EVANGELIO
En aquel tiempo, 10 la gente le preguntaba [a Juan]: “Entonces, ¿qué tenemos que hacer?”. 11 Él contestaba: “El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”. 12 Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: “Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?”. 13 Él les contestó: “No exijáis más de lo establecido”. 14 Unos soldados igualmente le preguntaban: “Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer?”. Él les contestó: “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga”. 15 Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, 16 Juan les respondió dirigiéndose a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; 17 en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga”. 18 Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio (Lc 3, 10-18). |
Comentario al Evangelio – III Domingo de Adviento (Domingo de Gaudete) – “Alegraos”, pero… ¿cómo?
El día en el que la liturgia católica le ofrece al fiel una pausa jubilosa en medio de la penitencia del período de Adviento, el Precursor nos indica qué es lo que “tenemos que hacer” para encontrar la verdadera alegría, tan anhelada por toda criatura
I – UN REMANSO DE ALEGRÍA EN MEDIO DE LA PENITENCIA
La liturgia de la Iglesia reúne sucesivamente, a lo largo del año, los más variados sentimientos: la tristeza en Semana Santa; el gozo desbordante, pero lleno de templanza, en la Resurrección; la esperanza durante el período del Tiempo Ordinario; el júbilo festivo en las grandes solemnidades. En determinado momento, nos encontramos con una manifestación —quizá una de las más acentuadas dentro de la liturgia— de confortación y felicidad en medio de la penitencia. Ése es el rasgo característico de dos domingos únicos en el año: el cuarto domingo de Cuaresma, que se denomina Lætare, y el tercer domingo de Adviento, designado con el nombre de Gaudete. En este último, sobre el cual reflexionaremos, la Iglesia abre un paréntesis en la ascesis y en la constante preocupación de una conversión —actitudes propias a la época de Adviento y preparatorias para la venida del Señor— para tratar de la alegría, infundiéndonos un nuevo ánimo.
Alegraos siempre en el Señor”
Gaudete, primera palabra de la antífona de entrada de la Misa del día, significa “alegraos”, y está sacada de la epístola de San Pablo a los filipenses: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos. […] El Señor está cerca” (Flp 4, 4-5). En efecto, la esperanza en el nacimiento de Jesús debe ir acompañada de sinceros deseos de cambio de vida. No obstante, estas mociones interiores necesitan un estímulo, y es justamente lo que recibimos en este tercer domingo de Adviento: las flores adornan de nuevo los altares, los instrumentos vuelven a tocar durante la Celebración Eucarística y los paramentos sacerdotales se tiñen de un suave rosado que simboliza la exultación y la idea de un descanso. Toda la liturgia, incluso las lecturas y las oraciones, está centrada en el regocijo, porque nuestra santa religión no camina hacia la tristeza ni nos conduce a una vida de eternos sufrimientos, sino que, al contrario, nos abre la perspectiva de un futuro hecho de júbilo y consolación.
Únicamente con vistas a esa felicidad tiene sentido que estemos dispuestos a sufrir, como nos lo explica el mismo Apóstol: si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe (cf. 1 Co 15, 14). La Resurrección del Señor es la promesa de nuestra propia resurrección y, por consiguiente, de nuestro gozo eterno. ¿Qué valor tendría todo el esfuerzo realizado durante la vida, si no hubiese la garantía final de un premio, de una eternidad feliz? Sin ese incentivo nos desanimaríamos. De manera que toda nuestra atención debe concentrarse en un solo punto: ¡en determinado momento estaremos conviviendo con Dios!
“Ecce Agnus Dei”, por Jaume Huguet – Museo |
Ése es el empeño de la liturgia de este domingo: llenarnos de regocijo de cara al futuro. Por lo tanto, debemos considerar el Evangelio partiendo desde la perspectiva de ese júbilo sobrenatural, basado en el hecho de que somos hijos de Dios y de que tenemos la promesa de una eternidad junto a Él, si perseveramos en el camino del bien, hasta el final.
Una liturgia inundada por la alegría
La primera lectura proclama el fin de la profecía de Sofonías: “Alégrate hija de Sión, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén. El Señor ha revocado tu sentencia, ha expulsado a tu enemigo. El rey de Israel, el Señor, está en medio de ti, no temas mal alguno. Aquel día se dirá a Jerusalén: ‘¡No temas! ¡Sión, no desfallezcas!’. El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta” (So 3, 14-18a).
Aunque sea un profeta de tragedias y denuncias, este pasaje es un prenuncio de contento y consuelo, pues quien considera seriamente las maravillas del futuro, incluso enfrentando grandes sufrimientos, está siempre lleno de alegría. Por eso cuando a un buen católico le sobreviene una enfermedad o sufre alguna tragedia, sabe demostrar una resistencia y una resignación fuera de lo común, porque conoce a Alguien que está por encima de él —Nuestro Señor Jesucristo—, que sufrió incomparablemente más, a fin de proporcionarle la extraordinaria felicidad de vivir en la eternidad junto a Él.
También la segunda lectura —la mencionada carta de San Pablo— confirma esta exultación cuando dice: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito: alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca” (Flp 4, 4-5).
El Apóstol de los gentiles escribió esta epístola cuando se encontraba en la lúgubre prisión donde había sido encarcelado, en Roma (cf. Flp 1, 7.13.17). La Historia nos muestra lo inhumanas que eran las cárceles de entonces. Según Holzner, “la Antigüedad cristiana está llena de protestas acerca de los malos tratos y de las pésimas condiciones de vida a la que se sometían los prisioneros, así como el terrible estado en que se encontraban las cárceles romanas. […] Los mismos romanos consideraban la pena de prisión como un tremendo sufrimiento, cruciatus immensus, y las quejas relacionadas con la elevada mortalidad de los prisioneros no acababan nunca”.1 Sin embargo, a pesar de encontrarse en esa situación, Pablo exhorta: “alegraos”. Su corazón está desbordante de júbilo y tal contentamiento, en circunstancias tan adversas, no puede ser natural, de carácter mundano o carnal, sino divino, oriundo de lo alto, penetrando hasta el fondo del corazón y capaz de pasar por encima de cualquier sufrimiento. Absolutamente nada le hacía estremecer: “Por nada os inquietéis” (Flp 4, 6).
Ése es el deber de todo bautizado. Tenemos, como nadie, la posibilidad de hacer el bien, pues en el Bautismo recibimos la infusión de todas las virtudes y dones del Espíritu Santo, como un maravilloso organismo sobrenatural que, movido por la gracia actual, nos permite realizar actos meritorios. Por ese motivo debemos compenetrarnos de que cuando hacemos una buena obra, no lo hacemos por nuestra propia naturaleza caída, sino por la acción de la gracia, tesoro depositado en nosotros por el mismo Dios, razón del regocijo sobrenatural que sentimos.
Ante la aproximación del Salvador: alegría… y conversión
Por todo ello, ante la proximidad del nacimiento del Señor, la Iglesia les desea a los fieles la degustación —algo anticipada— de las consolaciones, fervores y toques de la gracia propia a las dulzuras de la fiesta de Navidad. Por lo tanto, en este tercer domingo se abre una nueva etapa en el Adviento: en el primer domingo se hace una clara referencia a la venida del Salvador; en el segundo ese mismo anuncio es aún más explícito y abierto; y ahora se afirma, por la pluma de San Pablo, “El Señor está cerca”.
Ahora bien, si la razón por la que debemos alegrarnos es el nacimiento de Jesús, hemos de fundamentar ese contento en el cumplimiento de la Ley de Dios, en el deseo continuo de una transformación interior. El Evangelio de esta liturgia proyecta, una vez más, la profética figura del Precursor, que nos llama a todos a ello.
II – LA CONVERSIÓN EXIGE GESTOS CONCRETOS
San Juan iba preparando los caminos del Señor mediante la predicación de un cambio de vida. El impacto producido por su misteriosa figura y por sus ardientes palabras había atraído a multitudes que acudían a su encuentro. Centrar la atención de muchos poniendo en movimiento pasiones religiosas y políticas era fácil. Sin embargo, el enviado de Dios poseía una ambición más alta. Su predicación debía llegar a lo íntimo de las almas, moviendo la voluntad y despertando las conciencias. Ante su propuesta, se presentaban diversas situaciones que evidenciaban una gran preocupación de querer seguirlo, pues sus oyentes estaban a la búsqueda de la felicidad. No obstante, a fin de llevar a cabo esa buena disposición era necesaria una metanoia —un cambio de mentalidad—, una renuncia a los propios preconceptos, vicios y pasiones desordenadas. Como afirma Maldonado: “Buena señal de haber sacado fruto del auditorio es que vengan al predicador con la conciencia removida y agitada, para consultarle sobre su salvación”.2 Por eso a todos ellos San Juan les mostraría cómo habrían de vivir.
En la generosidad está la verdadera alegría
En aquel tiempo, 10 la gente le preguntaba: “Entonces, ¿qué tenemos que hacer?”. 11 Él contestaba: “El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”.
El austero reformador suavizaba sus palabras cuando predicaba a los humildes sinceramente sedientos de conversión y sus consejos respiraban bondad, conforme lo vemos en este fragmento. Con todo, ¿aquellos judíos habrán observado los dictámenes de San Juan Bautista, limitando su sentido tan sólo a repartir ropa y comida a los que se encontraban desprovistos de ellas? Si esa división de bienes fuese el único objetivo del profeta asceta, incluso a los fariseos les habría sido fácil seguir al Precursor. Dichas recomendaciones no debían ser tomadas al pie de la letra solamente. Según observa el P. Maldonado, el Precursor indicaba “una especie de caridad por todo el género de la misma, es decir, por todos los deberes de esta virtud. […] Recomiéndase en general la caridad con el prójimo, proponiéndola como síntesis del camino de salvación”.3 Luego debían sobreentender la obligación de dotar a sus vidas de una nueva perspectiva, saliendo de sí mismos y sin apegarse jamás a los bienes materiales.
Todo de lo que un individuo tiene necesidad, para sí, su familia o su comunidad , puede ser usado de acuerdo con su propio beneplácito y de forma totalmente legítima, pero nunca para satisfacer su egoísmo. Si Dios nos concedió el instinto de sociabilidad, y por encima de éste la ley moral y la gracia, hemos de estar con la primordial preocupación de hacer el bien a los demás, sin acepción de personas. Esta disposición de alma, de continuo y generoso desvelo por el prójimo, hace que nuestro espíritu rebose de alegría.
Detrás de una profesión, un egoísmo camuflado
12 Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: “Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?”. 13 Él les contestó: “No exijáis más de lo establecido”.
Predicación de San Juan Bautista, por Willem Reuter Galería Nacional de Arte, Washington |
Algunos de los oyentes quisieron que Juan les aclarara cómo debían proceder en su caso particular: eran los recaudadores de impuestos. En aquellos remotos tiempos no existía para ese tipo de profesión la rigidez de una legislación fiscal semejante a la de nuestros días y, en consecuencia, una valoración precisa de la cantidad adeudada al Estado. Esto dependía en gran medida de la voluntad del cobrador, que podía fijar el importe a ser pagado por el contribuyente. En realidad, debía regirse por unos criterios previos, aunque con frecuencia al cobro justo del tributo se añadían otros recargos, los cuales terminaban quedándose en su propio bolsillo y no en el tesoro público… Como resultado, los recaudadores de impuestos perjudicaban a los demás en su propio beneficio.4
Esta actitud significaba un egoísmo disimulado en el ejercicio de su profesión, porque en vez de tener a Dios como centro de sus vidas y de sus actos, sirviendo al bien común con honestidad, preferían imponer una pesada carga fiscal al cobrar más a su favor. El Precursor les enseña el mismo principio general dado a las multitudes sobre el deber de caridad con los otros aplicado a su caso concreto: no exigir más de lo establecido, pues constituiría una injusticia. Como afirma el cardenal Gomá y Tomás, “el Bautista no les exige más que el cumplimiento de su oficio dentro de la más estricta justicia; no les impone, como hacían los fariseos con todo el mundo, cargas insoportables”.5
El vicio de aprovecharse del ejercicio de la autoridad en su propio beneficio
14 Unos soldados igualmente le preguntaban: “Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer?”. Él les contestó: “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga”.
Los soldados eran “gente asalariada, reclutada ordinariamente entre los vagabundos, bandidos, tránsfugas del hogar paterno”,6 influenciados por el rudo y, a menudo, desmoralizado ambiente en el que recibían la formación militar, y expuestos a ejercer en numerosas ocasiones el robo y el abuso de autoridad, sin ningún tipo de represión superior. Juan les recomendaba la dulzura y la calma, prohibiéndoles la violencia injusta e invitándoles a contentarse con su exiguo salario que tanto deseaban engordar mediante censurables rapiñas y aconsejándoles también el estricto cumplimiento del deber a favor del orden establecido y del bien común. A este propósito, San Agustín señala con precisión: “El hacer el bien no lo prohíbe la milicia, sino la malicia. […] Si los soldados fuesen así [honestos], sería dichoso hasta el Estado”.7
En estos ejemplos que recoge el Evangelio —sin duda, habrían sido muchos más los asuntos de conciencia resueltos y las orientaciones dadas por el Precursor— vemos que San Juan Bautista tenía tacto psicológico y discernimiento de los espíritus, además de un arte supremo que armonizaba la clarividencia con la justicia y con la caridad. Sabía decirles a todos una palabra oportuna y exacta, para conducirlos a la conversión, con la autoridad moral característica de los que viven en la seguridad de la virtud y saben encontrar en ella la felicidad posible en esta tierra de exilio; en efecto, Juan contestaba con sencillez. “A todo tipo de personas que le preguntan, responde: Haced vuestro trabajo con justicia. Y ésa es, de hecho, la única respuesta verdadera: continuad viviendo con autenticidad, con justicia y con sentido de los demás. Por eso el cristiano debe estar siempre alegre y su serenidad debe ser conocida por todos los hombres”.8 La práctica de la virtud consiste en el exacto cumplimiento de nuestros deberes.
El impacto producido por el Bautista
15 Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías,…
La rectitud de San Juan Bautista, considerado una auténtica lumbrera en medio de la notoria decadencia moral, religiosa y política del pueblo elegido, producía en el fondo del alma de sus seguidores el bienestar dimanado de la paz de conciencia, y su prestigio empezó a aumentar enseguida. Por fin, una voz desinteresada sustituía, sin temor ni flaqueza, los errores de los poderosos. La opinión pública se inclinaba fácilmente ante un hombre devorado por el amor al bien, y él aparecía a sus ojos, cada vez más, investido de una autoridad que venía del mismo Dios.
Así pues, no pasó mucho tiempo para que el pueblo israelita imaginara que el Bautista era aquel Mesías esperado por las almas rectas como la solución para la situación en la que vivían. A ello, entre otros factores, también contribuyó el conocimiento generalizado de que se habían completado las setenta semanas de años de la profecía de Daniel (cf. Dn 9, 24), la creciente insatisfacción común por el dominio extranjero —al que se añadía la profecía sobre el cetro de Judá (cf. Gn 49, 10)— y el vago recuerdo de los misteriosos acontecimientos ocurridos en Belén y en Jerusalén treinta años antes.
Si Juan no fuera un alma sin pretensiones y llena de deseo de restituírselo todo a Dios, aquel hubiera sido el momento apropiado para auto-proyectarse dentro de las estructuras sociales judaicas de la época, atribuyéndose un aura de grandeza —la cual poseía de forma natural ante todos— y atrayendo la atención sobre sí mismo, dejando de lado a quien debía anunciar. Si actuase de este modo ya no sería considerado como medio, precursor o profeta, sino como fin único y exclusivo. Muy por el contrario, compenetrado de la elevada misión que la Providencia le confió, la situación ponía de relieve su inmaculada humildad.
Siempre apuntaba hacia Aquel al que precedía
16 Juan les respondió dirigiéndose a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego;…”
Niño Jesús – Detalle de la imagen de María Auxiliadora, de la Casa Monte Carmelo, Caieiras (Brasil) |
Esa personalidad, tan impactante, convocaba a todos a un bautismo de conversión, simbolizado por la inmersión en las aguas del Jordán. Ese mismo hombre anunciaba la venida de alguien más fuerte que él… ¿Cómo sería eso posible? ¿Existiría alguna persona que fuera capaz de sobrepasar al propio Bautista, el removedor de las conciencias, el ascético profeta?… No es difícil imaginarse el interrogante que surgiría en la mente de aquella gente pensando en alguien superior a quien ya consideraban incluso como el Mesías.
Sin embargo, para remarcar de un modo más acentuado este contraste, el Precursor recurre a una figura de insuperable elocuencia. Desatar la correa de las sandalias era, por aquel entonces, la función de los menos cualificados entre los siervos. El medio de transporte de aquella época eran los propios pies, protegidos por la exigua cubierta de la sandalia, expuestos a sufrir todas las durezas y suciedades del camino. Era habitual al llegar a cualquier sitio presenciar la escena de un esclavo quitándole el calzado a alguien para limpiárselo, mientras sus pies eran lavados y perfumados. Esta imagen, presente en la vida cotidiana, es usada por San Juan Bautista para destacar la infinita distancia que le separaba del verdadero Mesías, profesando en su interior profundos sentimientos de total sumisión y devoción, casi rezando: “ ‘En realidad, yo no merezco contarme entre sus esclavos —ni aun entre sus más ínfimos esclavos—, ni desempeñar la parte más humilde de su servicio’. De ahí que no habló simplemente de su sandalia, sino de la correa de su sandalia; lo que parecía el último extremo a que se podía llegar”.9
Ese adorable Redentor, a quien el Bautista precedía, debería traer, con toda propiedad, el auténtico Bautismo, ya no simbólico ni penitencial, sino transformante, por la acción del Espíritu Santo. De hecho, mientras que el agua lava el cuerpo, el alma es purificada de sus pecados por la acción del Espíritu, de la misma forma que en contacto con el fuego se derrite el oro para separarlo de la ganga que lo mancha. Es lo que afirma Fillion: “Con esto, demostraba Juan la máxima inferioridad de su persona y su bautismo. El agua sólo lava lo exterior, la faz o la superficie; el fuego del Espíritu Santo penetra hasta lo hondo de los corazones para limpiarlos. Solamente el Bautismo conferido en nombre del Mesías debía producir la verdadera remisión de los pecados”.10
El Mesías trae el premio y el castigo
17 “…en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga”. 18 Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.
El evangelista procura destacar en estos últimos versículos la idea de premio y de castigo, siempre presente en los anuncios hechos por el Bautista sobre el futuro Mesías, así como la necesidad de cambio de vida. Con un lenguaje impactante para aquellas multitudes, Juan revelaba alguno de los divinos atributos del Salvador, con rasgos reconfortantes para unos y terribles para otros. Para los que se asemejaban al buen grano, esas palabras tendrían la suavidad de un bálsamo; pero para los que su conciencia les acusaba implacablemente de tener la inutilidad de la paja seca, la expectativa de su llegada se presentaba amenazadora. Como dice San Juan Crisóstomo, “si permanecéis trigo puro, por más que os asalte la tentación, ningún daño sufriréis de ella. Tampoco en la era las ruedas del trillo con sus dientes cortan el trigo. Mas, si vienes a caer en la flaqueza de la paja, no sólo sufrirás aquí males irremediables, al ser trillado por todo el mundo, sino que luego te espera un castigo eterno”.11
Una vez más, el Precursor dejaba claro la necesidad de una apertura del alma a una constante y eficiente conversión de la vida concreta de cada uno, único camino hacia la verdadera felicidad. Alegría eterna o tormento sin fin: he aquí la inevitable elección de aquellas multitudes que acudían al encuentro de San Juan Bautista, y también la terrible opción que se nos ofrece de modo tan evidente a nosotros, dos mil años después…
III – LA ALEGRÍA ESTÁ A NUESTRO ALCANCE
Tener siempre en mente nuestra propia resurrección, a pesar de saber perfectamente que nuestro cuerpo se desintegrará, tras ser enterrado y transformado en polvo; tener la esperanza de, post mortem, entrar en una convivencia eterna con Dios, después de recuperar el mismo cuerpo en estado glorioso para gozar en el Cielo de la felicidad eterna; ahí está lo que nos da fuerza y valor. Entonces, ¿por qué ir detrás de alegrías donde éstas no existen?
La insustituible felicidad de la buena conciencia
En numerosas ocasiones ignoramos o nos olvidamos de que la pérdida de la inocencia bautismal constituye el mayor perjuicio de la vida. Significa perder el tesoro más grande que nos han confiado las dadivosas manos de la Providencia, pues, perdida esa inocencia, enseguida se manifiestan las malas inclinaciones con más vehemencia y es común que las caídas se sucedan, e incluso el alma puede llegar a la triste situación que el Señor apunta en el Evangelio: “Todo el que comete pecado es esclavo” (Jn 8, 34).
En efecto, cuando cometemos la infelicidad de caer en el pecado, estamos engañosamente a la búsqueda de alguna felicidad derivada de un placer, el cual juzgamos que es infinito y eterno. Tal placer, no obstante, siempre es fugaz y hunde nuestra alma en la frustración. ¡Oh naturaleza débil! ¡Vas detrás de un vacío pensando haber encontrado lo absoluto, vas a la búsqueda de la alegría donde ella no está! Con toda propiedad afirma San Agustín: “Alegrarse en la injusticia, alegrarse en la torpeza, alegrarse en las cosas viles e indecorosas…, en todo eso cifra su alegría el mundo; en todo eso, que no existiría si el hombre no quisiera. […] La alegría del siglo consiste en la maldad impune. Darse a la disolución los hombres, fornicar, divertirse en los espectáculos, embriagarse, mancharse de torpezas sin contratiempo alguno: he ahí la alegría del mundo. Pero Dios no discurre como el hombre, y unos son los designios divinos y otros los humanos”.12
Al tomar la decisión de abrazar el pecado nos apartamos de la verdadera e insustituible alegría de la buena conciencia, que ninguna fortuna, ningún placer carnal, ningún orgullo satánico, ninguna gloria mundana puede ofrecer. Si algún día tuviéramos la desventura de manchar nuestra inocencia, tratemos enseguida de adquirir de nuevo un corazón puro y un espíritu firme (cf. Sal 50, 12), lavando y purificando el alma en el sacramento de la Confesión. El que no ha sentido nunca la consolación de la certeza de haber sido perdonado, al salir de un confesionario, no conoce una de las más grandes felicidades que en esta vida se puede experimentar. El júbilo de recuperar la inocencia perdida vale más que cualquier cosa en la faz de la tierra.
Alegría: el verdadero dinamismo interior
Al concluir, es necesario entender que, incluso en las peores situaciones, jamás podemos dejarnos abatir; al contrario, debemos estar siempre llenos de confianza. Dios, según la maravillosa enseñanza que presenta el Evangelio de la liturgia de hoy, está continuamente a nuestra disposición y todavía quiso darnos a su propia Madre para acompañarnos y atendernos. Por tanto, sigamos el consejo de San Agustín: “ ‘alegraos siempre en el Señor’; esto es, alegraos en la verdad, no en la iniquidad; alegraos con la esperanza de la eternidad, no con las flores de la vanidad. Alegraos así; y en cualquier lugar y en todo tiempo acordaos de que ‘el Señor está cerca, por nada os inquietéis’ ”.13
Estemos alegres incluso en medio de las peores tragedias, pues la alegría mantendrá en nosotros el dinamismo y la fuerza necesaria para practicar la virtud. De esta manera, el Niño Jesús encontrará nuestras almas listas para recibirlo en el supremo momento en que nacerá místicamente en la sagrada liturgia y en nuestro corazón.
1 HOLZNER, Josef. Paulo de Tarso. São Paulo: Quadrante, 1994, p. 558.
2 MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelios de San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1951, v. II, p. 451.
3 Ídem, p. 452.
4 Cf. TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. V, p. 786.
5 GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Introducción, infancia y vida oculta de Jesús. Preparación de su ministerio público. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v. I, p. 409.
6 Ídem, ibídem.
7 SAN AGUSTÍN. Sermón CCCII, n.º 15. In: Obras. Madrid: BAC, 1984, v. XXV,p. 413.
8 NOCENT, Adrien. El Año Litúrgico: celebrar a Jesucristo. Introducción y Adviento. Santander: Sal Terræ, 1979, v. I, p. 131.
9 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XI, n.º 4. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. I, p. 207.
10 FILLION, Louis-Claude. Nuestro Señor Jesucristo según los Evangelios. Madrid: Edibesa, 2000, p. 100.
11 SAN JUAN CRISÓSTOMO, op. cit., n. 5, p. 212.
12 SAN AGUSTÍN. SermoCLXXI, n.º 4. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. VII, p. 147.
13 Ídem, n.º 5, pp. 148-149.