Comentario al Evangelio – III Domingo de Adviento (Domingo de Gaudete) El camino hacia la felicidad

Publicado el 12/11/2016

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo 2 Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle: 3 “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. 4 Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: 5 los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. 6 ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!”.

7 Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? 8 ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, 9 ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta.

10 Éste es de quien está escrito: ‘Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti’. 11 En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él” (Mt 11, 2-11).

 


 

Comentario al Evangelio – III Domingo de Adviento (Domingo de Gaudete) El camino hacia la felicidad

 

La búsqueda de la felicidad marca el rumbo en la existencia de toda criatura humana, por disposición divina. La liturgia del Domingo de Gaudete indica el verdadero camino para encontrarla y ofrece un ejemplo seguro a seguir.

 


 

I – UNA RÁFAGA DE ÁNIMO PARA LLEGAR HASTA EL FINAL

 

Decía uno de los célebres teóricos de la ciencia militar moderna, el general Carl von Clausewitz, que la mejor manera de vencer al enemigo es tratar de desalentarlo, quitarle las ganas de combatir, porque la pérdida de su fuerza moral es la causa principal de su aniquilación física.1 De modo que cuando emprendemos una acción con desánimo no alcanzamos la meta. Por el contrario, el que tiene una confianza sólida, basada en una fe vigorosa, desarrolla energías y entusiasmo para perseverar hasta el final con gallardía. Si, por casualidad, en la realización de un arduo esfuerzo sentimos que nos falta aliento, basta una ráfaga de esperanza para redoblar las buenas disposiciones y garantizar el éxito.

 

La Iglesia, en el tercer domingo de Adviento —llamado Domingo de Gaudete—, tiene por objeto este propósito: hacer una pausa en las amonestaciones del período de penitencia y amenizar la tristeza causada por el recuerdo de los pecados cometidos, para considerar con alegría la perspectiva del nacimiento de Jesús. Pronto seremos liberados de nuestra miseria, si sabemos oír sus enseñanzas y nos abrimos a las gracias que Él nos trae, y podremos seguir adelante con entusiasmo, confortados por la certeza de que nos será dada la salvación. Este verdadero gozo por la próxima venida del Redentor es la tónica de esta Misa, simbolizada por el color rosa de los ornamentos y expresada en los textos litúrgicos, pero sin excluir totalmente el carácter penitencial. Después del pecado original, la cruz se volvió indispensable para obtener la gloria en el cumplimiento de la finalidad para la cual hemos sido creados.

La sed de felicidad de la criatura humana

 

Si dirigimos nuestra atención a cada criatura humana, encontraremos en todas ellas el deseo de alcanzar la felicidad. Cuando Adán, bellísimo muñeco de barro, salió de las manos divinas y le fue infundido un soplo de vida, ya poseía entonces esa aspiración que era atendida con largueza por su participación en la misma naturaleza de Dios, la Felicidad absoluta. Tan elevada era la figura de ese varón que el Señor iba a visitarlo en el Paraíso, a la hora de la brisa de la tarde (cf. Gn 3, 8). ¡Nuestros primeros padres eran felices! Sin embargo, al ser expulsados de aquel lugar de delicias como consecuencia del pecado, Adán y Eva se vieron obligados a habitar este mundo repleto de dificultades, sin perder, no obstante, ese anhelo de felicidad. Ardían en deseos de regresar al estado de antaño, de gozar las maravillas que habían conocido en el Edén. Más tarde, el pueblo de Israel, especialmente amado por la Providencia, esperaba el advenimiento de un Salvador que los sacase de su desdichada situación.

 

Con el paso de los siglos y de los milenios, los hebreos —siempre en una tremenda inestabilidad y sometidos a la esclavitud en varias ocasiones— fueron alimentando la idea de que el Mesías sería un hombre favorecido por dones meramente naturales, portador de soluciones humanas y políticas para todos los problemas. Su gran incógnita era acerca de la venida de ese enviado que traería la felicidad, la cual ya no era concebida como una condición semejante a la del Paraíso, sino según los patrones terrenos. Algo parecido sucede con nosotros, porque sabemos que el centro de nuestra vida y la fuente de la alegría es Jesucristo, nuestro Señor; sin embargo, las ilusiones del mundo apuntan a una seudo-felicidad basada en una buena carrera, en la adquisición de un valioso patrimonio, en una posición de prestigio, en un ventajoso matrimonio o, quizá, en negocios lucrativos. En una palabra, la felicidad para los que piensan así está en la materia y no en Dios. He aquí el lamentable error.

 

Para deshacer esa falacia la liturgia del Domingo de la Alegría nos señala el verdadero camino de la felicidad y nos ofrece un ejemplo seguro a seguir.

II – LA ALEGRÍA DE CUMPLIR SU PROPIA MISIÓN

 

El episodio narrado en la secuencia evangélica del tercer domingo de Adviento ocurre en circunstancias muy especiales. Jesús estaba comenzando el segundo año de su vida pública, ya había realizado numerosos milagros, y se encontraba de regreso de la pequeña ciudad de Naín, donde por iniciativa propia había resucitado al hijo de una viuda (cf. Lc 7, 11-15). Pasando por los sinuosos caminos de la región entró en aquel pueblo y encontró a unos hombres que transportaban un cadáver. Ordenó que el cortejo se detuviera y le devolvió la vida al difunto, entregándoselo a continuación a su madre. Este episodio tuvo una enorme repercusión que, sumada a la de otros muchos más, llevó a Israel entero a hablar del gran profeta que había surgido.

El Precursor pagó con la prisión su fidelidad a la verdad

 

 

En aquel tiempo 2a Juan, que había oído en la cárcel…

 

 

 

Juan el Bautista, varón íntegro que recientemente había sacudido Israel con su predicación y ejemplo de vida, fue preso. El Precursor, en su rectitud, le había dicho algunas verdades al rey Herodes Antipas —que, esclavo de sus pasiones, estaba dominado por su concubina, la esposa de su hermano Felipe— y por eso el tirano decidió arrestarlo. Punzante contraste: las pasiones desordenadas y disolutas de Herodes le dan una libertad de acción ilegítima y la honestidad de Juan lo lleva a la prisión.

 

Desde la perspectiva del Domingo de Gaudete surge una pregunta: ¿cuál de los dos goza de auténtica alegría: Antipas, el adúltero, o San Juan, encarcelado por su fidelidad? Debemos convencernos de que Dios creó al hombre para un destino eterno, en el gozo o en el sufrimiento. Por lo tanto, la verdadera alegría es la que nos conduce a la felicidad del Cielo, y no la que nos acarrea la desgracia sin fin. Aunque a la humanidad le gustaría bastante crear una tercera opción: un limbo donde no hubiera sufrimiento ni posibilidad de visión beatífica, sino solamente una vida natural, meramente sensitiva, por toda la eternidad.

 

Recordemos esta importante máxima: “tertium non datur” ―no se admite una tercera posibilidad. Ésta fue inventada por Satanás al caer del Cielo y está hecha de humo, es ilusoria, pues no existe en la realidad: o violamos la moral y damos rienda suelta a nuestras malas inclinaciones, reproduciendo en nosotros la seudo-alegría de Herodes Antipas, o somos íntegros, a ejemplo de Juan, y estamos a todo momento también nosotros en la “prisión”, es decir, subyugando y encadenando nuestras tendencias y pasiones desordenadas.

Preocupación exclusiva con la gloria de Cristo

 

 

2b… que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle: 3 “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”.

 

 

 

¿Qué acontecimientos habrían llevado al Precursor, ya en la cárcel, a enviar a sus discípulos para que le hicieran esa pregunta al divino Maestro? Antes de barajar cualquier hipótesis tengamos presente que es un santo, considerado por el Señor como el hombre más grande que había nacido hasta aquel momento. Por tanto, no se trata de una incertidumbre sobre la identidad de Cristo, que ya había sido presentado por él mismo en términos muy claros: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29); o cuando proclamó: “Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1, 7-8). Juan el Bautista sabía perfectamente quién era Jesús y no necesitaba ninguna explicación.

 

Entonces, ¿por qué los envía con la incumbencia de indagar a propósito del carácter mesiánico del Señor? Fiel a su misión de indicar al Hijo de Dios, arde en deseo de que todos reconozcan al Salvador que está entre ellos y quiere transmitir a los demás la felicidad de haberlo visto y ser contemporáneo suyo.

 

San Juan Bautista se encontraba preso en la torre de Maqueronte —inaccesible fortaleza de Herodes, localizada en las cercanías del mar Muerto, a 1.158 metros de altitud sobre el nivel de éste—2, sin ninguna posibilidad de actuación. En determinado momento llega a sus oídos, a través de sus seguidores, las repercusiones de los grandes y numerosos milagros obrados por Jesús. Ésta parecía ser la oportunidad adecuada para mandarle un recado a Aquel que es el Creador del universo, el Todopoderoso: “¡Señor, estoy preso, libérame!”. Por un simple acto de voluntad de Dios, nuestro Señor, las cadenas se romperían, los grilletes se abrirían y saldría de la prisión. Pero el Precursor no pensaba en sí mismo o en los infortunios que padecía en ese estado y ni siquiera se le ocurrió la idea de pedir algún alivio. A él le era indiferente vivir o morir: su preocupación se volcaba exclusivamente hacia la gloria del Redentor.

Un concepto mesiánico desviado

 

Por lo tanto, Juan el Bautista se empeñaba en crear condiciones para que el Señor se manifestase cada vez más. Estaba ya extenuado por la vanas tentativas de convencer a sus discípulos, que insistían en una concepción política sobre el Mesías. Anhelaban un rey humano que subiera al trono de Israel y le diera fuerza a su pueblo. A medida que iban acompañando el ministerio de Jesucristo se llenaban de inseguridad, pues Él era un hombre capaz de hacer milagros estruendosos, aunque no se pronunciaba en materia de política, y predicaba la llegada de un misterioso Reino de Dios que no parecía que fuera de este mundo. Instigados por la envidia, les costaba creer que fuese el Cristo, porque no correspondía a sus expectativas y al modelo que ellos habían idealizado. Consideraciones como estas pululaban por sus mentes: ¿no ha nacido en Nazaret…? ¿Su padre no era carpintero? ¿Será de hecho el Mesías? (cf. Mt 13, 54-57). Por cierto, algo similar ocurría con el propio Precursor, el cual no había llenado las esperanzas que habían depositado en él cuando empezaron a seguirlo.

 

Esta ceguera, sin duda, dejaba a San Juan indignado, hasta que se dio cuenta que sólo quedaba una salida para romper esa frialdad: que tuvieran un contacto directo con Jesús, el único que podía transformarlos a fin de que comprendieran quién era Él. Había hecho por ellos todo lo que estaba a su alcance, sin escatimar esfuerzos para comunicarles la extraordinaria alegría en la cual se sentía inmerso por ejercer su misión de Precursor. Los mandó, pues, confiando en que el Señor haría por ellos lo que personalmente no había conseguido él, y de que la conversación con el Maestro sería ocasión de recibir una gracia que actuase en el fondo de sus almas y llegaran a convertirse. La persistencia en querer más para los otros que para sí y tratar de hacerlos felices, de una felicidad sobrenatural, era algo característico del Precursor.

 

Cuando el evangelista indica que San Juan “había oído […] las obras del Mesías”, está subrayando que había discernido que era el momento adecuado para mandar a sus discípulos, debido a la fuerte impresión que en ellos causaron los milagros de Jesús. Por el estilo de la pregunta queda consignado el hecho de que ansiaban un Mesías según otros patrones: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”.

 

En contraste con el desprendimiento de su maestro, que vivía completamente olvidado de sí y preocupado con ellos, los discípulos de San Juan no pidieron al Señor por aquel que los había formado. Le tenían tan poco amor que ni se interesaron en sacarle de la cárcel y librarlo de aquella penosa situación. Así somos nosotros cuando nos cerramos y sólo atendemos a las solicitudes del egoísmo y a nuestras ventajas personales, más dedicados a nosotros mismos que a Dios y al prójimo. En consecuencia, la felicidad huye de nosotros y crece el egocentrismo.

Los milagros probaban que Él era el Mesías

 

 

4 Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: 5 los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados”.

 

 

 

La respuesta del Señor, llena de sabiduría, no fue: “Sí, soy el Mesías”. Probablemente, debido al estado de espíritu de quien le interrogaba, una declaración en estos términos no sería bien recibida. Su afirmación ofrecía elementos para que comprendiesen la verdad por sí mismos, como si les dijera: “Analizad lo que ocurre, ved mis obras y sus consecuencias y en función de esto sacad vuestras conclusiones. Los que ven todos los prodigios que hago y no creen que soy el Mesías, no tienen inteligencia”. Y recurre a los vaticinios de Isaías, bastante conocidos por todos los israelitas (cf. Is 26, 19; 29, 18; 35, 5; 42, 7; 62, 1), como una confirmación. De hecho, cualquier ciego que gritase a distancia pidiendo su curación salía de su presencia viendo y dando gracias a Dios. También le había devuelto la salud a numerosos paralíticos, como el de la piscina de Betesda (cf. Jn 5, 1-9). Bastaba con que tocase a los leprosos que sus llagas desaparecían, o a los sordos y mudos, que eran sanados. Acababa de resucitar a un muerto con gran estrépito en el país, como se ha mencionado antes, y estaban llevando la Buena Nueva a todos. Por medio de ésta, muchos adquirían —ése es el milagro más grande— la noción de que eran deficientes, de que no conseguían andar por sí mismos en los caminos de la virtud y tomaban conciencia de que necesitaban el auxilio de Dios. Ésos eran evangelizados y acogían la doctrina con entusiasmo.

No obstante, se escandalizaron…

 

 

6 “¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!”.

 

 

 

Finalmente, el Señor completa la respuesta con esas palabras, una clara señal de que los discípulos de Juan el Bautista no aceptaron muy bien el mensaje y estaban con envidia de la gracia fraterna. En lugar de alegrarse al comprobar que el otro había sido favorecido con la benevolencia de Dios, en una patente manifestación de su poder, ven en la persona de Jesús una sombra proyectada sobre sí mismos.

 

Habiendo llegado a la conclusión de que el objetivo del Señor no era la restauración del reino de Israel, se sintieron frustrados, porque se habían imaginado que por el hecho de haberlo abandonado todo para seguir al Precursor, serían los primeros con el Mesías. Se dieron cuenta ahora que estaban en segundo plano y, para justificarse, tenían que encontrar en Él defectos que demostrasen, de acuerdo con sus conceptos, que no era el Enviado: “Sólo habla del Padre, del reino eterno, de la vida después de la muerte; predica una resurrección…”. En suma, se escandalizaron, al igual que los fariseos, que seguramente estaban allí y se tenían por los primeros, muy por encima de los discípulos de San Juan. Vanidosos de su conocimiento de la ley y de la perfecta observancia de las reglas, veían los milagros de Jesús y decían que actuaba por el poder de los demonios (cf. Mt 9, 34).

 

Aún más, los mismos Apóstoles temían que Él enfrentase a las autoridades del establishment israelita, con recelo de perder la oportunidad de hacer una gran carrera basada en sus dotes excepcionales, de la cual sacarían el consecuente provecho. Tampoco para los Doce ese Mesías correspondía a lo que pretendían y se escandalizaban. Por eso el Señor afirma: “¡Bienaventurado el que no se escandalice de mí!”, es decir, bienaventurado el que sabe que la alegría está en la cruz, aunque el mundo defienda que se consigue de otra forma.

Los labios divinos elogian al Precursor

 

 

7 Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? 8 ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, 9 ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. 10 Éste es de quien está escrito: ‘Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti’ ”.

 

 

 

A continuación, los discípulos de Juan se marcharon, pero el Evangelio no registra si reconocieron a Jesús como Mesías o no. Sin embargo, las palabras del Señor son una proclamación evidente de su identidad, porque Él evoca las profecías y prueba que las está cumpliendo.

 

Después de que se marchasen, Jesús empieza a hablar sobre el que estaba encarcelado, elogiándolo por no ser “una caña agitada por el viento” —una persona inconstante—, sino un hombre firme, inquebrantable e íntegro, semejante a una torre o a una roca. En su austeridad rechazó usar ropas finas, como hacían los que se metían en la política sin importarles el aspecto religioso, preocupados ante todo en proyectar una carrera social brillante junto a los poderosos de este mundo.

 

El Señor quiere mostrar aún que la grandeza de Juan va mucho más allá de su condición de profeta. Éste, como sabemos, está incumbido de anunciar, enseñar e indicar, de acuerdo con la voluntad de Dios, los caminos del deber, casi siempre contrarios a las sendas libertinas propuestas por el mundo. Ahora bien, ¿por qué sobrepasó el Precursor el marco del profetismo? Por haber sido llamado también —además de proclamar la verdad— a preparar las veredas del Hombre Dios. Es lo que comenta San Juan Crisóstomo: “¿En qué es, pues, mayor? En que es el que está más cerca del que había venido. […] Así como en una comitiva regia, los que van más cerca del coche real son los más ilustres entre todos; así Juan, que aparece momentos antes del advenimiento del Señor. Notad cómo de ahí [Jesús] declaró la excelencia del Precursor”.3

 

Con profundidad y belleza el cardenal de La Luzerne exalta la figura de San Juan Bautista, resaltando su papel sin igual en la Historia: “Cierra la sucesión de los profetas y abre la misión de los Apóstoles. Pertenece a la vez a la antigua ley y a la nueva, se levanta entre una y otra como una columna majestuosa para marcar el límite que las separa. Profeta, apóstol, doctor, solitario, virgen, mártir, es más que todo eso, porque es todo eso al mismo tiempo. Reúne todos los títulos de la santidad; y recopila él solo todo lo que constituye las diferentes clases de santos, forma en medio de ellos una clase particular”.4

El valor del Reino de los Cielos

 

 

11 “En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él”.

 

 

 

A primera vista este versículo parece incomprensible, porque ¿cómo puede el más grande de los ya nacidos ser el más pequeño cuando se le compara con los habitantes del Reino de los Cielos? Aquí el Señor se refiere a dos etapas y, por lo tanto, a dos diferentes nacimientos. San Juan Bautista recibió la vida de la gracia en el claustro materno de Santa Isabel, por los efectos de la voz de la Virgen María, y nació sin pecado original. Desde esta perspectiva es el más grande, dado que nadie más ha tenido el privilegio de ser bautizado de esa sublime manera. No obstante, para entrar en el Cielo se hace necesario nacer para la eternidad, y tan importante es el Reino eterno que el más alto de los hombres de este mundo se vuelve pequeño cerca de los justos que ya gozan de la visión beatífica. Es lo que defiende San Jerónimo: “todo santo que ya está con Dios es mayor que aquel que todavía se encuentra en la batalla. Pues una cosa es poseer la corona de la victoria y otra estar luchando todavía en la línea de combate”.5

 

A pesar de la diferencia entre el estado de los bienaventurados en la gloria y de los hombres justos que aún integran las filas de la Iglesia militante, todos los que se encuentran junto a Dios consiguieron sus coronas siguiendo el mismo camino recorrido por San Juan Bautista, que lo hizo grande en este mundo y mayor aún en el otro. Su gloria se debe a la fidelidad a toda prueba a los designios divinos por la aceptación del sufrimiento, y esto le hizo merecedor del mayor elogio que el Señor haya hecho a alguien en todo el Evangelio.

III – EL CAMINO DE LA VERDADERA FELICIDAD

 

La liturgia de este domingo nos invita a la alegría, mostrándonos el camino para alcanzarla. El contraste ente los protagonistas de la escena de hoy es notorio: mientras que San Juan está en la cárcel y se somete a este padecimiento con plena resignación, animado por la felicidad de ser íntegro y cumplir su llamada, sus discípulos se ven privados de esa felicidad por la envidia que los consume. Semejante amargura acompaña a Herodes Antipas, esclavizado por sus pasiones, así como también los fariseos que viven en busca de alabanzas e incienso, movidos por la sed de gloria terrena. Los mismos Apóstoles tampoco son completamente felices en ese período de la vida pública del divino Maestro, porque esperaban un Mesías diferente del que tenían delante de ellos.

 

La alegría, entonces, ¿dónde está? En la locura de la cruz. En Jesucristo no cabía estar triste ni abrazar un camino de depresión y, sin embargo, escogió el del Calvario para darnos ejemplo e indicarnos que la conquista de la felicidad comporta la adversidad y el dolor. Recordemos su enseñanza: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16, 24). La idea de que la felicidad excluye el sufrimiento no tiene fundamento, pues una vez que somos tendiente al mal por la caída de nuestros primeros padres, el sufrimiento se convirtió en un elemento indispensable para nuestra santificación.

 

En efecto, el problema del sufrimiento no está tanto en lo que lo ocasiona, sino en el modo como es soportado. Existe en todas las situaciones de la vida y pide de nuestra parte el ánimo que esta liturgia presenta, de la cual María Santísima es modelo. Aceptó todos los padecimientos que se abatieron sobre su divino Hijo y se dispuso a dar su contribución al sacrificio redentor, pues quería la salvación de todos.

Nuestra finalidad es pertenecer a Jesús

 

El ser humano, creado para pertenecer a Jesucristo, nuestro Señor, se realiza en la medida en que asume con seriedad su condición de bautizado, miembro de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, dando pasos hacia adelante en la práctica de la virtud y en la búsqueda de la santidad. Cuanto más avanzamos en ese camino, más grande es la alegría que nos invade, así como el deseo de progresar todavía más.

 

Consideremos de frente nuestro destino eterno mientras esperamos la venida del Salvador. En la noche de Navidad Él nacerá de nuevo, místicamente, y si aplicamos en nuestras vidas la lección de esta liturgia nacerá también en nuestros corazones, donde encontrará una digna posada en la que hospedarse. 

 

1 Cf. VON CLAUSEWITZ, Karl. Grundgedanken über Krieg und Kriegführung. Leipzig: Insel, 1915, pp. 47-48.

2 Cf. SCHUSTER, Ignacio; HOLZAMMER, Juan B. Historia BíblicaNuevo Testamento. Barcelona: Litúrgica Española, 1935, t. II, pp. 157-158.

3 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XXXVII, n.º 2. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. I, p. 734.

4 LA LUZERNE, César-Guillaume de. Explication des Évangiles des Dimanches. 9.ª ed. París: Mequignon Junior, 1847, t. I, p. 42.

5 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. II (11, 2-16, 12), c. 11, n.º 80. In: Obras Completas. Comentario a Mateo y otros escritos. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 131.

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