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– EVANGELIO –
39 En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; 40 entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo 42 y, levantando la voz, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! 43 ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44 Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45 Bienaventurada la que ha creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 39-45).
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COMENTARIO AL EVANGELIO – La arrebatadora excelencia de la voz de María
Al oír la voz de la Madre de Dios, San Juan Bautista fue purificado inmediatamente del pecado original. Tal prodigio prenunciaba las grandes transformaciones reservadas a los que, a lo largo de la Historia, serían objeto de la intercesión de María.
I – La mirada humana y la mirada de la fe
Enseña el Apóstol que “el justo por la fe vivirá” (Ga 3, 11). Esta afirmación resalta la natural insuficiencia de nuestra razón para alcanzar, por sí misma, determinadas verdades de la religión católica. Cuando la inteligencia se disocia de Dios, pierde la capacidad de aprender lo que la realidad posee de más esencial: su presencia en el alma y en todo el universo creado. Basta recordar el testimonio de San Agustín que, tras recorrer el mundo del pensamiento en vano buscando el sentido de su existencia, exclamó: “Tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío”.1 Ahora bien, ese entendimiento le fue dado por la fe, pues los ojos corporales no pueden ver a Dios directamente.2
Lo mismo pasa cuando analizamos la Sagrada Escritura, no es posible acompañarla con la pura inteligencia. Ésta se queda corta ante la amplitud sobrenatural de los episodios de la Historia Sagrada, de modo especial de los Evangelios, a partir de un límite determinado debe abrirse a las inspiraciones del Espíritu Santo a fin de penetrar en su sentido divino. Debemos meditar esos hechos como acontecimientos movidos por la acción directa y eficaz del Creador.
Contemplemos, desde ese prisma, la sencilla narración del misterio de la Visitación recogida en el Evangelio de este cuarto domingo de Adviento: una joven que emprende un viaje para visitar a su prima, la cual pronto va a ser madre, con el objeto de prestarle sus servicios. Se encuentran y se manifiestan afecto mutuo. Una escena simple, descrita bajo el velo de un mero acontecimiento familiar, pero que abarca una profundidad insondable, digna de análisis y, sobre todo, de meditación.
II – La santidad, un bien expansivo
Tras el relato de la aparición del ángel a Zacarías, hecho por San Lucas en forma de diálogo en pocos versículos (cf. Lc 1, 11-20), el Evangelista detalla que “el pueblo, que estaba aguardando […], se sorprendía de que tardase tanto en el santuario” (Lc 1, 21). Este pormenor revela que la conversación debió ser más extensa que las breves frases registradas por el texto sagrado. Si así ocurrió en esta aparición, ¿qué pensar de la sucinta narración del encuentro de San Gabriel con la Virgen Santísima (cf. Lc 1, 26-38)? Podemos suponer que el coloquio no fue tan corto y, por humildad, María habría deseado que quedase consignado tan sólo lo necesario para la buena comprensión de la embajada llegada del Cielo. Consideremos cómo la oportunidad de conversar con Ella había sido un privilegio para el celestial mensajero, y cómo éste habría deseado valerse de esa circunstancia para sacar el máximo provecho. Y por parte de Ella, cuántos pensamientos elevados no le habrá expuesto a San Gabriel. Quizá, hasta consejos podía haberle pedido. La gran perfección de la naturaleza espiritual del ángel, aumentada por la cercanía con Dios, ciertamente inspiraría en la Virgen una santa afinidad con el mundo angélico.
“La Anunciación”, por Fra Angélico – Museo de San Marcos, Florencia (Italia) |
Entre los temas de ese coloquio, podemos suponer que Ella incluiría el de la conveniencia de ir a visitar a su prima Santa Isabel, que esperaba un hijo hacía seis meses, como le había comunicado el ángel. María se apresuró en manifestarle su disponibilidad de ir hasta ella —que, como veremos, estaba toda basada en razones sobrenaturales—, aunque es probable que antes de eso habría pasado un período de recogimiento, debido al extraordinario influjo de gracias recibido entonces. No se juzgó exenta del deber de dedicarse al prójimo, inclinándose, con prontitud, a cumplir el caritativo designio. Es lo que narra el evangelista.
La acción eficaz nace de la contemplación
39 En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá.
Tras haber dado su libre consentimiento y hacer efectiva la Encarnación por un acto de máxima fidelidad a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38), la Virgen no abandonó la vida en sociedad, como lo demuestra la visita a su prima. ¿Quién sabiendo que está gestando al mismo Hijo de Dios, convirtiéndose en la Madre de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, pensaría en su prima? Un alma egoísta, después de haber recibido la embajada del ángel, abrazaría una mal entendida vida de contemplación, a fin de beneficiarse de esta prerrogativa y gozar de las consolaciones de la convivencia con el Niño Jesús. María hizo lo opuesto: se puso en camino enseguida, “en aquellos mismos días”, pues los inocentes se interesan más por los otros que por sí mismos.
Jerusalén está situada en lo alto de una montaña de aproximadamente 800 metros de altitud y la ciudad donde vivía Zacarías —Ain Karim, según una antigua tradición— quedaba en un valle, a 7 km al suroeste de la Ciudad Santa. Y Nazaret estaba localizada a una distancia considerable, cerca de 130 km, que para ser recorrida se tardaban de tres a cinco días de viaje, por un camino penoso y solitario a través de los valles de Samaría y de las regiones montañosas de Judea.3 La Virgen superó con ánimo resoluto dichos obstáculos hasta llegar a la aldea. Sin embargo, estaríamos lejos de entender su preparación espiritual durante el recorrido si no relacionásemos la prontitud con la que hizo el trayecto con su intensa vida interior.
Al ser un alma meditativa, impregnada de fuerte espíritu de oración, nos muestra que la buena contemplación redunda en la acción bien hecha, da gloria a Dios y edifica al prójimo. Debemos compenetrarnos de que los espíritus fervorosos son aquellos que ejercen su misión con mayor éxito, porque actúan al soplo del Espíritu Santo. En este caso, María “es empujada por un movimiento divino, por el Verbo que trae consigo. Esta divina carga, lejos de retrasarle, la levanta, le hace volar, la transporta por encima de las montañas”.4
La prisa, manifestación de fervor
Conviene destacar otro aspecto relacionado con el término que usa el evangelista: “de prisa”. ¿Por qué deseó salir cuanto antes a fin de estar con su prima? Tras la Anunciación, la Santísima Virgen fue favorecida con una nueva plenitud del Espíritu Santo y estaba exultante de alegría. Como el bien tiende a expandirse,5 María, que no tenía ni rastro de pecado y en quien todo era santidad y virtud, enseguida deseó compartir los tesoros recibidos. Con San José no podía abrir el alma, pues los hechos posteriores nos indican que la Providencia actuó con él de manera diferente, exigiéndole una gran confianza en medio de unos acontecimientos que sólo poco a poco le fueron siendo aclarados. Por eso, Ella prefirió dejar en las manos de Dios cualquier comunicación que debiera ser hecha a su esposo. Además, como el ángel le había dicho que Santa Isabel ya estaba en el sexto mes de una concepción milagrosa, María pensó que era la ocasión ideal para encontrarse con ella, también porque intuía que no habría nadie con su prima que pudiese ayudarla adecuadamente.
“María camino de la casa de su prima Isabel” – Basílica de la Visitación, Ain Karim (Israel) |
Salió inmediatamente, pues la vida sobrenatural no admite retrasos, pereza o desvíos. Es necesario observar que el hecho de que estuviera apresurada no significa que estuviera perturbada por cualquier agitación, ya que Ella iba, sin duda, con todo equilibrio y calma interior. La prisa venía del anhelo de comunicar las maravillas que llevaba en sí, y aunque tuviera mucha disposición de auxiliarle también en las necesidades concretas, esta no era la razón más importante. La consideración que tenía por su prima le daba la certeza de que no había nadie mejor para ser su interlocutora, puesto que Isabel “participaba de alguna manera en los misterios de la Redención”.6 Y por amor al divino Hijo que gestaba, se puso enseguida en camino, como comenta San Ambrosio: “Presurosa por el gozo, se dirigió hacia la montaña. Llena de Dios, ¿podía Ella no elevarse presurosa hacia las alturas? Los cálculos lentos son extraños a la gracia del Espíritu Santo”.7
Además de esto, hubo un motivo más significativo que determinó el viaje, relacionado con la persona y misión de San Juan Bautista. Por revelación del ángel, sin duda que la Santísima Virgen sabría que el hijo que Santa Isabel iba a dar a luz era el Precursor y, por esta razón, tenía la certeza de que estaba asociado de manera particular al plan de la salvación. Ahora bien, Ella quería colaborar para que la gloria de su divino Hijo fuese la mayor posible, con un deseo proporcionado al elevado grado de perfección y santidad de su alma. Por ese motivo, fue corriendo con la intención de santificar cuanto antes al Precursor, pues la idea de que ese varón pudiese nacer manchado por el pecado chocaba con sus anhelos.
La Virgen fue apresuradamente, por tanto, para transmitirles con exclusividad la Buena Nueva a Santa Isabel y a San Juan Bautista, convirtiéndose en la primera heraldo del Evangelio de la Historia. En este sentido señala Monsabré: “Ella no teme ni las dificultades ni las fatigas del viaje, porque lleva la gracia de Dios, y la gracia es un don tan grande que hay que estar dispuesto a cualquier sacrificio para llevarlo a aquellos a los que está destinado”.8
Los efectos de una visita de María
40 …entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo…
¡Cuánto nos gustaría saber cómo saludó María a Isabel en aquella ocasión! San Lucas, sin embargo, no registró ese pormenor. Todo indica que Ella, en su suprema humildad, llegó con discreción, sin llamar la atención sobre sí misma. Al ver a su prima, la saludó, llamándola por su nombre, y el Espíritu Santo actuó de manera sensible. Dios es tan delicado —es la propia Delicadeza— que, al acercarse las dos almas escogidas, inundó a Santa Isabel de gracias, comunicándole que la plenitud del tiempo había llegado y el Mesías estaba allí presente en el seno virginal de María. Ésta, por su parte, se dio cuenta de que no era preciso explicarle nada a su prima.
Bien podemos imaginar la unción y el poder de la voz de la Madre de Dios en función de sus frutos. Cualquier música de la tierra, por muy bonita y perfecta que sea, no se le puede comparar. Aquella voz tiene fuerza y penetración y es extraordinariamente eficaz. Cuando dijo “Isabel”, María lo hizo con tanto amor que la entonación estaba cargada de sentido sobrenatural, dulzura y sublimidad, porque “de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Mt 12, 34).
Muestra de ello es el hecho de que San Juan Bautista saltara en el vientre de su madre. La tradición teológica reconoce que en este momento el pecado original fue extirpado del niño, como si hubiese sido bautizado.9 Aunque un bebé con seis meses de gestación no tiene todavía la capacidad de comprender, fue objeto de un altísimo fenómeno místico que, según afirman algunos autores, le dio un destello de conocimiento racional; por otro lado, parece más conforme a la fe que la vida divina, existente en María en plenitud y superabundancia, 10 le fue transmitida a través del timbre de esa voz virginal y santificadora: la gracia penetró en él y se dio un verdadero Bautismo, que le infundió las virtudes y los dones, llenándole de Espíritu Santo.
“La Visitación” – Iglesia de Santiago el Menor, Liège (Bélgica) |
“El misterio de la Visitación fue una inmensa efusión de gracias. La gracia se derramó sobre el Precursor, santificó su vida, iluminó su inteligencia, inauguró y consagró su carrera, pues ese estremecimiento era precisamente la clarísima indicación de la presencia del Verbo”. 11 En el instante de la purificación de Juan el Bautista, Isabel fue arrebatada por el Espíritu Santo. ¿Por quién le vino esta gracia? ¿Cuál fue el camino escogido por el divino Paráclito para colmarla con tales beneficios? Se sirvió de lo que rebosaba de su Esposa, que era más que suficiente para elevar a Isabel al auge de la perfección. María, a lo largo de su vida, estuvo siempre ornada de un extraordinario torrente de gracias, el cual recibió un constante aumento hasta el momento de su partida hacia la eternidad.
Conocer el efecto de la voz de la Santísima Virgen constituye, por tanto, una magnífica enseñanza para nosotros. Si el agua fue escogida por Dios para la institución del Bautismo y, como signo sacramental después de la invocación del Espíritu Santo, tiene el poder de lavar el pecado, ¡cuán más poderosa es la voz de María, capaz de santificar a San Juan en el vientre materno! Aún no había sido coronada Reina de los Cielos y de la Tierra y, sin embargo, ya actuaba como intercesora. Bastó su voz y su deseo para que el niño quedase limpio del pecado original, dando un salto de alegría.
Vemos, así, cómo cualquier transformación o progreso espiritual es posible cuando la Virgen toma la iniciativa de volcarse con un alma. Como enseña Santo Tomás, el amor que desciende es eficaz12 y, viniendo de Dios y de la Virgen, santifica. Por lo tanto, en este sentido, observamos una relevante verdad: con relación a los superiores en la línea del espíritu, es más importante ser amado que amar.
Alabanzas de un alma llena de Espíritu Santo
42…y, levantando la voz, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!”
La expresividad de Santa Isabel debe considerarse como la reacción de un alma asumida por el Espíritu Santo. Sus gestos y sus palabras son dignos de apreciación. El texto afirma que la prima de la Virgen se manifestó “levantando la voz”, aclamando con fuerza, entusiasmo y encanto lo que le estaba pasando en ese momento en lo hondo de su corazón, por divina revelación. Su clamor nos enseña que cuando se nos muestra una realidad sobrenatural no podemos enmudecer, siendo nuestra obligación exteriorizar el júbilo que nos invade y poner de manifiesto el reconocimiento por la dádiva recibida. Si no procedemos así, incurrimos en omisión y nos haremos merecedores de una reprensión semejante a la que recibieron los fariseos inconformes con la glorificación del Salvador: “Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40).
Otro detalle de gran importancia atrae aún nuestra atención. Santa Isabel podría haber formulado la frase en un orden diferente: “¡Bendito el fruto de tu vientre y bendita tú entre la mujeres!”; pero, por el contrario, primero elogia a María. Actuando así, reconocía que el mejor modo para llegar a Dios es por medio de la Santísima Virgen. El que está lleno de Espíritu Santo aprende fácilmente esta verdad, mientras que las almas apartadas de la luz divina se muestran reticentes en relación a la intercesión de María, poniendo objeciones infundadas al respecto. En este pasaje, el propio Espíritu nos muestra que la forma más rápida, segura y certera para llegar a Jesucristo es hacerlo a través de su Madre.
Humildad y alegría, signos de la presencia de Dios
43 “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44 Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”.
Detalle de “San Juan Bautista y San Esteban” – Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona
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Santa Isabel prosigue su elogio, colocándose en una postura de humildad. No podemos olvidarnos que la Virgen era aún muy joven —tenía alrededor de 15 años—, mientras que su prima era anciana. Al comprobar la superioridad de la virginal doncella, la esposa de Zacarías se somete conmovida, y no duda en recibirla con júbilo, aunque se considera indigna de semejante gracia. Por consiguiente, su reacción es análoga a la de María ante el ángel, cuando dijo: “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38). Por el contenido de la exclamación de Isabel podemos concluir que, por una magnífica iluminación interior, supo que allí estaba la que gestaba a quien su hijo señalaría, anunciando: “Este es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29). De modo que conoció la Encarnación del Verbo incluso antes de que fuera trasmitida la noticia a San José, como fruto, sin duda, de una humildad que ya habitaba su alma desde hacía mucho tiempo. Así, podemos medir la importancia y el premio que nos espera si también reconocemos nuestra insuficiencia.
En la nueva referencia al salto de San Juan Bautista en el vientre de su madre, Santa Isabel caracteriza esa reacción como un estremecimiento “de alegría”. Cuando recibimos la gracia santificante nos llenamos de júbilo de la misma manera y, si correspondemos a ella, encontramos la verdadera felicidad. En el mundo existen alegrías aparentes que traen satisfacciones momentáneas, mientras que la práctica de la virtud nos proporciona un contento en el fondo del alma que nos predispone para realizar grandes actos de heroísmo y que se prolongará por toda la eternidad. Éste es un alentador beneficio más de la proximidad a la Virgen —la Madre de la divina gracia—, a la que debemos buscar con todo empeño y ardor.
Sin fe no hay bienaventuranza
45 “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá”.
Es interesante analizar el elogio de Isabel a María, al reconocerla como “la que ha creído”. Venía padeciendo desde hacía seis meses las consecuencias de la incredulidad de su esposo que, por dudar del anuncio angélico sobre el nacimiento de San Juan Bautista, se había quedado mudo. Así que Isabel pudo meditar durante bastante tiempo sobre la extraordinaria importancia de la virtud de la fe. Y con ello admirar mejor la virginal e inocente fe de María Santísima, que, por creer plenamente en el ángel, mereció el premio: “Lo que ha dicho el Señor se cumplirá”.
Creer es seguir el ejemplo de la Virgen, que no exigió explicaciones ni intentó condicionar el anuncio del ángel a lo que, según sus criterios, podría ser oportuno. Por el contrario, asintió con docilidad a todo lo que San Gabriel había predicho, quedando claro que más importante que ser Madre del Redentor —de suyo una gracia insuperable— es conformarse por completo con los designios de Dios.13 Durante la vida pública de Jesús, cuando le anunciaron la presencia de su Madre, respondería: “Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21); y en otra ocasión, al oír un elogio a la Virgen por el don de la maternidad divina, diría: “Mejor, bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11, 28). Con estas afirmaciones el Maestro dejaría patente que tenía más valor la fidelidad de María Santísima a su Palabra que el incomparable privilegio de engendrarlo en el tiempo.
La Virgen de la Flor de Lis – Cripta de la Catedral
de la Almudena, Madrid |
III – Las lecciones de la Visitación
La Visitación, notable sobre todo por su sentido místico y simbólico, es un marco de la Era Cristiana en que se manifiesta la mentalidad de la Virgen María, toda hecha de admiración, humildad, modestia, afecto, prontitud, servicio, obediencia, alegría y vida interior.
Si queremos que nuestra vida sea inundada por esa luz marial, pidámosle a Ella que nos conceda la gracia de participar de su fe, para que discernamos la actuación del Espíritu Santo en lo cotidiano de nuestra existencia. No es necesario que abandonemos las obligaciones familiares, profesionales o los deberes de estado inherentes a la vocación de cada uno, pues es precisamente en el ejercicio perfecto de esas actividades que nos santificaremos. Al igual que Santa Isabel, estemos atentos a la presencia de María.
Una de las más bellas lecciones de la Liturgia de este cuarto domingo de Adviento es, por cierto, la importancia de ser amados por María Santísima. Ella nos ama, no por algún merecimiento nuestro, por lo que tenemos o hacemos, sino porque somos hijos de Dios. Su amor es incondicional. Pidamos, entonces, con fervor, en esta semana que precede a la Navidad, que Ella nos hable en el fondo del corazón y nos transforme, a pesar de los pesares, en entusiasmados heraldos de Cristo en nuestros días.
(Revista Heraldos del Evangelio, Dic/2012, n. 132, pag. 10 a 17)