COMENTARIO AL EVANGELIO – III DOMINGO ADVIENTO (DOMINGO DE GAUDETE) – El Salvador: alegría para los buenos y consternación para los malos

Publicado el 12/15/2017

 

– EVANGELIO –

 

6 Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: 7 éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. 8 No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.

 

19 Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a que le preguntaran: “¿Tú quién eres?”. 20 Él confesó y no negó; confesó: “Yo no soy el Mesías”. 21 Le preguntaron: “¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?” Él dijo: “No lo soy”. “¿Eres tú el Profeta?”. Respondió: “No”. 22 Y le dijeron: “¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?”. 23 Él contestó: “Yo soy la voz que grita en el desierto: ‘Allanad el camino del Señor’, como dijo el profeta Isaías”. 24 Entre los enviados había fariseos 25 y le preguntaron: “Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?”. 26 Juan les respondió: “Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, 27 el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”. 28 Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando (Jn 1, 6-8.19-28).

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO – III DOMINGO ADVIENTO (DOMINGO DE GAUDETE) – El Salvador: alegría para los buenos y consternación para los malos

 

¿La alegría suscitada por el inminente nacimiento del Redentor es para todos, sin distinción, o sólo para los que abren su corazón a su amor transformante?

 


 

I – I – alegría ante la inminente venida del salvador

 

Al ser la Iglesia una institución divina fundada por Jesucristo, que es la Cabeza de ese Cuerpo Místico, posee su misma sabiduría y todo lo dispone con medida, número y peso. Así pues, ha establecido que existan dos domingos al año que, en medio de la penitencia, traigan alegría: el tercer domingo de Adviento, llamado Domingo de Gaudete, y el cuarto domingo de Cuaresma, denominado Domingo de Lætare.

 

El primero recibe su nombre de la palabra inicial de la antífona de entrada, extraída de la carta de San Pablo a los filipenses: “Gaudete in Domino semper: iterum dico, gaudete. Dominus enim prope est — Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca” (4, 4-5).

 

La perspectiva del fin disminuye el sufrimiento

 

La experiencia de todos los que conviven con personas que padecen algún tipo de sufrimiento, físico o moral, nos muestra que éste se vuelve más difícil de soportar si ellas no saben cuándo va a acabar. Ahora, si reciben la garantía de que en determinado momento el dolor desaparecerá, gran parte del tormento cesa. De la misma forma, conocemos por estudios científicos que la alegría es la causa del prolongamiento de nuestra existencia y, por el contrario, cuando nos dejamos abatir por la tristeza, la vida se acorta.

 

Algo análogo se verifica en la liturgia de este Domingo de Gaudete —la más significativa de todo el Adviento—, cuyo objetivo principal es darle a cada uno la vigorosa esperanza de que, por fin, nuestro Redentor está a punto de nacer y dispuesto a ayudarnos a comprender con mayor profundidad el “Ven, Señor Jesús”, repetido a lo largo de esas cuatro semanas. Hoy transponemos el marco de la ascensión penitencial y somos colmados de alegría en la perspectiva de la venida del esperado de las naciones, que ya conmemoramos anticipadamente. En vista de esto, la Iglesia celebra ese domingo con júbilo, flores, instrumentos musicales y ornamentos rosados, implorando en la Oración colecta: “concédenos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante”.1

 

La voz que grita en el desierto, contemplada en el Evangelio de San Juan, pide que allanemos “el camino del Señor”, que cambiemos de mentalidad y nos llenemos de su espíritu. Pero la Iglesia quiere que lo hagamos en medio de la alegría, pues hemos salido de una mala situación, estamos mejorando y este progreso sólo puede ser motivo de regocijo. Santo Tomás2 explica que la alegría es fruto del amor y, por tanto, quien ama tiene alegría. La caridad, a su vez, lleva a la persona a tener un gran deseo de poseer aquello que la hace elevarse, y nosotros estamos ante la expectativa de la venida de alguien que es el Ser por excelencia, el propio Dios encarnado, nuestro Redentor. La cuestión es saber si existe alguna condición para obtener esa alegría, inseparable de la venida del Señor, o si está destinada a todos, sin ningún tipo de requisitos. La respuesta nos la da el Evangelio.

 

II – El contraste entre la alegría de los buenos y la consternación de los malos

 

San Juan escribió su Evangelio en la última década del siglo I, época ya marcada por la presencia de gnósticos, ebionitas y judaizantes en la Iglesia naciente, que intentaron deformar el verdadero enfoque sobre el Antiguo Testamento e incluso la Revelación traída por Jesucristo, sobre todo por la negación de su personalidad divina. Aunque trataban de aparecer como cristianos, lo que realmente querían era pervertir a los demás con sus ideas y hacer proselitismo del mal.

 

El evangelista comienza su relato con mucha lógica, por medio de un prólogo en el que afirma de manera categórica —como alguien que convivió con el Hijo de Dios encarnado— que Cristo es enteramente hombre y enteramente Dios, y presenta a un testigo que confirma esta doctrina con un argumento de autoridad.

 

El surgimiento súbito de un profeta eliático

 

6 Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan:…

 

Ese testigo es San Juan Bautista. En todo el Israel de aquel tiempo no había un hombre con un prestigio más grande que el suyo. Dotado de una personalidad de peso, contra la que nadie osaba levantarse, era tenido en alta estima, hasta el punto de que no podía ser puesto en duda. Así, su autoridad ratifica las osadísimas afirmaciones cristológicas hechas por el discípulo amado en la apertura de este Evangelio. Y, por eso, el Precursor ya es citado aun antes de la conclusión del prólogo, en el versículo 18.

 

“Surgió” es el mismo término empleado en las Escrituras al describir el inopinado aparecimiento de Elías (cf. Eclo 48, 1), dando la idea de que no se sabía quién era Juan, ni de dónde venía. El profeta surge de repente, suscitado por Dios, y lo hace de forma sui generis. Se viste con piel de camello y se alimenta de saltamontes y miel silvestre.

 

La súbita entrada en escena de San Juan Bautista y su predicación hicieron de él una figura convulsionante en la sociedad judaica, que sacudió el país de arriba abajo, movilizó a la población, produjo un verdadero estremecimiento en las conciencias y suscitó perplejidad e interrogantes en el fondo de las almas a propósito de su identidad. Inspirado por el Espíritu Santo, no fue a Jerusalén a ejercer su misión, sino que optó por las orillas del Jordán, donde la influencia de los maestros de la ley, de los fariseos y de las demás autoridades judías era menos efectiva, aparte de ser un lugar de paso de las caravanas. Y, al permanecer allí bastante tiempo, sus enseñanzas se fueron difundiendo por toda la nación elegida.

 

Muchos hacían comentarios respecto a él y enseguida empezaron a circular diferentes hipótesis sobre la figura del Precursor. Unos decían que era el Mesías, impresionados por las cualidades de ese hombre de Dios; otros, basándose en las profecías que mencionaban la vuelta de Elías, veían en él al gran profeta que había regresado de su misterioso retiro; finalmente, estaban los que creían fuera el Profeta que tendría que venir (cf. Dt 18, 15).

 

Dios ama e instituye las mediaciones

 

7 …éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. 8 No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.

 

En estos dos versículos, el evangelista subraya que San Juan Bautista no era la luz, sino el testigo de otra persona. Podemos imaginar al Precursor como un hombre que vivía emocionado esperando a aquel a quien anunciaba.

 

Aquí vemos cómo la Providencia ama el principio de mediación y envía intercesores para orientar al pueblo en la dirección de las gracias que quiere derramar. Enseña el Doctor Angélico: “Algunos hombres son ordenados por Dios, de modo especial; y no sólo dan testimonio de Dios naturalmente, por el hecho de existir, sino también espiritualmente, por sus buenas obras. De ahí que todos los santos varones son testigos de Dios, porque por sus buenas obras Dios se hace glorioso entre los hombres […]. Sin embargo, los que no sólo participan en los propios dones de Dios en sí mismos, actuando bien por la gracia de Dios, sino que los difunden a los demás, hablando, movilizando y exhortando, son más especialmente testigos de Dios. […] Juan, por tanto, vino ‘para dar testimonio’, para difundir junto a los demás los dones de Dios y a anunciar su alabanza”.3 Dichos hombres sirven de instrumento y, en cierto sentido, de pretexto para la comunicación de esas gracias, pues la Providencia las concede en función de lo que ellos dicen, hacen o señalan. A unos, de forma suficiente, a otros, superabundante; a unos, de forma cooperante, a otros, eficaz, pero a todos da la gracia a través del mediador que la misma Providencia ha constituido, con el fin de que las personas se conviertan.

 

Inseguridad entre las autoridades de Israel

 

19 Y este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a que le preguntaran: “¿Tú quién eres?”.

 

San Juan escribió su Evangelio con el objetivo, entre otros, de contraponerlo a las calumnias y desvíos de los jefes de la sinagoga, enemigos de la incipiente religión cristiana. Por esta razón, establece en él una clara distinción entre Jesús y sus discípulos, por un lado, y los miembros de la clase dirigente de Israel, por otro. A éstos —y en particular a los fariseos, en este versículo— los designa con la palabra “judíos”.4

 

Jerusalén se encontraba agitada. El murmullo popular en torno a la persona de San Juan dejó preocupado al sanedrín, compuesto por las élites israelitas —muy empeñadas siempre en mantener el control sobre el establishment y en no despegarse de sus respectivas bases de la opinión pública de aquella época. Y una tremenda incógnita rondaba sobre el que estaba predicando al otro lado del Jordán, un sitio donde no era tan fácil dominarlo o arrestarlo para ser interrogado en el Templo como lo sería en la misma Ciudad Santa.

 

Según la concepción que ellos tenían, parecía evidente que si San Juan bautizaba, lo hacía porque era el Mesías, o Elías o el Profeta. La creencia generalizada de los judíos era que el Mesías esperado abriría perspectivas grandiosas y traería la supremacía del pueblo hebreo sobre todos los otros. Era posible que viniera bautizando, pero sería un bautismo de gloria y de salvación meramente humanas. Elías, a su vez, constituía una figura impar entre todos los profetas y, como tal, también tenía derecho a bautizar. Lo mismo sucede con el Profeta mencionado anteriormente. Entonces, ¿cuál de los tres era Juan? Les asaltaban unos temores enormes por el hecho de que un personaje tan misterioso no hubiera pasado por su escuela. Así que la inteligencia de esos hombres se puso en marcha para descubrir su origen, sus objetivos y el porqué de aquellos gestos, de aquella actitud y simbología.

 

La predicación de San Juan se oponía a los designios del sanedrín

 

En efecto, la idea que tenían del Mesías no se correspondía con San Juan Bautista. Éste “seguía un camino precisamente opuesto. Afirmaba que incluso de las piedras podían salir hijos de Abrahán; no prometía dominios ni supremacía; no llevaba ni invocaba las armas; no se ocupaba de política; no hacía milagros; era pobre y desnudo; pero, en compensación, toda su predicación se resumía a una amonestación moral”.5 Enseñaba una serie de principios que obligaban a quien lo aceptara como un enviado de Dios a cambiar de vida. Y eso era justamente lo que no querían los fariseos, cuyas doctrinas se oponían a las del Precursor. Sin embargo, pensaban que quizá eso fuera sólo una primera fase de presentación del Mesías y, una vez que éste adquiriera poder e influencia política, con el dominio de la opinión pública, declararía ser lo que estaban deseando. Por tanto, era ventajoso que actuaran con diplomacia para que aquel hombre quedara de su lado.

 

De manera que resolvieron enviar una comisión formada por los más capaces de entre los jefes religiosos israelitas, para saber a ciencia cierta quién era y decidir así qué actitud tomar. Por consiguiente, necesitaban una información clara. No había duda de que estaban inseguros, porque si la misión de San Juan fuera oficial, su fama se vería comprometida. ¿Cómo explicarían entonces que no habían sido avisados de su venida y que no lo habían descubierto hasta ese momento? En realidad, debían ser conscientes de que ya vivían en el tiempo del Mesías, pues cuando años atrás Herodes había mandado que les preguntaran a los príncipes de los sacerdotes y a los doctores de la ley dónde Él nacería (cf. Mt 2, 3-6), obtuvo la respuesta correcta, una prueba de que se aplicaban al estudio y a la interpretación de las Escrituras, y este Esperado era un tema de conversación entre ellos. Y no es imposible en absoluto que el Espíritu Santo incluso les hubiera concedido luces respecto a la proximidad del advenimiento del Salvador.

 

Otro motivo que los llevaba a no menospreciar la figura de San Juan Bautista era que, después de siglos de ausencia de profetismo, Israel estaba con apetencia de una voz que se pronunciara acerca del Mesías futuro. Dios mismo ponía en las almas esta ansia, dando a entender que su venida era inminente. Si los animales tienen instintos inerrantes para presentir ciertos fenómenos de la naturaleza, con mayor razón existen en el alma humana instintos que le permiten discernir lo sobrenatural. Es difícil conjeturar que el Señor, estando en medio de ellos, ya con 30 años de edad, no hubiera sido anunciado por innumerables signos. ¿Un Dios que se encarna para vivir en sociedad no causaría nada en la naturaleza? Es evidente que la presencia de un hombre que no posee personalidad humana, sino que es la segunda Persona de la Santísima Trinidad, y la de su Madre, criatura sin pecado original, deben haber ejercido un vigoroso influjo sobre el pueblo elegido, suscitando acciones, imponderables, insatisfacciones, anhelos y suspenses que creaban una expectativa creciente.

 

O controlar, o destruir…

 

El clima que reinaba en el Jordán era exasperado debido al choque entre el poder constituido, en toda su fuerza, y un hombre que había aparecido abruptamente. No olvidemos que un acto sobrenatural hecho con muchísima fe y compenetración tiene tres alcances: uno es la alegría en el Cielo; otro, el tremor en el Infierno; y, por último, también repercute en la tierra, donde las almas buenas se sienten fortalecidas, los mediocres se vuelven más confusos y en los malos crece la amargura, la aflicción y la inseguridad. Este último fue el efecto que San Juan Bautista había provocado en el sanedrín. Ciertamente, Nicodemo y José de Arimatea debieron experimentar una mayor apetencia por el bien que antes, pero la cúpula estaba, hacía ya mucho tiempo, temerosa, inquieta y agitada, más o menos como cuando una persona que está con las manos levantadas para impresionar al público, siente que hay alguien rebuscando en su bolsillo para quitarle el dinero. Se queda sin saber qué hacer, pues querría poner las manos en el bolsillo y no puede hacerlo por miedo al ridículo.

 

Si Juan fuera el Mesías, Elías o un profeta, tal vez los miembros del sanedrín, como hombres perversos que eran, aparentarían aceptarlo para intentar entrar en confabulación con él. Planearían un modo de llevarlo a su terreno, con el fin de dominarlo y evitar que tomara actitudes opuestas a sus intereses. Si no lo consiguieran, montarían una guerra contra él, tratarían de silenciarlo o incluso matarlo, como sus padres habían hecho con muchos profetas a lo largo de los siglos, algo que, años más tarde, ellos mismos harían con Jesús. Quién sabe si la posterior prisión de San Juan Bautista, ordenada por Herodes, no habría sido articulada por manos ocultas…

 

Meticulosamente restituidor

 

20 Él confesó y no negó; confesó: “Yo no soy el Mesías”.

 

Ese encuentro, entre la delegación de los representantes de la religión verdadera y San Juan Bautista, le daba a éste la oportunidad de afirmar de forma oficial lo que no había dicho hasta ese momento de manera tan clara.

 

Al narrar el testimonio del Precursor, el evangelista usa intencionalmente dos verbos: “confesó y no negó”, uno afirmativo y otro negativo. Simplemente con uno sería suficiente, pero quiso resaltar que hubo una confesión, o sea, una declaración solemne, una manifestación de su fe, y, al mismo tiempo, San Juan “no negó la verdad porque haya dicho que él no era el Cristo; de otra manera habría negado la verdad […]. No negó la verdad porque por más grande que fuera considerado, no se alzó a soberbia usurpando para sí el honor ajeno”.6

 

Es frecuente ver cómo a lo largo de la Historia el hombre, ante dos valores espirituales, uno mayor que otro, tiende a preferir el menor. Por ejemplo, cuando Gedeón venció a los ciento treinta y cinco mil madianitas con tan sólo trescientos hombres (cf. Jue 7–8, 12), los hebreos le ofrecieron los objetos de oro obtenidos como botín de guerra, y Gedeón hizo con ellos un riquísimo efod, que expuso en Ofrá, su ciudad. Pues bien, poco tiempo después, los judíos cayeron en la idolatría, adorando esa vestidura (cf. Jue 8, 25-27). Es la ley de la gravedad espiritual.

 

Así que incluso antes de ser inquirido explícitamente sobre su misión, San Juan excluye por completo la idea de ser el Mesías. De hecho, todo el que es enviado a anunciar a alguien que es superior a él, tiene verdadero pánico —puesto por Dios y fruto de la honestidad de alma— de que lo tomen por aquel a quien anuncia. “Es deber del buen servidor no sólo el de no defraudar a su dueño la gloria que se le debe, sino también el de rechazar los honores que quiera tributarle la multitud”. 7 En San Juan esa actitud de espíritu era un sexto sentido, y ni siquiera consideraba la posibilidad de presentarse como Cristo.

 

Bien podemos imaginar que el Precursor habría dicho esto con alegría, porque en el fondo de su alma había esperanza. Sabía por inspiración mística que estaba próxima la manifestación pública del Mesías. El creciente ajetreo que existía a orillas del Jordán, hasta el punto de llamar la atención de las autoridades y que éstas decidieran interrogarlo, indicaba que había llegado la hora de la revelación del Salvador.

 

En este sentido, es oportuno que tratemos aquí de un pormenor. San Juan Bautista representa toda la tradición; simbolizaba, como en síntesis, el Antiguo Testamento y, en cuanto tal, venía anunciando la apertura del Nuevo. En ese momento, registrado en la narración del evangelista, estaba hablando después de haber bautizado a Jesús y, al día siguiente, al verlo acercarse, dirá a sus discípulos: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: ‘Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo’. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel” (Jn 1, 29-31). Por consiguiente, señalará al Mesías, no como un profeta que dice: “¡Sucederá!”, sino como alguien que proclama: “¡Ya sucedió!”. El discernimiento sobre quién era el Cordero de Dios es exactamente el eslabón entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

 

¿Quién era, entonces, ese hombre?

 

21 Le preguntaron: “¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?”. Él dijo: “No lo soy”. “¿Eres tú el Profeta?”. Respondió: “No”.

 

Los enviados de Jerusalén creían que San Juan se presentaría como el Mesías, pero ya su primera respuesta los dejó confundidos. Y prosiguieron con nuevas preguntas. La notoriedad del Precursor era tal que tenía sentido que los sacerdotes y los levitas indagaran si era Elías o no. Y lo hacían con cierto miedo, porque Elías era el varón que había mandado abrir la tierra, caer fuego del cielo, parar la lluvia (cf. Eclo 48, 3), etc. Así, a su negativa debió suceder un alivio inmediato, que no tardó en ser sofocado por una creciente inseguridad, porque Juan ya era una figura mítica, un hombre que espantaba y, con certeza, tendría una voz fuerte y segura. Podría ser que fuera el Profeta; en este caso, iban a pedir un signo, según la costumbre judaica. Él no era el Profeta por excelencia, es decir, Jesucristo, sino un profeta.

 

San Juan no se dobla ante los intereses del mal

 

22 Y le dijeron: “¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?”.

 

Las respuestas del Precursor demostraron a los emisarios que con él no valía la pena perder el tiempo con negociaciones diplomáticas, ya que no sería fácil iniciar una amistad con el fin de atraerlo a su partido. Les habría gustado que San Juan se hubiera declarado Mesías, lo que serviría de pretexto para invitarlo a formar parte del sanedrín. Si fuera un político sagaz, haría una carrera brillante con el apoyo de las autoridades que promoverían una fuerte propaganda en su favor y le darían el dinero y el prestigio necesario para convertirse en el hombre más apreciado y elogiado de toda la nación. Ahora bien, si no era el Mesías, ni Elías, ni el Profeta, ¿quién era entonces? Casi le suplican una definición, porque tenían que llevar alguna información que librara a su misión de ser juzgada un fracaso. Pero percibieron que se marcharían con las manos vacías, con las consecuencias que esto les traería al presentarse ante sus jefes.

 

Declaración del Precursor e invitación a la conversión

 

23 Él contestó: “Yo soy la voz que grita en el desierto: ‘Allanad el camino del Señor’, como dijo el profeta Isaías”.

 

Si las primeras palabras del Precursor les dejaron desorientados, éstas, sin duda, intensificaron su perturbación. Ya temían por el hecho de que la figura de Juan el Bautista se había proyectado en Israel, provocando gran conmoción en la opinión pública. Las multitudes iban a oír la predicación de San Juan y a recibir el bautismo, y después se enmendaban. Era la gracia del Espíritu Santo que movía las almas. Además, los fariseos conocían las Escrituras y sabían el significado del oráculo de Isaías (cf. Is 40, 3) —“yo soy la voz que grita en el desierto”—, lo cual indicaba con clareza que antes del aparecimiento del Mesías alguien se levantaría en el desierto para predicar. Al referirse a ello, Juan estaría diciendo, sin que se atreviera nadie a contradecirlo: “Yo soy aquel previsto por Isaías”. Y ese Precursor también les hablaba de conversión: “Allanad el camino del Señor”, o sea, “cambiad de mentalidad para recibirlo”.

 

Para los malos, tan sólo era el comienzo de la aflicción…

 

24 Entre los enviados había fariseos 25 y le preguntaron: “Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?”. 26 Juan les respondió: “Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, 27 el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”. 28 Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando.

 

Siempre preocupados con los rituales exteriores, los fariseos indagaron respecto del bautismo de Juan, conscientes de que un baño purificador había sido predicho por varios profetas (cf. Is 1, 16; Ez 36, 25; Zac 13, 1). Que el Mesías, Elías o el Profeta “instituyeran ritos nuevos, nada tenía de particular; como enviados de Dios, podían obrar conforme a sus órdenes”. 8 Pero, si San Juan no lo era, ¿por qué bautizaba? Y, nuevamente, la respuesta del Precursor causó perplejidad en los miembros de la comitiva, pues no se la esperaban. Es el Espíritu Santo quien habla por los labios y por la voz de San Juan Bautista, para hacer bien a los fariseos. Éstos pensaban que daría una explicación, justificando, con principios, el bautismo que administraba. No obstante, para sorpresa de todos, como si menospreciara su propio bautismo, decía: ¿Qué mal hay en bautizar con agua?

 

Por consiguiente, San Juan Bautista se declara Precursor de alguien más grande y anuncia que el Mesías está entre ellos, porque ya lo había bautizado. Lo curioso es que podrían haber preguntado quién era ese otro, pero no lo hacen. Los fariseos tienen miedo, porque si Él les fuera mostrado, deberían cambiar de vida. Con un Precursor tan exigente, ¿cómo sería aquel de quien no merecía ni siquiera desatar la correa de la sandalia? El resultado fue una gran inseguridad. Ese “en medio de vosotros” los incomodaba enormemente, porque significaba que entre ellos se encontraba alguien que era más grande que el que venía convulsionando el país. Israel estaba siendo recorrido y penetrado por un espíritu nuevo, que dejaba a todos en la expectativa. Las personas se convertían, lloraban sus pecados, se golpeaban en el pecho y… se olvidaban de los fariseos, de los saduceos y de los escribas. En una palabra, ese hombre molestaba, porque predicaba una conversión. Con todo, por encima de él está aquel que es un Señor fuera de lo común, de quien San Juan Bautista decía que no estaba a la altura para ser su esclavo. Vivía “en medio de ellos”, y ellos no lo conocían… Y se quedaron perturbados, mientras crecía en ellos un signo de interrogación, al percibir que el inmenso trastorno causado en su cómoda situación por el Precursor no pasaba de un mero temblor, cerca del terremoto que éste venía anunciando…

 

III – No nos dejemos engañar por la aparente alegría del pecado

 

De modo bien diferente a la alegría incondicional que la venida del Redentor debería traer, he aquí la correlación entre júbilo y tristeza, euforia y probación, evocada por el Evangelio de este tercer domingo de Adviento. Mientras los buenos son asistidos por la alegría de la esperanza —como sucedió con San Juan Bautista y con los que se convirtieron ante la perspectiva del aparecimiento del Mesías—, en el alma de los malos hay tristeza e insatisfacción. Le cabe al bueno saber interpretar la frustración del que vive en el pecado y no pensar que a éste le está yendo bien. Cuando, en la segunda lectura (1 Tes 5, 16-24), San Pablo exhorta: “Estad siempre alegres”, desea mostrar que quien se une a Dios, practica la virtud y anda por el buen camino, no puede de ninguna manera dejarse llevar por la mala tristeza.

 

El Domingo de la Alegría nos revela una división clarísima que caracteriza a la humanidad: los buenos están siempre alegres y los malos, por más que traten de aparentar alegría, viven en la tristeza. Los que están unidos a Dios poseen el contentamiento, la seguridad y la felicidad que carece el que se apega a las cosas materiales, y le da la espalda. Ambos viven juntos, pero en el momento en que el hombre que puso su esperanza en el mundo y en el pecado ve la alegría verdadera manifestada por el bueno, o bien se convierte o bien quiere matarlo, como hicieron con Cristo.

 

Pidamos, en esta liturgia, la gracia de vivir en la alegría de la virtud, como muestra de nuestra entera adhesión al Salvador que en breve llegará.

 


 

1 TERCER DOMINGO DE ADVIENTO. Oración colecta. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, p. 143.

2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 70, a .3.

3 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Ioannem. C. I, lect. 4.

4 Cf. TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. V, pp. 972-973.

5 RICCIOTTI, Giuseppe. Vita di Gesù Cristo. 14.ª ed. Città del Vaticano: T. Poliglotta Vaticana, 1941, pp. 307-308.

6 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Ioannem. C. I, lect. 12.

7 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XVI, n.º 2. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (1- 29). 2.ª ed. Madrid: Ciudad Nueva, 2001, v. I, p. 205.

8 TUYA, op. cit., p. 977.

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