Comentario al Evangelio – Domingo XV del Tiempo Ordinario – Los Doce son enviados en misión
Jesús otorgó a los Apóstoles el poder de expulsar a los espíritus inmundos y el don de curar a los enfermos, para que los hombres de aquel tiempo creyeran en el mensaje del Evangelio. En nuestros días, ¿cuál es la prueba de autenticidad de la Buena Noticia que los evangelizadores deben presentar al mundo moderno?
I – La Cruz, compañera inseparable del apóstol
Antes de enviar a los Apóstoles en misión a predicar el Evangelio, Jesús les entrega preciosos consejos que aunque puedan parecer un poco difíciles de llevar a la práctica, han conservado completa validez, porque las palabras del Señor permanecen para siempre.
Cristo les hablaba a los hombres de su tiempo empleando los recursos lingüísticos propios de la cultura oriental, donde abundan las imágenes, los enigmas, las parábolas. Pero si estas son debidamente interpretadas revelarán valiosas normas de apostolado, de suma utilidad para el que sigue hoy los pasos del Maestro en la meritoria y ardua tarea de evangelizar.
Antes de pasar a las consideraciones del Evangelio para el 15º domingo del Tiempo Ordinario, detengámonos un poco en el episodio previo —la visita a Nazaret— para que así podamos penetrar en el sentido de las enseñanzas de Nuestro Señor a los Doce, en vista de la misión que iba a darles.
Sus compatriotas los rechazaron
En términos coloquiales, se podría decir que la predicación de Jesús en Nazaret fue un verdadero fracaso: probablemente no logró convertir a nadie y casi no hizo milagros.
San Marcos reproduce los comentarios que hicieron los conocidos “del carpintero”, en los cuales se refleja el deplorable vicio de la envidia, recurrente en la comparación entre las cualidades propias, sobrevaloradas por un análisis complaciente, con los talentos de los demás. Y en este caso se comparaban con el propio Cristo: “¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?” (Mc 6, 3). En otras palabras, “¿acaso no es ese hombre que conozco de tanto tiempo atrás, que vale lo mismo que yo, y ahora viene acá como profeta, haciendo milagros? ¿Cómo puede tener esos dones mientras que yo no?”.
A menudo la convivencia muy estrecha y asidua provoca un curioso fenómeno de ceguera espiritual con relación a las cualidades y virtudes del prójimo. Los habitantes de Nazaret no veían en Jesús más que al “car pintero”, el “hermano de Santiago”.
Fueron incapaces de descubrir en Él al Hijo de Dios; y sin embargo, ¡era el Mesías prometido!
Cabe notar que Jesús, antes de ir a Nazaret, había obrado un milagro que asombró a todos los presentes: resucitar a la hija de Jairo, recién fallecida, y luego “partió de allí y fue a su ciudad” (Mc 6, 1). Hacer que un muerto regrese a la vida pertenece solamente al poder de Dios; era, pues, natural que noticia de semejante magnitud se adelantara rápidamente al Divino Maestro. Cuando Él llegó a Nazaret, el extraordinario suceso ya estaba en conocimiento público.
Se podía esperar que tal acontecimiento despertara la alegría de sus compatriotas, sobre todo de sus pa rientes más cercanos, porque Dios había elegido a uno entre ellos para tan alta misión. ¡No! Al contrario, cerraron el corazón, rechazaron a Jesús e incluso trataron de matarlo, como relata San Lucas (4, 29). Misterio de iniquidad…
El Maestro forma el espíritu de los Apóstoles
Nace entonces la pregunta: ¿por qué razón Cristo, que lo conocía todo, quiso visitar Nazaret en compañía de los Apóstoles?
Sabía de antemano que su predicación sería inútil… Además, había vivido allí desde su regreso de Egipto y conocía a fondo la dureza del corazón de sus coterráneos. Sin duda que debió empeñarse a lo largo de aquel período en abrirles el alma a la grandeza de los días que les tocaría vivir cuando Él se manifestara como Mesías. Y sabía también cuán lejos estaban ellos de tan grandiosos panoramas.
¿Qué lo llevó, entonces, a Nazaret? Una de las razones, seguramente, era preparar a los Apóstoles para la misión de anunciar el Evangelio.
El Señor había recorrido Galilea practicando toda clase de milagros pero, por el modo en que San Marcos Evangelista relata la visita a Nazaret, lo ocurrido en esta ciudad dejó una huella no menos profunda en el corazón de los discípulos, quienes no pasaron por alto este aparente fracaso: “Y no pudo hacer allí ningún milagro” (Mc 6, 5).
Para formar el espíritu de los Apóstoles, el propio Jesús no dejó de manifestarles cuán inusitada era la incredulidad de aquella gente: “Se asombraba de su incredulidad” (Mc 6, 6). De esta manera, mediante el choque producido ante la tan sorpresiva actitud de los nazarenos —rehusar la gracia y los beneficios que se les ofrecían— Cristo pretendía ciertamente enseñar, de divina manera, que quien se dedica al apostolado no puede acariciar ilusiones.
Pues la tendencia normal del apóstol es la de difundir el bien, sobre todo entre sus más allegados; pero a veces será entre estos mismos donde encontrará el mayor repudio.
Actitud del apóstol frente al rechazo
¿Qué se ha de hacer? La verdad no debe ser impuesta, sino ofrecida con modestia. Si los oyentes no la quieren aceptar, que entonces el apóstol, en lugar de insistir, procure anunciarla a quien tenga buena disposición.
Por esto Jesús no hizo milagros en Nazaret: de haber querido imponer la verdad mediante señales extraordinarias, aumentaría la culpa de quienes lo rechazaban. Así aun realizaba un acto de misericordia con quien cerraba su alma al Bien.
¿Qué debe hacer el apóstol cuando algún lugar lo rechaza? El ejemplo dado por el Maestro es inequívoco: “Y recorría las aldeas vecinas enseñando” (Mc 6, 6).
Es admirable el modo como preparaba el Señor a sus Apóstoles para la misión que habría de darles inmediatamente después. Su divino método pedagógico se basaba en su ejemplo sublime.
Primero hizo que lo acompañaran en la predicación, vieran los milagros, participaran incluso en la fracasada incursión a Nazaret, donde todo parecía anticipar una predicación exitosa.
Sólo después los envía en misión a predicar la Buena Nueva, con sus espíritus ya preparados por la experiencia y habiendo abatido un tanto la ilusión de esperar una larga y cómoda avenida de logros.
El apóstol no debe esperar éxitos en su camino, sino la mayoría de las veces incomprensiones, obstáculos y sufrimiento. La Cruz será la compañera inseparable del verdadero apóstol, por más que se le haya concedido el don de hacer milagros y dominar los espíritus impuros.
II – Recomendaciones del Divino Maestro
Y llamó a los Doce…
Todo lo que hacía Nuestro Señor entregaba principios de altísima sabiduría, pues sus acciones eran realizadas con perfección divina. Podemos, así, preguntarnos por qué eligió doce Apóstoles y no otro número cualquiera, de acuerdo a las necesidades concretas del momento. En sus comentarios al Evangelio de San Mateo, Santo Tomás de Aquino propone una razón: “¿Por qué doce ? Para mostrar la concordancia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: así como en el Antiguo hubo doce Patriarcas, en el Nuevo hay doce” Apóstoles. 1
En seguida, muy según el gusto medieval, el Doctor Angélico discurre sobre la simbología de los números y plantea otro motivo: “Era también para indicar la perfección, porque el número doce resulta de dos veces seis, y el seis es un número perfecto, ya que se compone de todas sus partes: proviene de uno, de dos o de tres, y esas partes sumadas unas con otras dan seis. Así, el Señor eligió a doce para indicar perfección: ‘Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’ (Mt 5, 48)”. 2
…y comenzó a enviarlos de dos en dos…
El hecho de enviar a los Apóstoles de dos en dos obedece a un principio de prudencia. Dada la naturaleza sociable del hombre, la compañía de un hermano sirve de valioso apoyo psicológico, sea en las dificultades concretas de la vida como en las pruebas espirituales, haciendo más llevadero el peso a cargar.
Así les enseñaba Nuestro Señor, con solicitud divina, una norma de conducta que favorecía la práctica de la virtud de la perseverancia, y sería imitada por tantos religiosos a lo largo de los siglos. Dicha norma favorece también las virtudes de la vigilancia y la humildad, pues quien acepta la compañía de un hermano y se somete a la vigilancia de éste, reconoce implícitamente la debilidad propia.
El demonio tendrá más dificultades para vencerlo con sus asechanzas, y el mundo menos poder para embaucarlo con sus seducciones.
¡Cuántas personas, lanzadas fervientemente a la lid del apostolado, han prevaricado a lo largo del camino por confiar en sus propias fuerzas y aventurarse solas! Acabaron tristemente seducidas por las ilusiones del mundo… La compañía de un hermano siempre es una salvaguarda contra un sinfín de tentaciones y seduc ciones, las cuales pueden presentarse hoy como nunca en los más sagrados recintos, o también en la tranquilidad del hogar, durante una “navegación” imprudente por los vastos y peligrosos espacios virtuales de Internet…
Hace dos mil años no existían los riesgos morales de nuestra época. Aun así Nuestro Señor envió de dos en dos a sus Apóstoles, para ayudarse y sostenerse mutuamente en la fe cuando surgieran dificultades: “Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos” (Mt 10, 16).
El Padre Manuel de Tuya subraya asimismo que el hecho de partir en parejas posibilitaba a los Apóstoles “ayudarse y vigilarse” entre ellos, observando que con eso conferían autenticidad a sus palabras, ya que “nadie podía sospechar del que tiene un testigo”. 3
El Abate Duquesne aduce otras razones, no menos importantes: “Con esto, el Señor quería indicar también la unión que debe reinar entre sus ministros y sus verdaderos discípulos”. 4
Y concluye el comentario con un sabio consejo: “Es una máxima de prudencia procurar, tanto como sea posible, este auxilio que Cristo estableció, santificó y ofreció a sus Apóstoles” . 5
La Sabiduría nos habla en igual sentido: “Más vale dos que uno solo, porque logran mejor fruto de su trabajo. Si uno cae, el otro lo levanta; pero ¡ay del solo, que, si cae, no tiene quien lo levante!” (Ecl 4, 9-10).
…dándoles poder sobre los espíritus inmundos.
He aquí otra irrefutable prueba de la divinidad de Nuestro Señor. Como los ángeles ostentan un poder muy superior al de los hombres, nadie puede vencer a un espíritu impuro salvo con el auxilio de Dios. Cristo no sólo tiene este poder, sino también la capacidad de comunicarlo a los Apóstoles, porque es Dios. Y la Iglesia, hasta los días de hoy, lo otorga a sus ministros, designando exorcistas para expulsar —en caso de posesión diabólica comprobada y obedeciendo estrictas normas— a los espíritus impuros con el poder recibido del Señor.
En el tiempo de Jesús el imperio del mal se extendía sobre la humanidad entera, inmersa en las tinieblas del paganismo y la idolatría, manifestándose frecuentemente a través de posesiones como las relatadas en numerosos pasajes evangélicos.
Quizá en nuestros días el dominio del mal sobre el mundo no sea tan visible como en la Antigüedad, pero no cabe duda que su acción es más amplia e insidiosa, haciendo creer a un gran número de personas que no existen el demonio ni el pecado. Así las almas, por falta de defensa, quedan más expuestas a su maléfica influencia. La asombrosa degradación de costumbres de nuestra época, con la consecuente multiplicación de crímenes, ¿no será síntoma de esa subrepticia forma de dominación de los espíritus impuros en toda la tierra?
Les ordenó que no tomasen nada para el camino, aparte de un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja, sino que fueran calzados con sandalias y no llevaran dos túnicas.
La radicalidad de esas determinaciones de Nuestro Señor ha suscitado múltiples interpretaciones entre los exégetas y maestros espirituales de toda la historia de la Iglesia.
Para algunos, entre ellos San Francisco de Asís, dichos preceptos deben tomarse al pie de la letra, de acuerdo al ejemplo de los Apóstoles; otros interpretan las palabras del Señor en sentido figurado, haciendo debidas adaptaciones a las circunstancias de cada tiempo y lugar.
De cualquier modo, la inequívoca intención de Cristo con estas prescripciones es dejar en claro que los Apóstoles, una vez dedicados a la evangelización, no debían preocuparse de los recursos materiales, sino únicamente hacer uso de lo justo y necesario. Toda su confianza debían colocarla en la protección de Dios, tanto para obtener los medios de subsistencia como, sobre todo, alcanzar los medios sobrenaturales, es decir, la Gracia, indispensable para la conversión de las almas.
A veces el evangelizador se afana en exceso con los recursos materiales para desarrollar sus actividades en pro de la salvación de las almas, y acaba depositando la confianza en sus propios esfuerzos y cualidades naturales, olvidando que sólo Dios, con su Gracia, es capaz de mover los corazones. El resto no es otra cosa que un instrumento en manos del Altísimo, apóstol incluido.
Por ende, luego de hacer todos los esfuerzos para el buen resultado de la evangelización, debemos reconocernos “siervos inútiles” (Lc 17, 10).
El mejor modo de asegurar buenos frutos de apostolado consiste en tener el alma en esa postura de entrega absoluta en manos de la Providencia, confiando ciegamente en su auxilio.
Hagamos a un lado la interpretación de los exégetas sobre las discrepancias entre los evangelistas acerca del uso o desuso del bastón, y otros detalles de menos importancia, y dirijamos nuestra atención a la bellísima simbología que algunos autores resaltan en lo prescrito por el Divino Maestro.
Santo Tomás de Aquino recopila en la Catena Aurea algunas de esas interpretaciones simbólicas, rebosantes de sabiduría. San Agustín explica así el significado del uso de sandalias, en vez de calzado común: “San Marcos, diciendo que calcen sandalias, advierte que debe darse a este calzado una significación mística, puesto que, no dejando cubierto al pie por arriba ni por debajo desnudo, da a entender que no deben ocultar el Evangelio, ni apoyarse en las comodidades terrenas” . 6
En cuanto a la recomendación de no llevar dos túnicas para el viaje, el mismo Doctor lo interpreta así: “Y por lo que hace a no tener ni llevar dos túnicas, ¿qué otra cosa les advierte, sino que deben andar sencillamente y no con doblez?”. 7
A su vez, San Beda interpreta de la siguiente manera el simbolismo del pan, de la alforja y del dinero: “Por alforja —en sentido alegórico— se ha de entender los trabajos de la vida; por el pan, los placeres temporales; por dinero en el cinto, la sabiduría que se oculta; porque el que ha recibido la sabiduría no debe dejarse agobiar con la carga de los negocios temporales, ni consumirse en deseos carnales, ni ocultar el talento que se le ha dado de la palabra en el ocio de un cuerpo abandonado”. 8
También les decía: “Permaneced en la casa en que entréis hasta que salgáis de aquel lugar.”
San Mateo Evangelista trata este mismo episodio con más pormenores, especificando que ha de elegirse la casa de una persona digna: “En cualquier ciudad o aldea en que entréis, informaos sobre quién hay en ella digno, y quedaos allí hasta que salgáis” (Mt 10, 11).
Casi cae por su propio peso el motivo que lleva al Señor a hacer esta recomendación. “Sin una prudente elección —comenta Fillion— podrían poner en riesgo su reputación personal y dañar la causa del Reino de los Cielos.
No han de ir a casa del más rico o del más influyente, sino a la que sea más digna. Recibidos en una casa, allí permanezcan hasta su partida. Dejarla para establecerse en otra sería señal de ligereza o de escasa mortificación, que desdicen de la dignidad apostólica” . 9
“Y donde no os reciban ni escuchen, al salir de allí, sacudid el polvo de vuestros pies en testimonio contra ellos.”
Una vez más, a semejanza del ejemplo dado en Nazaret, Nuestro Señor advierte de no insistir con quienes no quieran creer en la Buena Nueva. El tiempo es una criatura de Dios, de cuyo uso se nos pedirá cuentas; desperdiciarlo en la insistencia de evangelizar a quien no quiere salvarse, implica dejar de predicar a quienes sacarían mejor provecho del mensaje de Salvación.
Estos últimos, ¿no tendrían buenas razones para recriminar en el día del Juicio a quienes los privaron de un bien tan precioso? El lenguaje de los símbolos habla mucho más a los hombres de Oriente que a nosotros los occidentales, herederos de una mentalidad dada al utilitarismo. Rasgarse las vestiduras como señal de indignación, o cubrirse la cabeza con ceniza para expresar penitencia o gran dolor, eran algunas de las actitudes que los orientales sentían necesidad de asumir para expresar sus más vivos sentimientos.
Del mismo modo, sacudirse el polvo de las sandalias al ser blanco de un gran rechazo expresa la ruptura total, la voluntad de no llevar consigo ni el polvo mismo de la tierra cuyos habitantes se han negado a aceptar la Buena Nueva. Pirot y Clamer describen el origen de tal costumbre: “Así procedían los judíos cuando abandonaban suelo pagano y pisaban Tierra Santa. Para dejar claro que no querían guardar ningún contacto impuro se sacudían hasta el polvo de sus sandalias, gesto simbólico que indicaba la completa ruptura entre el judío y el pagano. De parte de los Apóstoles, el mismo gesto se destinaba a mostrar a los judíos rebeldes ante la voz de la gracia que se habían hecho indignos del mensaje ofrecido, al punto de ser tratados y tenidos en adelante por paganos. Así actuaron en Antioquía de Pisidia, cuando una revuelta provocada por los judíos los forzó a dejar esta ciudad y partir rumbo a Iconio (cf. Hch 13, 51)” . 10
III – Efectos de la Predicación
Ellos fueron predicando penitencia.
La penitencia tiene aquí el sentido de la conversión del corazón; es decir, penitencia interior más que actos externos de mortificación —como el ayuno, vestirse de saco o cubrirse de ceniza—tan a menudo practicados por los fariseos para así ser vistos y elogiados por los hombres.
“La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia” , según enseña la Iglesia. 11
Y expulsaban a muchos demonios, y ungían con óleo a muchos enfermos y los curaban.
Además del poder de expulsar demonios, Nuestro Señor dio a los Apóstoles el don de hacer milagros.
En esta primera misión ellos obraban las curaciones ungiendo a los enfermos con óleo, mientras el Divino Maestro lo hacía simplemente con la fuerza de su palabra. El Concilio de Trento vio “insinuado” en esta unción el sacramento de la Unción de los Enfermos. Algunos teólogos han visto en ella los “orígenes reales” de este sacramento, al paso que otros la consideran tan sólo un “tipo o figura”. 12
Es momento oportuno de recordar algunos efectos de este sacramento que la Iglesia reserva a quien se encuentra en peligro de muerte a causa de enfermedad o vejez. Pa ra recibir la Unción de los Enfermos, por tanto, no hace falta que la muerte sea inminente; basta con que la enfermedad sea grave y pueda causar un eventual deceso, si bien exista esperanza de curación.
“La gracia primera de este sacramento —enseña el Catecismo de la Iglesia Católica— es una gracia de consuelo, de paz y de ánimo para vencer las dificultades propias del estado de enfermedad grave o de la fragilidad de la vejez. Esta gracia es un don del Espíritu Santo que renueva la confianza y la fe en Dios y fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente tentación de desaliento y de angustia ante la muerte. Esta asistencia del Señor por la fuerza del Espíritu quiere conducir al enfermo a la curación del alma, pero también a la del cuerpo, si tal es la voluntad de Dios. Además ‘si hubiera cometido pecados, le serán perdonados’ (St 5, 15)”. 13
Por esto no extraña que enfermos graves se hayan curado tras recibir la Unción de los Enfermos, o hayan prolongado su vida más allá de las expectativas médicas corrientes.
Así pues, no perdamos ocasión de proporcionar la gracia inestimable a quienes que reúnen las condiciones requeridas para recibirlo válidamente.
Entre sus efectos admirables —lo defienden grandes doctores y teólogos como Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, San Alberto Magno, San Alfonso de Liborio y otros— está el de preparar el alma para entrar directamente a la gloria, dependiendo de las disposiciones interiores con las cuales aquélla lo recibe.
Estos efectos, ¿no serán razón suficiente para pedir la Unción de los Enfermos con verdadera ansia cada vez que seamos visitados por una dolencia grave?
IV – A cada época Dios le da los remedios más adecuados
El mundo moderno no tiene menos necesidad de evangelización que el antiguo, pero a veces podemos sentirnos en desventaja con respecto a la época pasada si observamos el avasallador progreso del mal y la falta de obreros para anunciar la Buena Nueva. ¿Dónde están los nuevos apóstoles capaces de hacer milagros, como los de antaño, de expulsar a los espíritus inmundos y predicar la penitencia?
Dios siempre da los remedios más adecuados a los males de cada época.
Cuando Jesús convocó a los Doce, el bien de las almas hacía más conveniente que realizaran milagros portentosos a fin de probar la veracidad de la doctrina admirable que anunciaban.
¿Y hoy? ¿Qué milagros admirables debe realizar quien se dedique al apostolado, para mover las almas a la conversión? Tal vez los milagros no produzcan en nuestra época — tan secularizada— el mismo efecto que en tiempos apostólicos. El “milagro” que deben hacer los auténticos evangelizadores consiste en anunciar a Jesucristo mediante el testimonio de una vida santa, esto es, practicando la virtud, aspirando a la santidad y despreciando las solicitaciones e ilusorios encantos del mundo. He ahí el milagro que sí será capaz de asombrar a nuestro mundo secularizado, pues la práctica estable de los Diez Mandamientos no está al alcance de las meras fuerzas naturales de la voluntad humana, como nos lo enseña el Magisterio Eclesiástico; es preciso que la gracia santificante divinice al hombre y lo haga actuar y vivir en busca de la perfección.
He ahí el portentoso milagro que podrá derribar la incredulidad e indiferentismo de nuestros coetáneos, como tantas veces nos recordaron los últimos Papas, y ya lo enseñaba el Concilio Vaticano II refiriéndose al apostolado laical: “Los laicos se hacen valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos (cf. Hebr., 11, 1), se asocian, sin desmayo, a la vida de fe, la profesión de la fe. Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo”. 14
Sigamos las sabias recomendaciones del Concilio Vaticano II, erigiéndonos en genuinos heraldos de la Buena Nueva, así como los evangelizadores de los primeros tiempos de la Iglesia, sobre todo con el “pregón” de una vida irreprochable y santa, segúnlos preceptos admirables del Evangelio. Sólo así la Nueva Evangelización podrá vencer la oleada de secularismo que invade la sociedad moderna.
1 AQUINO, Santo Tomás de – Super Evangelium S. Mattæi, caput 10, lectio 1. 2 Ídem, ibídem. 3 TUYA, o.p., Padre Manuel de – Biblia Comentada: II Evangelios. Madrid: BAC, 1964, pp. 671-672. 4 DUQUESNE, L’abbé – L’Évangile médité. París: Librairie Victor Lecoffre, 1904, Vol. 12, p.223. 5 Ídem, ibídem. 6 Apud AQUINO, Santo Tomás — Catena Aurea. 7 Ídem, ibídem. 8 Ídem, ibídem. 9 FILLION, Louis-Claude – Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Madrid: Rialp, 2000, Vol.2, p. 218. 10 PIROT, Louis & CLAMET, Albert – La Sainte Bible. París: Letouzey et Ané, 1950, Vol. 9, p. 465. 11 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1431. 12 PIROT, Op. cit., p. 466. 13 Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1520. 14 Lumen Gentium, nº 35.
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