Comentario al Evangelio – IV domingo de Cuaresma – La conversación
Recibiendo afablemente a un potencial discípulo, Jesús, el primer evangelizador de la Historia, lo prepara con cuidado y tiento didáctico para hacerlo capaz de creer en su divinidad.
III – Dios nos dio su Hijo Unigénito para salvarnos
Jesús es paulatino en su instruir. “Nemo summus fit repente”, dice un antiguo proverbio latino: las grandes obras no se hacen repentinamente. Frente al Señor estaba un hombre convencido de que la Ley es la única que salva, y era preciso hacerlo aceptar el verdadero camino de salvación: la fe en Jesús. Una vez más se advierte la delicadeza del Divino Maestro, preparándolo a dar el siguiente paso. No dice de inmediato “salvación” sino“vida eterna”, tal como hará más tarde cuando revele el Sacramento de la Eucaristía 6. Aun así, en aquella otra ocasión, frente a una verdad tan atrevida “muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: ‘Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?’” (Jn 6, 60).
Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Bellísimo argumento para convencer a un hombre lógico y recto como Nicodemo. Jesús ya le había revelado la existencia de otra Persona en Dios, el Espíritu Santo 7. Ahora, acentúa el carácter sobrenatural y divino de la Segunda Persona, presente en la expresión anterior, “Hijo del hombre”, refiriéndose al “Hijo Unigénito de Dios”.
Maldonado elabora hermosas consideraciones sobre este versículo, empezando por resaltar la fuerza de la afirmación empleada por Jesús para referirse al gran amor de Dios por los hombres. Con el término “mundo”, el Divino Maestro dilata los límites de aplicación de ese amor mucho más allá de las fronteras del pueblo judío, con el cual “por lo menos tenía una como obligación por razón de la alianza” 8.
De hecho ese amor de Dios por nosotros no podría ser más grande. Si nos hubiera dado todos losángeles y el universo entero no sería nada en comparación a lo que realmente nos entregó. Bien sabía el Padre que dándonos su Unigénito nos ofrecía el Cielo y la participación misma en su vida divina 9, ya que Jesús es un Heredero extremadamente dadivoso. ¡Mayor manifestación de bondad es imposible! San Pablo lo atestigua maravillosamente en el primer capítulo de su Epístola a los Hebreos.
Este obsequio insuperable no se hace a los ángeles sino a la humanidad, a los hijos de padres prevaricadores (Adán y Eva), manchados a su vez por innumerables culpas. Precipitó los espíritus rebeldes al fondo del infierno después de su primer y único pecado. ¿Por qué motivo el Padre usó tanta misericordia con nosotros? En lugar de los castigos merecidos, nos dio a su Hijo Unigénito, sacrificándolo –para salvarnos– en la ignominiosa muerte de cruz.
Además, el Padre no lo dio en parte sino, muy al contrario, por entero y sin reserva. Las gracias de Jesús, sus méritos, su cuerpo, sangre, alma y divinidad, todo por completo es nuestro. Es nuestro Rey, nuestra Cabeza, nuestro modelo, nuestro maestro, nuestra causa.
¿Cuál es el objetivo de Dios al darnos este infinito don?
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Algunas traducciones usan el verbo “condenar” y no “juzgar”. Lo cierto es que en latín se dice ut iudicet mundum. Ahora bien, para los judíos –según explica Maldonado– los dos verbos tienen el significado común de “castigar”. Dada la manifestación del gran poder de Jesús a través de sus numerosos milagros 10, Nicodemo se le acerca poseído de un fuerte temor reverencial. De hecho, Jesús debía producir en sus circundantes una mezcla de atracción y temor. Por ser la Grandeza, arrebata al mismo tiempo que impone respeto. Para un espíritu culto e inteligente como Nicodemo, la comprensión de la magna figura del Maestro–sobre todo después de las revelaciones de éste, sintetizadas en los versículos anteriores– lo hizo imaginar el castigo del que semejante profeta sería portador. Por ello las afirmaciones del Señor contenidas en los versículos 16 al 21, dejando claro que viene a traer la salvación bajo la condición de la fe y buenas obras.
El versículo en cuestión ofrece una dificultad si se lo compara a otros pasajes, por ejemplo:
• “Y dijo Jesús: Para un juicio he venido a este mundo” (Jn 9, 39).
• “Entonces verán al Hijo del hombre venir entre las nubes con gran poder y majestad” (Mc 13,26).
• “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria” (Mt 25, 31).
¿Cómo entender que Jesús diga no haber sido enviado a condenar al mundo? Nos responde san Juan Crisóstomo:
“Pero debe tenerse en cuenta que hay dos venidas de Jesucristo: la que se ha realizado y la que habrá de realizarse. La primera no fue para juzgar lo que nosotros habíamos hecho, sino para perdonarlo; mas la segunda será, no para perdonar, sino para juzgar. Respecto de la primera dice: ‘No he venido para juzgar al mundo’, porque es compasivo, no juzga, sino que antes perdona los pecados por medio del bautismo, y después por la penitencia; porque si no lo hubiera hecho así, todos estarían perdidos, una vez que todos pecaron y necesitan de la gracia de Dios” 11.
El que cree en él, no es juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo Unigénito de Dios.
Es muy clara la enseñanza de san Juan Crisóstomo sobre este versículo:
“ [Jesús] dice esto también, porque no creer en él es el suplicio del impenitente; estar fuera de la luz, aun en sí mismo, es el mayor castigo, y también anuncio del que ha de venir; porque así como quien mata a un hombre, aun cuando todavía no haya sido condenado por la sentencia del juez, está condenado por la misma naturaleza del crimen, asimismo el que es incrédulo. Por eso también, Adán murió el día en que comió el fruto prohibido” 12.
En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.
Dejemos la palabra con san Agustín:
“Conviene que odies en ti tu propia obra, y ames la obra de Dios en ti. Cuando empiezas a detestar lo que hiciste, inmediatamente dan comienzo tus buenas obras, porque acusas tus malas obras.
“La confesión de las obras malas es el inicio de las obras buenas. Practicas entonces la verdad y vas hacia la luz. […] Cuando el que fue amonestado ama sus pecados, odia al que lo amonesta, odia la luz y la rehuye para que no sean recriminadas las malas obras que ama. Quien practica la verdad acusa en sí mismo sus malas obras, no se libra, no se perdona a sí mismo, para que sea Dios quien lo perdone.
“Quiere el perdón de Dios y por eso se reconoce como pecador, y viene hacia la luz. Da gracias a Dios por enseñarle lo que debe odiar, y le dice: ‘Aparta tu rostro de mis pecados’ (Sal 50, 11). Pero sólo pronuncia estas palabras después de haber dicho: ‘Conozco mi maldad, y mi pecado está siempre delante de mí’ (Ibid. 5).
“Conserva en tu memoria los pecados que no quieres que Dios recuerde. Si ocultaras tu pecado, el Señor lo hará aparecer frente a tus ojos cuando ya no sea posible producir frutos de penitencia” 13.
Todo el que obra el mal aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios.
Maldonado comenta con sabiduría que nadie ama más la virtud, la santidad, las hermosas funciones sagradas y la misma Iglesia que las almas en estado de gracia y, por esto, libres de pecados. Por otra parte, “el pecado es rabia, y odia el médico y el agua que puede sanarle” 14.
IV – Oración Final
Jesús, en su infinita bondad, quiso el mejor de los efectos para el alma de Nicodemo a lo largo de aquella conversación nocturna, que pasó a la Historia y hoy se desarrolla frente a mis ojos en esta liturgia. Si ocupo el lugar de Nicodemo, brotan de lo profundo de mi corazón ansias de adoración, arrepentimiento y súplica frente a esa Luz que vino al mundo:
“Jesús mío, no me permitas ser parte de los que odian la luz. Hazme creer ‘en el nombre del Hijo Unigénito de Dios’. Concédeme, te lo ruego por María Santísima, la gracia de un completo dolor de mis faltas, considerándome el mayor de todos los pecadores, sin perder jamás la confianza en el ilimitado valor de tu Preciosa Sangre. Aumenta mi esperanza, mi fe y mi amor por ti, para que en tu luz llegue a contemplar la luz por toda la eternidad. Amén.”
La conversación nocturna – Parte I
1 Cfr. Jn 19, 39. 2 Cfr. Jn 3, 2-13. 3 Cfr. Núm 21, 4-9. 4 Comentarios de san Agustín al Evangelio de san Juan. 5 Cfr. por ejemplo Dan 7, 13 y ss.; Ez cap. 2 y 3; Is 51, 12. 6 Cfr. cap. 6 del Evangelio de san Juan. 7 Cfr. Jn 3, 5-8. 8 P. Juan de Maldonado SJ, Comentarios a los cuatro Evangelios, BAC, Madrid, 1954, vol. III, p. 207. 9 Cfr. cap. 8 de la Epístola a los Romanos. 10 Cfr. Jn 3, 2. 11 Apud Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea. 12 Ibidem. 13 El verbo de Dios, pp. 326-327. 14 Maldonado, Op. cit. p. 211. |
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