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– EVANGELIO –
22 Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, 23 de acuerdo con lo escrito en la Ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”, 24 y para entregar la oblación, como dice la Ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. 25 Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. 26 Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. 27 Impulsado por el Espíritu, fue al Templo. Y cuando entraban con el Niño Jesús sus padres para cumplir con Él lo acostumbrado según la Ley, 28 Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: 29 “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. 30 Porque mis ojos han visto a tu Salvador, 31 a quien has presentado ante todos los pueblos: 32 luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.
33 Su padre y su Madre estaban admirados por lo que se decía del Niño. 34 Simeón los bendijo y dijo a María, su Madre: “Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción 35 —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones”. 36 Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, 37 y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. 38 Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. 39 Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40 El Niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con Él (Lc 2, 22-40).
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Comentario al Evangelio – FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ ¿Jerarquía o igualdad?
A lo largo de treinta años de vida familiar, el Hombre Dios ofrece el ejemplo de la obediencia perfecta a un mundo en el que impera la mentalidad igualitaria y el espíritu de rebelión contra toda autoridad.
I – La célula “mater” de la sociedad
Las palabras de la Liturgia son divinas, pues han sido dictadas por el Espíritu Santo a los autores sagrados y recogidas por la Santa Iglesia con sabiduría. Cada uno de los pensamientos que las lecturas de la fiesta de la Sagrada Familia nos sugieren es suficiente para que, deteniéndonos un instante para meditarlo, enriquezcamos el alma y el corazón. En ellas se condensan toda una serie de verdades enseñadas por Dios respecto a un punto fundamental que atañe a la sociedad y a la propia Iglesia: la vida familiar. La familia es la célula mater de la sociedad, donde se forjan los hombres y mujeres de valor que constituirán el mundo del futuro, y es también la fuente de vocaciones religiosas para el servicio de la Iglesia.
Al ser una institución de derecho natural —como lo demuestra la historia de todos los pueblos, desde la Antigüedad más remota—, la familia fue considerada por Jesucristo de tal modo que elevó el Matrimonio a la categoría de Sacramento, con el propósito de infundir en los esposos las gracias necesarias para cumplir, con vistas sobrenaturales, el deber que les cabe.
De hecho, por encima de todas sus funciones, la familia tiene una misión salvífica. Una vez que nuestro destino final no está aquí en la tierra —en la que estamos sólo de paso—, sino en la eternidad, no existe en el Matrimonio objetivo más grande que el que un cónyuge santifique al otro, y ambos santifiquen a los hijos. Se trata, por tanto, de llevar la vida familiar en Dios, de manera que Él sea el elemento esencial de las relaciones entre marido y mujer, padres e hijos. Si la familia se cimienta en la gracia y en la piedad, aunque se abatan sobre ella dramas y vicisitudes, todo será más fácil y la paz reinará en ella.
En la Sagrada Familia tenemos el modelo admirable de cómo enfrentar las dificultades y los dolores de la existencia con espíritu elevado: padre, Madre e Hijo vivían en una perfecta armonía porque Dios estaba en el centro. Por eso, en esta fiesta, reza la Oración Colecta: “Dios, Padre nuestro, que has propuesto a la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo, concédenos, te rogamos, que, imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del Cielo”.1 Imitemos en nuestros lares las virtudes de Jesús, María y José para que, traspasado el umbral de la muerte, seamos integrados para siempre en la familia eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, junto con todos los Ángeles y Bienaventurados. Dios quiere conferirnos la inmensa felicidad de convivir con Él en el Cielo y, para eso, Él mismo se encarnó y vivió treinta años en una familia —¡y tan sólo empleó tres para exponer su doctrina!—, dándonos así una clara noción de la importancia del núcleo familiar y el patrón de cómo éste debe ser.
II – Por medio de María, el Redentor se ofrece oficialmente al Padre
22 Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, 23 de acuerdo con lo escrito en la Ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”, 24 y para entregar la oblación, como dice la Ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”.
Cuando el pueblo elegido fue liberado, por la mano fuerte de Dios, de la esclavitud en la que se encontraba en Egipto, la última de las diez plagas infligidas para convencer al faraón a dejarlo marcharse fue la muerte de los primogénitos de todo el país. El Señor, no obstante, ordenó a los israelitas que marcasen el dintel y las jambas de la puerta de sus casas con la sangre del cordero inmolado en el crepúsculo, con el objetivo de que al pasar el exterminador no fuesen alcanzados por el azote divino, siendo así respetados los primogénitos de Israel (cf. Ex 12, 12-13).
Por esta razón, Dios asumió como suyos a los primogénitos de los hebreos, tanto hombres como animales (cf. Ex 13, 2; 34, 19). Teóricamente, los padres tenían que olvidarse de su primer hijo y entregarlo como víctima para el altar del Señor. Pero Dios prohibía los sacrificios humanos, como posteriormente fue prescrito por la Ley de Moisés (cf. Lev 18, 21; 20, 1-3; Dt 12, 31), y entonces esos niños eran destinados al sacerdocio. Más tarde, cuando Dios reservó a los levitas para su culto (cf. Ex 32, 26-29; Num 3, 12; 8, 14), mandó, en contrapartida, que los primogénitos fuesen rescatados por la familia pagando un impuesto bastante considerable: cinco siclos de plata (cf. Num 3, 47; 18, 16), lo equivalente a la mitad de la paga anual de un obrero asalariado.2 Ya en los tiempos del Nuevo Testamento, según los cálculos realizados por los exegetas, esa cantidad correspondía a casi un mes de trabajo.3
Por otro lado, la mujer debía purificarse después de cada parto y ofrecer un cordero en holocausto por el recién nacido y un pichón o una tórtola como sacrificio expiatorio (cf. Lev 12, 4-7); o bien dos tórtolas o dos pichones en el caso de las familias más pobres (cf. Lev 12, 8).
El Templo de Jerusalén, escenario del acontecimiento relatado en el Evangelio de hoy, había sido reconstruido con mucho menos esplendor material que el anterior, que fue levantado por Salomón con magnificencia y riqueza extraordinaria y destruido por Nabucodonosor. Tal era la diferencia, que los judíos más ancianos, al contemplar la nueva construcción, lloraban a gritos (cf. Esd 3, 12-13), porque aquel edificio no era la maravilla que habían visto antes del exilio en Babilonia. Pero el profeta Ageo les reveló que la gloria del segundo Templo sería mayor que la del primero (cf. Ag 2, 3-9), y esa profecía se cumplió al pie de la letra, pues este segundo recibió la visita del Mesías prometido: el Niño que entró en los brazos de María era el mismo Dios hecho Hombre, que iba a ser presentado en su Templo.
Fidelidad y obediencia en el cumplimiento de la Ley
María Santísima, concebida sin pecado original, inocentísima, que no conoció varón y que engendró a Jesús por el poder del Espíritu Santo, Virgen antes, durante y después del parto, no necesitaba purificarse. Sin embargo, meticulosamente fiel en la observancia religiosa y amante de la excelsa virtud de la obediencia, quiso cumplir la Ley que obligaba a cualquier mujer y, además, consagrar su Hijo a Dios, para luego rescatarlo.
“También convino —afirma Santo Tomás— que la Madre se conformase con la humildad del Hijo […]. Y por eso, así como Cristo, a pesar de no estar sometido a la Ley, quiso experimentar la circuncisión y las otras cargas de la Ley, para darnos ejemplo de humildad y obediencia, para dar su aprobación a la Ley, y para quitar a los judíos la ocasión de cualquier calumnia, por esas mismas razones quiso que también su Madre cumpliese las observancias de la Ley, a pesar de no estar sujeta a las mismas”.4
La entrega solemne y oficial de su Hijo como víctima expiatoria
Debido a nuestra mentalidad cronológica, juzgamos que el impuesto establecido por Dios a través de Moisés fue el factor determinante del episodio contemplado en la Liturgia de este domingo. No obstante, si lo analizamos desde un prisma más elevado, vemos que el objetivo primordial de Dios al promulgar esas leyes —ya sea la relativa a los primogénitos o la referente a las madres— fue el de que en un día dado se realizara esta presentación, para que muy próximo de su nacimiento, Jesucristo fuese entregado en holocausto como hostia de reparación.
Jesús fue en todo único en la Historia: primero, por ser doblemente Primogénito, tanto de su Madre Santísima, en el tiempo, como de Dios Padre, en la eternidad; segundo, porque al presentarlo en el Templo, la Virgen lo hizo de todo corazón y con la comprensión de la gran perspectiva que se abría ante sí, es decir, devolver a Dios a Aquel que era de Dios, para que en el futuro fue se realmente inmolado como ofrenda derramando su propia Sangre. Ella ya sabía que así sería redimido el género humano y estaba de acuerdo con esto desde el día de la Anunciación: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). San José también tenía esa noción, de modo que ambos desempeñaron el papel de sacerdotes al estar presentándole a Dios un sacrificio. Con razón, la Virgen María es llamada Madre y Reina de los sacerdotes.
A su vez, el Niño, en cuanto Verbo de Dios, poseía la ciencia divina e increada; y, en cuanto Hombre, gozaba tanto de la ciencia beatífica —ya que desde la concepción su Alma siempre estuvo contemplando a Dios cara a cara— como de la ciencia infusa, con la que abarcaba los inicios de todas las cosas, mediante las especies inteligibles proporcionadas por Dios a su entendimiento. Además, a su naturaleza humana excelentísima se le añadía la ciencia experimental, aquella que se adquiere progresivamente por el esfuerzo de la inteligencia, transformando en ideas las impresiones que los sentidos transmiten a la imaginación. Así pues, cuando en la tierna edad de un bebé entró en el Templo en los brazos de María, Jesús constató, con su sensibilidad humana, aquello que había visto desde toda la eternidad. De esta forma se completaba, en lo referente a su misión, el ciclo perfecto de todos sus conocimientos.
Arrebatado por una inmensa emoción, en su humanidad, se entregó de manera solemne y oficial al Padre como víctima expiatoria, teniendo pleno conocimiento del significado de aquella ceremonia y, sobre todo, de la finalidad de su Encarnación y de cuánto iría a sufrir. Este ofrecimiento ya lo había hecho desde el primer instante en que fue creado, como se lee en la Carta a los Hebreos: “Por eso, al entrar Él en el mundo dice: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces Yo dije: He aquí que vengo —pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí— para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (10, 5-7). Pero ahora esto se verificaba por las manos de María, y Jesús, enteramente dispuesto a obedecer en todo a su Madre, lo aceptó con alegría, sometiéndose —Él, el Creador del universo, el Todopoderoso— a quien tenía aquí en la tierra gobierno sobre Él.
Y aunque había sido rescatado por María y José mediante una suma de dinero, sólo lo fue de forma temporaria, hasta el momento de la Pasión. Llegada la hora de subir al Calvario, no había cordero que lo substituyese, ni pago… Lo crucificaron.
Ahora bien, no era posible que María Santísima y San José llevasen al Niño Jesús al Templo y, en una ocasión tan transcendental para el acontecer humano y para el conjunto de la obra de la creación, no hubiese especiales manifestaciones del Espíritu Santo.
Un anciano flexible a las mociones del Espíritu Santo
25 Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. 26 Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. 27a Impulsado por el Espíritu, fue al Templo.
El viejo Simeón era, según el Evangelista, “justo y piadoso”. De él se puede afirmar que, sin conocer a Jesucristo e incluso antes de éste haber nacido en Belén, ya podía ser chamado cristiano; sin Él haberle dado el ejemplo, ya lo imitaba. ¡Qué mérito admirable!
Sin duda, era un alma de fuego que ansiaba la venida del Mesías y la pedía insistentemente a Dios. ¡Cuánta aridez y probación debe haber pasado este hombre viendo a Israel decadente, Jerusalén en la ruina espiritual, el Templo deshonrado por mercaderes… y sin condiciones de hacer nada! Tal vez se afligiría ante el número de almas que se perdían y, al presentar a Dios los sacrificios, se preguntaría acerca del valor los mismos, porque eran ofrecidos por sus manos, a su juicio tan míseras. “Cuando surja el Mesías, —pensaría seguramente— ¡Él sí que hará una oblación perfecta y todo el pueblo será purificado!”.
Por eso recibió fortísimas mociones del Espíritu Santo y —quién sabe si por una aparición angélica o por una voz interior, vigorosa y convincente— le fue revelado que no moriría sin ver al Salvador prometido. Pero, ¿tenía una sensibilidad permanente respecto a esa previsión o vivía momentos de aridez? Lo cierto es que guardó hasta el final una esperanza llena de fe.
En aquel día sintió un impulso sobrenatural para ir al Templo y fue dócil a él. Está claro que no tenía motivos para ir, ya que no le tocaba el turno sacerdotal o, quizá, ya estuviese retirado; sin embargo, de edad avanzada y con dificultad de movimiento, en una época de frío invernal, venció los achaques de la vejez y salió por las calles, ávido, ágil, con una solicitud y un ánimo de los que no había dispuesto ni en su juventud, a la búsqueda del Cristo que iba a llegar.
El premio de quien es justo y piadoso
27b Y cuando entraban con el Niño Jesús sus padres para cumplir con Él lo acostumbrado según la Ley, 28 Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo.
Cuando Simeón vio entrar a San José y a María con el Niño Jesús, su corazón palpitó de emoción… ¡Por fin, allí estaba el Mesías! Ciertamente los llamaría y les haría pasar delante de las otras familias y de las otras madres, que esperaban para ser atendidas por los sacerdotes de oficio para cumplir también la Ley.
Cabe destacar el modo con el que la Providencia siempre actúa: promete algo y da mucho más. En su humildad de varón justo, Simeón imaginaba que avistaría al Redentor andando por los caminos o en alguna plaza; realizada así la promesa, podía morir. Pero obtuvo el privilegio de coger a Cristo bebé, con tan sólo cuarenta días de edad. ¡Dios en sus brazos!… Nos es permitido conjeturar que el Niño Jesús, al mirarlo, tendría con él gestos de delicadeza y afectuosidad únicos; tal vez le habría tirado de las barbas al anciano con sus divinas manos.
Tales demostraciones dejarían conmovido a Simeón en lo más íntimo de su alma, formando en ella una especie de arco gótico: por un lado, Dios, que era aquel Niño, actuaba “con la mano derecha” en su interior, inundándolo de contentamiento, de entusiasmo y de un extraordinario regocijo ante la sabiduría divina y el futuro que le esperaba a Él; por otro, el Niño, que era Dios, completaba en lo exterior los sentimientos experimentados en su íntimo, acariciando “con la mano izquierda” sus barbas y comunicándole, con su sonrisa, un auge de consolación…
“Simeón, que buscaba con un deseo piadoso y fiel, encontró al que buscaba y reconoció al que encontró sin ningún otro indicio, es decir, sin testimonio humano alguno. […] ¿Podemos imaginarnos cómo penetraba aquel Cristo suave y manso en el seno castísimo del piadoso anciano […], e inspiraba sus sentimientos? […] El alma del anciano se derretía en el abrazo de este Ungido […] y decía: ‘[…] veo ya lo que esperé, tengo lo que deseé, abrazo lo que ansié. Veo a Dios mi Salvador revestido de mi carne, y se ha salvado mi alma. […] Simplemente con tocar a este Niño, a este Hombre nuevo, se ha renovado mi juventud como la de un águila, tal como se me prometía poco antes: Iré hasta el altar de Dios, en el que María ofrece al Padre, al Dios que alegra mi ancianidad, es más, renovará mi juventud’”. 5
He aquí el premio de quien es justo y piadoso. El que practica la virtud y reza con perseverancia atrae la bienquerencia de Dios y es recompensado. Debemos recoger, en este momento, un ejemplo para nosotros: nunca relajarnos en el ejercicio de la oración. Si, manteniéndonos en la justicia y en la piedad, pedimos con constancia alguna gracia, ésta nos será concedida con largueza, aunque sea sólo al final de la vida.
El sentido de la misión universal del Mesías
29 “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. 30 Porque mis ojos han visto a tu Salvador, 31 a quien has presentado ante todos los pueblos: 32 luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.
En este inspirado cántico de Simeón trasparece su alegría, al constatar que le fueron remediadas sus aflicciones, escuchadas sus plegarias y coronados sus esfuerzos en busca de la perfección. ¿Para qué vivir después de esto? Su vocación estaba concluida; la promesa, cumplida.
En sus palabras sobresale, además, el sentido de la misión universal de Jesucristo. Está viendo en aquel Niño el completo alcance de la Redención, que advino para “todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones”. Tal afirmación en los labios de un judío es inusitada, ya que eran extremamente nacionalistas. Simeón hablaba como verdadero profeta, por una revelación del Espíritu Santo. En una escena de incomparable belleza, el Antiguo Testamento, en la persona de Simeón, encerraba su último acto, tomando en las manos al Nuevo Testamento en Persona.
Un matrimonio que impacta, un Niño que atrae…
33 Su padre y su Madre estaban admirados por lo que se decía del Niño.
María y José debieron haberse preguntado cómo llegó Simeón a tan alto conocimiento del destino de Jesús, dado que sólo ellos dos, y sus primos Zacarías e Isabel, conocían tal misterio y nunca habían conversado con nadie más a este respecto.
Es probable que la declaración de Simeón provocase un tremendo movimiento en torno de la Sagrada Familia, una vez que no lo dijo exclusivamente para ellos, sino también para las personas que se encontraban allí. De hecho, tanto el ritual de la presentación del primogénito como el de la purificación de la madre eran actos públicos, a los que podía asistir cualquier persona. Después de atravesar el Atrio llamado de las Mujeres y subir los escalones que conducían al de Israel —trayecto, por cierto, obligatorio para las madres que iban a purificarse—, era posible observar los sacrificios desde una grada más elevada de la escalinata o desde una pequeña puerta, un lugar muy apropiado para comentarios sociales.6
Nada más entrar, María, recogida, llevando un vestido hasta los pies como se usaba en esa época, y la cabeza cubierta con un velo, que sólo dejaba ver una parte de la cara, seguramente causaría admiración, pues era una mujer bellísima, completamente fuera de lo común. San José también debió impresionar por su carácter e irradiar un imponderable de mucha seriedad y fuerte personalidad. Aquel santo matrimonio impactaba. Y con el carácter comunicativo propio de los orientales, sin duda que las otras mujeres pararían a la Santísima Virgen por el camino, haciéndole preguntas sobre la criatura que llevaba en sus brazos.
Sí, mucho más que las palabras de Simeón, el Niño llamaba la atención y producía encanto, sobre todo cuando, habiéndole quitado los pañales que lo envolvían, María lo presentó a la vista de todos y lo levantó para entregárselo a Simeón. ¿Quién era ese Niño? El Infante más bello que jamás existió en toda la Historia y como nunca habrá otro igual; un Niño extraordinario, colosal, lleno de inteligencia; el Creador del universo, la Luz del mundo, el Hijo de Dios.
Piedra de escándalo
34 Simeón los bendijo y dijo a María, su Madre: “Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción […], 35b para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones”.
Inspirado todavía por el Espíritu Santo, Simeón anuncia que Jesús será causa de salvación y ruina para muchos en Israel —y podemos añadir, en todo el mundo—, y resalta su vocación de piedra de escándalo. Cuando Cristo, la Verdad Encarnada, aparece —por ser Él y por su vida, más que por su doctrina—, dará motivos para que muchos de los que habían ocultado sus pecados, encubriéndolos con los sofismas más variados, se vean denunciados. Todo se volverá explícito.
Debemos compenetrarnos de que quien abraza el camino de Jesús con sinceridad y trata de vivirlo en sí, mediante una conducta transparente, impregnada de santidad, acaba transformándose en piedra de escándalo y signo de contradicción, como Él, propiciando la ocasión para que muchos corazones se revelen.
Una espada que traspasa el alma, pero no toca el cuerpo
35a “…y a ti misma una espada te traspasará el alma…”
Esta frase de Simeón es una referencia clara y evidente a los tormentos de la Pasión. María, como hemos mencionado antes, ya era conocedora de la Redención que su Divino Hijo iba a realizar, y había dado un “sí” a la voluntad de Dios. Con todo, estaba oyendo en ese instante la previsión que hacía alguien de su misma naturaleza, un sacerdote del Templo que Ella amaba —pues había servido allí durante su infancia—, y tenía noción de la veneración con la que esos ministros del Señor debían ser considerados. Por lo tanto, acataba, como si fuera la palabra del mismo Espíritu Santo, lo que él le decía en aquel momento. El anciano le estaba indicando con mucha precisión lo que le esperaba, ya que, de hecho, una espada traspasaría su alma sin tocarle el cuerpo en absoluto. En esa hora, consciente de que enfrentaría el horrible padecimiento de ver a su Hijo morir crucificado, habrá dicho en su corazón: “¡Dios mío, aquí está tu esclava! Acepto enterísimamente cualquiera que sea el sacrificio”.
He aquí la disposición de espíritu a la que estamos llamados: estar siempre dispuestos a dejar que la espada del sufrimiento traspase nuestra alma. Si entre los miles de títulos con los que se honra a la Santísima Virgen existe el de Nuestra Señora de los Dolores, se debe a que Dios, amándola como la ama, no ha querido que le faltase el beneficio del dolor.
Un modelo de mujer en la Iglesia
36 Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, 37 y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. 38 Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Así como la Ley Mosaica exigía dos declarantes para toda afirmación o comprobación de hechos en un juicio (cf. Num 35, 30; Dt 17, 6; 19, 15), San Lucas también incluye, al comienzo de su Evangelio, dos testigos de la divinidad de Jesús, a fin de sellar la entrada del Salvador en su Templo y dar inicio al cumplimiento de su misión pública.
El primero es el sacerdote Simeón y el segundo la profetisa Ana, una mujer que es descrita detalladamente como ninguna otra en el Nuevo Testamento, una vez que el tercer Evangelista quería presentar la declaración de ella de forma bien fidedigna y auténtica. Al mismo tiempo, ella merecía esos elogios, pues, aunque no se haga mención a la justicia, resulta indudable que, al igual que Simeón, se trata de una persona justa. Por consiguiente, San Lucas abarca en este testimonio al género humano, hombre y mujer.
Ana es un ejemplo de penitencia, de generosidad, de amor, de apostolado. Es el modelo de la mujer en la Iglesia, a quien le cabe tener espíritu de penitencia, ser siempre generosa, dando de sí todo, estar llena de amor a Dios y del continuo deseo de hacer el bien a los otros. Además, el texto evangélico subraya que ella “no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día”, con el objetivo de mostrar que Dios escogió a una mujer dedicada a la verdadera vida contemplativa.
Y todos estamos invitados a no abandonar nunca, no el Templo de Jerusalén, sino el templo de Dios, que es todo aquel que está en su gracia, porque Jesús afirmó: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Debemos vivir en este templo sirviendo a Dios constantemente, o sea, con la preocupación puesta en su gloria. No pensemos, sin embargo, que Ana, a lo largo de sus ochenta y cuatro años, gozaba de modo permanente de un entusiasmo sensible, sin que le sobreviniesen dificultades o aridez; eso, después del pecado original, no existe en la naturaleza humana. Ahora bien, rezar apoyándonos en el mero sentimiento sería actuar sólo de acuerdo con los instintos, cuando lo necesario, por el contrario, es que nuestra piedad sea bastante lógica, basada en los principios de la Fe, como lo era la de Ana.
Pongamos ahora la atención en el ambiente que se había creado en torno de la Sagrada Familia, ante la previsión de Simeón, cuando Ana, ya reconocida como profetisa y de venerable ancianidad, entra en escena… Los que estaban allí presentes debieron de haberse hecho a un lado para abrirle paso, manteniendo la mirada fija en ella, a la expectativa de lo que iba a decir. A pesar de que sus palabras no han sido consignadas, es posible conjeturar que haría tal proclamación sobre aquel Niño, que habría dejado a todos aterrorizados.
Treinta años de ejemplar obediencia
39 Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40 El Niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con Él.
Dios, al igual que creó a Adán del barro, modelando un bellísimo muñeco al que infundió el alma, podía perfectamente haber formado una figura maravillosa, por ejemplo, con polvo de diamante, de la que hubiera salido Jesús ya en edad adulta, listo para iniciar su vida pública. Con todo, quiso encarnarse, pasar nueve meses en el claustro materno y santísimo de la Virgen, y nacer como un niño. Llora y todavía no habla, aunque sea el Creador del universo; Él, el Todopoderoso, capaz de asumir en un instante la plenitud de la fuerza corporal, fue adquiriéndola gradualmente. Prefirió crecer y desarrollarse por el proceso natural, dentro de la vida de familia.
A primera vista, la constitución de la Sagrada Familia es un misterio. San José, por ser el jefe, el pater, el Patriarca, posee más autoridad y es dueño del fruto de su esposa, una vez que se casó con María. Ella, por su lado, en razón del privilegio de la maternidad divina, no es Madre sólo de la naturaleza humana del Niño, sino también de la Persona, y, por tanto, como Madre de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad unida hipostáticamente a ese Niño, tiene potestad sobre Dios; no obstante, Ella se sujeta a José. Finalmente, Jesús, que vive bajo la obediencia en cuanto Hijo y acepta en todas las cosas la orientación y la educación de José y de María. Paradójica situación: el Creador y Redentor omnipotente, el Autor de la gracia, Aquel cuyo origen se pierde en la eternidad, habiendo instituido una familia, se somete totalmente al dominio de su padre legal, que no es padre por la sangre, y al de su Madre, criatura nacida en el tiempo.
Imaginemos a Jesús cuando está aprendiendo a hablar y siendo enseñado por María, o a los 15 años, dócil a San José en los trabajos de la carpintería, cuando bien podía, con un simple acto de su voluntad, transformar aquellas maderas en los muebles más bellos y perfectos que jamás han existido. “El más grande se somete al más pequeño. […] José era de mayor edad, por eso Jesús le honra con el respeto que se debe a un padre. […] José sabe que Jesús le superaba en todo y en todo le estaba sometido y, conociendo la superioridad de su inferior, José, temeroso, le manda con moderación”.7
¿Por qué esta inversión? Para mostrarnos cómo debemos ser fieles a la jerarquía, incluso si el que ha sido llamado a mandar no es el más virtuoso ni el más fuerte… La Providencia es celosa y quiere que esto sea así. Y el Niño Jesús sabía que daba más gloria al Padre del Cielo honrando a su padre de la tierra. Él, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, decidió hacerse uno entre los hombres, en su Encarnación, a fin de operar la Redención desde dentro de la naturaleza humana y conquistar la realeza sobre ellos, convirtiéndose en una fuente de perdón inagotable y plenamente satisfactorio para todos los pecados.
III – En oposición a un mundo igualitario, el divino ejemplo de la obediencia
A la luz de la doctrina que el Evangelio de la fiesta de la Sagrada Familia nos ofrece, la primera lectura (Eclo 3, 3-7.14-17a) adquiere una perspectiva altísima: “Quien honra a su padre expía sus pecados, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros. […] la compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados. En la tribulación el Señor se acordará de ti” (Eclo 3, 3-4.14-15).
En este pasaje sobresale una regla de orden, de disciplina y de respeto que apasiona y emociona: en la familia existe una jerarquía perfecta creada por Dios; sin embargo, esto no se aplica únicamente a los padres carnales, sino a toda autoridad, y sobre todo a la religiosa. Así, pues, quien ama este principio es perdonado de sus pecados, porque esa reverencia que se le tributa a los superiores es, en el fondo, un acto de religión y de culto a Dios, que le alcanza, en consecuencia, gracias estupendas.
Cuando cada uno de nosotros seamos llamados a obedecer, según su estado, acordémonos del Niño Jesús: su camino aquí en la tierra fue pasar, dentro del contexto familiar, treinta años de vida oculta y sumisa a San José y a María Santísima. Obviamente, Él no tenía culpas que reparar, sino que, eso sí, rescataba las transgresiones de la humanidad.
Ahora bien, ese “honra a su padre”, del que Jesús nos dio ejemplo, es un deber que contunde profundamente la mentalidad liberal de nuestros días. La vía revolucionaria que el mundo contemporáneo predica es la de la rebelión contra toda autoridad, de la sublevación ante cualquier mandato y la promoción del igualitarismo. Quien tiene este estado de espíritu no “expía sus pecados”, ni “acumula tesoros”.
Sí, todos somos iguales, porque tenemos cabeza, tronco y extremidades, pero es una insensatez defender la existencia de la igualdad absoluta. Dios no crea dos seres repetidos como si fuera tartamudo. Por el contrario, Dios es anti igualitario; ama la jerarquía y quiere una sociedad humana escalonada, de modo que unos dependan de los otros y consideren con alegría los aspectos por donde los demás son superiores a él. Por tanto, si queremos un día vivir en la Sagrada Familia de la Santísima Trinidad en el Cielo, contemplando a Dios cara a cara, comprendamos que la vía de la obediencia, de la flexibilidad y de la sumisión vale más que todas las obras que podamos realizar.
1) FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ. Oració12pxn Colecta. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, p.166.
2) Cf. TUYA, OP, Manuel de; SALGUERO, OP, José. Introducción a la Biblia. Madrid: BAC, 1967, v.II, p.343.
3) Cf. RICCIOTTI, Giuseppe. Vita di Gesù Cristo. 14.ed. Città del Vaticano: T. Poliglotta Vaticana, 1941, p.282.
4) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.37, a.4.
5) BEATO GUERRICO DE IGNY. En la Purificación. Sermón II, n.2-3. In: Camino de Luz. Sermones litúrgicos. Burgos: Monte Carmelo, 2003, v.I, p.154-157.
6) Cf. FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Infancia y Bautismo. Madrid: Rialp, 2000, v.I, p.180; EDERSHEIM, Alfred. The Life and Times of Jesus the Messiah. Grand Rapids (MI): Eerdmans, 1976, v.I, p.197
7) ORÍGENES. In Lucam. Homilía XX: MG 13, 1852-1853.