– EVANGELIO –
En aquel tiempo, 1 Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. 2 Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 3 De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. 4 Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. 5 Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”. 6 Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. 7 Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: “Levantaos, no temáis”. 8 Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. 9 Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos” (Mt 17, 1-9). |
Comentario al Evangelio – Fiesta de la Transfiguración del Señor – Ciclo A – 6 de Agosto – La Transfiguración del Señor y nuestra santificación
Cuando Jesús se transfiguró en el Tabor, no lo quiso hacer únicamente para fortalecer a los Apóstoles, sino también a todos los fieles —incluyéndonos a cada uno de nosotros— hasta el fin del mundo????
Verdadero Hombre
Uno de los principales misterios de nuestra Fe es la Encarnación del Verbo. En efecto, ¿quién podría pensar en la posibilidad de que una de las Personas de la Santísima Trinidad uniese su naturaleza divina a la humana, y —sin dejar de ser verdadero Dios— se volviese también verdadero Hombre? Nunca, por mero raciocinio, ningún hombre —ni siquiera un Ángel— concebiría tal enlace entre Creador y criatura. Para que conociéramos ese bello y atrayente misterio, era necesario que el mismo Dios nos lo revelase.
El Redentor fue radical al asumir la condición humana, dentro de la frágil contingencia de ésta —excluyendo el pecado, así como cualquier defecto— por ejemplo, eligiendo las circunstancias más modestas para nacer: total pobreza, una gruta, en pleno inverno, teniendo por cuna tan sólo un Pesebre.
Son numerosos los episodios del Evangelio en los cuales trasparece la naturaleza humana de Jesús: tener que huir a Egipto, llevado por María y José con el fin de salvarlo de la espada de Herodes; trabajar como humilde carpintero, hasta los 30 años de edad, evitando llamar la atención del pueblo; hacer penitencia durante 40 días en el desierto, soportando las aflicciones de un terrible ayuno; sudar sangre en el Huerto de los Olivos, en medio del temor y la angustia ante la Pasión cercana; mostrar flaqueza física durante su flagelación y mientras cargaba con la Cruz hasta lo alto del Calvario. Finalmente, su muerte, como la de cualquier ser humano, y en medio del peor de los suplicios.
Como dice San Pablo: “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres” (Flp 2, 6-7).
Al oír la narración de estos hechos y sin una especial asistencia de la gracia cualquiera podría concluir inevitablemente que Jesús no pasaba de ser sino mera criatura humana.
Verdadero Dios
Por eso, para sustentar nuestra fe, el Unigénito Hijo de Dios dejó claro su origen eterno e increado en muchos otros hechos y circunstancias: la Anunciación a la Santísima Virgen por medio de un Arcángel; el aviso a San José, en sueños, de la concepción virginal de María; la aparición de una multitud de Ángeles a los pastores, cerca de la Gruta de Belén, para anunciarles el nacimiento de Jesús; la moción sobrenatural en el interior de los santos Reyes Magos, sobre lo providencial de la existencia de aquel Niño. Pero sobre todo fue categórica su glorificación, realizada por el Padre y por el Espíritu Santo en el momento del Bautismo en el Jordán:
“Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre Él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco’” (Lc 3, 21-22).
El propio Salvador cuando afirmaba que “el que cree en mí tiene vida eterna” (Jn 6, 47), no hacía referencia a su naturaleza humana, sino a su divinidad.
La multiplicación de los milagros, cuyo auge fue la resurrección de Lázaro, dejó patente a todos el pleno poder de Jesús sobre la naturaleza:
“Subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; Él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: ‘¡Señor, sálvanos, que perecemos!’. Él les dice: ‘¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?’. Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma. Los hombres se decían asombrados: ‘¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?’” (Mt 8, 23-27).
Esa misma pregunta invadiría la mente de todos los que, durante aquellos venturosos tres años en los cuales el mismo Dios anduvo por los caminos de Palestina, pudieron acercarse a Él. ¿No sería que había vuelto Elías o alguno de los otros profetas? ¿O habría surgido un nuevo profeta? La respuesta germinó en las almas más virtuosas, o más predispuestas a amar la verdad, y podríamos decir que floreció enteramente en la confesión de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 16), o en el Calvario, cuando, en medio de un terremoto, de rayos y de truenos tras la muerte de Jesús, brotaron de los labios del centurión romano las entusiasmadas palabras: “Verdaderamente este Hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39).
A pesar de que éstas —y tantas otras— manifestaciones son más que suficientes para llevar a los hombres a un acto de fe en la divinidad del Señor, aparecieron heresiarcas para negarla, ya al principio del Cristianismo. Por cierto, una de las razones por las que San Juan, el discípulo amado, escribió el Evangelio, entre los años 80 y 100 de nuestra era, fue para reafirmar que Jesús era verdaderamente Dios. Y el conjunto de los Evangelios, con la intención de subrayar la misma verdad, le da el título de Hijo de Dios en más de cincuenta ocasiones.
Es necesario tener en cuenta estas consideraciones para analizar y comprender mejor la Transfiguración del Señor.
La conveniencia de la Transfiguración
Jesús podía haber bajado a la tierra acompañado por legiones de Ángeles y haber manifestado en todo su esplendor su infinita grandeza divina. Sin embargo, no actuó así. Nos reveló su naturaleza increada de forma progresiva, y poco a poco fue volviéndose más explicito.
Ante un pueblo ansioso de riquezas y grandezas materiales, era conveniente tener mucha cautela al darse a conocer como Dios: “Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que Él era el Mesías” (Mt 16, 20). A lo largo del Evangelio, varias veces repite esa prohibición, incluso a los mismos demonios les obliga a observarla: “Y los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: ‘¡Tú eres el Hijo de Dios!’. Pero Jesús les ordenaba terminantemente que no lo pusieran de manifiesto” (Mc 3, 12). En ese mismo sentido, después de la Transfiguración en el monte Tabor, le dijo a los tres Apóstoles: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos” (Mt 17, 9). Jesús temía que si se difundía la noticia surgiese un movimiento meramente exterior y materialista por parte de los que anhelaban un mesías temporal, restaurador del poderío de Israel sobre las otras naciones.
En este contexto, ¿cómo situar la Transfiguración?
Una enseñanza puramente doctrinaria no es capaz de, por sí sola, mover al hombre a transformar su vida. Un antiguo refrán ilustra esta verdad de manera lapidaria: “Las palabras conmueven, pero el ejemplo arrastra”. Sobre todo cuando el ejemplo es íntegro y esplendoroso en la verdad y en el bien, pues tiene tal fuerza que actúa sobre las tendencias del alma, invitándola a seguir un camino determinado —y a veces imponiéndolo.
Además, hay otro factor indispensable para arrebatar a cualquier corazón y mantenerlo firme en la reforma iniciada: la claridad del fin perseguido. Si éste no está claro, el ánimo se enfriará tan pronto como surjan los primeros destellos de dificultades y dramas, tan comunes en cualquier cambio de vida.
Al tratar sobre la Transfiguración de Jesús, Santo Tomás de Aquino se expresa así acerca de esa necesidad tan propia de la criatura humana: “Para que uno marche directamente por el camino es necesario que, de algún modo, conozca el fin con anterioridad; así como el sagitario no disparará bien la flecha si antes no conoce el blanco al que tiene que dirigirla. […] Y esto es especialmente necesario cuando el viaje es difícil y áspero, y el camino laborioso, pero el fin alegre”.1
Ahora bien, para hacer efectiva la Redención con la muerte en la Cruz y para constituir la Iglesia, Jesús someterá a los Apóstoles a pruebas muy duras. Por lo tanto, era muy conveniente que hiciese conocer experimentalmente, por lo menos a tres de ellos, los fulgores de su gloria. De ese modo, no sólo se sentirían robustecidos para enfrentar los traumas de su Pasión, sino que también ayudarían más fácilmente a sus hermanos a solidificar la Santa Iglesia, y fortalecerían a los fieles a lo largo de los tiempos.
Fulgor en el Tabor para soportar las aflicciones del Calvario
En el mismo comentario mencionado anteriormente, Santo Tomás de Aquino continúa esclareciendo, con su genialidad habitual y sapiencial claridad:
“Después de anunciar su Pasión, el Señor había inducido a sus discípulos a seguirle por el mismo camino. […] Ahora bien, Cristo llegó a conseguir la gloria por medio de su Pasión, no sólo la del Alma, que gozó desde el principio de su concepción, sino también la del Cuerpo, […] A esta gloria conduce también a los que siguen las huellas de su Pasión, conforme a lo que se lee en los Hechos de los Apóstoles: ‘Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de los Cielos’. Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad (que es lo mismo que transfigurarse), con la que configurará a los suyos, como leemos en la Carta a los Filipenses: ‘Transformará nuestro cuerpo miserable, conformándolo a su Cuerpo glorioso’. Por lo que dice Beda, comentando el Evangelio de San Marcos: ‘Por piadosa providencia aconteció que, mediante la breve contemplación del gozo que nunca acaba, tolerasen con mayor ánimo las adversidades’”.2
Aunque mucho antes que Santo Tomás, el Papa San León Magno ya había comentado: “Era necesario que los Apóstoles concibiesen verdaderamente en su corazón esta fuerte y dichosa firmeza, y no temblasen ante la rudeza de la cruz que deberían llevar; era necesario que no se avergonzasen de los suplicios de Cristo, ni que considerasen vergonzosa para Él la paciencia con la cual debería sufrir los rigores de su Pasión […]. Les manifestó el esplendor de su gloria: pues, aunque hubiesen comprendido que la majestad de Dios estaba en Él, ignoraban todavía el poder ostentado por ese Cuerpo que ocultaba la divinidad […]. Pues esa visión inefable e inaccesible de la propia divinidad, visión reservada a los puros de corazón en la vida eterna, unos seres aún revestidos de una carne mortal no podían de ninguna manera ni contemplarla ni verla”.3
Y continuando el mencionado sermón, San León Magno afirma: “de manera que todo el Cuerpo [Místico] de Cristo conociera la transformación con la que sería gratificado, y que sus miembros se transmitieran la esperanza de participar en la gloria que había resplandecido en la Cabeza. A este respecto, el Señor había dicho, refiriéndose a la majestad de su venida: ‘los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre’ (Mt 13, 43)”.4
La Transfiguración del Señor fue una excepcional gracia mística concedida a los tres Apóstoles elegidos, en lo alto del Tabor. Su recuerdo quedó como una fuente de sólida confianza, que les permitió soportar los mayores sufrimientos, porque asistiendo a ella vislumbraron la luz plena y refulgente de la eternidad.
“Per crucem, ad lucem”
Dios desea otorgarnos eternamente su propia felicidad, haciéndonos partícipes de su naturaleza en el esplendor de la gloria. Para nosotros es fundamental que pensemos, con constancia, en la gloria eterna, como un premio inmensamente grande que se nos ofrece. No hay nada mejor que esa meditación para enfrentarnos a las dificultades y las cruces del día a día.
Muchas son las promesas de una felicidad pasajera que nos encontramos hoy día, presentándonos fórmulas “mágicas”… fuera del único camino que es Jesucristo y su Iglesia. Todo no pasa de ser pura ilusión. ¡Hemos sido creados para el Cielo! He ahí lo que nos da ánimo, resolución y alegría. “Per crucem, ad lucem” (A la luz se llega a través de la cruz).
He aquí una observación importante que debemos hacer: hay muchos que nos muestran la Cruz del Señor, y esto es óptimo y digno de toda alabanza. Sin embargo, no basta. El objetivo de nuestra existencia no es el dolor, ni el sacrificio. No podemos olvidarnos de la luz, nuestro verdadero destino. La cruz no es el punto final de nuestro proceso humano: tan sólo es el camino.
Gracias místicas
La Transfiguración de Jesús fortificó las virtudes de la fe y de la caridad en los Apóstoles.
Mientras la fe nos hace creer en la divinidad de Cristo y en sus promesas, la caridad nos conduce a una entrañable unión con Dios. Son dos virtudes extremadamente interdependientes. Sin la fe en la esplendorosa vida eterna que nos espera, la caridad tiende a desaparecer.
Ahora, si la fe y la caridad de los Apóstoles se beneficiaron tanto con la Transfiguración del Señor, ¿no habrá algo, en esa misma línea, que podrá auxiliar la vida espiritual de cada uno de nosotros?
La respuesta es enteramente positiva. Dios derrama gracias místicas sobre todos los que recorren el camino de la salvación, en intensidad mayor o menor, según el caso. Pero nadie está excluido de recibirlas. Quien lo afirma es el famoso teólogo dominico, P. Réginald Garrigou-Lagrange:
“Para esos autores, la vida mística no es cosa extraordinaria, como las visiones y revelaciones, sino algo eminente en la vía normal de la santidad. Consideran que eso es común para las almas llamadas a santificarse en la vida activa, como San Vicente de Paúl. No dudan en absoluto que los santos de vida activa hayan tenido normalmente la contemplación infusa bastante frecuente de los misterios de la Encarnación redentora, de la Misa, del Cuerpo Místico de Cristo, del precio de la vida eterna, si bien que esos santos difieren de los puramente contemplativos, en el sentido de que en ellos esa contemplación infusa es dirigida más inmediatamente hacia la acción”.5
Está claro que tales gracias místicas no dispensan a nadie de realizar los esfuerzos propios a la práctica de las virtudes, tal como nos lo refiere en otro párrafo el mismo autor:
“Conforme a lo que acabamos de decir, vemos que la ascética está ordenada a la mística. Acrecentemos finalmente que, para todos los autores católicos, la mística que no presupone una ascesis seria es una falsa mística: fue la de los quietistas”.6
Un “Tabor” en nuestros corazones
No cabe duda, pues, que Dios concede “Tabores”, es decir, gracias místicas, a cada uno de nosotros.
¿Quién no ha sentido alguna vez una alegría interior, un palpitar del corazón, una emoción tranquila, pero profunda, al asistir a una bonita ceremonia, al apreciar el canto gregoriano, por ejemplo, o al contemplar alguna imagen? Quizá al ver un hermoso vitral bañado de luz, dentro de una iglesia silenciosa, que deja fuera los ruidos del mundo. Son mil ocasiones en las que la gracia sensible nos visita y nos concede contemplaciones interiores, pre
degustaciones de la felicidad perfecta que nos espera en el Cielo.
Dos doctores de la Iglesia, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, maestros de la vida espiritual, dicen que la Providencia suele conceder a los principiantes gracias místicas que sólo experimentarán nuevamente al final de sus vidas. Tal proceder divino tiene como objetivo fortalecer a esas almas para que atraviesen los períodos de aridez. Es el modo común de actuar de Dios: darnos consuelos —el Tabor— para que cuando llegue la hora del Getsemaní tengamos fuerzas, sabiendo que el fin estará más lleno de alegría y esperanza.
Son gracias que nos animan a enfrentar los sacrificios de esta vida. Se trata de experiencias místicas que nos dejan bien claro cuánto nos ama Jesús y cuánto quiere nuestra eterna gloria.
Así, a lo largo de nuestra existencia terrenal, ya vamos experimentando un poco las delicias eternas, y las tiendas tan deseadas por San Pedro sobre el monte de la Transfiguración, Jesús las irá levantando en el “Tabor” de nuestros corazones. Para ello nos exige únicamente una condición: que no le pongamos obstáculos. ²
1) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica . III, q.45, a.1.
2) Idem, ibidem.
3) SAN LEÓN MAGNO. Hom. Sabb. Ante II Dom. Quadr. Sur la Transfiguration, hom.38 [LI], n.2. In: Sermons . Paris: Du Cerf, 1961, v.III, p.16-17.
4) Idem, n.3, p.17.
5) GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. Les trois ages de la Vie Intérieure . Paris: Du Cerf, 1955, v.I, p.27.
6) Idem, ibidem.