Comentario al Evangelio – I DOMINGO DE ADVIENTO – La vigilancia: ¿una virtud olvidada?

Publicado el 11/27/2016

 

– EVANGELIO –

 

 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
37 “Cuando venga el Hijo del hombre, pasará
como en tiempo de Noé. 38 En los días antes
del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban
los hombres y las mujeres tomaban esposo,
hasta el día en que Noé entró en el arca;
39 y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio
y se los llevó a todos; lo mismo sucederá
cuando venga el Hijo del hombre: 40 dos hombres
estarán en el campo, a uno se lo llevarán
y a otro lo dejarán; 41 dos mujeres estarán moliendo,
a una se la llevarán y a otra la dejarán.
42 Por tanto, estad en vela, porque no sabéis
qué día vendrá vuestro Señor. 43 Comprended
que si supiera el dueño de casa a qué hora de
la noche viene el ladrón, estaría en vela y no
dejaría que abrieran un boquete en su casa.
44 Por eso, estad también vosotros preparados,
porque a la hora que menos penséis viene el
Hijo del hombre” (Mt 24, 37-44).

 


 

Comentario al Evangelio – I DOMINGO DE ADVIENTO – La vigilancia:
¿una virtud olvidada?

 

 

Al comenzar el año litúrgico, el divino Maestro nos
exhorta a que tengamos siempre ante nuestros ojos el fin último para el cual hemos sido creados y a que estemos
preparados para el encuentro con el Supremo Juez. Para ello es indispensable la práctica de una virtud muchas
veces olvidada o menospreciada: la vigilancia.

 

 


 

I – LA FUNDAMENTAL VIRTUD DE LA VIGILANCIA

 

Existen determinados aspectos que nos llaman la atención cuando contemplamos la naturaleza, ya sea al aire libre, ya sea en medio de un bosque, y de los cuales podemos sacar una lección para nuestra vida espiritual. Por ejemplo, al ver a un pájaro en pleno vuelo llevando una ramita en su pico para construir el nido donde pondrá sus huevos y perpetuará su especie. Una “vivienda” hecha con la precisión de un carpintero —tan sólo por instinto y no por inteligencia—, una auténtica obra de arte. Imaginémonos que esa ave recibiera un alma, pero no el principium vitæ que ya tienen vegetales y animales, sino un alma inmortal como la del hombre, que subsiste incluso cuando se separa del cuerpo por la muerte. En este caso, ¿le cabría al pájaro considerar más valioso el nido que está montando o la existencia eterna de su nueva alma? Es evidente que la segunda opción. Sin dejar de hacer su nido, deberá concentrar su primera preocupación en su destino sempiterno.

 

El Huerto de los Olivos, con la Basílica de

las Naciones en primer plano

Ahora bien, Dios ha dotado al hombre de esa alma inmortal. La muerte sólo alcanza a la parte animal de la naturaleza humana, el cuerpo, el cual resucitará. Por consiguiente, el hombre tiene la obligación de darle más importancia al alma que al cuerpo, haciéndolo todo con vistas a la eternidad, sin descuidar, no obstante, lo que es transitorio, sin dejar de trabajar, de mantener el hogar, de educar a sus hijos —si sigue el camino del matrimonio—, o cumplir con otras obligaciones si abrazó la vida religiosa. Sin embargo, a menudo ocurre una tragedia: el hombre se vuelca exageradamente hacia las cosas concretas y se olvida de lo que vendrá después de su muerte y en el Juicio Universal.

 

Con el Adviento iniciamos un nuevo año litúrgico. Las cuatro semanas de este período simbolizan los milenios que la humanidad tuvo que esperar hasta el nacimiento del Salvador. Son días de penitencia y de expectativa que la Iglesia propone como preparación para la venida del Niño Jesús en la Solemnidad de la Navidad, así como en el final de los tiempos.

 

Para ello, la liturgia del primer domingo de Adviento comienza con la siguiente petición en la Oración colecta: “Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno”.1 En el deseo ardiente de alcanzar el Cielo y fijando nuestros ojos en el fin del mundo y en la eternidad es donde encontraremos fuerzas para practicar la virtud y realizar buenas obras.

 

Si en tiempo de guerra un centinela se quedaba dormido en su puesto, un consejo de guerra lo sometía a duras sanciones por haber abandonado su deber; todos nosotros somos centinelas en una guerra mucho más grave que la defensa de la patria terrena. San Pedro dice que el demonio ronda a nuestro alrededor como un león que quiere devorarnos (cf. 1 P 5, 8). Constantemente nos vemos rodeados de peligros y si queremos salvar nuestra alma debemos estar siempre en alerta, hemos de ser vigilantes. La vigilancia: he aquí el signo distintivo del Evangelio que inicia el año litúrgico.

 

II – LA VIRTUD FUNDAMENTAL DE LA FE

 

¿En qué lugar, en qué momento y en qué circunstancias se sitúa el episodio que narra San Mateo y que ha sido elegido para este domingo? Jesús se encontraba en el elevado Monte de los Olivos, desde donde se podía avistar el Templo de Jerusalén.2 Al atardecer, este imponente edificio era el último que la luz del sol iluminaba, de modo que cuando la ciudad ya estaba en penumbra aún refulgía por los dorados reflejos de los últimos rayos del astro rey que se iba poniendo en el horizonte. Un monte de gran simbolismo, puesto que aquí también el Señor haría la última oración de su vida terrena y donde les dirá a Pedro, Santiago y Juan —los apóstoles que habían presenciado la Transfiguración en el monte Tabor—, al encontrarlos durmiendo: “Sic non potuisti una hora vigilare mecum? Vigilate et orate, ut non intretis in tentationem — ¿No habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación” (Mt 26, 40-41). Con estas palabras el Salvador del mundo nos está exhortando más a la vigilancia que a la oración, para mostrarnos que la primera es la más importante de las dos, porque no sirve de nada rezar sin vigilar.

 

Así pues, en este lugar tan evocador, en un ambiente casi de despedida y pocos días antes de la Pasión, fue donde el divino Redentor hizo una de sus últimas advertencias al recomendarles a los Apóstoles especialmente la virtud de la vigilancia y, a través de ellos, a toda la Iglesia, por todos los siglos.

 

La venida del Hijo del hombre

 

37 “Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. 38 En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; 39a y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos;”…

 

Varios autores relacionan esta comparación del diluvio universal y la venida del Hijo del hombre con la destrucción de Jerusalén, que ocurrió unos cuarenta años después de la Crucifixión.

 

Cuando leemos, en el Libro del Génesis, la descripción de los trabajos que Noé realizaba para construir el arca y meter en ésta “una pareja de cada criatura viviente, macho y hembra” (6, 19), nos llama la atención la indiferencia con la que los hombres de aquella época consideraban los esfuerzos de ese gran varón de Dios. A decir verdad, no se esperaban nada de lo que iba a suceder.

 

Lo mismo podemos constatar al tomar conocimiento de los antecedentes de la caída de Jerusalén en la narración que Flavio Josefo hace en su clásica obra Guerra de los judíos.3

 

Lo inesperado de la muerte y del juicio particular

 

39b…“lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: 40 dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; 41 dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán”.

 

Santo Tomás de Aquino4 recoge los comentarios de varios Padres —entre ellos San Jerónimo y San Juan Crisóstomo—, que ven en esas palabras de Jesús una clara alusión al fin del mundo y el Juicio Final. No obstante, también es verdad que se puede interpretar como un aviso a propósito de nuestro final particular, para que no nos veamos cogidos por sorpresa como la humanidad de la época del Diluvio.

 

El mes de octubre, ilustración de Les Très Riches

Heures du Duc de Berry – Museo Condé, Chantilly

(Francia)

Hay gente que ama la estabilidad y la seguridad y que se aflige y tiene auténtico pánico de lo imprevisto. A esas personas les gusta calcularlo todo, no sólo para el día siguiente, sino para la semana o para el mes siguiente. En ciertos casos, hasta anotan viajes en su agenda con tres años de antelación, planeando y trazando todos los pormenores. Sin embargo, hay un viaje sobre el que tenemos la tendencia a no preocuparnos por hacer ninguna planificación. Aunque, de hecho, para emprenderlo no necesitamos comprobar la validez de nuestro pasaporte, ni preparar las maletas, ni proveernos de nada; puesto que es un viaje sui generis y se da por sorpresa: la muerte. Nuestra tendencia natural es pensar que estamos en esta tierra seguros y para siempre y, por consiguiente, ignorar que aquí vivimos en estado de prueba para ser analizados por Dios y recibir el premio o el castigo según nuestras obras, conceptos éstos que también nos son ajenos.

 

¿Por qué Dios actúa así con el hombre?

 

Alguno se podría preguntar si no sería más afectuoso y más bondadoso por parte de Dios que el bebé, nada más nacer, ya trajese en el brazo un tatuaje divino grabado por su ángel de la guarda con la fecha de su fallecimiento. De esta forma, sus padres y familiares sabrían cuantos años viviría el niño. Y éste, cuando alcanzara el uso de razón, le preguntaría a su madre el significado de esa marca, cuya respuesta ciertamente sería: “Hijo mío, indica cuánto tiempo vas a durar”…

 

¿Esta noticia no nos ayudaría a prepararnos mejor para la hora de la muerte? ¡No! Debido a la miseria humana, fruto del pecado original, si alguien supiese el instante exacto de su muerte pensaría que tendría tiempo de sobra para gozar y entregarse a una vida pésima, completamente relajada y negligente. El último día, a última hora, buscaría a un sacerdote para que le administrase los sacramentos, exponiéndose al grave riesgo de no recibirlos… Y acto seguido, después de la tragedia de la muerte, vendría la sorpresa del juicio particular y de la sentencia inapelable de Dios.

 

Al que dirige todos sus actos, olvidándose de su destino eterno, como si Dios no existiera, “lo dejarán”, es decir, será castigado. Por el contrario, el que tiene una noción clara de que la vida es pasajera y su finalidad no se cumple en esta tierra sino en la eternidad, “se lo llevarán” al Cielo. Siendo así, Dios, que en todo actúa de una manera perfectísima, no nos avisa de la hora de la muerte para estimularnos a practicar con mayor mérito y eficacia la virtud de la vigilancia.

 

La necesidad de estar en vela

 

42 “Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”.

 

Cuando la traducción litúrgica pone la palabra “Señor” con “S” mayúscula, nos está indicando que no se trata de cualquier señor, sino del Señor que vendrá de improviso para cogernos, como parece ser la intención de San Mateo en este pasaje. De tal manera quiso Jesús inculcarnos la virtud de la vigilancia ante la perspectiva de una sorpresa desagradable —ya sea la muerte o ya sea incluso una desgracia o prueba— que creó para ello una parábola, valiéndose de un hecho de la vida cotidiana de aquella época y de todos los tiempos.

 

La muerte llega como un ladrón

 

43 “Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa. 44 Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.

 

Las casas de la Palestina de entonces no estaban dotadas de la misma solidez que las de hoy día; generalmente estaban hechas de adobe y, por tanto, muy vulnerables. Para que nos hagamos una idea, basta recordar el episodio del paralítico, narrado en los Evangelios, que al no encontrar paso por la puerta para llegar hasta Jesús lo bajaron por el techo, el cual fue abierto con mucha facilidad (cf. Mt 9, 2; Mc 2, 3-4; Lc 5, 17-19). Así que el dueño de una casa debía tener una vigilancia enorme, pues los robos eran muy frecuentes.5 Si recibiera el aviso de que a las tres de la madrugada un ladrón intentaría entrar en su vivienda, sin duda, a esa hora estaría despierto tomando las debidas precauciones para que no le robaran.

 

La muerte del pecador – Iglesia de Nuestro Señor del

Buen Fin, Salvador (Brasil)

Sin embargo, ¿qué ladrón anuncia su llegada? Ocurre exactamente lo opuesto. Para dar el golpe espera el momento de completa inadvertencia, como es el del sueño. Mediante esta parábola el Señor, cuya palabra es absoluta, quiere mostrarnos lo inesperado de la muerte. Nos puede pillar a cualquier edad y en cualquier ocasión, porque para morir sólo existe una condición: estar vivo.

 

Cuántas personas hay, empero, que se engañan al considerar que esta vida es eterna! Cuántos hay, de mentalidad relativista, que piensan: “Ahora voy a pecar, después me confesaré”… Esto es una auténtica locura, porque Dios puede decir: “¡Basta!”; y la muerte podría sorprendernos en el mismo instante en el que le estamos ofendiendo. Por ese motivo, debemos estar siempre preparados para la hora del supremo encuentro con el Señor. Esta vigilancia consiste, ante todo, en evitar el pecado, sobre el que poco se habla en la actualidad y que, infelizmente, se comete con tanta frecuencia.

 

El mundo vive hundido en el vicio: modas sin modestia, costumbres decadentes e inmorales, conversaciones indecentes, programas de televisión licenciosos, ciertos carteles y revistas… Sabemos, por la moral católica, que quien se acerca a una ocasión próxima de pecado, consciente y voluntariamente, ya de por sí perdió la gracia de Dios, pues está poniéndose en peligro con temeridad. Así lo explica el padre Royo Marín: “El que permanece a sabiendas y sin razón suficiente en una ocasión próxima y voluntaria de pecado grave, muestra bien a las claras que no tiene voluntad seria de evitar el pecado, en el que caerá de hecho fácilmente. Y esto constituye, de suyo, una grave ofensa a Dios continua y permanente, de la que no se librará el pecador hasta que se decida eficazmente a romper con aquella ocasión de pecado”.6

 

De manera que la verdadera vigilancia es indispensable para la salvación y antecede incluso a la oración misma, llevándonos a cerrar el corazón al pecado y a apartarnos de él, para que no nos entreguemos ni siquiera a la mínima ofensa a Dios.

 

La muerte de los bienaventurados

 

El hombre tiende a perder sus fuerzas y energías con el paso del tiempo. Sólo tiene que cruzar el umbral de los cuarenta, cincuenta o sesenta años y experimentar que los achaques no hallan curación en ningún medicamento, o sentir que la vista está debilitándose, para que se acuerde de que es necesario prepararse para dejar este mundo.

 

Cuando leemos en la vida de los bienaventurados la narración de sus últimos alientos, nos sorprende la paz y la alegría que demuestran ante la muerte. ¿Por qué? Porque fueron vigilantes y supieron darse cuenta de que estaba llegando el día de su partida.

 

Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, en su lecho de dolor, daba “muchas gracias a Dios por haber sido hija de la Iglesia y morir en ella. […] Volvió a pedir aún el perdón de sus pecados, suplicó a sus hermanas que rezasen por ella y que cumpliesen la Regla. […] Sobre las nueve de la noche exhaló su último suspiro, tan suavemente que fue difícil decir el momento exacto. Su rostro se mantenía gloriosamente joven y hermoso”.7

 

Santa Teresa de Jesús, retratada por Fr. Juan de la

Miseria;
y San Juan Bosco en 1880

San Juan Bosco, poco antes de morir, pudo “enviar su postrer mensaje a sus muchachos: ‘Decid a mis biricchini que los espero a todos en el Cielo. Que con la devoción a María Auxiliadora y la comunión frecuente, todos llegarán’. […] Y he aquí que a la una y cuarenta y cinco [de la madrugada] del 31 de enero [de 1888] empieza la agonía. […] Monseñor Cagliero, de rodillas, acerca los labios al oído del moribundo: ‘Don Bosco, sus hijos estamos aquí; bendíganos. Yo levantaré su mano’. Le alza, en efecto, la mano derecha paralizada y le ayuda a trazar la cruz en el aire; la última bendición acompañada por la última inefable sonrisa de Don Bosco”,8 quien poco después entregaba su alma a Dios.

 

El autor de este artículo presenció la muerte, serena y tranquila, del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira. Ya casi en la agonía, traslucía la gran integridad y la rectitud de su alma y se manifestaba un hábito adquirido durante su vida, por el que actuaba constantemente de acuerdo con el bien, tratando de favorecer a los demás y dando buenos consejos. Se había hecho uno solo con las virtudes y con los dones del Espíritu Santo y se identificaba por completo con la Ley de Dios, porque fue un hombre que estuvo siempre preparado para abandonar esta vida.

 

Y su madre —Lucilia Ribeiro dos Santos Corrêa de Oliveira—, mujer de edificantes virtudes, cuando sintió que había llegado “el momento de la solemne despedida de esta vida, con decisión retiró la mano que el médico le sujetaba, y con un gesto delicado, pero firme, sin manifestar esfuerzo o dificultad, hizo una gran y lenta señal de la cruz. Después puso sobre su pecho sus albas manos, una encima de la otra, y serenamente expiró”. 9 Fue el tránsito de una persona inocente, de conciencia pura y recta, que se encontraba con las mejores disposiciones de alma. Falleció la víspera del día en que cumpliría 92 años, sin haber sido manchada nunca por ninguna falta grave, como declaró en tres ocasiones uno de sus confesores: “pobrecilla, no tiene de qué acusarse”.10

 

III – DEBEMOS ESTAR PREPARADOS PARA LAS INTERVENCIONES DE DIOS EN LA HISTORIA

 

Al explicar el Evangelio de esta liturgia, casi todos los doctores, exegetas y espiritualistas se centran en la necesidad de que seamos vigilantes en todo momento, ya sea ante la perspectiva de la muerte y del juicio particular, como en la del fin del mundo y del Juicio Final.

 

En armonía con la visión presentada en los comentarios anteriores, podemos conjeturar que el Señor también quiso advertirnos a cada uno de nosotros sobre sus intervenciones en la Historia. A propósito de la situación del mundo, en los lejanos años de 1951, escribía el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: “¿No es verdad que, hoy día, el Vicario de Cristo es desobedecido, abandonado, traicionado? ¿No es verdad que las leyes, las instituciones, las costumbres son cada vez más hostiles a Jesucristo? ¿No es verdad que se construye todo un mundo, toda una civilización basada sobre la negación de Jesucristo? ¿No es verdad que la Virgen habló en Fátima señalando esos pecados y pidiendo penitencia?”.11

 

El triunfo del Sapiencial e Inmaculado Corazón de María

 

Imagen peregrina del Inmaculado Corazón de María

Es muy importante destacar que, en relación con el gobierno de Dios sobre los acontecimientos humanos, la vigilancia nos debe conducir a esperar con alegría y avidez el fabuloso triunfo del Sapiencial e Inmaculado Corazón de María, la venida de ese período extraordinario de la Historia anunciado por la Virgen en Fátima, “ese tiempo dichoso, ese siglo de María, donde numerosas almas elegidas y obtenidas del Todopoderoso por María, perdiéndose ellas mismas en el abismo de su interior, se transformen en copias vivas de María, para amar y glorificar a Jesucristo”.12

 

Por lo tanto, de la misma manera que preparamos nuestras almas para el nacimiento del Niño Jesús en la noche de Navidad, pongámonos también, según el Evangelio de hoy, ante otro panorama grandioso: aquel en el que Dios intervendrá a fin de conceder a la Santísima Virgen, en esta tierra, la gloria que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo le dan en el Cielo.

 

En la expectativa de esa victoria de la Santa Iglesia, ¡permanezcamos vigilantes! Vigilar significa no ceder nunca a nada de lo que el demonio nos pueda proponer. Vigilar significa estar alerta, con los ojos abiertos, analizando bien de dónde vienen los peligros. Vigilar significa arrancar enérgicamente, sin contemporizaciones, cualquier raíz de pecado que haya en nosotros. Todo lo que implique riesgo para la salvación eterna y para nuestra santificación debe ser cortado, haciendo todo el esfuerzo para perseverar en el camino de la perfección, con vistas a no atrasar el día magnífico en que María Santísima dirá: “¡Mi Inmaculado Corazón triunfó!”.

 

1 PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO.
Oración colecta. In:
MISAL ROMANO. Texto unificado
en lengua española. Edición
típica aprobada por la Conferencia
Episcopal Española y confirmada
por la Congregación para el
Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián
del Besós (Barcelona): Coeditores
Litúrgicos, 2001, p. 129.

2 Cf. GOMÁ Y TOMÁS. Isidro.
El Evangelio explicado. Pasión y
Muerte. Resurrección y Vida gloriosa
de Jesús. Barcelona: Rafael
Casulleras, 1930, v. IV,
pp. 108-109.

3 Cf. FLAVIO JOSEFO. Guerra de
los judíos. L. V-VII.

4 Cf. SANTO TOMÁS DE
AQUINO. Catena Aurea. In
Matthæum, c. XXIV, vv. 36-41.

5 Cf. GOMÁ Y TOMÁS, op. cit., p. 132.

6 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología
Moral para seglares. 4.ª ed.
Madrid: BAC, 1984, v. II, p. 397.

7 WALSH, William Thomas. Teresa
de Ávila. Lisboa: Aster, 1961,
p. 373.

8 WAST, Hugo. Don Bosco y su tiempo.

4.ª ed. Madrid: Palabra, 1987,
pp. 458-459.

9 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio.
Dona Lucilia. Città del Vaticano:
LEV, 2013, p. 37.

10 Ídem, p. 610.

11 CORRÊA DE OLIVEIRA,
Plinio. Vía Crucis. VIII Estación.
In: Catolicismo. Campos dos
Goytacazes. Año I. N.º 3 (Marzo,

1951); p. 5.

12 SAN LUIS MARÍA GRIGNION
DE MONTFORT. Traité de la
vraie dévotion à la Sainte Vierge,
n.º 217. In: OEuvres complètes.
Paris: Du Seuil, 1966, p. 635.

 

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