EVANGELIO
Pilato volvió a entrar en el pretorio, y llamando a Jesús le dijo: «¿Eres tú el Rey de los judíos?» Respondió Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?» Pilato respondió: «¿Acaso yo soy judío? Tu nación y los pontífices te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?» Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo. Si de este mundo fuera mi Reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí.» Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?» Respondió Jesús: «Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 33-37).
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Comentario al Evangelio — Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo
Por derecho de herencia y de conquista, Cristo reina con autoridad absoluta sobre todas las criaturas. Sin embargo, no gobierna según los métodos del mundo.
I – Cristo es Rey en el tiempo y en la eternidad
Al oír este Evangelio de Pasión surge de inmediato cierto desconcierto en nuestro interior: ¿por qué la Liturgia habrá elegido un texto hecho de humillación y dolor para celebrar una fiesta tan grandiosa como la de Cristo Rey?
Tanto más cuando la segunda lectura de hoy, en extremo opuesto al trecho de san Juan, nos presenta a Jesucristo en todo su esplendor: “Le fue dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio es eterno y nunca pasará, y su imperio jamás será destruido” (Dan 7, 14). ¿Cómo conciliar dos textos a primera vista tan contradictorios?
Reinado discreto y supremo
Detalle del “Juicio Final” de Fra Angélico (Museo de San Marcos, Florencia)
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Para comprender mejor la paradoja, hay que distinguir entre el reinado de Cristo en esta tierra y el que ejerce en la eternidad. Su reino en el Cielo es de gloria y soberanía; acá, en el tiempo, es misterioso, humilde y poco visible, porque Jesús no quiere hacer uso patente del poder absoluto que tiene sobre todas las cosas: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18).
Pese a que las exterioridades causen una impresión engañosa, Él es el Señor Supremo de los mares y los desiertos, de las plantas, los animales, los hombres, los ángeles, de todos los seres creados e incluso de los creables. Sin embargo, ante Pilatos asevera: “Mi Reino no es de este mundo” (v. 36), porque no quiere manifestar su imperio en todas sus proporciones, a no ser con motivo del Juicio Final.
Así, mientras el Evangelio nos habla de su reinado terreno, el profeta Daniel proclama el triunfo de su gloria eterna. En el tiempo lo vemos exangüe, clavado en la cruz entre dos ladrones, injuriado por los príncipes de los sacerdotes y por el pueblo, insultado por los soldados y objeto de las blasfemias del mal ladrón. La Liturgia exige un esfuerzo a nuestra fe para ir más allá del fracaso y la humillación, y creer en la grandiosidad del Reino de Jesús.
Gobierno de Cristo y gobierno humano
Por otra parte, sería erróneo pensar que Él no debe reinar aquí, en la tierra. Para comprender hasta qué punto Cristo es Rey, hay que diferenciar su modo de gobernar con el empleado por el mundo.
Cuando el gobierno humano es ateo, basa su fuerza en las armas, el dinero y los hombres; tiene como finalidad las grandes conquistas territoriales, una larga duración y el logro de la felicidad terrenal. Pero el tiempo demuestra siempre cuán ilusorios y hasta embusteros son semejantes propósitos. En algún momento las armas caen al suelo o se vuelven en contra del propio gobernante; el dinero es a veces un buen vasallo pero siempre un mal señor; y los hombres, sin gracia que los asista, no son de fiar.
Napoleón Bonaparte es buen ejemplo de ese vacío engañoso en que se fundan los imperios de este mundo. Basta imaginárselo proclamando su fracaso desde lo alto de un peñón en la isla Santa Elena, durante el penoso exilio al que se vio reducido. En síntesis, la completa felicidad de un gobernante terreno es un sueño irrealizable; e incluso si estuviera al alcance, tendría cabida la frase del Evangelio: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Mc 8, 36).
II – La realeza absoluta de Cristo
La realeza de Cristo es muy distinta. En verdad es Rey del Universo, y en forma muy especial de nuestros corazones. Posee autoridad absoluta sobre todas las criaturas, y ya mucho antes de su Encarnación –cuando se hallaba en el seno del Padre Eterno– oyó estas palabras:“Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo, y haré de las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines del mundo. Los regirás con cetro de hierro” (Sl 2, 7-9).
Rey por derecho de herencia
Cristo es el unigénito Hijo de Dios, que lo constituyó heredero universal, recibiendo el poder sobre toda la creación el mismo día en que fue engendrado 1.
Rey por ser Hombre-Dios
Por otro lado, Jesucristo es Dios y, por ende, todo ha sido hecho por Él, Creador de las cosas visibles e invisibles, Señor absoluto de toda existencia, del Cielo, de la Tierra, del Sol, de las estrellas, de las tempestades, de las bonanzas. Su poder es capaz de calmar las más terribles ferocidades de los animales salvajes y las borrascas de los mares encrespados. Los acontecimientos, las fuerzas físicas y morales, la guerra y la paz, la pobreza y la abundancia, la humillación y la gloria, el revés y el acierto, las pestes, los flagelos, la enfermedad y la salud, la muerte y la vida, todo está a disposición de un simple acto de su voluntad. Es un gobierno sin parangón, superior a todo lo imaginable y del que nada ni nadie podrá sustraerse.
San Agustín comenta que el título de rey le pertenece más apropiadamente que a las otras dos Personas de la Santísima Trinidad, por ser el Hombre-Dios: “Aunque el Hijo es Dios como Dios es también el Padre, y no son más que un solo Dios, y si le preguntáramos al Espíritu Santo respondería que también lo es…, no obstante, las Sagradas Escrituras acostumbran dar al Hijo el nombre de rey” 2.
La dignidad real aplicada al Padre se usa en forma alegórica para señalar su dominio supremo. De querer atribuirla al Espíritu Santo, nos faltaría exactitud jurídica porque Él es Dios sin encarnar, y para ser Rey de los hombres es indispensable ser hombre. El Dios no encarnado es Señor, el Dios hecho hombre es Rey.
Rey por derecho de conquista
Jesucristo es nuestro rey también por derecho de conquista, al haberenfermenos rescatado de la esclavitud a Satanás.
Cuando adquirimos un objeto a costa de nuestro dinero, nos pertenece por derecho; más todavía si lo obtuvimos a través de duras penalidades, por los esfuerzos de nuestro trabajo; y mucho más si fue conseguido con el alto precio de nuestra sangre. ¿Acaso no fuimos comprados por el trabajo, los sufrimientos y la misma muerte de Nuestro Señor Jesucristo? San Pablo lo ratifica: “Ustedes han sido comprados, ¡y a qué precio!” (1 Cor 6, 20).
Rey por aclamación
Cristo es nuestro rey por aclamación. Antes que el agua purificadora del Bautismo se derramara sobre nuestra cabeza, lo elegimos por boca de nuestros padrinos para ser el regente de nuestros corazones y nuestras almas. Con la Confirmación y en cada Pascua renovamos esa elección a viva voz, siempre en forma solemne.
Rey del interior de los hombres y de todas las exterioridades
No hubo ni habrá jamás un solo monarca dotado con la capacidad de gobernar el interior de los hombres, además de saber conducirlos en la armonía de sus relaciones sociales, sus empresas, etc. El único rey plenísimo de todos los poderes es Cristo Jesús.
Exteriormente, con su insuperable y arrebatador ejemplo –junto a sus máximas, revelaciones y consejos– Cristo gobierna los pueblos de todos los tiempos, dejando una profunda huella en la Historia con su vida, pasión, muerte y resurrección. Por medio del Evangelio y sobre todo al erigir la Santa Iglesia, Maestra infalible de la verdad teológica y moral, Jesús perpetúa hasta el fin de los tiempos el inmortal tesoro doctrinal de la fe; orienta, ampara y santifica a todos los que ingresan en esa magna institución, y va en busca de las ovejas descarriadas.
El buen ladrón es el ejemplo de quien sabe distinguir y reconocer en su sustancia la realeza de Cristo (altar mayor del santuario del Buen Jesús de Braga, Portugal)
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Rey a través de la gracia y de la santidad
Aquí se encuentra precisamente el aspecto medular de su gobierno en este mundo: un reino sobrenatural realizado, en esencia, a través de la gracia y la santidad.
Nuestro Señor Jesucristo, como “verdadera vid”, es causa de la vitalidad de los tallos. La savia que circula en ellos alimentando flores y frutos tiene su origen en el Unigénito del Padre (Jn 15, 1-8). Él es la Luz del Mundo (Jn 1, 9; 3, 19; 8, 12; 9, 5) para auxiliar y dar vida a los que quieran usarla para evitar las tinieblas eternas. Jesús “es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz” (Col 1, 18-20).
El reinado de Cristo se establece en nuestro interior por la participación en la vida de Jesucristo. La plenitud de la gracia sólo se encuentra en el Hombre-Dios, como esencia, virtud, excelencia y extensión de todos sus efectos. Los otros miembros del Cuerpo Místico comparten las gracias que tienen su origen en Jesús, la cabeza que vivifica todo el organismo. Alguien tiene parte en esa misma gracia de manera privilegiadísima y en plenitud: la Santísima Virgen.
El pecado, adversario del Reino de Cristo
Dado el desorden establecido en nosotros después del pecado original, acrecentado por nuestras faltas actuales, nuestra naturaleza necesita el auxilio sobrenatural para llegar a la perfección. Sin el soplo de la gracia es imposible aceptar la Ley, obedecer los preceptos morales, no elaborar falsas razones que justifiquen nuestras malas inclinaciones y conocer, amar y practicar la buena doctrina de forma estable y progresiva. La gracia refrena nuestras pasiones y las acomoda en las bisagras de la santidad, orienta nuestro espíritu, modera nuestra lengua, aplaca nuestro apetito, purifica nuestras miradas, gestos y costumbres. Con la gracia, nuestra alma se transforma en un verdadero trono y, al mismo tiempo, en cetro de Nuestro Señor Jesucristo. En semejante paz y armonía se encuentra nuestra auténtica felicidad; y eso es el Reino de Cristo en nuestro interior.
¿Cuál es el principal adversario de ese Reino de Cristo sobre las almas? ¡El pecado! Por esto, si alguien tiene la desgracia de cometerlo, no podrá hacer nada mejor que buscar un sacerdote y confesarse con arrepentimiento para quedar libre de la enemistad de Dios. Es imposible gozar la alegría cuando el aguijón de una culpa taladra la conciencia. En esa conciencia no reinará Cristo; y si no se reconcilia con Dios aquí en la tierra, tampoco reinará con Él en la gloria eterna.
El Buen Ladrón
Ejemplo de quien discierne y reconoce la realeza de Cristo en su sustancia misma, es el buen ladrón (Cf. Lc 23, 35-43). Arrepentido al extremo, aceptó compungido las penas que recibía, y reconociendo hasta lo más profundo de su corazón la Inocencia de Jesús, proclamó los secretos de su conciencia para defender esa Inocencia de las blasfemias de todos: “¿Ni siquiera temes a Dios tú, que estás en el mismo suplicio? En nosotros se cumple la justicia, pues recibimos el digno castigo de nuestras obras; pero éste nada malo ha hecho” (Lc 23, 40-41). He ahí la verdadera rectitud. Primero, sentir dolor humildemente por los pecados cometidos; en seguida, aceptar con resignación el castigo respectivo; por fin, venciendo el respeto humano, enarbolar muy en alto la bandera de Cristo Rey y entonces suplicarle: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 42).
Tengamos siempre muy presente que únicamente los méritos infinitos de la Pasión de Cristo, ayudados con la poderosa mediación de la Santísima Virgen, nos harán dignos de entrar en el Reino.
Siguiendo los pasos de la conversión final del buen ladrón, podremos esperar confiados el día en que oiremos la voz de Cristo Rey diciéndonos también: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43).
III – La Iglesia, manifestación suprema del reinado de Cristo
Un júbilo que a veces llega a la emoción inunda nuestros corazones ante las inflamadas palabras de san Pablo: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27).
Iglesia gloriosa, militante y padeciente
Pero al examinar la Iglesia militante, en la que vivimos hoy, descubrimos con mucho dolor imperfecciones –o peor aún, faltas veniales– en los más justos, que opacan la gloria mencionada por san Pablo. Entre las ardientes llamas del Purgatorio está la Iglesia padeciente, purificándose de sus manchas; e incluso la triunfante posee lagunas, ya que con excepción de la Santísima Virgen, las almas de los bienaventurados se fueron al Cielo dejando a sus cuerpos en estado de corrupción en esta tierra, donde esperan el gran día de la Resurrección.
Por tanto, la “Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada”, suprema manifestación de la Realeza de Cristo, todavía no llegó a su plenitud.
El triunfo definitivo de Cristo Rey
¿Y cuándo triunfará definitivamente Cristo Rey? Sólo después de derrotar a su último enemigo, que es la muerte. El pecado y la muerte se introdujeron en el mundo por la desobediencia de Adán. Cristo, con su Preciosa Sangre Redentora, infunde en las almas su gracia divina y ahí se produce el triunfo sobre el pecado. Pero la muerte será derrotada con la resurrección en el fin del mundo, como enseña el propio san Pablo:
“Porque es necesario que Cristo reine ‘hasta que ponga a todos los enemigos debajo de sus pies’. El último enemigo que será vencido es la muerte, ya que Dios ‘todo lo sometió bajo sus pies’” (1 Cor 15, 25-26).
Cristo Rey, por fuerza de la resurrección que Él mismo obrará, arrebatará la humanidad completa de las garras de la muerte, como iluminará también a los que purgan en los lugares sombríos. Al recuperar sus cuerpos, las almas bienaventuradas los harán poseer su propia gloria, y los elegidos serán otros tantos reyes llenos de amor y gratitud hacia el Gran Rey. Se presentará el Hijo del Hombre en pompa y majestad al Padre, acompañado por un numeroso séquito de reyes y reinas, llevando escrito en su manto: “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 19, 16).
También María es reina desde el momento en que engendró a Jesús (vidriera de la pro-catedral de Hamilton, Canadá)
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IV – Si Cristo es el Rey, la Reina es María
Si Cristo es Rey por ser el Hombre-Dios, y recibió poder sobre toda la Creación al momento de ser engendrado, se deduce entonces que el purísimo claustro materno de María Virgen fue el lugar donde se realizó la excelsa ceremonia de unción real que lo elevó al trono de Rey natural de la humanidad. El Verbo tomó de María Santísima nuestra condición humana, y así adquirió la categoría jurídica necesaria para ser llamado rey con toda propiedad. En ese mismo acto la Virgen pasó a ser Reina. Una sola solemnidad nos trajo un Rey y una Reina.
(Transcrito de la Revista “Heraldos del Evangelio – Salvadme Reina” Nº 40 – Noviembre 2006)9
1 Heb. 1, 2-5.
2 Enarrat. in Ps. 5 n. 3: PL 37, 83.