voz de Dios? Sí. Él puede hablarnos de diversas formas. Sobre todo cuando nos recogemos para rezar, para escuchar su Palabra, para elevar el alma hacia Él. Dios nos habla con más frecuencia cuando hacemos silencio a nuestro alrededor; difícilmente se comunica con nosotros en medio del tumulto, de la agitación o de las prisas excesivas. Será, por ejemplo, durante una visita al Santísimo Sacramento, durante una celebración litúrgica, en un momento de oración al final del día, cuando todo movimiento ha cesado y el silencio de la noche invita a la reflexión. ¡Qué elocuente es a veces el silencio! En esos momentos preciosos, el Padre nos habla y nos enseña a ir al encuentro de su Hijo.

 

Benedicto XVI, en un discurso a una delegación de Obispos recién nombrados, resaltó la importancia del silencio para que pueda ser escuchada la voz de Dios: “En las ciudades en las que vivís y actuáis, a menudo agitadas y ruidosas, donde el hombre corre y se extravía, donde se vive como si Dios no existiera, debéis crear espacios y ocasiones de oración, donde en el silencio, en la escucha de Dios mediante la lectio divina, en la oración personal y comunitaria, el hombre pueda encontrar a Dios y hacer una experiencia viva de Jesucristo que revela el auténtico rostro del Padre”. 8

 

46 “No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre”.

 

Los judíos sabían que nadie podía ver a Dios cara a cara, tal como lo había dicho a Moisés después de que éste pidiera: “Muéstrame tu gloria” (Ex 33, 18). Pues ver a Dios conllevaría la muerte: “Pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida” (Ex 33, 20). Al afirmar que había visto al Padre, Jesús descubría su divinidad. Con tal declaración, afirma Gomá y Tomás, “ha respondido Jesús a la murmuración de los judíos”. 9

 

Fuente de vida para el alma y para el cuerpo

 

47 “En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna”.

 

La expresión “en verdad, en verdad os digo” era considerada una especie de juramento entre los judíos, análogo a la fórmula “palabra de honor” usada para enfatizar la veracidad de un testimonio o declaración. Cuando el Divino Maestro quería sellar con su autoridad una afirmación determinada, la precedía con esta expresión. Maldonado transcribe las palabras de San Cirilo de Alejandría para interpretar este pasaje: “Sabía Cristo que los judíos eran hombres rudos y que ni siquiera a los profetas creían plenamente; por eso intercala este juramento, para forzarles a creer”. 10

 

Prosiguiendo su lúcido comentario, Maldonado analiza el tiempo del verbo tener que aquí es utilizado por el Señor: “Dice tiene en vez de tendrá, porque, aunque no la tenga de presente, ya tiene derecho a ella. Puerta y camino para la vida eterna es la fe, dice Cirilo. Por tanto, quien cree, ya ha pasado la puerta; si quiere, puede salvarse; quien no cree, muy lejos está de la vida eterna; aunque quiera salvarse, no puede si primero no viene a la fe”. 11

 

48 “Yo soy el Pan de la vida. 49 Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; 50 este es el Pan que baja del Cielo, para que el hombre coma de él y no muera. 51 Yo soy el Pan vivo que ha bajado del Cielo; el que coma de este Pan vivirá para siempre. Y el Pan que Yo daré es mi Carne por la vida del mundo”.

 

La interpretación de este pasaje ha originado gran controversia a lo largo de los siglos. Los que comieron el maná en el desierto murieron como todos los hombres; pero también mueren físicamente los que comen el “Pan vivo”. ¿En qué sentido emplea Jesús los conceptos de muerte y vida?

 

Maldonado, tras un extenso análisis de las diversas opiniones, opta por una interpretación más abarcadora. Según este eminente exégeta, Jesús usa los referidos conceptos en dos sentidos: “Se trata a la vez de la vida y de la muerte del cuerpo y del alma”. 12 De la muerte del cuerpo, cuando se refiere al maná, puesto que los judíos lo comieron y todos murieron, al igual que el común de los hombres; y de la vida del alma, cuando alude al “Pan vivo que ha bajado de Cielo”, que da la vida eterna al alma. En esta duplicidad de sentidos está “la fuerza y elegancia de la frase de Cristo”. 13 El uso de estas figuras lingüísticas era frecuente en el Divino Maestro, y tenía la intención de “elevar a los judíos, carnales, de las cosas materiales a la espirituales”. 14

 

Pero el Pan del que habla el Señor no sólo otorga la vida del alma, sino también del cuerpo: “Yo le resucitaré en el último día”.

 

“Cuando [el Cuerpo de Cristo] da al alma la vida, esto es, la gracia, otorga al cuerpo una prenda y como principio de la bienaventuranza que llamamos vida eterna. La bienaventuranza del alma redunda en el cuerpo, como los méritos del alma repercutieron en el cuerpo […]. Porque el Cuerpo de Cristo, que por la unión hipostática con la divinidad tiene en sí vida infinita y divina, la engendra también en nosotros con su contacto físico cuando realmente le recibimos en el Sacramento de la Eucaristía. Pone en nuestros cuerpos una semilla de inmortalidad que después florece en una resurrección harto distinta de la de los cuerpos de los condenados”. 15

 

Y Maldonado repite a San Ireneo: “Así como el grano de trigo tiene una fuerza germinal, por la cual, arrojado en el surco y podrido, se reproduce, así también el Cuerpo de Cristo tiene una eficacia generativa que se comunica a nuestros cuerpos, en virtud de la cual, aun deshechos ellos en polvo, resurgen y nacen de nuevo”. 16

 

Es de esta forma —concluye Maldonado— que el “el Cuerpo de Cristo sacramentado que recibimos hace inmortal a nuestro cuerpo mortal”. 17

 

Alimento que comunica la virtud vivificante

 

Recurramos a la ciencia teológica y al talento de Dom Guéranger para explicitar mejor los efectos maravillosos y sobrenaturales de la Eucaristía en aquellos que la reciben en condiciones dignas. Como lo propio del alimento es aumentar y conservar la vida, el Verbo de Dios “se hizo Alimento, Alimento vivo y vivificante bajado de los Cielos. Siendo partícipe de la vida eterna, que recoge directamente del seno del Padre, la Carne del Verbo comunica esta vida a quien se alimenta de ella. Lo que es corruptible por naturaleza, dice San Cirilo de Alejandría, no puede ser vivificado salvo por la unión corporal con el Cuerpo de quien es vida por naturaleza. Tal como dos pedazos de cera fundidos por el fuego se convierten en uno solo, así ocurre con nosotros y Cristo debido a la participación de su Cuerpo y Sangre preciosos. […] Así como un poco de levadura, dice el Apóstol, hace fermentar toda la masa (cf. I Cor 5, 6), este Cuerpo, al entrar en el nuestro, lo transforma en Él por completo. Pero no hay nada que pueda ingresar de esta manera en nuestra sustancia corporal, a no ser la comida y la bebida; y éste es el modo, apropiado a su naturaleza, por medio del cual nuestro cuerpo adquiere la virtud vivificante”. 18

 

III – La Mujer eucarística

 

Aunque el Evangelio no mencione a María, Madre de Jesús, sabemos por la teología y por el Magisterio de la Iglesia que fue la primera criatura humana en recibir el beneficio de esta promesa del Señor: “Yo le resucitaré”. Pues María Santísima fue asunta al Cielo en cuerpo y alma.

 

María deseó ardorosamente la Eucaristía

 

En relación a la Eucaristía, Ella no sólo nunca dudó —como lo hicieron tantos de sus coetáneos—, sino que deseó ardorosamente que llegase el día en que el Señor cumpliría la promesa de dar su Carne como alimento y su Sangre como bebida. En consecuencia, podemos imaginarnos cuánto Ella debió de exultar de alegría al oír el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, mientras recordaba la inefable convivencia mística que había tenido con el Verbo Encarnado durante los nueve meses en que éste permaneció dentro del claustro materno.

 

Por otra parte, afirma Jourdain: “Puede decirse, sin temor a equivocarse, que fue principalmente para su Santísima y Beatísima Madre para la que Nuestro Señor Jesucristo instituyó el sacramento de la Eucaristía. Sin duda que lo instituyó para la Iglesia entera, pero después de Jesús, María es la parte principal de la Iglesia”. 19 Y así como Ella dio su consentimiento para que su Hijo se ofreciera como víctima al Padre, por la Redención del género humano, también “dio su consentimiento al acto por el cual su Divino Hijo, disponiendo de sí mismo según la voluntad del Padre, se entregó a nosotros como víctima, como alimento y como compañero de exilio en esta vida”, 0 en el sacramento de la Eucaristía.

 

La Iglesia está llamada a la imitación de María

 

“María es Mujer ‘eucarística’ con toda su vida”, afirma Juan Pablo II en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia. Por eso “la Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo misterio”. 21

 

Poco más adelante añade el Pontífice: “En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la Encarnación del Verbo de Dios. […] Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada Comunión Eucarística?”. 22

 

Explica también que María hizo suya la “dimensión sacrificial de la Eucaristía”, no tan sólo en el Calvario, sino a lo largo de toda su existencia al lado de Cristo. “Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de ‘Eucaristía anticipada’ se podría decir, una ‘comunión espiritual’ de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la Pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la Celebración Eucarística, presidida por los Apóstoles, como ‘memorial’ de la Pasión”.23

 

Por eso, vivir el memorial de la Muerte de Cristo en la Eucaristía implica recibir constantemente a María como Madre. “Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por Ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras Celebraciones Eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía”. 24

 

Que estas hermosas y profundas consideraciones, tan eucarísticas y marianas, nos ayuden a compenetrarnos mejor acerca de la sublimidad de este inmenso don de Dios a la humanidad así como también del papel de María en la devoción eucarística de los fieles, sean laicos o sacerdotes. ²

 

 


 

1) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Ioannem. C.VI, lect.5.

2) TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v.V, p.1107.

3) SAN AGUSTÍN. Sermo CXXXI, n.2. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, v.XXIII, p.157.

4) SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XLVI, n.1. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (30-60). Madrid: Ciudad Nueva, 2001, v.II, p.175.

5) FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Vida pública. Madrid: Rialp, 2000, v.II, p.245.

6) GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Años primero y segundo de la vida pública de Jesús. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v.II, p.384.

7) SAN AGUSTÍN. De prædestinatione sanctorum. C.VIII, n.13. In: Obras. 2.ed. Madrid: BAC, 1956, v.VI, p.507.

8) BENEDICTO XVI. Discurso a ciento siete Obispos nombrados en los últimos doce meses, 22/9/2007.

9) GOMÁ Y TOMÁS, op. cit, p.385.

10) MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelio de San Juan. Madrid: BAC, 1954, v.III, p.398.

11) Idem, ibidem.

12) Idem, p.405.

13) Idem, ibidem.

14) Idem, p.406.

15) Idem, p.407.

16) Idem, p.408.

17) Idem, ibidem.

18) GUÉRANGER, OSB, Prosper. L’Année liturgique. Le Temps après la Pentecôte – I. 17.ed. Tours: Alfred Mame et fils, 1921, p.307-308.

19) JOURDAIN, Zéphyr-Clément. Somme des grandeurs de Marie. 2.ed. Paris: Hippolyte Walzer, 1900, t.IV, p.561.

20) Idem, p.562.

21) JUAN PABLO II. Ecclesia de Eucharistia, n.53.

22) Idem, n.55.

23) Idem, n.56.

24) Idem, n.57.

 

 

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