Comentario al Evangelio – Solemnidad de la Santísima Trinidad

Publicado el 05/29/2015

 

EVANGELIO

 

En aquel tiempo, 16 los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. 17 Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. 18 Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. 19 Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; 20 enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 16-20).

 


 

Comentario al Evangelio – Solemnidad de la Santísima Trinidad
De rechazado a omnipotente

 

¿Hasta qué punto el escándalo producido por el Hijo del Hombre en su vida pública está en la raíz de la honra, poder y gloria recibidos en su Resurrección?

 


 

I – Las premisas

 

Los pocos versículos del Evangelio de la Solemnidad de la Santísima Trinidad son de fácil comprensión y hacen innecesarias largas digresiones para ahondar en su significado.

 

Pero es de capital importancia, para degustar mejor el relato de San Mateo al final de su Evangelio, conocer muy bien las causas que llevaron a Jesús a afirmar a los Apóstoles: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra”. Es decir, porqué le correspondió, en cuanto Hijo del Hombre, conferir a los Apóstoles el poder de enseñar a todas las naciones y bautizarlas en nombre de la Santísima Trinidad

 

Con este fin, antes de entrar a considerar este trecho de San Mateo, reflexionemos acerca de algunas de las importantes premisas del Evangelio de hoy.

 

La transformación de las mentalidades

 

Con la acentuada y creciente decadencia moral de los últimos tiempos, las mentalidades se van transformando paulatinamente, y pasan a entrar en vigor nuevas normas que se rebelan contra las eternas establecidas por Dios. Dando rienda suelta a sus pasiones y vicios, en una progresiva vía de deterioración de los principios morales más profundos, los hombres contemporáneos llegan a decirse en sus corazones: “el Señor no hace ni bien ni mal” (Sof 1, 12); y acaban eligiendo para sí mismos relajadas máximas de vida: “Todo está permitido… Prohibido prohibir”.

 

Ahora bien, si abrimos los Evangelios, comprobaremos que no fue esa la conducta de Jesús y tampoco iban por ahí sus consejos. Por el contrario, el Divino Maestro afirmó: “Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no” (Mt 5, 37).

 

Jesús fue piedra de escándalo

 

Durante su vida pública, Cristo dividió los campos entre el bien y el mal, la verdad y el error, lo bello y lo feo. Así lo demuestra, por ejemplo, San Beda el Venerable, al afirmar: “Cuando Jesús predicaba y hacía numerosos milagros, las multitudes temían y glorificaban al Dios de Israel; pero los fariseos y escribas acogían con palabras cargadas de odio todas las cosas que decía y las obras de salvación que realizaba”.

 

Cuando el Niño Dios fue presentado en el Templo, María oyó de Simeón estas palabras: “Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción” (Lc 2, 34). El hecho de que Jesús fuera una piedra de escándalo es una de las causas por las que lo hayan odiado y tratado como el Hombre más rechazado de la Historia. Ese escándalo se dio, resumidamente, por tres razones.

 

1. Por su humildad y grandeza. La Persona Divina de Jesús une en sí dos extremos opuestos: la humildad y la grandeza. Que el Mesías naciese en una gruta, tal vez aún fuese aceptable para el orgullo humano, pero morir en la Cruz… Era llevar esta virtud hasta límites inconcebibles. Por otro lado, Cristo, de dentro de su inferior condición humana, demostró su dominio sobre las enfermedades y la propia muerte, sobre los mares, los vientos y las tempestades, causando pasmo hasta en sus más íntimos. Y si nos es fácil comprender la humildad, verla subsistir armónicamente con la grandeza, en un mismo ser, choca con nuestra débil inteligencia. Sin embargo, Jesús nos llama a la práctica de esas virtudes opuestas: por un lado, que estemos convencidos de nuestra contingencia; por otro, que vivamos en el total convencimiento de que somos, por el Bautismo, hijos de Dios.

 

2. Jesús, además, escandalizó por su doctrina. No sólo por exponerla con claridad e integridad totales, sino por ser Él la propia Verdad en esencia: “Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Mí” (Jn 14, 6). ¡No es difícil comprender el asombro de muchos al oír al hijo del carpintero decir esto!

 

Como afirma Donoso Cortés, célebre escritor del siglo XIX, el hombre acepta verdades, pero tiene dificultad en admitir la Verdad. La tensa polémica de Jesús con los fariseos tenía en su raíz esta problemática: el Divino Maestro indicaba el grave deber moral de adecuar la vida y las costumbres a la Ley de Dios. Pero, sobre todo, invitaba a sus oyentes a aceptarlo a Él como fuente y sustancia de todo aquello que predicaba. Los fariseos eran hipócritas, conductores ciegos, serpientes, raza de víboras, etc. (cf. Mt 23, 13-33), y en su orgullo estaban resueltos a nunca aceptar la Verdad. De ahí, la persecución hasta la muerte, promovida por ellos contra el Verbo Encarnado.

 

3. Por fin, Jesús escandalizó por su santidad: “Éste es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras” (Jn 3, 19-20). Aún hoy —y así será hasta el día del Juicio— el pecador, por su concupiscencia, tiene horror al justo, pues, a la luz de la vida de éste, se da cuenta de la maldad y la fealdad del vicio que abrazó, y no queriendo abandonarlo, busca destruir o denigrar al símbolo que lo censura. La verdadera santidad consiste en conocer la Verdad, amarla y practicarla, aunque eso pueda suscitar incomprensiones y hasta rechazo. De esto nos dio un desgarrador ejemplo en el “consummatum est” (Jn 19, 30), desde lo alto de la Cruz: de señal de escarnio e ignominia, la Cruz fue transformada por el Redentor en trono de honra, poder y gloria.

 

En el rechazo está el origen de su poder

 

Terminadas estas consideraciones, volvemos a preguntarnos: ¿dónde encontramos el fundamento de esa omnipotencia dada al Hijo del Hombre?

 

En cuanto Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Cristo es todopoderoso desde toda la eternidad. Y, en cuanto Hombre, participa de ese poder en su plenitud, debido a la unión hipostática entre la naturaleza humana y la divina en la Persona del Verbo.

 

No es a ese origen de su poder regio y universal al que Jesús se refiere en el pasaje del Evangelio de hoy, pues afirma explícitamente: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra”. Este versículo tiene estrecha relación con la realeza de Cristo por derecho de conquista. O sea, por el hecho de haber redimido al mundo por su Pasión y Muerte de Cruz. Se trata de un dominio que le fue dado en el tiempo, y no de su dominio eterno, como claramente puede verse en Daniel (cf. Dan 7, 13-14), Lucas (cf. Lc 1, 32-33) y mucho más en la Encíclica Quas primas, de Pío XI: “¿Qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la Redención?”.

 

Este es el fundamento de “todo poder” entregado a Cristo Hombre: su Pasión y Muerte, la Redención del mundo.

 

Ahora bien, fue por el escándalo producido por Jesús, sin la menor brizna de respeto humano, por lo que fue rechazado y crucificado. Por la aceptación humilde de ese total rechazo, se hizo objeto de tan gran mérito: de rechazado, se convirtió en todopoderoso.5 Por este motivo, Él mismo dijo a los discípulos de Emaús: “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?” (Lc 24, 26).

 

II – Nosotros y el escándalo

 

El hombre tiene verdadera ansia de poder, pero lo busca por vías equivocadas.

 

La Redención nos elevó del estado de meras criaturas a la categoría de hijos de Dios y coherederos de Cristo, e hizo de nosotros verdaderos templos de Dios (cf. Rom 8, 17; II Cor 6, 16). Esta cualidad, adquirida en el Bautismo, exige un gran convencimiento respecto a la dignidad y grandeza de nuestra participación en la vida divina.

 

No obstante, por otro lado, somos concebidos en pecado original. Nuestra naturaleza es débil, y por eso nos vemos obligados a reconocer nuestra contingencia, aprendiendo de Jesús a ser mansos y humildes de corazón (cf. Mt 11, 29).

 

Falsa noción de humildad

 

Mucho se ha insistido a lo largo de los siglos sobre esta virtud, de la cual el Señor es el modelo perfecto. Las Escrituras están llenas de consejos a su propósito (por ejemplo: cf. Jdt 8, 16; Prov 15, 33; 22, 4; Miq 6, 8; Sof 2, 3; Ef 4, 2; Flp 2, 3; Col 3, 12; I Pe 3, 8), y el propio Divino Maestro recrimina la soberbia arrogante del fariseo estigmatizándola en parábola, afirmando al final de ésta: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc 18, 14).

 

Debido a una idea errónea de lo que es la verdadera humildad, algunos desvíos se hicieron frecuentes en nuestros tiempos, influenciando los gestos, las actitudes y hasta la vestimenta.

 

Para ejemplificar esto, tratemos sobre el modo de vestir adoptado en las últimas décadas. Quien usa ropas de acuerdo con su categoría, sobre todo cuando están muy limpias y bien planchadas, parece ser un orgulloso. La modestia consistiría, entonces, en ser desaliñado, vestirse con descuido, tener los cabellos desgreñados, etc.

 

Ahora bien, Santo Tomás de Aquino afirma que, muchas veces, no es por virtud por lo que las personas se visten mal, sino por negligencia. Según él, debemos tener cuidado y diligencia en nuestra presentación personal. A este respecto, cita a San Agustín, quien dice: “Puede uno tener jactancia no solamente en el brillo y pompa de los bienes temporales, sino también en el lastimoso desaliño, la cual es más peligrosa, porque, ocultándose bajo un manto de piedad, engaña con la apariencia de servir a Dios”.

 

El gran escándalo: denunciar el mal

 

La humildad mal entendida, llevada a sus últimos extremos, desemboca en el juicio deformado de ciertos contemporáneos nuestros que llegan a afirmar que es orgulloso el que denuncia el mal. O dicho de otra forma, la permisividad moral —que hoy se propagó a todos los pueblos y se erigió como ley absoluta— sólo condena un único “escándalo”: delatar el mal.

 

Una vez más, el error es desmentido por el propio Jesús. Él no dejó de ser humilde cuando acusó a los fariseos: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre” (Jn 8, 44); ni cuando, “habló a la gente y a sus discípulos” (Mt 23, 1), los vituperó con los epítetos ya mencionados: hipócritas, insensatos y ciegos, sepulcros blanqueados, raza de víboras.

 

Con esa manera de proceder, ¿podría Jesús no escandalizar? Ésta es la gran lección que nos dan las premisas del Evangelio de hoy: seamos humildes de verdad, sin dejar la santidad de vida y de costumbres, aunque esta actitud provoque escándalo en los demás. Nunca debemos olvidarnos de nuestra condición de hijos de Dios.

 

III – El Evangelio

 

Analicemos ahora, uno a uno, los versículos del Evangelio.

 

En aquel tiempo, 16 los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.

 

Fueron convocados los “Once”, pues el traidor ya se había suicidado. Jesús les había dicho que los reencontraría en Galilea (cf. Mt 28, 10), sin embargo, la referencia a la montaña aparece aquí por primera vez y no se sabe con certeza cuál habrá sido. Algunos autores han pensado que se trata del Tabor.

 

17 Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.

 

El Espíritu Santo aún no había bajado sobre los discípulos conforme estaba prometido (cf. Jn 16, 7), pues hasta aquel momento Jesús no había ido al Padre. Por tal razón, “algunos dudaron”. Les faltaba librarse de una comprensión muy humana del Mesías, que les ocultaba la verdadera visión hasta en la hora de la Ascensión de Jesús al Cielo, llevándoles a preguntarle en aquella ocasión: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?” (Hch 1, 6).

 

¿Cuántos de nosotros no sufrimos de este mismo mal? El fijar la atención exclusivamente en los aspectos comunes y aparentes de nuestra existencia, nos conduce a no discernir a Jesús, que nos acompaña a cada paso. ¡Dudamos! A cada instante, Jesús nos llama para que nos aproximemos más a Él. Pero si nos dejamos, por así decir, hipnotizar por nuestras ocupaciones, amistades, pertenencias —en fin, por todo lo que nos rodea— no prestaremos oído a su voz.

 

Jesús Hombre, autoridad suprema

 

18 Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra”.

 

Evidentemente, en este versículo Jesús no se refiere a su naturaleza divina, pues, por ésta tiene poder absoluto desde siempre, al ser coeterno con el Padre. Se trata, aquí, de una comunicación de la divinidad a la carne, del Hijo de Dios al Hijo de la Virgen: la autoridad suprema, absoluta e infinita es conferida a la humanidad santísima de Jesús.

 

San Pablo, escribiendo a los colosenses, deja clara la esencia de ese poder: “Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por Él y para Él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él. Él es también la Cabeza del Cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por Él y para Él quiso reconciliar todas las cosas, las del Cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la Sangre de su Cruz” (1, 15-20).

 

También en este pasaje del Evangelio son dignos de comentario la insuperable didáctica y el sentido de ceremonia del Resucitado. Viendo la vacilación de algunos y, al mismo tiempo, para hacer más solemnes sus palabras, resolvió aproximarse para pronunciarlas.

 

19a “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos,…”

 

Revestido de todo poder, Jesús no pide, sino ordena: “Id”. Procede así no sólo para ejercer su autoridad, sino para conferir a los enviados —los Once y sus legítimos sucesores— un carácter de oficialidad. Los Apóstoles, por extensión y participación del poder del Redentor, después de esta determinación, empezaron a actuar en nombre del propio Jesucristo.

 

¿Y cuál será el radio de acción de ese poder conferido a la Iglesia en su nacimiento? ¡Universal! Sí, Jesús desea expandir su Reino sobre todos los pueblos y naciones.

 

La Sabiduría Eterna y Encarnada había educado con esmero a sus Apóstoles antes de lanzarlos a mares más agitados, empezando por adiestrarlos dentro de los límites de la propia nación: “A estos Doce los envió Jesús con estas instrucciones: ‘No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel’” (Mt 10, 5-6). Después de la Resurrección, ya están aptos para enseñar a “todos los pueblos”, cumpliendo la orden del Salvador.

 

Instrumentos para la conversión de la humanidad

 

19b “…bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo;…”

 

Por la teología, sabemos que la conversión es fruto de una gracia eficaz de iniciativa del propio Dios. Sin embargo, por razones de altísimo contenido ontológico, ligadas al instinto de sociabilidad, Dios quiere valerse de instrumentos humanos para convertir a las almas. Por eso creó un método y, sobre todo, una organización que se sintetizan en este versículo, al proferir Jesús, de forma solemne, la determinación de que unos enseñen a los otros, sin acepción de personas o de razas, llevando a todos a recibir el Bautismo.

 

El Evangelio, en cuanto mensaje del Señor, debe ser el camino preparatorio con miras a la acogida del neófito en el seno de la Iglesia.

 

20a “…enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”.

 

Después de bautizado, el nuevo cristiano deberá observar todo lo que fue prescrito por el Divino Maestro. “La fe sin obras está muerta” (Sant 2, 26), dice Santiago. De este modo, es indispensable que su vida y costumbres se ajusten con el Evangelio que oyó y aceptó en su corazón. No basta, por lo tanto, tener fe y ser bautizado; para salvarse es obligatorio cumplir los Mandamientos divinos. Esa práctica vendrá sobre todo del amor, según la enseñanza del Evangelio de San Juan: “Si me amáis, guardaréis mis Mandamientos” (14, 15).

 

Una promesa para los que tienen fe

 

20b “Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”.

 

Antes de la Pasión, Jesús había prometido: “No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros” (Jn 14, 18). Pero ahora, además de categórico, su compromiso es permanente y más sustancial: “Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”.

 

Ciertamente, Jesús no se refiere a la Presencia Eucarística con exclusividad, pues ya había afirmado: “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Es decir, se trata de una presencia misteriosa y atrayente. Él vivificará su obra, la Iglesia, animándola y fortificándola sin cesar. Es, según San Jerónimo, la proclamación del triunfo de la Iglesia, porque Él nunca se apartará de los fieles que creen en Él. ²

 

 


 

SAN BEDA. Homiliæ Genuinæ. L.I, hom.XV. In purificatione Beatæ Mariæ: ML 94, 82.

2) Cf. DONOSO CORTÉS, Juan. Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo. L.I, c.III, n.4-5. In: Obras Escogidas. Buenos Aires: Poblet, 1943, p.501-502.

3) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.13, a.1, ad 1.

4) PÍO XI. Quas primas, n.12.

5) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q.46; q.13.

6) Cf. Idem, II-II, q.169, a.1.

7) SAN AGUSTÍN. De sermone Domini in monte. L.II, c.12, n.41. In: Obras. 2.ed. Madrid: BAC, 1954, v.XII, p.935.

8) Cf. SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L.IV (22,41-28,20), c.28, n.64. In: Obras Completas. Comentario a Mateo y otros escritos. Madrid: BAC, 2002, v.II, p.421.

 

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->