Comentario al Evangelio – Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz – La cruz, centro y ápice de la Historia

Publicado el 09/13/2016

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: 13 “Nadie ha subido al Cielo sino el que bajó del Cielo, el Hijo del hombre. 14 Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 15 para que todo el que cree en Él tenga vida eterna. 16 Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. 17 Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 13-17).

 


 

Comentario al Evangelio – Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz – La cruz, centro y ápice de la Historia

 

Para que entendamos lo arquitectónico del magnífico plan divino de la Creación, debemos considerar la Redención obrada en la cruz como centro de la Historia, en torno de la cual todo se conjuga para mayor gloria de Dios, incluso el pecado.

 


 

I – La cruz nos abrió las puertas del Cielo

 

Cuando Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso a causa del pecado las puertas del Cielo se cerraron al hombre, y así habrían permanecido hasta hoy si no fuese por la Redención. Podríamos llorar nuestra culpa, pero las lamentaciones no servirían de nada para alcanzar la convivencia eterna con Dios, pues sólo una iniciativa suya podía hacerlo. Y fue lo que ocurrió cuando se encarnó y murió por nosotros en la cruz.

 

Por eso la Iglesia quiere concentrar la atención de los fieles en este augusto madero, celebrando la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, y al día siguiente la conmemoración de Nuestra Señora de los Dolores, que une a la cruz las lágrimas de María Santísima, Corredentora del género humano. En ambas celebraciones, la liturgia nos permite venerar de modo especial el instrumento de nuestra salvación, el cual pasó a ser objeto de adoración a partir del momento en que Jesús fue crucificado en él con horribles clavos que traspasaron su sagrada carne. Ése es el poder de la Preciosísima Sangre de Jesucristo. Debemos adorar la cruz con la misma latría que tributamos al Hombre Dios, tanto por ser su imagen como por haber sido tocada por sus miembros divinos y empapada por su sangre.1 Por este motivo, se recomienda mantener dos velas encendidas durante la exposición de una reliquia del Santo Leño.

 

Ante el panorama que la Iglesia nos presenta en esta ocasión, es necesario que consideremos adecuadamente el misterio de un Dios crucificado.

 

El universo es óptimo en su conjunto

 

Como nos enseña la teología, todo lo que Dios ha creado podía ser más perfecto, a excepción de tres criaturas: la humanidad santísima de Jesús, la visión beatífica y la Madre de Dios.2 No obstante, es importante recordar que en su conjunto el universo no podía ser mejor, porque su orden es insuperable.3 El Génesis describe cómo, a lo largo de los días de la Creación, Dios posó su mirada sobre cada una de las partes de su obra y vio que eran buenas; pero al sexto día, cuando la contempló entera, vio que era óptima (cf. Gn 1, 31).

 

Con todo, parece difícil conciliar esta idea de perfección del universo con la existencia del pecado. Sería más a nuestro gusto un mundo libre de trabas, problemas o complicaciones, en el que todas las criaturas fuesen excelentes, los ángeles y los hombres correspondiesen plenamente a la gracia, sin cometer una sola falta, y no hubiese infierno. Ahora bien, en esas condiciones la Redención sería innecesaria, y es probable que el Verbo tampoco se encarnase, de lo cual se deduce que Dios no escogería una Madre para sí. De las tres criaturas perfectísimas existentes ahora —Jesús, María y la visión beatífica—, sólo quedaría esta última. El universo sería menos bello y le daría al Creador una gloria menor que el nuestro, manchado por la culpa original y por todas sus consecuencias.

 

Pasemos, pues, a analizar la liturgia de hoy dentro de esta perspectiva, para comprender en profundidad el problema de la cruz.

 

II – Una prefigura de Cristo crucificado

 

La primera Lectura, extraída del Libro de los Números (21, 4-9), aborda un episodio de la travesía del desierto en dirección a la Tierra Prometida: “Desde el monte Hor se encaminaron hacia el mar Rojo, rodeando el territorio de Edón” (Nm 21, 4). Era una marcha penosa, por ser un terreno árido, inhóspito y sin agua.4 Además de eso, el pueblo se había hartado del maná, el “pan del cielo” (Sal 104, 40) que Dios les concedió para su sustento, haciéndolo llover con el rocío de la mañana (cf. Nm 11, 9). Los israelitas, al venir de un ambiente impregnado de enorme voluptuosidad, debían adquirir gustos temperantes, y el maná, que era una comida leve de la cual sólo podían recoger una determinada cantidad, aunque les saciaba el apetito, les dejaba con la sensación de que les faltaba algo. Querían alimentos fuertes, como las cebollas y los ajos de Egipto, de cuya privación ya se habían lamentado poco antes (cf. Nm 11, 5).

 

La recolección del maná,

detalle del tríptico de la Eucaristía

Museo Rolin, Autun (Francia)

Esta situación del pueblo hebreo nos sugiere una analogía con la vida espiritual. Todos nosotros, los bautizados, hemos sido convocados a entrar en la “Tierra Prometida” de la santidad y, a cierta altura del recorrido, tenemos que atravesar el desierto de la aridez. La sensibilidad de lo sobrenatural se retira, desaparece de nuestro panorama interior cualquier consuelo o amparo palpable y, si no sabemos sufrir la ausencia de esos estímulos, lloramos anhelando las “cebollas de Egipto”, que son los elementos del pasado a los cuales renunciamos para andar por las vías de la virtud. En esa etapa de probación, para la caminata, sólo tenemos un maná que ha bajado del Cielo: la gracia cooperante, que Dios nunca deja de conceder, pero exige de nosotros esfuerzo y sacrificio.5

 

El pueblo elegido se rebela contra Dios y contra su profeta

 

Humanamente hablando, la rebelión sería una reacción comprensible para la coyuntura en la que los israelitas se encontraban. Sin embargo, el texto relata que el pueblo no sólo manifestó inconformidad con la precariedad material, sino que “habló contra Dios y contra Moisés” (Nm 21, 5a). Al dirigirse al profeta estaban reprochándole lo que le exigirían al mismo Dios si se lo encontrasen: “¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia” (Nm 21, 5b). Ahora bien, el maná era un milagro que Dios renovaba todos los días. Imaginemos que estas palabras se las dijera un invitado en un banquete a su anfitrión… No debe haber sido muy diferente la vociferación que Lucifer lanzó contra Dios cuando se rebeló en el Cielo, dada la falta de generosidad y de amor que esa queja encierra. Fue un pecado contra el primer Mandamiento, “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 5).

 

El pueblo es castigado

 

Pero Dios no tolera que exista rebelión contra sus mediadores, al punto de que toma las murmuraciones del pueblo como reclamaciones hechas contra Él. También nosotros le provocamos de forma análoga cuando no aceptamos los reveses, probaciones y dolores de la vida, porque en el fondo, esa actitud es una protesta contra Dios.

 

Para castigar a los hijos de Israel el Señor mandó terribles serpientes —literalmente “quemadores”, 6 según el original hebreo—, que invadieron el campamento. No se nos dice que Dios las hubiera creado en aquel instante; seguramente reunió una gran cantidad y las soltó allí. Su venenosa mordedura causaba una fiebre altísima que producía la muerte en poco tiempo, y el número de víctimas fue enorme.

 

Después de que murieran “muchos de Israel” (Nm 21, 6), el pueblo reconoció en esta calamidad un castigo divino y, finalmente, el miedo, que no siempre propicia la conversión, los llevó al arrepentimiento. Y ése era el objetivo de Dios. Fueron a pedir la intercesión de Moisés, admitiendo que el pecado cometido tenía un doble alcance, porque ofendía al Altísimo y a su representante: “Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti” (Nm 21, 7).

 

La serpiente de bronce

 

Dios respondió a los ruegos de Moisés con la siguiente recomendación: “Haz una serpiente abrasadora y colócala en un asta: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla” (Nm 21, 8). Pero no eliminó a las serpientes y permitió que continuasen sus ataques contra los hebreos. Ya perdonados por Dios —libres, por lo tanto, de la pena eterna de aquel pecado—, los israelitas expiaban de ese modo la pena temporal, a la cual el pecador queda sujeto en virtud del apego desordenado a los bienes terrenales, que todo pecado, ya sea mortal o venial, conlleva.7

 

Moisés cumplió la determinación divina y a partir de entonces se estableció una situación de milagro permanente e incontestable a los ojos de cuantos habían asistido a numerosas muertes producidas por las abrasadoras serpientes. El que recibía una mordedura sabía que no existía medicina para su mal y que la única oportunidad de sobrevivir era estar junto a Moisés, pues el profeta siempre llevaba el cayado en cuya extremidad había fijado la serpiente de bronce. Así, Dios manifestaba el deseo de mantener el principio de mediación y hacía que los israelitas comprobasen no sólo su omnipotencia y bondad, sino también los beneficios de tener un profeta que los guiase e interviniese a su favor.

 

La consecuencia de no aceptar el sufrimiento

 

La narración presente en el Libro de los Números apunta hacia algo muy importante: la actitud de los hombres ante el dolor. El pueblo elegido, libre de la esclavitud de los egipcios y conducido a la Tierra Prometida, ya había presenciado portentosos milagros realizados por Dios a través de Moisés, como, por ejemplo, la apertura del mar Rojo. No obstante, cuando se vieron obligados a enfrentar una situación difícil, inmediatamente culparon al profeta, su libertador —y también al propio Dios, por haberles puesto a ese hombre en su camino—, acusándolo de ser la causa de su infortunio. Se rebelaron contra Dios con la pretensión de suprimir cualquier tipo de sufrimiento y cayeron en una tribulación mucho mayor: el Señor se retiró y los castigó con las serpientes.

 

A nosotros nos cabe sacar de aquí una lección: nunca intentemos huir de la cruz, porque, además de ser una tentativa inútil, se volverá mayor y más pesada, como les sucedió a los hebreos en el desierto.

 

III – La verdadera serpiente elevada en una vara

 

A la luz del Evangelio de San Juan propuesto por la liturgia de esta fiesta, la imagen de la serpiente de bronce se reviste de un colorido nuevo, presentándose como prefigura de la acción redentora de Jesús en la cruz. Dios quiso que ese mismo animal, por cuya sugerencia el pecado y la muerte se introdujeron en el mundo, se transformase en signo de curación para los hijos de Israel, representando al divino Redentor, que nos traería la verdadera vida, como se lee en el Libro de la Sabiduría: “Y el que se volvía hacia él se curaba, no por lo que contemplaba, sino gracias a ti, Salvador de todos” (Sb 16, 7). Explicando esa prefigura, San Justino asevera que “con esto anunciaba Dios un misterio, por el que había de destruir el poder de la serpiente, que fue autora de la transgresión de Adán; y a la vez, la salvación para quienes creen en el que por este signo era figurado, es decir, en Aquel que había de ser crucificado y los había de librar de las mordeduras de la serpiente, que son las malas acciones, las idolatrías y las demás iniquidades”.8

 

Aunque nos puede chocar un poco, esa imagen de la serpiente es rica en simbolismo. En efecto, se trata de un animal peligroso y que, curiosamente, siempre estuvo relacionado con la medicina, siendo un emblema del poder curativo. Su veneno es letal, pero también posee propiedades terapéuticas que, una vez tratadas, son utilizadas como medicamento. He aquí la vida y la muerte sintetizadas en un mismo animal, cual piedra de escándalo: el que sabe aprovecharlo obtiene elementos para la restauración de la salud; el que se descuida sufre su mordedura y muere.

 

Al contrastar la figura con la realidad, vemos que Dios también podía haber realizado la Redención eliminando para siempre el pecado y sus efectos, mediante una sencilla resolución, sin el concurso de ningún intercesor. Sin embargo, permitió que los hombres continuasen siendo capaces de pecar, poniendo a disposición de todos la posibilidad de encontrar el perdón junto al “mediador de la nueva alianza” (Hb 12, 24), Jesucristo, nuestro Señor. Aquí se entiende por qué Simeón, cuando recibió en brazos al Niño Jesús, proclamó que Él sería piedra de escándalo, pues serviría para la salvación o condenación de muchos (cf. Lc 2, 34). Es, de hecho, divisor. El que es tocado por el pecado y le mira, encuentra el remedio para sus males. Pero, ¡ay del que busca la solución fuera de Él!

 

Un fariseo con simpatía por el Mesías

 

Toda esa doctrina está bastante acentuada en la conversación nocturna que Jesús mantiene con Nicodemo, de la cual este Evangelio recoge un corto pasaje que se conjuga de manera extraordinaria con la primera Lectura. Además de muy suculenta en contenido, dicha conversación seguramente debe haber durado varias horas. Infelizmente San Juan la sintetiza en escasos párrafos, de por sí repletos de maravillas.

 

Según San Juan Crisóstomo, Nicodemo “estaba ya bien dispuesto hacia Cristo, si bien su fe era todavía débil y tan grosera como la de todos los judíos”.9 Al ser fariseo y miembro del sanedrín, sabía el mal concepto que éste tenía acerca de Jesús y no quería manifestarles su adhesión para no tener que enfrentar su propio ambiente. Y por tal motivo “fue a ver a Jesús de noche” (Jn 3, 2), desplazándose de manera furtiva por las calles, que en aquella época estaban iluminadas solamente por el brillo de la luna y las estrellas. Tal vez esperó una noche de luna nueva o de cielo nublado, a fin de evitar que su silueta se proyectase en el camino y, aprovechando la caída de la temperatura nocturna, se taparía bien, hasta la cabeza.

 

Este buen fariseo va en busca de Jesús no sólo por la curiosidad de ver de cerca a aquel Maestro, cuya fama se difundía por todos los rincones de Israel, sino también porque deseaba descubrir de dónde le venía el poder de realizar milagros, su fuerza de expresividad y la capacidad de penetración de sus enseñanzas, y se preguntaba si no sería un profeta precursor del Mesías. Nicodemo tenía la mente llena de preguntas, pues era un hombre de espíritu lógico, de principios doctrinarios muy sólidos y eminente conocedor de la Ley y de las Escrituras, constante objeto de su estudio. Y quería cotejar sus conocimientos con la novedad traída por Cristo. Poco a poco, en el discurrir de la conversación, el divino Maestro irá trabajando su alma y le abrirá los ojos a la fe.

 

Una alusión a la unión hipostática

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: 13 “Nadie ha subido al Cielo sino el que bajó del Cielo, el Hijo del hombre”.

 

Como Nicodemo era un fariseo convencido, el divino Maestro usa un método muy didáctico y prudente para hablarle de la Encarnación. Si le revela el misterio de la unión hipostática diciendo: “Yo soy Dios, soy la segunda Persona de la Santísima Trinidad y he asumido la naturaleza humana”, su interlocutor no lo entendería e incluso juzgaría tal afirmación como blasfemia. Por medio de un lenguaje figurado, Jesús conversa sobre ello, de manera que permite que la gracia, creada por Él mismo, actúe en el alma de Nicodemo. He aquí un principio para el apostolado: cuando nos encontremos en un ambiente hostil a la fe o sin preparación para recibir la Buena Nueva, el mejor modo de evangelizar es a través de figuras. Por eso, el arte, rico en símbolos, es un estupendo medio de sacar del pecado a las generaciones más pervertidas y llevarlas a la santidad.

 

Moisés y la serpiente

de metal, por Francesco

Solimena – Museo de Arte

de Gerona (España)

Para empezar, Jesús dice que “nadie ha subido al Cielo”, refiriéndose a la situación de los hombres después del pecado original, que estaban impedidos de entrar allí. Todos los justos del Antiguo Testamento se encontraban en el limbo, donde no había fuego, ni oscuridad o tormentos, aunque el anhelo de felicidad eterna, inherente a toda criatura humana, no estaba saciado.10 Sin embargo, cuando el Hijo “bajó del Cielo”, encarnándose, no abandonó el Cielo, pues es Dios. Y como su alma humana fue creada en la visión beatífica, desde el primer instante de su existencia, Jesús podía decir con propiedad que “subió al Cielo”. Luego, “nadie” subió al Cielo antes de la Redención, a no ser Jesucristo. Esta afirmación deja un interrogante en la cabeza de Nicodemo mientras Jesús continua su discurso remontándose al episodio de las serpientes en el desierto.

 

La realización de la prefigura

 

14 “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 15 para que todo el que cree en Él tenga vida eterna”.

 

Así como aquellos animales venenosos se propagaron por el campamento de los hebreos, el mal penetró en la faz de la tierra con el pecado de Adán. Y no hay otra salvación para los hombres que la de mirar a la verdadera serpiente de bronce, Jesucristo crucificado.

 

Sin embargo, la prefigura de la serpiente no es nada en comparación con lo que se verificó de hecho, pues la realidad siempre es mucho más rica que el símbolo. Jesús podría perdonarnos sólo nuestra culpa, de manera que, con el alma en orden, tuviésemos una eternidad feliz desde el punto de vista natural. Pero además de curarnos del pecado nos ofrece la posibilidad de participar de su propia vida divina, que nunca conseguiríamos con nuestros esfuerzos. Hemos sido invitados a creer en Él, acogiendo todo cuanto nos ha traído al venir al mundo, ya sea su doctrina, ya sea su gracia, recibida sobre todo a través de los sacramentos. En una palabra, a aceptar la Iglesia y vivir en unión con ella. Para eso, era necesario que el Hijo del Hombre fuese levantado en el madero, como Jesús revela aquí a Nicodemo. En esta afirmación también trasparece la divina didáctica de Jesús, que toma el cuidado de no usar el término crucifixión, sino que emplea la expresión “ser elevado”, que también podría significar su ascensión a los Cielos, dependiendo de cómo Nicodemo lo interpretase. En el apostolado debemos actuar muchas veces de esa forma, paso a paso, a fin de predisponer a las almas a aceptar la verdad plena, sin ponerle obstáculos.

 

El amor infinito del Padre por los hombres

 

16 “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

 

Para aprovechar la inmensa riqueza teológica de este versículo, pensemos, en primer lugar, que el Padre celestial no puede olvidarse de ninguna de sus criaturas. Si, por un absurdo, eso sucediese, volverían a la nada en ese mismo instante, pues es Él quien lo sustenta todo en el ser. Recordemos también que Dios no puede crear algo que no sea para sí, para su provecho y para su gloria. Siendo así, nunca dejará de tener aprecio por los seres a los cuales dio la existencia. Y tan grande es ese amor que Dios da al mundo a su Hijo Unigénito, para que todos “tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10, 10).

 

Sin esa oblación, nosotros —en la mejor de las hipótesis— estaríamos destinados a pasar la eternidad en el limbo a la luz de nuestra propia inteligencia, que no puede ser llamado verdadera vida. Jesús nos ofrece la vida eterna en el Cielo, donde recibiremos la luz del mismo Dios para contemplarlo por toda la eternidad, como dice el Salmo: “in lumine tuo videbimus lumen – tu luz nos hace ver la luz” (Sal 35, 10), la luz de la visión beatífica.

 

El Hijo bajó del Cielo para abrazar la cruz

 

¿Qué vía escogió Dios para consumar la entrega de su Hijo al mundo? La más perfecta de todas —porque para sí no puede desear nada que sea inferior—, pero causa espanto: la muerte en la cruz. Preferiríamos que hubiese triunfado sobre el mal desde el principio y no hubiese sufrido los tormentos de la Pasión. En realidad, si Jesús hubiera ofrecido al Padre un simple cerrar de ojos, un gesto, una palabra o un acto de voluntad, hubiera sido suficiente para reparar nuestro pecado. Sin embargo, según nos enseña San Pablo en la segunda Lectura de hoy (Flp 2, 6-11), “siendo de condición divina, [Jesucristo] no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). Al ser Dios, el Hijo posee la alegría eterna y podía haber dado a su naturaleza humana una vida terrenal llena de deleites. No obstante, la naturaleza divina comunicó a Cristo Hombre el gozo de abrazar la cruz, ser en ella clavado y morir, cumpliendo la voluntad de Aquel que lo había enviado (cf. Jn 5, 30), para salvar a los hombres de la muerte eterna.

 

Símbolo de la perfección del universo

 

17 “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.

 

Al oír estas palabras, Nicodemo entendió, sin duda —aunque de una forma un poco borrosa—, que comenzaba un nuevo régimen en la historia del pueblo elegido: la era de la justicia inclemente había terminado y empezaba la era de la misericordia; y ésta mucho más fuerte que aquella. A tal punto que el incontestable ímpetu de la justicia, capaz de llevar sus determinaciones hasta las últimas consecuencias, se rinde cuando encuentra misericordia. Porque la misericordia es como el agua y la justicia como el fuego. Éste quema, destruye y consume, pero en contacto con el agua se extingue y desaparecen las llamas, las brasas y todo el ardor. A la humanidad que gemía bajo la amenaza de un castigo, la Providencia le envió el oxígeno de la misericordia, del cual vivimos hace más de dos milenios.

 

En resumen, la Santísima Trinidad promovió la venida del Hijo al mundo con la intención de salvarnos. Desde siempre la cruz estuvo en la mente de Dios, con un papel central en la Historia, como instrumento para la realización de la perfección de las perfecciones del universo, su honor más grande y su excelsa belleza: la Redención. Ante este panorama es posible, incluso, entender por qué Dios permitió el pecado. En el plan de la Creación, la suprema gloria no es la inexistencia de ese mal, sino el Hombre Dios, que se dejó capturar y crucificar por amor a nosotros.

 

IV – La cruz, fuente de gloria

 

Réplica de la Cruz

de la Victoria – Basílica de

Santa María la Real,

Covadonga (España)

A primera vista, pues, parecería contradictorio lo que conmemoramos en esta fiesta: la Exaltación de la Santa Cruz. Sin embargo, la cruz, otrora considerada como el peor de los desastres en la vida de una persona, un símbolo de ignominia que sirvió para la ejecución de tantos criminales, hoy es exaltada por la Iglesia porque Jesucristo vino al mundo mostrando cómo le es apropiada. Es “el signo del Hijo del hombre” (Mt 24, 30) que Él la transformó en signo de triunfo. Por eso, la cruz triunfa en lo alto de las catedrales, en la punta de las coronas y en el centro de las más importantes medallas.

 

La cruz es el camino de la gloria. Con cuánta razón se dice: “Per crucem ad lucem — a la luz se llega a través de la cruz”. Éste es el principio que la liturgia de hoy nos ofrece para nuestro beneficio espiritual: si queremos alcanzar la santidad, nada es tan central como saber sufrir. El rasgo común a todos los santos es justamente su actitud ante la cruz. De hecho, el momento decisivo de nuestra perseverancia no es aquel cuando la gracia sensible nos toca y damos pasos vigorosos en la virtud, sino la hora de la prueba, cuando las tentaciones nos asaltan y experimentamos nuestra debilidad. No fue sin razón que el divino Maestro al enseñar el Padrenuestro dijera “líbranos del mal” y no emplease el mismo verbo en la petición referente a las tentaciones: “no nos dejes caer en tentación”. Ser tentado es algo inevitable y necesario después del pecado original. En esta hora debemos resistir abrazados a la cruz, seguros de que en ella se encuentra nuestra única esperanza: “Ave crux, spes unica”. Y cuando cometemos una falta o nuestra vida interior parece encallada, y nos da la impresión de que no somos amados por Dios, acordémonos de que esa sensación es contraria a la revelación hecha por el Señor en el Evangelio que acabamos de considerar; pensemos en esto: Dios nos ama tanto que el Hijo se encarnó y sufrió la Pasión en la cruz para salvarnos a cada uno de nosotros, individualmente.

 

Rebosantes de júbilo glorifiquemos en esta fiesta el signo de nuestra salvación y la garantía de la resurrección futura, y sepamos cargar siempre con nuestra propia cruz con amor y veneración, tal como lo hizo nuestro Salvador antes de empezar el Vía Crucis.

 


 

1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 25, a. 4. Esa adoración no se rinde sólo a la cruz en la que Cristo fue crucificado, sino también a sus imágenes, como lo explica el Doctor Angélico: “si hablamos de la imagen de la cruz de Cristo en cualquier otra materia, por ejemplo en piedra, madera, plata u oro, entonces veneramos la cruz sólo como imagen de Cristo; la veneramos con adoración de latría”. 2 Cf. Ídem, I, q. 25, a. 6, ad 4. 3 Cf. Ídem, ad 3. 4 Cf. COLUNGA, OP, Alberto; GARCÍA CORDERO, OP, Maximiliano. Biblia Comentada. Pentateuco. Madrid: BAC, 1960, v. I, p. 847. 5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q. 111, a. 2. 6 COLUNGA; GARCÍA CORDERO, op. cit., p. 847. 7 Cf. CCE 1472-1473. 8 SAN JUSTINO. Diálogo con Trifón, 94, 2. In: RUIZ BUENO, Daniel (Org.). Padres Apologetas Griegos (s. II). 2.ª ed. Madrid: BAC, 1979, p. 470. 9 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XXIV, n.º 1. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (1-29). 2.ª ed. Madrid: Ciudad Nueva, 2001, v. I, p. 289. 10 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 52, a. 5, ad 1.

 

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