Comentario al Evangelio – IV Domingo de Pascua – “El Señor es mi Pastor”
A propósito de la cura del ciego de nacimiento y de la polémica provocada entre los fariseos por la misma, Jesús se reveló como el Buen Pastor, que arriesga la vida por sus ovejas. Fue ésta una de las ocasiones en las que expresó de un modo más conmovedor su amor infinito por nosotros.
I – Un símbolo del Divino Redentor
Dios, en su infinita sabiduría, dispuso en perpetuo orden y armonía todos los seres, haciendo que en muchas ocasiones los inferiores fuesen símbolo de los superiores. Así, en el sexto día de su obra, creó entre los animales a la especie ovina, con la intención de que, en el futuro, el cordero sirviera de título al Redentor, el Cordero de Dios. Confirió características propias a los rebaños de ovejas, así como al modo de relacionarse éstas y sus pastores, para facilitar la comprensión del amor entre el Fundador de la Iglesia y sus fieles.
En la civilización de hoy, extremadamente industrializada y planificada, causa una agradable sorpresa el encontrarse por los campos con rebaños que nos recuerdan aquella sociedad pastoril de los primeros siglos de la Historia. Ajenos a las transformaciones técnicas y sociales, esos animales continúan comportándose como en tiempos pasados. Impresiona observar la sensibilidad que tienen a la voz y silbos de su guía.
En cierta ocasión, estando en España, en un ambiente campestre en las cercanías de El Escorial, no muy distante de Madrid, asistí a un “sermón” dirigido por un pastor a su rebaño. Las ovejas oían con ejemplar atención las amonestaciones sobre los cuidados que deberían tener durante la permanencia en aquel lugar. Terminada la “prédica”, las dispersó con una simple palmada. Más tarde, las convocó con su voz —llegando a llamar a algunas por su propio nombre— y las hizo volver al camino, rumbo a su redil. El hecho me emocionó y me hizo recordar el famoso Evangelio del Buen Pastor: “las ovejas lo siguen, porque conocen su voz” (Jn 10, 4).
Pedagogía divina
Entre los diversos instintos del hombre, el más fuerte e importante es el de sociabilidad. Aristóteles1 afirmaba que, por naturaleza, el ser humano es un animal político, o sea sociable. La apetencia —y la necesidad— que los hombres tienen de relacionarse unos con otros los lleva a unirse, dando así continuidad al plano divino de la creación, porque Dios nos dio ese instinto precisamente para estimular la constitución de la vida en sociedad. Pero no fue ésta la única razón: antes de todo, ya tenía en vista su propio deseo de entrar en contacto con las almas.
Según explica el Catecismo de la Iglesia Católica, Dios “quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por Él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (cf. Ef 1, 4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas”. 2 Para llevar adelante el “designio divino de la Revelación”, la “pedagogía divina” consistió, desde los primordios de la humanidad, en preparar al hombre mediante etapas para esa relación con Él, cuyo ápice se encontraría en la Encarnación, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. 3
De esa pedagogía, el lenguaje simbólico hacía parte esencial. Quizá Dios no haya escogido un signo mejor para expresar los vínculos que tenían que establecerse entre Jesús y nosotros que la figura del pastor con su rebaño.
Ya en los orígenes del Antiguo Testamento, hay una insistencia en la figura del rebaño y del pastor, desde la familia de Adán (cf. Gen 4, 2.4.20), en la persona de Abrahán (cf. Gen 12, 16), de Lot (cf. Gen 13, 5), y del propio rey David (cf. I Sam 17, 34-35). Poco a poco, la conducción del rebaño se va transformando en el símbolo de los guías del pueblo de Dios, hasta el punto de que la Escritura se refiere a ellos con estas palabras: “Os daré pastores, según mi corazón, que os apacienten con ciencia y experiencia” (Jer 3, 15). O como en este pasaje: “Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza y diles: ‘¡Pastores!, esto dice el Señor: ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar las ovejas? Os coméis las partes mejores, os vestís con su lana; matáis las más gordas, pero no apacentáis el rebaño. No habéis robustecido a las débiles, ni curado a la enferma, ni vendado a la herida; no habéis recogido a la descarriada, ni buscado a la que se había perdido, sino que con fuerza y violencia las habéis dominado. Sin pastor, se dispersaron para ser devoradas por las fieras del campo. Se dispersó mi rebaño y anda errante por montes y altos cerros; por todos los rincones del país se dispersó mi rebaño y no hay quien lo siga ni lo busque’” (Ez 34, 2-6).
Sin embargo, la figura del Pastor alcanza la plenitud de su significado en el Ser por excelencia, el propio Dios: “Esto dice el Señor Dios: ‘Me voy a enfrentar con los pastores: les reclamaré mi rebaño, dejarán de apacentar el rebaño, y ya no podrán apacentarse a sí mismos. Libraré mi rebaño de sus fauces, para que no les sirva de alimento’. Porque esto dice el Señor Dios: ‘Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré. Como cuida un pastor de su grey dispersa, así cuidaré Yo de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones. Sacaré a mis ovejas de en medio de los pueblos, las reuniré de entre las naciones, las llevaré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel, en los valles y en todos los poblados del país. Las apacentaré en pastos escogidos, tendrán sus majadas en los montes más altos de Israel; se recostarán en pródigas dehesas y pacerán pingües pastos en los montes de Israel. Yo mismo apacentaré mis ovejas y las haré reposar —oráculo del Señor Dios—. Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma; pero a la que está fuerte y robusta la guardaré: la apacentaré con justicia. […] Vosotros sois mi rebaño, las ovejas que Yo apaciento, y Yo soy vuestro Dios —oráculo del Señor Dios—’” (Ez 34, 10-16.31).
Jesús, el Buen Pastor
Por fin, aparecería en el firmamento de la Historia el Pastor arquetípico, el Buen Pastor: “Yo defenderé mi rebaño y no será ya objeto de pillaje. Yo juzgaré entre oveja y oveja. Suscitaré un único pastor […]. Él las apacentará, Él será su pastor” (Ez 34, 22-23).
II – El Pastor por excelencia
Jesús es el Pastor que dio la vida por su rebaño; además, está siempre dispuesto a ir detrás de la oveja perdida y, encontrándola, retornar alegre y feliz con ella sobre los hombros; dispuesto a sacarla del abismo, aunque sea en sábado. ¿Quién de nosotros puede afirmar no haber sido nunca objeto de la búsqueda del Buen Pastor, incluso, hasta en circunstancias trágicas? ¿Quién no se sintió alguna vez una oveja descarriada siendo conducida de vuelta al redil en los hombros de Jesús?
Es en esta perspectiva que se enmarca el Evangelio del cuarto domingo de Pascua.
Las circunstancias: la curación del ciego de nacimiento
Las palabras pronunciadas por Jesús guardan relación con un episodio antecedente, denso de emocionante carga simbólica. Comienza al incidir la mirada de Jesús sobre un ciego de nacimiento. Era común entre los judíos el juzgar que había una relación entre las enfermedades y los pecados cometidos por el enfermo o por sus parientes. Por eso los discípulos preguntaron al Señor: “Maestro, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?” (Jn 9, 2). La firme respuesta de Jesús y el desarrollo de los acontecimientos subsiguientes nos proporcionarán la luz para que comprendamos mejor el Evangelio de hoy: “Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9, 3). Habiendo hecho esta profética afirmación, tomó la iniciativa de curar al ciego.
Como no podía dejar de ser, el portentoso milagro causó conmoción entre todos los conocidos del que había sido objeto del prodigio, llevándolos a desear encontrar a “ese Hombre que se llama Jesús” (Jn 9, 11).
El bullicio popular creció hasta el punto de llevar al beneficiado ante los fariseos. Narrado lo ocurrido, quedó constatado que la curación tuvo lugar un sábado. Esto se consideraba un gran delito, condenado por los fariseos. Un violador de la ley del sábado —por lo tanto, un pecador— ¡no podía ser Dios! He aquí que, finalmente, se había encontrado una grave acusación contra aquel Hombre que tanto les perturbaba. Sin embargo, esta conclusión chocaba frontalmente con una pregunta planteada por otros fariseos: ¿cómo explicar que un prodigio de este porte pudiese ser obrado por un pecador?
En medio de esta perpleja disensión, la esperanza de encontrar una salida hizo que los malos se volviesen para el propio ciego. Quizá, éste pudiera decir algo que desacreditase enteramente a Jesús. Pero se engañaban por completo. Aquella era una oveja que conocía la voz de su Pastor, y no se dejaba engañar por los ladrones y asaltantes (cf. Jn 10, 8). Persuadido de ello, declaró que Jesucristo era un profeta. Los inquisidores, confundidos, resolvieron interrogar a los padres de aquel hombre, en la esperanza de probar que siempre tuvo la vista normal. Vemos, finalmente, cómo el desacreditar a un testigo es la ya conocida salida de aquellos que se encuentran en apuros. Aun así, una vez más no consiguieron su objetivo, porque los progenitores declararon que su hijo era ciego de nacimiento y con sabiduría evitaron otros comentarios sobre lo sucedido. “Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos: porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: ‘Ya es mayor, preguntádselo a él’” (Jn 9, 22-23).
En un ambiente de ansiedad y fraude, el interrogatorio final acabó despertando la indignación de los fariseos, que se topaban con la robustez de fe y honestidad del ex-ciego. Habiendo éstos declarado que no sabían de dónde era Jesús, el joven les dijo: “‘Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si Éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder’. Le replicaron: ‘Has nacido completamente empecatado, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?’. Y lo expulsaron” (Jn 9, 30-34).
La Iglesia es el redil, cuya Puerta es Cristo
Después de esa injusta conclusión de su interrogatorio, el ex ciego no tardó en reencontrarse con Jesús. Éste, conociendo desde toda la eternidad aquellos hechos, le preguntó si creía en el Hijo de Dios. Delante de no pocos curiosos, este hombre no sólo afirmó su fe en el Señor, sino también se postró delante de Él y lo adoró.
Esta bella y virtuosa actitud dejó enmudecido al público presente. El Divino Maestro aprovechó la ocasión para sacar todo el provecho posible del episodio, afirmando: “Para un juicio he venido Yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos” (Jn 9, 39).
A partir de ese instante, entrando en contienda abierta con los fariseos, Jesús pasa a desarrollar la parábola que culminará en el Evangelio de hoy. Comienza por referirse a un hábito común, bastante conocido entre los judíos: el ladrón no entra por la puerta del aprisco, “sino que salta por otra parte” (Jn 10, 1). El pastor, por el contrario, utiliza sólo esta puerta, haciendo que sus ovejas oigan su voz.
No habiendo entendido los fariseos esa alegoría, el Divino Maestro declaró ser Él mismo, la Puerta del aprisco (cf. Jn 10, 9).
Comentando brillantemente este pasaje del Evangelio, la Constitución Dogmática Lumen gentium afirma: “La Iglesia es un redil, cuya única y obligada Puerta es Cristo (cf. Jn 10, 1-10). Es también una grey, de la que el mismo Dios se profetizó Pastor (cf. Is 40, 11; Ez 34, 11ss), y cuyas ovejas, aunque conducidas ciertamente por pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el mismo Cristo, Buen Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10, 11; I Pe 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11-15)”. 4
“Un solo rebaño y un solo Pastor”
Por los antecedentes y por todo el contexto en el que ocurre, la presente parábola nos lleva a comprender la divina excelencia del Buen Pastor. Jesús no sólo conoce a sus ovejas sino que las ama desde toda la eternidad. Él las creó, una a una, y las redimió con su propia Sangre, elevándolas a participar de su vida. Además, se dejó como alimento en la Eucaristía hasta la consumación de los tiempos. Su trato para con el rebaño alcanza extremos inimaginables hasta incluso por el más perfecto de los Ángeles.
A través de la fe y en virtud de la gracia, sus ovejas, por reciprocidad, lo conocen, en Él esperan y eficazmente lo aman. De esta forma, Buen Pastor y ovejas se relacionan de una manera semejante a la relación existente entre las tres Personas de la Santísima Trinidad, en un solo Dios. Esta es la principal razón de su deseo-profecía: “habrá un solo rebaño y un solo Pastor”.
A través de la entrega de su propia vida, sobre la cual Él tiene un poder absoluto, Jesús conquistará la unidad entre Pastor y redil.
También nosotros debemos ser pastores…
Dios dispuso que las figuras del cordero, del rebaño y del pastor facilitasen al hombre la comprensión de la necesidad de apostolado. En su sustancia simbólica, éstas refuerzan principios enunciados a lo largo de la Sagrada Escritura: “Y les dio a cada uno preceptos acerca del prójimo” (Eclo 17, 14).
En relación a Jesús, somos corderos, es nuestra obligación moral y religiosa reconocer su voz y seguir sus pasos. Pero también somos llamados muchas veces a representar el papel de pastores para con nuestros hermanos, deber de caridad, como nos enseña San Pedro: “Como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios, poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido” (I Pe 4, 10). De no proceder así, seremos juzgados como el siervo negligente y holgazán de la parábola de los talentos (cf. Mt 25, 14-30).
El pasaje del Evangelio que acabamos de analizar constituye una permanente proclamación para la participación efectiva, dedicada y entusiasmada de todos los fieles en las tareas de apostolado. La obligación de evangelizar no es exclusiva de los religiosos, lo es también de todo bautizado. Por este Sacramento, cada uno de nosotros es incorporado a una sociedad espiritual —la Santa Iglesia Católica— regida por la Comunión de los Santos, recibiendo una vocación general de apostolado y una misión individual de expandir el Reino de Cristo. Más especialmente se encuentran concernidas en esto las asociaciones y movimientos católicos.
Para la realización de tal actividad, el campo de trabajo más indicado es la parroquia. En otros términos, nada más laudable y eficiente que contribuir al robustecimiento de nuestras parroquias, esforzándonos por incluir en este ámbito a todos aquellos que estén a nuestro alcance.
Recurramos a la Madre del Buen Pastor
María es la Estrella de la Nueva Evangelización, nos recuerda el Papa Juan Pablo II. Quien quiera tener éxito en esta sublime empresa de atraer al prójimo para el aprisco de Jesucristo, no puede dejar de poner sus trabajos y su propia persona bajo la protección y orientación de la Madre del Buen Pastor.
En las catacumbas de Santa Priscila, en Roma, se puede ver, bien conservada, una pintura que representa a Nuestro Señor Jesucristo como el Buen Pastor. Significativamente, lleva sobre los hombros la oveja perdida y camina en dirección a su Madre, en cuyas manos va a entregarla.
Pidamos al Corazón Maternal e Inmaculado que nos conduzca al Buen Pastor, y así podamos cumplir con santidad nuestros deberes de apostolado para con nuestros hermanos. ²
1) Cf. ARISTÓTELES. Política. L.I, c.II, 1253a. 2) CCE 52. 3) Cf. CCE 53. 4) CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.6.
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