COMENTARIO AL EVANGELIO – II DOMINGO DE CUARESMA – Lucha y gloria nos son ofrecidas por Dios

Publicado el 02/18/2016

 

EVANGELIO

 

En aquel tiempo, 28b Jesús tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. 29 Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. 30 De repente, dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, 31 que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que Él iba a consumar en Jerusalén. 32 Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. 33 Mientras éstos se alejaban de Él, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía lo que decía. 34 Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. 35 Y una voz desde la nube decía: “Éste es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo”. 36 Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto (Lc 9, 28b-36).

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO – II DOMINGO DE CUARESMA – Lucha y gloria nos son ofrecidas por Dios

 

La vida del hombre transcurre en un valle de lágrimas, donde el sufrimiento siempre está presente. Para sustentarnos en medio de la lucha, Dios nos muestra, a través de gracias sensibles, el grandioso fin al que hemos sido destinados.

 


 

I – Somos llamados “ad majora”

 

Al formar al hombre a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26), Dios lo destinó a ocupar un lugar elevado en la Creación, inferior sólo al de los ángeles. El ser humano, como única criatura dotada de inteligencia en todo el universo material, posee una notable superioridad sobre las otras, además de la capacidad de dominarlas, transformarlas y usarlas con sabiduría, haciendo más perfecta la obra del Creador. Es el protagonista de la Historia, como lo destaca la Escritura: “En tu sabiduría formaste al hombre, para que dominase sobre las criaturas que tú has hecho” (Sb 9, 2). A parte de esta prerrogativa de orden natural, existe otro privilegio que le confiere la más excelsa dignidad: la filiación divina, concedida por el Bautismo. De hecho, al recibir este sacramento, el individuo se convierte en hijo de Dios, partícipe de la naturaleza divina, miembro de Cristo y coheredero con Él, y templo de la Santísima Trinidad.

 

Abrahán – Iglesia de la Santa Cruz,

Genazzano (Italia)

A causa del pecado original y del estado de prueba en que nos encontramos, estos beneficios de la naturaleza y de la gracia nos preparan para los momentos en que nos toca dar muestras de fidelidad a Dios, de manera especial cuando sobre nosotros se abaten las tentaciones, los dramas y las dificultades. Si alimentamos un deseo equivocado —tal vez subconscientemente— de hacer que la gloria terrena y los gozos espirituales sensibles se vuelvan una constante en nuestra existencia, admitiremos el principio de que la vida perfecta es la de la estabilidad en la consolación, sin el más mínimo rastro de sufrimiento. Por su divino ejemplo, Jesús nos enseñó que el camino hacia la felicidad difiere del que concebiríamos en base a criterios humanos. En verdad, sólo encontraremos la perfecta alegría cuando abracemos la santidad, lo que implica pasar por la puerta estrecha y cargar la cruz, por medio de la cual se llega a la luz.

 

A este propósito, es legítimo preguntarnos: ¿cómo se explica que en la lucha y en el enfrentamiento de todo tipo de obstáculos, a favor de la gloria de Dios, encontremos el sentido de nuestra vida? ¿O acaso sería posible experimentar en este mundo una situación de fruición completa, tal como lo piden nuestras inclinaciones? La respuesta nos la ofrece la liturgia del segundo domingo de Cuaresma en el conjunto de sus lecturas, en una armonía que se sintetiza en un caminar hacia la bienaventuranza eterna pasando por las pruebas, por el combate espiritual y por el dolor.

 

La promesa de un grandioso futuro

 

En la primera lectura se relata el momento histórico en el que Dios sella con Abrahán una alianza, donde le hace grandes promesas. Habiendo caído la noche en los lejanos parajes de Canaán, donde había montado su tienda, el patriarca ya se había retirado cuando el Señor lo llamó para que saliese a fin de contemplar el firmamento. Éste, límpido, se asemejaba a un manto iluminado por una infinitud de astros relucientes (cf. Gn 15, 5-12.17- 18). Todo nos lleva a creer que desde allí se podía observar una escena fantástica, configurada por el divino Artífice con el objetivo de enmarcar una de las más bellas comunicaciones de la historia de la salvación. Era el momento en el cual Dios reconocía la rectitud de Abrahán y lo consideraba digno de acoger su plan salvífico, para recibir la fe que sería transmitida a toda la humanidad. En un diálogo lleno de poesía, le promete a ese varón de avanzada edad lo que las posibilidades humanas le habían negado: descendencia, tierra y bendición.

 

Aunque Abrahán hubiese conservado, a lo largo de décadas, el deseo de poseer herederos y poner fin a las incertidumbres de la vida errante, sólo tras una larga espera, Dios determinó el cumplimiento de esos anhelos con una superabundancia más allá de cualquier expectativa. El patriarca, a pesar de todas las apariencias contrarias, aceptó y creyó en la promesa —“Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas… Así será tu descendencia” (Gn 15, 5)—, y recibió, por ese acto, una recompensa mucho mayor de lo que esperaba y podía concebir. “Dios en su manera de prometer, en la certeza que posee de no decepcionar jamás, revela su grandeza única: ‘Dios no es hombre para mentir ni hijo de Adán para retractarse’ (Nm 23, 19). Para Él prometer es ya dar, pero es en primer lugar dar la fe capaz de esperar que venga el don; y es hacer, mediante esta gracia, al que recibe capaz de la acción de gracias (cf. Rm 2, 20) y de reconocer en el don el corazón del dador”.1

 

A las almas elegidas, Dios les pide ofrecimientos

 

A partir de esa noche la conducta de Dios con Abrahán se distinguió por una nueva característica: al sustentarlo con la promesa, empezó a pedirle constantes pruebas de reciprocidad y entrega, con la intención de examinarlo y de modelar su existencia en función de esa alianza: “Camina en mi presencia y sé perfecto” (Gn 17, 1). En una desconcertante paradoja, todavía transcurrirían largos años hasta el nacimiento de Isaac (cf. Gn 21, 5), y sólo en la cuarta generación los descendientes de Abrahán volverían a ocupar la Tierra Prometida (cf. Gn 15, 16). No obstante, incluso caminando en esa aparente contradicción, hasta ser un hombre centenario, creyó firmemente que la promesa de Dios era aún más verdadera que la propia obtención de los frutos esperados: “no cedió a la incredulidad, sino que se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios” (Rm 4, 20). Era indispensable esa adhesión desde lo hondo de su alma para que el pueblo elegido tuviera en sus orígenes un acto de fe tan excelente que lo hiciese digno, en la persona de su patriarca, de la predestinación que le estaba reservada.

 

La circunstancia que marcó el auge del período de la prueba de Abrahán fue el holocausto de Isaac, pues la fe madura debe ser “purificada por la prueba del sacrificio”.2 Sin embargo, otros ofrecimientos lo precedieron, siendo uno de ellos realizado al día siguiente de la escena recordada más arriba. Respetando las costumbres de aquellos tiempos, Dios determinó que Abrahán hiciera la oblación de diversos animales cortados por el medio, con las mitades puestas unas frente a las otras. El versículo 11 denota un importante aspecto de este pasaje e incluso del conjunto de las lecturas litúrgicas de hoy: “Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrahán los espantaba” (Gn 15, 11). La presencia de animales ávidos por arrebatar las ofrendas simboliza las luchas exigidas por la fidelidad a la alianza. El enemigo infernal surge enseguida sembrando tentaciones y obstáculos para aquellos que abrazan el camino de la justicia, y se hace necesario combatirlo para que no nos robe el mérito de nuestras obras. La lucha vino a ser una constante en la trayectoria del pueblo de Israel, un elemento esencial de los episodios de la Historia Sagrada, donde no existe una victoria que no sea obtenida sino por la batalla. A Dios le agradó la firmeza de Abrahán, pues pasó por medio de las víctimas en forma de fuego —símbolo, en el Antiguo Testamento, de su presencia3—, en señal de aceptación del ofrecimiento. Este combate, como veremos, se extiende también al Nuevo Testamento y pide de los cristianos una vigilancia que “debe ejercitarse día tras día en la lucha contra el maligno; exige al discípulo una oración y una sobriedad continuas”. 4

 

El combate del Apóstol contra los falsos conversos

 

La segunda lectura (cf. Flp 3, 17-21; 4, 1) recoge un importante pasaje de la epístola de San Pablo a los filipenses, en cuya comunidad algunos judíos, convertidos hacía poco, aún se mantenían vinculados a las tradiciones y concepciones propias del culto antiguo, propagando doctrinas erradas con el objetivo de hacer lo que bien podemos calificar de seudo-apostolado antipaulino. Mientras San Pablo predicaba al Redentor, la Buena Nueva, los sacramentos y las maravillas de la gracia, los judaizantes querían hacer prevalecer a toda costa las costumbres mosaicas: “Ocúpanse éstos en ejercitar su enemistad contra la Cruz de Cristo, por decir que nadie puede salvarse sino por medio de las observancias legales, con lo que reducen a nada la virtud ‘de la cruz de Cristo’ ”.5 Uno de los motivos que llevó al Apóstol a redactar esa carta fue la necesidad de alertar contra esa nefanda corriente, intención bastante perceptible en los versículos considerados hoy: “Hermanos, sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros. Porque —como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos— hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; sólo aspiran a cosas terrenas” (Flp 3, 17-19).

 

San Pablo, por Vicenzo Frediani Museo Nacional

de Arte de Cataluña, Barcelona (España)

Ante las nocivas enseñanzas de los judaizantes, San Pablo no duda en ponerse como ejemplo para aquellos a quienes él conducía hacia el Salvador, recriminándoles, con autoridad, el hecho de seguir a otros que no habían sido llamados a ser modelo en la práctica de la fe. Sus palabras denotan el sufrimiento y la indignación causados por la controversia, hasta el punto de llorar mientras escribía. La reacción es comprensible en alguien de temperamento tan fogoso, impedido por las circunstancias de actuar personalmente con la eficacia deseada, y que percibe lo mucho que la astucia de los malos ponía en riesgo la perseverancia de los buenos.

 

Por eso tampoco vacila en denunciar a los hipócritas que, por aprecio a las tradiciones antiguas, insistían en el mero culto exterior ya extinguido, a la vez que menospreciaban la vida de la gracia. Es importante destacar que San Pablo, al apuntar a la divinización del estómago propugnada por ellos, no se refiere al vicio de la gula, sino al apego que tenían a la Ley mosaica y a las costumbres farisaicas a ese respecto.

 

Afirma que su dios es el vientre porque la práctica religiosa de esos judaizantes se resumía en el control de todo lo que pudiera ser ingerido y su gloria en lo que es vergonzoso, por conceder la primacía a la circuncisión, otrora signo precursor de la fe en la Pasión de Cristo y ya por entonces una prescripción abolida. Al practicar con exagerado rigor tales costumbres, se sentían exentos de purificar su interior, aún así tan corrompido. El lenguaje usado por San Pablo es sumamente osado, pues ofende a los que se vanagloriaban de sus odres viejos, hasta el punto de llevarlos a rasgarse las vestiduras y de hacerse, para ellos, digno de un odio de muerte.

 

La esperanza de la vida eterna

 

“Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del Cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo” (Flp 3, 20-21). Tras censurar los desvíos diseminados con tanta astucia, denunciando la maldad de los falsos conversos, San Pablo ofrece una verdadera síntesis de la liturgia de hoy al recordar el llamamiento de los bautizados a ser ciudadanos del Cielo. He aquí una realización insuperable —y quizá ni siquiera concebida por el mismo Abrahán— de la promesa hecha por Dios: descendencia numerosa, tierra y bendición. Estos bienes son efímeros comparados con la eterna bienaventuranza y con el cuerpo glorioso que, dejando atrás las contingencias de nuestra naturaleza mortal, asumirá las características de la gloria. El Apóstol se empeña en elevar las miras de aquella comunidad hacia la recompensa que le aguarda, seguro de que, fijándola en la esperanza de bienes mayores, crearía las condiciones para que no se contaminase con la influencia de los perversos.

 

Con esa intención deja consignada la doctrina de los cuerpos gloriosos, materia ampliamente tratada en sus escritos. Habla de nuestro cuerpo humillado por los efectos del pecado original y apunta a la transformación a la que será sometido cuando al resucitar se reúna al alma que está en la visión beatífica, adquiriendo la plenitud de la libertad y la imposibilidad de pecar, y quedando exenta de las inclinaciones al mal. De hecho, este estado de máxima perfección espiritual está en el origen de la sublimación de nuestro ser material, como enseña Santo Tomás: “Dada la relación natural que existe entre el alma y el cuerpo, la gloria del alma redunda en el cuerpo”. 6 Al divinizarse, el alma ya no se adapta a un cuerpo padeciente, al haber alcanzado la parte final de la vida de la gracia: la gloria.

 

El inicio de la vida sobrenatural se nos da por la fe, la cual nos lleva a creer en lo que no vemos, y por la esperanza, que nos lleva a desear lo que aún no poseemos, pero que un día recibiremos. Ahora bien, la gloria es la realización del objeto de la fe y la obtención del objeto de la esperanza, como recuerda el P. Garrigou-Lagrange: “Si Dios mismo, que es el Bien infinito, se nos manifestara inmediata y claramente cara a cara, no podríamos dejar de amarle. Colmaría perfectamente nuestra capacidad afectiva que sería irresistiblemente atraída por Él. No conservaría ninguna energía para escapar a su atracción; no podría encontrar ningún motivo para apartarse de Él o incluso de suspender su acto de amor. Ésa es la razón por la cual el que ve a Dios cara a cara no puede pecar más. […] Sólo Dios visto cara a cara puede cautivar invenciblemente nuestra voluntad”.7

 

El Paraíso, por Giovanni di Paolo – Museo

Metropolitano de Arte, Nueva York

En esta situación el cuerpo se vuelve glorioso para acompañar al alma, pues no puede quedarse por debajo de su felicidad, además de asumir las cuatro características enunciadas por el Doctor Angélico: claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza.8 La primera de ellas refleja en el cuerpo la luz de la visión beatífica, haciéndolo fulgurante en virtud de la claridad que goza el espíritu. La impasibilidad trata de la inmortalidad y la exención de cualquier dolor, pues el cuerpo se hace objeto sólo de bienestar, como fruto de su perfecta sumisión al alma: “Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor” (Ap 21, 4). Por último, la agilidad y la sutileza confirman la supremacía del espíritu sobre la materia, ya que los cuerpos de los santos no estarán más sujetos a las presentes contingencias o a los efectos físicos impuestos por los demás cuerpos. Podrán moverse con la máxima rapidez y superar los obstáculos con toda facilidad.9

 

San Agustín afirma que “la naturaleza, maleada por el pecado, engendra los ciudadanos de la ciudad terrena, y la gracia, que libera del pecado, engendra los ciudadanos de la ciudad celestial”.10 La segunda lectura, de igual manera, confirma lo indispensable que es la gracia para la obtención de la vida eterna y se centra —así como la primera— en la necesidad de tener los ojos puestos en el Cielo, con una entera confianza en la realización de las promesas hechas por Dios. Ambos pasajes constituyen un adecuado preámbulo para el mensaje del Evangelio, cuya insuperable grandeza pasaremos a considerar.

 

II – Promesa, fe Y LucHa

 

Durante todo el período de la vida pública de Jesús que transcurrió hasta el episodio narrado en este Evangelio, los Apóstoles estaban acostumbrados a verlo realizar los milagros más estruendosos. Estos prodigios atestiguaban, de forma clara, la divinidad de Cristo,11 y su omnipotencia sería manifestada aún con mayor esplendor en la institución de la Eucaristía. Al mismo tiempo, acababa de revelarles la proximidad de su Pasión, que acarrearía una terrible prueba: después de comulgar por primera vez, los Apóstoles lo verían prisionero, juzgado, azotado, coronado de espinas, cargando la cruz y crucificado. ¿Cómo podría ser que los seguidores más cercanos al divino Maestro, al presenciar tales padecimientos, continuaran creyendo que resucitaría al tercer día? ¿Qué haría Él, en su infinita sabiduría, para mantener encendida la fe de los Doce en medio de la tormenta que ya se delineaba en el horizonte?

 

Jesús revela en el cuerpo la gloria de su alma

 

En aquel tiempo, 28b Jesús tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. 29 Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.

 

Con la intención de prepararlos para los acontecimientos que vendrían, el Señor llamó a los tres apóstoles con los que tenía más familiaridad y los llevó al monte Tabor. Más tarde, deberían fortalecer a los otros narrándoles lo que habían presenciado.

 

Aunque la oración ocupe un lugar primordial en la vida del Maestro, ésta no fue su único objetivo al subir a la montaña. Más que eso, pretendía demostrar quién era en realidad, conforme señala Maldonado: “Solía Cristo para orar subir a los montes, donde es mayor la soledad y más libre la contemplación del cielo. No se deduzca, sin embargo, de lo que dice Lucas que ascendió Cristo solamente con el propósito de orar, sino más bien que, según costumbre suya de orar en los negocios arduos, quiso hacerlo esta vez antes de manifestar su gloria. […] No olvidemos tampoco que la mayor parte de las veces se hace patente la gloria de Dios en los montes, que están más cerca del cielo y más alejados de la tierra, y no en los valles”.12

 

Esta exteriorización de la gloria divina es un fenómeno que revela el verdadero estado del alma de Jesús, la cual, creada en la visión beatífica, poseía desde el primer momento de la Encarnación el grado supremo de la gracia capital. Ésta es así denominada por ser Él la cabeza del Cuerpo Místico y el origen de la gracia de la cual vive la Iglesia.13 Su alma siempre estuvo en la contemplación de Dios cara a cara14 y, por eso, lo normal sería que su cuerpo se viese habitualmente en estado glorioso, como un espejo de la beatitud de su espíritu, tal y como se manifestó en el Tabor, a la vista de San Pedro y de los hijos de Zebedeo.15 Sólo por amor a nosotros el Señor quiso revestirse de las características del cuerpo padeciente para obrar la Redención.16 Entonces, desde cierto prisma, el verbo “transfigurar” no define exactamente lo que ocurrió, pues, en realidad, Cristo detuvo la subfigura en la que vivía.

 

Por lo que respecta a otros momentos de su vida pública, podemos suponer que Él asumió tan sólo algunos de los atributos del cuerpo glorioso, como, por ejemplo, cuando salió libremente entre aquellos que le querían tirar precipicio abajo en Nazaret o cuando anduvo sobre las aguas del mar de Tiberiades.17

 

Moisés y Elías ratifican la Pasión

 

30 De repente, dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, 31 que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que Él iba a consumar en Jerusalén.

 

Participando de la gloria de Cristo estaban dos exponentes del pueblo elegido: Moisés y Elías, los máximos representantes de la Ley y de los profetas. Habían sido escogidos porque “ni la Ley puede existir sin el Verbo, ni profeta alguno puede haber vaticinado algo que no se refiera al Hijo de Dios”.18 Ambos no solamente ratifican que Jesús es el Mesías, sino que dan peso de su testimonio también a los anuncios de la Pasión. La conversación que mantuvieron con Él trataba sobre su muerte y, sin embargo, los tres se encontraban envueltos en la gloria, la cual revela el fin último: resurrección y cuerpo glorioso. “La conversación de Jesús con Moisés y Elías versa cabalmente acerca de los tormentos que pronto va a padecer Cristo en Jerusalén. La Transfiguración, pues, es como la consagración de Jesús para la cruz y la muerte”.19 En una armoniosa convergencia, concebible tan sólo por la inteligencia del mismo Dios, se unen en este episodio dolor y gloria, conforme lo recuerda San León Magno: “Era necesario que los Apóstoles concibiesen verdaderamente en su corazón esa fuerte y bendita firmeza y no temieran ante la rudeza de la cruz que habrían de cargar; era necesario que no se avergonzasen del suplicio de Cristo, ni considerasen humillante para Él la paciencia con la que debía someterse a los rigores de su Pasión sin perder la gloria de su poder”.20

 

La tentación de una vida sin esfuerzo

 

32 Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. 33 Mientras éstos se alejaban de Él, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía lo que decía.

 

Tomados por el sopor —detalle sorprendente—, los tres testigos se encontraban durmiendo al inicio de la divina manifestación. Este sueño es simbólico, pues siempre que la cruz, el esfuerzo y el sacrificio se nos presentan, somos presos del tedio, como consecuencia de nuestra débil naturaleza humana. Esto también ocurriría en el Huerto de los Olivos, cuando los tres sucumbieron al cansancio, en la inminencia de la Pasión, dejando al Señor solo ante el sufrimiento (cf. Mt 26, 40). Despertados inesperadamente, aún bajo los efectos del sueño y sorprendidos por la intensa luminosidad que tenían delante de ellos, se quedaron deslumbrados, hasta el punto de que San Pedro no atinaba con una reacción a la altura de lo que estaba pasando. En realidad, con sus palabras manifestaba, quizá sin mucha conciencia, cierta mala tendencia del fondo de su alma. Arrebatado al ver aquella maravilla, quiso aprovecharse enseguida de ella, mostrando su deseo de vivir ininterrumpidamente bajo la influencia de la gloria del Maestro. Veía en el usufructo de ese gozo la obtención de la felicidad, y si no pidió que se montaran tres tiendas cuando el Señor les anunció la Pasión, no dudó en hacerlo en ese momento. Pedro pensaba que ya había llegado el final del buen combate, cuando todavía quedaba un largo trayecto por recorrer. Quizá viese en la presencia de los dos varones de la altura de Moisés y Elías lo fácil que sería dotar de supremacía al pueblo judío sobre todas las demás naciones de la tierra. Al jefe de la Iglesia le faltaba aprender que antes de la consecución de los frutos de la promesa había que andar el camino que conduce a ellos, conforme al ejemplo dado por el Redentor.

 

El Padre también convoca a la lucha

 

34 Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. 35 Y una voz desde la nube decía: “Éste es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo”. 36 Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

 

De dentro de una nube se oye la voz del Padre, que les ordena que escuchen a su Hijo muy amado. ¿Qué prescribe que oigan?: esas predicciones que tanto deseaban olvidar. El Señor había declarado que sería entregado en manos de los sacerdotes, de los escribas, de los fariseos, que padecería y sería asesinado para después resucitar al tercer día (cf. Mt 16, 21; Lc 9, 22).

 

Detalles de la Transfiguración – Basílica de

Santa Catalina de Alejandría, Galatina (Italia)

Tenían miedo de pensar en eso, condicionados por una visión humana de Cristo. En este sentido, destaca Romano Guardini: “Al leer los Evangelios, nos quedamos con la impresión de que los discípulos no entendieron durante la vida de su Maestro lo que estaba en juego. Jesús no tenía en ellos un grupo de hombres que verdaderamente lo comprendiera; que viesen quién era Él y entendiesen lo que Él quería. Continuamente surgen situaciones que nos muestran cómo permanecía solo en medio de ellos. […] Los vemos de tal forma inmersos en las representaciones mesiánicas de la época que, en el último momento anterior a la Ascensión […], todavía preguntan ‘si en esa ocasión era cuando iba a restablecer el reino de Israel’ (Hch 1, 6)”.21 Cuando el Padre les ordena que escuchen a su Hijo en todo, les incitaba a considerar la ardua realidad de la cruz; a seguir a su Elegido de acuerdo con lo que era, y no con lo que les gustarían que fuera.

 

Concluida la portentosa visión, Jesús permaneció en oración toda la noche y bajó al día siguiente, acompañado por los tres apóstoles. El silencio que mantenían durante el trayecto de vuelta denota el gran impacto que les causó la Transfiguración, pues cualquier comentario al respecto de lo que habían visto sería inexpresivo. Es oportuno recordar que, tan pronto como regresaron, se encontraron con un muchacho poseso, sobre el cual Él hizo un exorcismo que tuvo una repercusión inmensa (cf. Mt 17, 14-20; Mc 9, 14-29; Lc 9, 37- 42). Después de aquella gran experiencia mística, el Señor retomó sus actividades de apostolado, pues quiso mostrar el sentido más profundo de lo que había pasado. De hecho, una gracia de tan extraordinario alcance, fue una preparación para las luchas futuras.

 

III – Las consolaciones nos sustentan rumbo a la victoria final

 

Subida de Santo Domingo al Cielo – Iglesia de

Santo Domingo, Bolonia (Italia)

La liturgia de este domingo, al recordar la promesa hecha a Abrahán, las palabras de San Pablo y la escena de la Transfiguración, nos enseña que las gracias místicas que recibimos en el transcurso de nuestra vida espiritual no nos son dadas con la finalidad de establecer una existencia agradable en esta tierra, en la que nos gustaría montar una tienda para permanecer en estática contemplación, sino para que a través de ellas tengamos fuerzas para enfrentar las batallas de la vida en vista del fin para el cual hemos sido llamados. En verdad, la vía mística es una prefigura de la bienaventuranza eterna y no un gozo de la vida terrena. La felicidad en este mundo procede de la lucha contra el mal existente dentro y fuera de nosotros y, sobre todo, de la lucha por la gloria de Dios, de manera que esas consolaciones nos son ofrecidas para alimentar la virtud de la esperanza.

 

Resaltando la importancia de esas gracias, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira afirma que “son una especie de prenuncio de la visión beatífica en el Cielo, y tienen por efecto hacer que nuestras almas estén mucho más abiertas a la comprensión sobrenatural, a la comprensión de lo maravilloso, al deseo de las grandes cosas, de los grandes acontecimientos, de los grandes lances”.22 Por esta razón, permanezcamos atentos a las manifestaciones divinas en nuestra vida, disipando cualquier sopor que nos impida percibirlas y creciendo en la certeza de que, después de las luchas pasajeras de la vida terrena, nos esperan las alegrías de la convivencia eterna con Dios, a la cual hemos sido llamados. En el Cielo, donde no será necesario montar tiendas, el divino Maestro ha dispuesto nuestra morada para hacer perdurar eternamente las alegrías de su esplendorosa Transfiguración.

 


 

1 RAMLOT, OP, Marie-Léon; GUILLET, SJ, Jacques. Promesas. In: LÉON-DUFOUR, SJ, Xavier (Org.). Vocabulario de teología bíblica. Barcelona: Herder, 1996, p. 731. 2 CCE 1819. 3 Cf. COLUNGA, OP, Alberto; GARCÍA CORDERO, OP, Maximiliano. Biblia Comentada. Pentateuco. Madrid: BAC, 1960, v. I, p. 192. 4 MOLLAT, SJ, Donatien. Velar. In: LÉON-DUFOUR, op. cit., p. 925. 5 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Epistolam Sancti Pauli Apostoli ad Philippenses expositio. C. III, lect. 3. 6 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 14, a. 1, ad 2. 7 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. L’Éternelle vie et la profondeur de l’âme. París: Desclée de Brouwer, 1953, p. 25. 8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. In Symbolum Apostolorum. Art. 11. 9 Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, op. cit., pp. 332-333. 10 SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. XV, c. 2. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVI-XVII, p. 998.11 Cf. 11 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 43, a. 4. 12 MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelio de San Mateo. Madrid: BAC, 1950, v. I, pp. 607-608. 13 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 8, a. 1. 14 Cf. Ídem, q. 9, a. 2. 15 Cf. Ídem, q. 45, a. 2. 16 Cf. Ídem, q. 14, a. 1, ad 2. 17 Cf. Ídem, q. 45, a. 1, ad 3. 18 SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L. VII, n.º 10. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, v. I, p. 350. 19 FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Vida pública. Madrid: Rialp, 2000, v. II, p. 286. 20 SAN LEÓN MAGNO. Hom. Sabb. ante II Dom. Quadr. Sur la Transfiguration, hom. 38 [LI], n.º 2. In: Sermons. París: Du Cerf, 1961, v. III, p. 16. 21 GUARDINI, Romano. O Senhor. Lisboa: Agir, 1964, pp. 70-71. 22 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 19/11/1989.

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->