Comentario al Evangelio – Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario ¿El decimotercer Apóstol?

Publicado el 10/07/2015

 

EVANGELIO

 

“Al salir para ponerse en camino, vino uno corriendo a su encuentro, y arrodillándose ante Él, le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?' Jesús le dijo: ‘¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre'. Él, entonces, le dijo: ‘Maestro, todo eso lo he observado desde mi juventud'. Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: ‘Una cosa te falta: anda, vende todo cuanto tienes y dáselo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el Cielo; luego, ven y sígueme'. Pero él, abatido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchos bienes. Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: ‘¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!' Los discípulos quedaron sorprendidos al oírle estas palabras. Pero Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dijo: ‘¡Hijos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que un rico entre en el Reino de Dios'. Ellos se asombraban aún más y se decían unos a otros: ‘Y ¿quién se podrá salvar?' Jesús, mirándolos fijamente, dijo: ‘Para los hombres es imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios'. Pedro se puso a decirle: ‘Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido'. Jesús dijo: ‘Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o tierras por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ya en esta vida, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna'” (Mc 10, 17-30)

 


 

Comentario al Evangelio – Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario ¿El decimotercer Apóstol?

 

 

El que había llegado corriendo y se había arrodillado ansioso ante Nuestro Señor, se retiró triste y abatido de su presencia. Prefirió sus bienes terrenos —hecho inédito en el Evangelio— antes que el “tesoro en el Cielo” que le ofrecía el propio Dios.

 


 

I – Fuimos creados con una vocación

 

La mente divina previó desde la eternidad la creación, dentro del tiempo, de Nuestro Señor Jesucristo como hombre 1, y de su Madre, María Santísima. 2

 

Pero Dios no los concibió aislados. Quería que ambos tuvieran servidores, a la manera de una corte. Todos nosotros estábamos incluidos en ese acto de pensamiento y fuimos amados por Él, como le fue revelado a Jeremías: “Con eterno amor te amé; por eso te he mantenido en mi favor” (Jer 31, 3).

 

Nuestro Señor es el modelo tomado por Dios para nuestra creación; es nuestra causa ejemplar. Además, como sus méritos han hecho posible nuestra existencia en calidad de hijos de Dios —ya que “de su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia” (Jn 1, 16)— Cristo se ha constituido en nuestra causa eficiente. Y por fin, al habérsenos creado para servirlo y adorarlo, es también nuestra causa final.

 

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Pórtico del Monasterio de Montserrat, Barcelona (España)

En suma, fuimos concebidos en, por y para Jesús, “porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él” (Col 1, 16).

 

Esto da pie a una llamada que se dirige a nosotros desde siempre, como afirma el Apóstol: “Dios nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y la gracia que nos fue concedida en Cristo Jesús desde toda la eternidad” (2 Tim 1, 9).

 

Dios nos invita a formar parte de la Santa Iglesia y nos llama a la santidad. Junto a ese convite genérico, se nos pide ejercer una función específica dentro del Cuerpo Místico de Cristo. Es una misión que atañe particularmente a cada uno y no será confiada a nadie más.

 

El Nuevo Testamento ofrece innumerables ejemplos de esta convocatoria realizada por Jesús mismo a quienes elige como Apóstoles suyos. Ve a Mateo en el despacho de impuestos y le dice: “Sígueme” (Mt 9, 9); San Pablo es arrojado por tierra en el camino a Damasco, y la voz que lo interpela le dice: “Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que hay que hacer” (Hch 9, 6) Pedro, sobrecogido después de la pesca milagrosa, cae de bruces ante el Maestro para exclamar: “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” , escuchando la divina promesa: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 8-10).

 

Al igual que Mateo, Pablo o Pedro, quienes abandonaron todo inmediatamente para seguir al Señor, nosotros debemos responder con prontitud, generosidad y alegría a la llamada que nos hace Jesús.

 

Esta es la lección del Evangelio del 28º domingo de Tiempo Ordinario, como veremos a continuación.

 

II – El episodio del joven rico

 

San Marcos, tan sintético en otros pasajes, se muestra minucioso cuando describe el episodio del joven rico. El primer versículo ya contiene interesantes pormenores dignos de especial atención.

 

Al salir para ponerse en camino, vino uno corriendo a su encuentro, y arrodillándose ante Él, le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?”.

 

Búsqueda ansiosa del camino de salvación

 

El hecho de venir “corriendo” al encuentro del Señor nos permite suponer que ese “uno” estaba ansioso por obtener lo que iba a pedir. Seguramente había escuchado la predicación de Jesús, e impulsado por una gracia sensible, se dejó arrebatar por sus divinas enseñanzas. Aspirando alcanzar la vida eterna, pero sin tener la certeza de merecerla, sintió en el fondo de su alma que Jesús sería capaz de mostrarle con seguridad el camino de la salvación.

 

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La mente divina previó desde

la eternidad la creación, dentro

del tiempo, de Nuestro Señor

Jesucristo como hombre, y de

su Madre, María Santísima

La misma pregunta que dirige al Salvador habla en este sentido, puesto que, como apunta Didon, “revelaba una naturaleza superior y un alma sincera. Las doctrinas de la escuela sobre el mérito de las obras legales, sobre la santidad en virtud de los ritos, no satisfacían su conciencia. Ciertamente había escuchado hablar al Maestro acerca de la vida eterna con un acento que había calado en él”. 3

 

Por eso corre hasta Jesús, se arrodilla y le llama “Buen Maestro”, un calificativo ajeno a las costumbres y cortesías al uso en aquella época.“No hay antecedentes de que alguien haya llamado así a un rabino”,comenta Lagrange, añadiendo que ese saludo “excedía los hábitos de gentileza entonces vigentes” . 4

 

Es interesante destacar también el tenor de la pregunta, tan diferente a los temas sobre los que se conversa hoy en día. En ese tiempo a la gente le preocupaba saber cómo ganar el Reino de los Cielos. ¿Y hoy?

 

Fillion comenta la prisa del joven: “Corría para no perder esa ocasión de hacer al Salvador una pregunta que lo preocupaba mucho” 5. Duquesne elogia esa actitud y la propone como ejemplo: “Con este mismo fervor de espíritu y esta rapidez corporal, esta presteza y esta alegría espiritual, es como se debe acudir a Jesús”. 6

 

Jesús lo ama y lo invita: “Ven y sígueme”

 

Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios”.

 

Esta respuesta causa perplejidad en un comienzo, pero en seguida se comprenden las divinas razones que motivaron a Nuestro Señor.

 

El Mesías no estaba reprendiendo, sino llamando su atención a otra realidad: sólo Dios es la Bondad, y por tanto, sólo en Dios hay bondad absoluta.

 

San Efrén enseña al respecto que Cristo “rechaza el título de ‘bueno', dado por un hombre, para indicar que Él tenía esa bondad adquirida del Padre, por naturaleza y generación, y no sólo de nombre” . 7

 

Al llamarlo “buen maestro”, el joven rico demostraba haber visto principalmente el lado humano del Mesías: su inteligencia, capacidad y sabiduría naturales. Pero Jesús quiere que el joven lo considere no solamente como hombre, sino sobre todo como Dios. Por eso le interpela: “¿Por qué me llamas bueno?”.

 

Con esa pregunta le invita a dar un paso más, como si dijera: “Sólo ves mi lado humano, contempla también el divino. Me atribuyes sin darte cuenta una divinidad que poseo efectivamente, porque soy Dios; pero toma conciencia de esto, comprende esta realidad con nitidez y, al hacerlo, ámala todavía más”.

 

Esta invitación, como afirma el Padre Duquesne, es suave y altamente didáctica: “Jesús solamente le insinúa que no tiene a su respecto la noción completa que debería tener; y diciéndole que ese título le conviene únicamente a Dios, le lleva a entender que Aquel al que se lo ha otorgado debe ser considerado Hijo de Dios, no un maestro meramente humano”. 8

 

“Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre”. Él, entonces, le dijo: “Maestro, todo eso lo he observado desde mi juventud”.

 

Este versículo es otra muestra de la divinidad de Jesús. No le pregunta al joven si conoce los Mandamientos; los afirma con seguridad. Como Dios, conocía desde la eternidad a aquel que veía ahora con sus ojos humanos, y sabía que practicaba la virtud, observando la Ley.

 

Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende todo cuanto tienes y dáselo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el Cielo; luego, ven y sígueme”.

 

Cristo lo miró con amor y le hizo la misma invitación que antes a los Apóstoles: “Ven y sígueme”.

 

Comenta Fillion: “Por tanto, Jesús estaba dispuesto a admitir a ese joven entre sus discípulos íntimos, con los cuales, siguiéndolo a todas partes y en compañía del mejor y más santo de los maestros, podría adquirir sin demora la perfección con la cual conseguiría el Cielo fácilmente”. 9 Maldonado corrobora esa opinión: “¿Qué entiende Cristo por ‘ven y sígueme'?

 

La palabra ‘ven' parece expresar, más que la simple imitación, el seguimiento material: le invita a formar parte de sus Apóstoles y familiares”. 10

 

A ese hombre que practicaba los Mandamientos le había reservado Dios, desde la eternidad, la altísima vocación de seguir a Cristo. Para cumplirla le pedía una renuncia: “Anda, vende todo cuanto tienes y dáselo a los pobres” ; y le ofrecía también una recompensa infinita: “tendrás un tesoro en el Cielo” . Le cabía responder a este llamado con la alegría y prontitud que tuvieron Simón, Levi y tantos otros.

 

La causa más profunda del rechazo

 

Pero él, abatido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchos bienes.

 

Sin embargo, el mismo que llegó corriendo y se arrodilló anhelante frente al Señor, se retiró triste y abatido,“porque tenía muchos bienes” y prefirió conservarlos antes que seguir su vocación, desdeñando el “tesoro en el Cielo” que le ofreció el propio Mesías. Episodio inaudito, porque los evangelistas no registran otro rechazo semejante.

 

No obstante, no pensemos que el apego a la riqueza fue la causa principal de su abandono. El joven rico había practicado los mandamientos desde su infancia, pero no a la perfección, descuidando sobre todo el primero y más fundamental de todos: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, toda tu alma y todas tus fuerzas” (Dt 6, 5).

 

Como observa el conocido biblista M. J. Lagrange, los preceptos que le menciona Nuestro Señor “pueden cumplirse sin heroísmo. De haberle preguntado Jesús si amaba a Dios con todo el corazón, se habría sentido bastante más incómodo”. 11

 

El gran pecado de este hombre, por tanto, no fue de avaricia sino de orgullo. Cuando se le convidó a seguir a Nuestro Señor y sintió su propia debilidad e insuficiencia, debió decir: “Señor, no tengo fuerzas para seguirte. Tengo apego a mis riquezas y sobre todo me falta el amor exclusivo por ti”.

 

Ante ese acto de humildad Jesús le podría haber dado gracias superabundantes con que corresponder a la llamada. Y hoy podríamos tener en el Calendario Romano una fiesta dedicada al joven rico, que se volvió pobre para adquirir una riqueza mucho mayor: ¡ser el decimotercer Apóstol!

 

Sin embargo, le faltó reconocer que si practicaba los mandamientos, no se lo debía a sus fuerzas propias sino a la gracia divina. Por tanto, sin el auxilio de la gracia no podría despreciar las riquezas y seguir a Jesús.

 

III – Sólo los pobres de espíritu entrarán al Reino de los Cielos

 

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“Pero él, abatido por estas

palabras, se marchó triste,

porque tenía muchos bienes”

Jesús, mirando a su alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!” Los discípulos quedaron sorprendidos al oírle estas palabras. Pero Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dijo: “¡Hijos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que un rico entre en el Reino de Dios”.

 

En este último versículo, Nuestro Señor se sirve de un proverbio utilizado por los judíos para expresar algo extremadamente difícil o casi imposible.

 

Recurre adrede a esa comparación que parece exagerada — “es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja…” — para mostrar la gravedad del“desorden propio de esta pasión, el cual consiste en apegar el corazón a la tierra, endurecerlo en lo que respecta a Dios y al prójimo, volverlo insensible a las cosas del Cielo” . 12

 

Para analizar correctamente estas palabras de Jesús hace falta evitar desde un principio la interpretación errónea, según la cual todo rico estaría condenado y todo pobre, en cambio, en el camino seguro para salvarse. Pues aquí el Maestro no alude a la riqueza material sino al desvío que empuja al hombre a depositar su confianza en los bienes terrenales, anteponiéndolos a los bienes superiores.

 

Fillion aclara este punto en particular: “Aquí no se trata de los ricos en cuanto tales, porque la posesión de bienes temporales no es de suyo un estado de pecado ni causa de condenación, aunque ofrezca serios peligros. Jesús no excluye de su reino más que a los ricos apegados a sus bienes y que, por así decir, han colocado en ellos su finalidad y todo su afecto”. 13

 

Cómo valerse de la riqueza para alcanzar la vida eterna

 

La última finalidad del ser humano está en el Cielo. El dinero y las riquezas pueden ser simples medios —efímeros, inestables y dispensables— para alcanzar ese supremo fin. Así, es legítimo acumular bienes y disfrutarlos, siempre y cuando hayan sido adquiridos de forma lícita y su uso esté subordinado a la gloria de Dios.

 

En esta línea se inscribe el comentario de San Clemente de Alejandría para este pasaje del Evangelio: “La parábola enseña a los ricos que no deben descuidar su salvación eterna, como si de antemano la dejaran fuera de sus esperanzas, y no que sea preciso arrojar la riqueza al mar o condenarla como insidiosa y enemiga de la vida eterna.

 

Lo que importa es saber cuál es la manera de usarla para poseer la vida eterna”. 14

 

En efecto, ¿cuántos reyes, príncipes o simples personas acaudaladas, que administraron con entero desprendimiento sus haberes, hoy brillan en el Cielo? Ahí está el catálogo de los santos para atestiguarlo.

 

De otra parte, ¡cuántos pobres se rehúsan a practicar la virtud! Éstos harían bien en escuchar el requerimiento de San Cesario de Arles: “Ricos y pobres, escuchad lo que dice Cristo. Hablo al pueblo de Dios. En vuestra mayoría sois pobres o debéis aprender a serlo. No obstante, escuchad, pues podemos vanagloriarnos incluso de ser pobres. Cuidaos de la soberbia, no sea que los ricos humildes os superen; guardaos contra la impiedad, no suceda que los ricos piadosos os dejen atrás”. 15

 

Por ende, el problema no está en la cantidad de bienes materiales que alguien pueda poseer sino en el uso que les da. Para poder entrar al Reino de los Cielos es preciso no sentir el menor apego hacia ellos. La pobreza de espíritu consiste en convencernos de ser criaturas contingentes, que dependen de Dios. Se puede luchar para obtener recursos, pero con miras a extender el Reino de Dios y hacer que Él reine verdaderamente en todos los corazones.

 

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Hubo en la Historia hombres y

mujeres que poseyeron muchos

bienes y ahora gozan de la

bienaventuranza eterna

Por nuestro simple esfuerzo jamás conquistaremos el Cielo

 

Ellos se asombraban aún más y se decían unos a otros: “Y ¿quién se podrá salvar?” Jesús, mirándolos fijamente, dijo: “Para los hombres es imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios”.

 

No extraña el asombro de los discípulos ante la fuerte comparación usada por Nuestro Señor. Pero esa misma perplejidad los ayuda a evaluar mejor la propia contingencia y a grabarse en el alma la doble enseñanza del Divino Maestro: el hombre no podrá conquistar nunca el Cielo por su mero esfuerzo; pero lo que no puede hacer el hombre, sí puede hacerlo Dios.

 

Dios es omnipotente, nos ama desde toda la eternidad y está deseoso de abrirnos las puertas del Cielo. Para cruzarlas sólo es necesario que seamos humildes y reconozcamos nuestras miserias, pidiendo el auxilio divino sin desalentarnos.

 

La salvación, como la propia vida, es una dádiva de Dios. Su gracia es la que nos otorga fuerzas con que practicar los mandamientos y nos hace dignos de entrar en su Reino. Así pues, no imitemos al joven rico, sino que confiemos humildemente en la bondad del Señor, como enseña San Pablo en la lectura de este mismo domingo: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, a fin de conseguir misericordia y hallar gracia para el auxilio oportuno” (Heb 4, 16).

 

Sobre ambos versículos conviene resaltar también, junto a Maldonado, que la pregunta “¿quién se podrá salvar?” los Apóstoles se la hicieron a sí mismos. Sólo ellos podían oírla. Cristo, sin embargo, los miró y les dio la respuesta, demostrando que “leía sus pensamientos y escuchaba sus conversaciones por más reservadas que fuesen”. 16

 

El ciento por uno ya en este mundo

 

Pedro se puso a decirle: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Jesús dijo: “Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o tierras por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ya en esta vida, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna”.

 

Quizás al sentirse descubierto junto a los demás, San Pedro, el impulsivo portavoz de todas las perplejidades de los Apóstoles, formula una frase que, en palabras de Lagrange, “resume todo el episodio precedente desde el punto de vista de los discípulos” . 17

 

Según Maldonado —seguidor de la opinión de Orígenes, San Jerónimo y San Juan Crisóstomo— Pedro, con su afirmación, quiso recordar a Cristo que los Apóstoles ya habían cumplido anteriormente lo que se pedía ahora al joven rico. 18

 

En idéntico sentido se pronuncia Lagrange, observando que la afirmación del Príncipe de los Apóstoles fue realizada“con cierta satisfacción que parece buscar una aprobación”. 19

 

Pero cabría preguntar con Maldonado: “¿Por qué dudaba entonces? ¿Por qué no creyó firmemente que también para ellos había un tesoro en el Cielo?”.

 

A lo que él mismo responde: “Tal vez pensaron que Cristo prometía tan grande recompensa a ese joven a causa de las muchas riquezas que éste debía abandonar; pero como los Apóstoles poseían sólo cosas de poco valor, esperaban recibir algo, sí, pero no se atrevían a esperar tanto; por eso preguntan cómo y cuánto será”. 20

 

En la afirmación de Pedro había una desconfianza y una objeción, pero Jesús, la Bondad en esencia, no los reprende; los trata con cariño y agrega al premio de la vida eterna en el Cielo una recompensa todavía en esta tierra.

 

Ciertos autores comentan que el Señor quiso afirmar con esta promesa que quien deje los bienes de esta tierra por su causa, recibirá a cambio bienes de valor infinito. Es decir: quien abandone por Él lo que es “carnal”, recibirá a cambio el premio del bien “espiritual”.

 

No obstante, nos parece que las palabras del versículo 30 — “ya en esta vida” — dejan claro el carácter terrenal de esa recompensa, cuya materialización concreta en la era apostólica la señala Fillion de esta manera: “En los principios de la Iglesia, cuando tan a menudo los neófitos debían romper los más estrechos lazos de familia para alistarse en el servicio de Cristo, encontraban en la gran comunidad cristiana a hermanos y hermanas, padres y madres que les suavizaban los padecimientos causados por una violenta separación y llenaban de consuelo sus doloridos corazones”.21

 

Bajo una perspectiva más atemporal, el Padre Didon señala que el Espíritu divino “no sólo trae a todos cuantos lo reciben invisiblemente el gozo anticipado de los bienes celestiales, eternos, infinitos, sino que exalta además la vida de este mundo, aumenta sus recursos, armoniza sus energías, transfigura todos sus actos. Entre los seres elegidos que aproxima este Espíritu se forman lazos más íntimos, más profundos, más dulces que entre quienes son parientes de la misma sangre”. 22

 

Y el Padre Fernández Truyols comenta, refiriéndose específicamente a las personas que corresponden a la vocación religiosa y se entregan a sí mismas por completo: “El sacrificio de los bienes terrenales tendrá su recompensa ya en esta vida. Y no sólo en ventajas exclusivamente espirituales sino también en bienes temporales, aunque en un plano superior al puramente material.

 

Quien se despoja de todo para seguir a Cristo Jesús recibirá de la Divina Providencia, quizá con añadidura y superabundantemente, todo lo que necesite para su subsistencia. Deja a su padre y a su madre, y Dios les da padres y madres que los adoptan como a hijo muy querido. Doncellas en la flor de la juventud renuncian a la maternidad, y Dios las hace madres no de algunos, sino de innumerables hijos, sobre los cuales derraman todas las ternuras de un corazón verdaderamente maternal”. 23

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¿A qué distancia se encuentra nuestra

alma de la actitud del joven rico? Si Cristo

nos invitara a seguirlo hoy, ¿cómo le responderíamos?

IV – Una pregunta decisiva para nuestra vida espiritual

 

Todos somos “partícipes de una vocación celestial” (Heb 3, 1). Con todo, mientras que Jesús nos llama a seguirlo por el camino que lleva al Reino de Dios, nuestras tendencias desordenadas, consecuencias del pecado original, nos arrastran a lo bajo.

 

Ejemplo paradigmático de esa dicotomía es el episodio del Evangelio que acabamos de comentar.

 

El joven rico era bueno. Practicaba los mandamientos al punto que Nuestro Señor lo miró con amor. Pero cuando el Maestro lo invitó a ser uno de sus discípulos, se apartó triste y abatido, porque cada vez que alguien rehúsa una invitación de la gracia es invadido por la tristeza y el remordimiento. El Padre Duquesne describe con notable claridad esa lamentable situación de alma: “Nadie renuncia a su vocación sin dolor en el corazón, sin una secreta tristeza que increpa su cobardía, tristeza que difunde amargura a lo largo de todo el curso de la vida y crece en la hora de la muerte”. 24

 

La liturgia de este domingo nos coloca, así, frente a una pregunta decisiva para nuestra vida espiritual: ¿a qué distancia se encuentra nuestra alma de la actitud del joven rico? Si Cristo nos invitara a seguirlo hoy, ¿cómo le responderíamos? ¿Gritaríamos con alegría como Samuel: “Praesto sum” (1 Sam 3, 16) — “Aquí estoy”? ¿O rehusaríamos entristecidos la invitación de nuestro Salvador?

 

Cuando llegue esa llamada —y puede ser en un momento inesperado— seremos mucho más capaces de dar una respuesta afirmativa si nos hemos preparado previamente. Para eso, es necesario que en todas las circunstancias de la vida nuestro corazón esté en busca del Divino Maestro, combatiendo el apego a los bienes terrenos, aumentando sin cesar el fuego del amor a Dios.

 

A esto nos incita el Príncipe de los Apóstoles: “Hermanos, poned mayor empeño por asegurar vuestra vocación y elección. Haciéndolo así nunca caeréis, pues se os otorgará generosamente la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pe 1, 10-11).

 


 

1 AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica, III q. 24, a. 1, resp.: “La predestinación, tomada en su sentido propio, es una preordenación divina eterna respecto de aquellas cosas que, por la gracia de Dios, han de producirse en el tiempo. Pero por la gracia de unión hizo Dios que, en el tiempo, el hombre fuese Dios y Dios fuese hombre. Y no es posible decir que Dios no haya preordenado desde la eternidad que eso había de realizarse en el tiempo porque se seguiría la aparición de un acontecimiento nuevo para la mente divina. Se impone, pues, afirmar que la misma unión de las naturalezas en la persona de Cristo cae bajo la predestinación eterna de Dios”.

2 JUAN PABLO II – Encíclica Redemptoris Mater , 8: “En el misterio de Cristo María está presente ya ‘antes de la creación del mundo' como aquella que el Padre ‘ha elegido' como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este ‘Amado' eternamente, en este Hijo con substancial al Padre, en el que se concentra toda ‘la gloria de la gracia'”.

3 DIDON, Henri, OP – Jesús Christo. Porto: Chardron, 1895, p. 381.

4 LAGRANGE, P. M.J., OP – Évangile selon Saint Marc. París: Lecoffre, 1929, p.264.

5 FILLION, Louis-Claude – Vida de Nuestro Señor Jesucristo . Madrid: Rialp, V. 2, p. 429.

6 DUQUESNE – L'Évangile médité. París-Lyon: Perisse Frères, 1849, p. 266.

7 EFRÉN DE NISIBE, San – Comentario al Diatessaron, 15, 2 apud ODEN, Thomas C. y HALL, Christopher A. – La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia – Nuevo Testamento 2 San Marcos. Madrid: Ciudad Nueva, 2000, p. 199.

8 DUQUESNE, Op. cit., p. 267.

9 FILLION, Op. cit., p. 431.

10 MALDONADO, SJ, P. Juan de – Comentarios a los Cuatro Evangelios – I. Evangelio de San Mateo. Madrid, BAC, 1950, p. 692.

11 LAGRANGE, OP, Op. cit., p. 266.

12 DUQUESNE, Op. cit., p. 273.

13 FILLION, Op. cit., p. 431.

14 CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, San – Quis dives salvetur? c. XXVII.

15 MALDONADO, SJ, – Op. cit., p. 778.

16 MALDONADO, SJ, Op. cit., p. 695.

17 LAGRANGE, SJ, Op. cit., p. 271.

18 MALDONADO, SJ, Op. cit., p. 695.

19 LAGRANGE, SJ, Op. cit., p. 271.

20 MALDONADO, SJ, Op. cit., p. 695.

21 FILLION, Op. cit., p. 433.

22 DIDON, OP, Op. cit., p. 385.

23 FERNÁNDEZ TRUYOLS, Andrés, SJ – Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Madrid, BAC, 1954, p. 482.

24 DUQUESNE, Op. cit., p. 270-271.

 

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