Comentario al Evangelio – Domingo XVI del Tiempo Ordinario – La mayor felicidad
En la noble y elevada convivencia con los demás, o en la relación tranquila, silenciosa y serena con Dios, encontramos la mayor felicidad en esta tierra.
I – Soledad y convivencia
La mayor felicidad en esta tierra se encuentra en la convivencia, cuando es respetuosa, noble y elevada. En el Cielo, ésta alcanzará la perfección en el pleno gozo de la visión beatífica. Por eso, no es fácil, a primera vista, entender los elogios que los Santos hacen de la soledad. Sin embargo, el aislamiento puede ser bendecido, pues constituye un medio ideal para tener una relación excelente con Dios. Puede suceder que en la sana renuncia al instinto de sociabilidad, por motivos sobrenaturales, nos sea dada —por un llamamiento de Dios y por una especial gracia— una inefable relación con Él. Justamente estos dos géneros de convivencia con Dios constituyen la esencia de los primeros versículos del Evangelio del decimosexto domingo del Tiempo Ordinario.
Reacciones animales en el hombre: las pasiones
Por estar compuestos de cuerpo y alma, tenemos algo en común con los animales, como también con los Ángeles. En nuestra imaginación y apetito sensitivo —sobre todo en la raíz de nuestras pasiones o emociones— somos semejantes a los animales. Basta estar delante de un objeto que nos atraiga o de otro que nos cause rechazo, para que nuestras emociones y pasiones nos hagan reaccionar de forma irracional.
Un águila, por ejemplo, bajará de las alturas en un vuelo en picado y certero sobre un conejo que corre por el césped. En este acto se encuentra una especie de amor del animal por el alimento, nacido del instinto de conservación, y del cual pueden brotar, a su vez, la alegría, la osadía, así como el odio a los obstáculos y a las contradicciones, el temor, etc. En esas tendencias y reacciones podemos notar una similitud con el mecanismo de nuestras pasiones.
Las pasiones no son siempre avasalladoras, aunque no es raro que lo sean. De suyo son neutras. No obstante, cuando son orientadas, gobernadas y disciplinadas por la voluntad y por la razón, y éstas por la fe, se transforman en poderosos medios para obrar maravillas. En el extremo opuesto —en su desorden— tenemos los vicios, tan frecuentes después del pecado original y, sobre todo, en nuestros días: envidia, celos, mentira, sensualidad, gula, etc.
El amor desordenado a las criaturas y la verdadera felicidad
En nosotros, hombres, ese sentir se evidencia no sólo con más profundidad, sino con una intensidad incomparablemente mayor: la inteligencia, asociada a la imaginación, concibe un Bien universal, y la voluntad lo anhela sin límites. San Agustín describe este dilema de la naturaleza humana:
“Bueno es el que me hizo y aun Él es mi bien; a Él quiero ensalzar por todos estos bienes que integraban mi ser de niño. En lo que pecaba yo entonces era en buscar en mí mismo y en las demás criaturas, no en Él, los deleites, grandezas y verdades, por lo que caía luego en dolores, confusiones y errores”.1
De hecho, sólo en Dios el hombre encuentra la plenitud de su felicidad. Si erigiese una criatura para sustituirlo, se lanzaría en su búsqueda con sed insaciable. Es terrible este drama de la insatisfacción y, sin embargo, tan común. Los animales se sacian fuera de Dios, en su apetito natural. El hombre, en cambio, está siempre concibiendo nuevos y requintados placeres, procurándolos con deseo infinito. Oigamos a Santo Tomás de Aquino:
“Es imposible que la bienaventuranza del hombre esté en algún bien creado. Porque la bienaventuranza es el bien perfecto que calma totalmente el apetito, de lo contrario no sería fin último si aún quedara algo apetecible. Pero el objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el Bien universal. Por eso está claro que sólo el Bien universal puede calmar la voluntad del hombre. Ahora bien, esto no se encuentra en algo creado, sino sólo en Dios, porque toda criatura tiene una bondad participada. Por tanto, sólo Dios puede llenar la voluntad del hombre, como se dice en Sal 102, 5: ‘El que colma de bienes tu deseo’. Luego la bienaventuranza del hombre consiste en Dios solo”.2
Esta explicación deja patente ante nuestros ojos que la felicidad plena es inalcanzable, para nosotros, criaturas racionales, si erigimos un fin último que no sea el propio Dios. Pues un bien limitado será reconocido fácilmente como tal por nuestra inteligencia que, enseguida, concebirá otro superior y nuestra voluntad será impelida a desearlo. Y así, sucesivamente, hasta el infinito.
La búsqueda de Dios en la convivencia o en la soledad
Es el Bien infinito y eterno lo que hace feliz nuestra convivencia o nuestra soledad, pues hasta en el aislamiento, cuando es sobrenaturalizado, buscamos relacionarnos con Dios debido a nuestra naturaleza sociable, conforme enseña Santo Tomás: “el hombre naturalmente es un ser sociable, y por eso los hombres desean convivir entre ellos y no ser solitarios, aún si no necesitasen a ningún otro para vivir”.3 Y afirma el Eclesiastés: “Más vale ser dos que uno, pues sacan más provecho de su esfuerzo” (4, 9).
Tomando como base lo expuesto anteriormente, entendemos mejor que debemos buscar ese Bien infinito en medio de nuestras amistades, pues los seres humanos deben ser elementos para mejor conocer a Dios y amarlo más. Si para tal objetivo concurren hasta las criaturas inanimadas, cuanto más los Bienaventurados. Fue, por cierto, lo que pasó en el conocido episodio del encuentro, en Roma, de tres Santos: San Francisco de Asís, San Ángelo Hierosolimitano y Santo Domingo de Guzmán. Después de haber estado juntos en la Basílica de San Juan de Letrán, se dirigieron al convento de Santa Sabina, junto al monte Aventino, alabando a Dios en santas emulaciones. Llegando allí, en la celda de Santo Domingo, estando frente a frente se pusieron de rodillas y pasaron la noche enalteciendo las virtudes unos de los otros en piadosas prácticas y oraciones. Esta celda fue transformada en capilla y existe allí una inscripción conmemorativa del histórico acontecimiento.4
Lamentablemente, en los días actuales, las relaciones entre los hombres se fundamentan cada vez más en el puro egoísmo, hecho éste que hace que resulte difícil el poder degustar la escena del reencuentro de los Apóstoles con el Divino Maestro. Marcos, que tanto había aprendido estando al lado de Pedro, procura sintetizar tal felicidad de situación con estas simples palabras: “los Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús”.
II – La convivencia
Conforme se lee en el versículo 7 de este mismo capítulo, los Apóstoles habían sido enviados en misión, de dos en dos, a diferentes lugares. No hay información histórica sobre cuánto tiempo duró esta separación entre ellos, ni respecto a las aldeas recorridas. Bien se puede imaginar las energías físicas y emocionales que ellos gastaron en esta primera aventura apostólica. Pasar de la actividad de pescadores a la de exorcistas, taumaturgos y predicadores, sin un largo curso preparatorio en ninguna academia, debió de causar mucho cansancio en todos, sin contar con la enorme y creciente añoranza que les asaltaba. ¿Habrían fijado una fecha para el reencuentro? Tampoco se sabe nada sobre ese particular. Puede haber sucedido fortuitamente, pero lo cierto es que todos coincidieron en el momento de reunirse con Jesús.
Reencuentro con el Maestro
En aquel tiempo, 30 los Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.
Se trataba de la primera gran separación. Después de tanto tiempo y de innumerables aventuras, retornar junto al Maestro debió de ser un acontecimiento que marcó la vida de cada uno de ellos. A pesar de que Jesús viviese bajo los velos de una naturaleza humana padeciente y mortal, cualquier acto de admiración y de bienquerencia en relación a Él era, en el fondo, una adoración directa a Dios. Allí estaba el mismo Cristo, que más tarde pasaría por la Resurrección y la Ascensión, actuando en el interior de sus elegidos con toda la penetración de su divinidad. En este mundo, ¿qué convivencia podría ser más excelente que ésta? El Maestro era el propio Dios, que obraba a través de la gracia en sus almas y, al mismo tiempo, hacía uso de su voz y de sus palabras para instruirlos. Todos los términos utilizados por Él eran los más perfectos e insustituibles, pronunciados en un lenguaje elevado, noble y bíblico, siempre acompañado de un afecto jamás superable o descriptible. En ninguna oportunidad el Mesías dejaba de atraerlos y conducirlos al deseo de las cosas celestes.
El clima de cordialidad, amor fraterno y alegría creado por Jesús debía ser paradisíaco. Todos se sintieron a gusto mientras contaban “todo lo que habían hecho y enseñado”. Y no consta que, entre ellos, apareciese en algún momento el maldito vicio de la vanidad. Desde el inicio aprendieron la lección: “sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Debió haber mucha manifestación de humildad por parte de ellos, reconociendo que Cristo había sido la fuente de todos los triunfos obtenidos en aquel comienzo de evangelización.
Con toda certeza, en la primera misión apostólica un factor había contribuido a unirlos aún más entre sí y hacerlos depender más del Señor: las discusiones con los escribas y fariseos. Éstos no podían haber estado ausentes, pues, objetantes, obstinados y petulantes como siempre, sin duda procuraron imposibilitar la actuación de los Apóstoles. Evidentemente, los demonios que eran exorcizados de los posesos sumaban sus fuerzas a las de los fariseos para combatir a los discípulos de Jesús. Este choque de opiniones, métodos y doctrinas iba separando a los Apóstoles, poco a poco, de la mentalidad, espíritu y concepciones de donde habían sacado sus conocimientos religiosos desde la infancia. Les era necesario pasar por una vía purgativa para eliminar del fondo del alma todos los errores ideológicos y desvíos teológico-morales inculcados por sus antiguos maestros. Ahora bien, la unión aumenta entre aquellos que tienen que enfrentar juntos un obstáculo. Sentir el desagrado en el trato con los de su antigua escuela robustecía en ellos el deseo de reencontrar a los verdaderos hermanos y, sobre todo, al Maestro. Cuanto más los discípulos se enfervorizaban en el amor a Jesús, más se distanciaban de sus antiguos compañeros, y viceversa.
Trato fraterno entre los Apóstoles
De esta manera, se iba constituyendo entre los Apóstoles una ideal y fraterna comunidad, en la cual todo se transformaba en perdón, amor y benevolencia. Ésta era la amistad verdadera. En un ambiente así, se disfruta en esta tierra de una felicidad insuperable, preámbulo de la eterna en el Cielo, pues en ambas se tiene a Dios como centro de la existencia.
Claro está que la visión directa de Dios, cara a cara, será nuestra felicidad esencial. Con todo, no debemos despreciar la convivencia con los Bienaventurados en el Cielo.5
Poco se habla de la bienaventuranza accidental en el Cielo, pero, si Dios la creó, es porque tiene un papel importante. Además de la visión beatífica, en el Cielo se tiene el gozo de los bienes creados y legítimos que corresponde a nuestras aspiraciones moderadas por la templanza. Es por eso por lo que en la eternidad existe la aureola de los mártires, de los doctores y de las vírgenes. Entre esos gozos estará el reencuentro de las verdaderas amistades y de todo el bien hecho en este mundo. Y, por fin, la recuperación de nuestros cuerpos en estado glorioso.
El reencuentro de los Apóstoles con el Divino Maestro es descrito por el famoso Maldonado:
“Le contaron las cosas que habían enseñado y los milagros que habían realizado. El verbo hacer, en absoluto, lo pone el evangelista por ‘hacer milagros’, como también San Lucas (cf. Lc 9, 7; Hch 1, 1).
“Les había ordenado Cristo que enseñaran y que confirmaran su doctrina con los milagros (cf. Mc 6, 7; Mt 10, 1.7-8; Lc 9, 2). De una y otra cosa le dan cuenta al regresar, si bien no sabemos la causa. La mayor parte de los autores suponen lo hicieron así por parecer justo y razonable que dieran cuenta de su legación al que los había enviado; en lo cual tienen ejemplo los predicadores de atribuir a Cristo si algo bueno hicieren en sus sermones, como notan San Jerónimo, Estrabón y Teofilacto. Lo cual es muy verdadero, siendo laudable que ellos lo hicieran, como creemos que realmente lo hicieron. Pero sospecho que debió haber otra razón, en cuanto cabe conjeturar. Y es que volvían de su misión llenos de alegría y muy animados, al ver que había resultado todo según su deseo; de modo que gloriándose en el Señor, refieren a Cristo todo cuanto han enseñado y los milagros que han hecho, como dice San Lucas que hicieron luego los setenta y dos discípulos (cf. Lc 10, 17).
“Supone San Beda que no sólo contaron lo que ellos habían hecho y enseñado, sino también lo que Juan había padecido, como si no lo supiera Cristo”.6
II – La soledad
31 Él les dijo: “Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco”. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer.
Aquí está la otra cara de la “moneda” de la relación con Dios: el silencio, el aislamiento, el reposo.
El propio Jesús, en su humanidad santísima, sentía la necesidad de esto para poder gozar de la máxima intimidad con el Padre, a pesar de estar hipostáticamente unido a Él. Como si no hubiesen bastado los treinta años de su existencia en Nazaret, se retirará a un completo aislamiento de cuarenta días en el desierto, en silencio, antes de empezar su vida pública. E incluso durante el tiempo de su actuación en medio del pueblo, era habitual que se refugiase en el silencio de los montes. Finalmente, antes de la Pasión, abrazó el doloroso abandono de tres horas en el Huerto de los Olivos.
Y en este mismo sentido nos advierte San Juan de la Cruz: “Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”.7
Dios se hace oír en el silencio, en la serenidad y en la calma
¡Cuán misterioso y fundamental es el silencio! Dios nos visita más en el recogimiento que en las actividades externas. En general, nuestra vida sobrenatural da pasos más firmes y decididos en el silencio que en medio de las acciones. Los Sacramentos también producen la gracia en nuestras almas bajo el manto del silencio. Éste nos enseña a hablar, como afirmaba Séneca: “Quien no sabe callar, no sabe hablar”.8
La serenidad y la calma son igualmente importantes en las relaciones humanas o en la contemplación. Sobre este asunto, observa acertadamente el Predicador de la Casa Pontificia, P. Raniero Cantalamessa: “Jesús en el Evangelio no da nunca la impresión de estar asfixiado por la prisa. A veces, hasta pierde el tiempo: todos lo buscan y Él no se deja encontrar, absorto como está en la oración. En nuestro fragmento evangélico de hoy invita, asimismo, a sus discípulos a perder tiempo con Él: ‘Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco’. Recomienda frecuentemente no afanarse. Asimismo, nuestro físico ¡cuánto beneficio recibe de la ‘lentitud’!
“Si la lentitud tiene connotaciones evangélicas es importante valorar todas las ocasiones de descanso o de tardanza, que están esparcidas a lo largo de la sucesión de los días. El domingo, las fiestas, si se utilizan bien, dan la posibilidad de cortar el ritmo de vida demasiado excitado y de establecer una relación más armónica con las cosas, las personas y, sobre todo, consigo mismo y con Dios”.9
Los Apóstoles debían estar exhaustos después de tantas actividades y, por esta razón, comenta el P. Manuel de Tuya que, terminadas las narraciones de los viajes, “Cristo les quiere proporcionar unos días de descanso. Por eso les lleva a un ‘lugar desierto’, que estaba ‘cerca de Betsaida’. La razón es que ni aun después de su trabajo misional, especialmente intenso, los dejaban solos: las gentes venían a Cristo. Marcos describe esta premura de las turbas con su lenguaje grafista: ‘pues eran muchos los que iban y venían, y ni espacio les dejaban para comer’. Acaso estas multitudes que vienen en estos momentos puedan ser un indicio del fruto de esta ‘misión’ apostólica”.10
Huir de la agitación para encontrarse con Dios
32 Se fueron en barca a solas a un lugar desierto.
Basándose en un pensamiento de San Juan Crisóstomo,11Cornelio a Lápide 12 cuenta que David, en su infancia, huía de la agitación de la ciudad y buscaba la soledad de los desiertos. Allí vencía a los osos y a los leones. Y recuerda también que las Escrituras nos cuentan que Judit “vivía en una habitación que había mandado construir sobre la terraza de su casa” (Jdt 8, 5). Los hombres contemplativos, siempre que es posible, abandonan el bullicio del mundo y abrazan la soledad para vivir de Dios, con Él y para Él. También para Jesús y los Apóstoles se hacía imposible el reposo en Cafarnaún, donde eran muy conocidos.
“A la agitación ordinaria que importaba la predicación y las curaciones —escribe el Cardenal Gomá y Tomás— se añadía la proximidad de la Pascua, que convertía la ciudad marítima en centro de confluencia de las caravanas que subían a Jerusalén: ‘Pues eran muchos los que iban y venían, y ni aun tiempo tenían para comer’. Por ello se dirigieron a la playa ‘y, entrando en un barco, se retiraron a un lugar desierto y apartado, del territorio de Betsaida’. Dos ciudades había de este nombre: una en la parte occidental del lago, patria de Pedro y Andrés, y la otra en la parte oriental, hacia el norte, junto a la desembocadura del Jordán. Llamábase ésta Betsaida Julias, porque el tetrarca Filipo, que la había embellecido y dado el nombre de ciudad, quiso se llamara Julias en obsequio a la hija de este nombre, de César Augusto. La barquichuela que conducía a Jesús y los Apóstoles abordó ‘al otro lado del mar de Galilea, esto es, de Tiberíades’, junto a la planicie solitaria que se extiende al sur de Betsaida. Escribe Juan para los fieles del Asia, desconocedores de la topografía de la Palestina, y les designa el emplazamiento del mar por el de la ciudad que le da nombre”13
Desde otra perspectiva, la caridad puede ser definida como la propia vida de Dios en nosotros. Ahora bien, Dios es al mismo tiempo contemplación y acción. Además, la virtud es eminentemente difusiva. Por tal motivo, Santiago afirma que la fe está muerta cuando no fructifica en obras (cf. Sant 2, 17). De ahí resulta ser la vida mixta, según Santo Tomás de Aquino,14 la más perfecta, por conjugar acción y contemplación.
De esta forma, en el Evangelio de hoy, Jesús nos enseña que debemos ser perfectos en nuestra relación con Dios, ya sea en la soledad, ya sea en el trato con los demás.
IV – Jesús nos gobierna con dulzura
33 Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron.
No sabemos si, debido al viento, el barco dio vueltas en sentido contrario, o si resolvieron atrasar la navegación por el hecho de que la conversación había alcanzado un tono agradable. Lo cierto es que una gran cantidad de público les precedió en aquel recorrido de 12 kilómetros.15 Hombres, mujeres, niños —varios de ellos enfermos— atravesaron el Jordán en un verdadero testimonio de fe y de devoción a Jesús. “Así, nosotros no debemos esperar a que nos llame Cristo, sino que debemos anticiparnos para llegar a Él”,16 conforme resalta Teofilacto.
Para nosotros, este pasaje es un excelente incentivo y una invitación para que procuremos una relación más intensa y prolongada con nuestro Salvador. ¿Desde hace cuánto tiempo nos aguarda Él, bajo las Sagradas Especies, en los tabernáculos de todas las iglesias?
Ovejas sin pastor: compasión de Jesús
34 Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas
La primera lectura (Jer 23, 1-6) de este decimosexto domingo del Tiempo Ordinario nos trae esta lamentación de Jeremías: “¡Ay de los pastores que dispersan y dejan que se pierdan las ovejas de mi rebaño! —oráculo del Señor— […] Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas, […] y las volveré a traer a sus dehesas para que crezcan y se multipliquen” (23, 1.3). Son los gemidos del propio Dios en vista de las almas fieles en situación de abandono.
También Ezequiel, por inspiración divina, condena dura y severamente a los malos pastores de Israel y anuncia que Dios enviará para sus ovejas un Buen Pastor, y éste será “príncipe en medio de ellas” (34, 24). De hecho, Él es contemplado así en el versículo que estamos comentando. Dios demostró un verdadero amor divino al crear la función de pastor entre los hombres, pues deseaba hacer uso de ella para simbolizar mejor su insuperable celo por todos nosotros. No sin razón envió a sus Ángeles a invitar a los pastores de la región de Belén para ser los primeros en adorarlo en el Pesebre. Y Él se presenta como Pastor perfecto, pues es Aquel que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11), conforme comenta maravillosamente San Gregorio Magno.17
Al bajar de la barca, Jesús se compadece de aquellas ovejas sin pastor y resuelve enseñarles. Sin embargo, no las instruía solamente con palabras, sino mucho más. Consideremos, por ejemplo, su preocupación por la alimentación de aquella multitud, como trasparecerá en el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces narrado en los versículos siguientes. Jesús comunicaba su gracia, su vida, su amor. ¡Cuán inefable debía ser su desvelo al enseñar a sus ovejas, pues, más que dar la vida por ellas, deseaba ser la propia vida de ellas! Él vive en cada una de las ovejas que se deja tocar por su gracia, y siempre está dispuesto a auxiliarlas y ofrecerles los Sacramentos.
El gobierno pastoral
En este mismo versículo, Jesús se vuelve un excelente ejemplo para todo tipo de gobierno, ya sea familiar, ya sea civil o eclesiástico. De este último de manera especial por la forma enteramente paternal —casi se podría decir “maternal”— con que debe ser ejercido: con enorme dulzura y suavidad, gran empeño y dedicación. Por eso, el gobierno eclesiástico es llamado “pastoral”, sus documentos son denominados “pastorales”, etc.
Las palabras de San Pedro a este respecto son bellísimas: “pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño. Y, cuando aparezca el Pastor Supremo, recibiréis la corona inmarcesible de la gloria” (I Pe 5, 2-4). ²
1) SAN AGUSTÍN. Confessionum. L.I, c.20, n.31. In: Obras. 7.ed. Madrid: BAC, 1979, v.II, p.102. 2) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.2, a.8. 3) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Sententia Politicorum. L.III, lect.5, n.4. 4) Cf. LEOINDELICATO, OCM, Egídio. Jardim Carmelitano, história chronológica e geográfica. Lisboa: Sylviana, 1741, t.II, p.220-221. 5) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q.26, a.13. 6) MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelios de San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1951, v.II, p.124. 7) SAN JUAN DE LA CRUZ. Dichos de Luz y Amor, n.99. In: Vida y Obras. 5.ed. Madrid: BAC, 1964, p.966. 8) SÉNECA. De moribus. L.I, n.145. 9) CANTALAMESSA, OFMCap, Raniero. Echad las redes. Reflexiones sobre los Evangelios. Ciclo B. Valencia: Edicep, 2003, p.259. 10) TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v.V, p.675. 11) Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO. Ad populum antiochenum. Homilia XVII: MG 49, 179. 12) Cf. CORNELIO A LÁPIDE. Solitude. In: BARBIER, SJ, Jean-André (Org.). Les trésors de Cornelius a Lapide. 6.ed. Paris: Ch. Poussielgue, 1876, v.IV, p.429. 13) GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Años primero y segundo de la vida pública de Jesús. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v.II, p.354-355. 14) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q.188, a.6. 15) Cf. FERNÁNDEZ TRUYOLS, SJ, Andrés. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. 2.ed. Madrid: BAC, 1954, p.335. 16) TEOFILACTO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Marcum, c.VI, v.30-34. 17) Cf. SAN GREGORIO MAGNO. Homiliæ in Evangelia. L.I, hom.14. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, p.588-592.
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