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– EVANGELIO –
16 “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. 17 Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. 18 “El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios” (Jn 3, 16-18).
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COMENTARIO AL EVANGELIO – Solemnidad de la Santísima Trinidad –La Santísima Trinidad nos llama a participar de su vida
Dios manifiesta su inagotable amor por los hombres al abrirles las puertas de la convivencia trinitaria por medio de la obra redentora de su Hijo.
I – MISTERIO REVELADO POR EL HOMBRE DIOS
Al comenzar piadosamente cualquier acto de la vida cotidiana o una oración, solemos decir: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Con la misma invocación comienza la Santa Misa, que continúa con el saludo del sacerdote: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros”.1 El misterio de la Santísima Trinidad está presente en nuestro día a día, en todo momento. Sabemos, por la doctrina de la Iglesia, que hay tres Personas divinas, pero un solo Dios. No obstante, la inteligencia humana no es capaz de abarcar esta realidad sobrenatural, entre otras razones porque estamos habituados a tratar con otros hombres, meras criaturas de nuestra misma naturaleza racional, en la que el ser y la persona se confunden en una sola unidad.
Conocer a la Trinidad sólo es posible por la Revelación
La fe es la que nos permite aceptar esa verdad, hasta tal punto que si el Hijo de Dios no la hubiese revelado, sería imposible deducirla por simple raciocinio.2 El Antiguo Testamento no ofrece elementos para discernir con precisión la existencia de la Trinidad, tan sólo algunos vestigios e insinuaciones muy tenues que nos hacen, en cierta forma, presentirla. Por ejemplo, al narrar la creación en el sexto día el autor sagrado utiliza el verbo en plural, como si la determinación hubiese sido tomada por varias personas: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1, 26). Éste y otros textos bíblicos análogos (cf. Gn 3, 22; Gn 11, 7) pueden considerarse signos de la Trinidad, aunque no sean explícitos y categóricos. También en la historia de Abrahán hay un hecho significativo: los tres ángeles que lo visitan para anunciarle el nacimiento de Isaac sugieren algo de ese misterio (cf. Gn 18, 1-2). Los libros sapienciales contienen alusiones a la gestación eterna del Verbo por el Padre, cuando la Sabiduría habla de sí misma: “El Señor me creó al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remoto fui formada, antes de que la tierra existiera. Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas” (Pr 8, 22-24). Y, en la visión de Isaías, los serafines proclaman “¡Santo, santo, santo es el Señor del universo!” (Is 6, 3), repitiendo el título para honrar a las tres Personas. Sin embargo, la razón humana nunca tendría la capacidad suficiente para llegar a tal conclusión y deducir semejantes aplicaciones, pues el sentido de las Escrituras sólo apareció claramente después de la Encarnación, como figura en la Oración colecta: “Dios, Padre, todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio, concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la Trinidad y adorar la Unidad todopoderosa”.3
De hecho, es el Hijo de Dios quien anuncia la existencia de las otras Personas, y Él mismo declara: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14, 26); “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir” (Jn 16, 12-13). Por lo tanto, a partir de Pentecostés es cuando los Apóstoles son ilustrados por el Espíritu Santo. Es Él quien nos hace comprender la verdad, aunque de un modo un tanto oscuro, a tientas, como cuando entramos en un cuarto sin luz e, imposibilitados de ver con nitidez, nos movemos con cuidado tanteando las paredes y los objetos, hasta adquirir una vaga idea del lugar. Así, también la fe —un don de Dios por el cual reconocemos las verdades sobrenaturales que nos son propuestas4— nos confiere cierta noción difusa a respecto de las tres personas de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Quiso Dios que conociésemos algo de este misterio ya en la tierra, a fin de prepararnos para la eternidad, como afirma San Agustín: “Para poder contemplar inefablemente lo inefable es menester purificar nuestra mente. No dotados aún con la visión [beatífica] somos nutridos por la fe y conducidos a través de caminos practicables, a fin de hacernos aptos e idóneos de su posesión”.5 En efecto, estamos en este mundo de paso y nos dirigimos hacia la convivencia perenne con la Trinidad en el Cielo, donde veremos “la verdad sin trabajo y gozaremos de su claridad y certeza. No será menester el raciocinio del alma, pues veremos intuitivamente […]. Al esplendor de aquella luz no habrá cuestión”.6
En el Evangelio que contempla la liturgia, Jesús, el Hijo de Dios encarnado, nos enseña que estamos aquí de paso con las miras puestas en la convivencia eterna con la Santísima Trinidad. Analicemos, pues, este pasaje teniendo presente este altísimo misterio de nuestra fe.
II – EL AMOR DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD A SU OBRA
Son de enorme riqueza los tres versículos extraídos de la narración de San Juan acerca de la famosa conversación nocturna de Jesús con Nicodemo. Encierran verdades extraordinarias que, si ahora pertenecen al dominio común de los católicos, en aquel momento significaron una prodigiosa apertura de horizontes en el campo sobrenatural. Ese coloquio —una de las partes más sustanciosas de las Escrituras—, además de ser de gran belleza, también constituye un auténtico tratado de teología a respecto de la obra redentora de Cristo, del Reino de Dios y de otros aspectos de la Revelación.
El discípulo amado escribió el contenido de ese diálogo a partir de lo que oyó, quizá de Jesús, de su Madre Santísima —a quien el Señor se lo habría contado— o del mismo Nicodemo. Este fariseo tenía muy buena formación religiosa y, según todo indica, un corazón recto, por lo que el divino Maestro intentaba abrirle la inteligencia. Infelizmente hubo cierta resistencia por su parte, pues le costaba asumir doctrinas tan diferentes de las que ya había asimilado en la religión hebraica, conforme le habían sido transmitidas por sus maestros. El hecho de ir en busca del Salvador durante la noche es evocador, como lo destaca un abad medieval: “Se dice muy oportunamente que vino de noche, porque oscurecido en las tinieblas de la ignorancia, aún no había llegado a alcanzar la luz necesaria para creer perfectamente que Jesús era Dios. La palabra ‘noche’, en la Sagrada Escritura, se pone muchas veces en lugar de ignorancia”.7
He aquí el riesgo que corre quien posee mucho conocimiento: su dificultad para creer puede ser mayor. El diálogo de Jesús con la samaritana, mujer llena de fe y de entusiasmo (cf. Jn 4, 7-26), confirma dicha realidad: se convierte más rápidamente que Nicodemo. Sin embargo, éste sería más tarde discípulo del Señor y se encontraría entre los que prepararon su sagrado cuerpo para darle sepultura después de la crucifixión (cf. Jn 19, 38-42). Siguió a Jesús y se santificó porque la gracia acabó abriendo su corazón a las valiosas enseñanzas recibidas esa noche.
La caridad divina es eminentemente difusiva
16a “Tanto amó Dios al mundo…”
Dios, siendo todopoderoso, tiene la capacidad de no hacer el mal nunca.8 Todo cuanto crea es bueno y, por consiguiente, ama a sus obras. Algunas cosas que vio en sí mismo desde toda la eternidad, las amó de forma especial y les dio la existencia,9 sacándolas de la nada para que participasen de su felicidad. Un ejemplo nos ayudará a entender mejor esa manera de actuar: si alguien posee notables dotes culinarias es normal que, cuando elabora con placer platos deliciosos, desee invitar a otros para que los aprecien. Existe en la propia naturaleza humana, perfeccionada por la virtud, una tendencia por favorecer a sus semejantes y hacerlos partícipes de su propia felicidad, porque el bien es eminentemente difusivo.10 Ahora bien, si eso pasa con nuestra naturaleza, que se inclina hacia el egoísmo, ¿cómo será en Dios? En Él el amor es infinito —“Dios es amor” (1 Jn 4, 8)— y tiende a propagarse, pues Él quiere comunicar su bondad. No sin razón creó el universo, que es una emanación de esa caridad, según comenta Santo Tomás: “Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas”.11
Viendo todo cuanto había hecho, el Altísimo constató que el conjunto, así como cada parte de la Creación, no sólo era bueno, sino muy bueno (cf. Gn 1, 31). Sin embargo, una parte de los ángeles y de los hombres no se mostraron agradecidos por los beneficios recibidos, no supieron restituir a Dios lo que le pertenecía, ni corresponder a su amor. Los ángeles malos pecaron y, después de ellos, Adán y Eva también; la maldición se introdujo en el orden del universo y las puertas del Cielo se cerraron para la humanidad.
Una conversación en la eternidad…
16b “…que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca,…”
Dios es radical, más exactamente, es la Radicalidad, y por eso ama por entero, hasta las últimas consecuencias. Pues bien, ¡quiso salvar a su obra! Con la intención de esbozar una pálida idea de lo que pudo ocurrir entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo al determinar la Redención, imaginemos, de acuerdo a los patrones humanos, un coloquio en el seno de la Trinidad, aunque en el plano divino sea todo muy diferente. En esa hipotética conversación, una de las tres Personas, le dice a las otras:
— Nuestros designios con relación a la humanidad se ven frustrados. ¿Qué vamos a hacer?
El Hijo, que es la Sabiduría, se dirige al Padre:
— ¡Yo asumo la deuda! Me encarnaré y, en mi naturaleza humana, en cuanto segunda Persona de la Trinidad, un simple gesto mío podrá reparar la ofensa que nos hicieron, abrir de nuevo las puertas del Cielo y derramar sobre los hombres un caudal de gracias aún más abundante que si Adán no hubiese pecado.
Entonces, el Padre añade:
— Hijo mío, anhelo más. Aunque sólo bastase un mero acto de tu parte para reparar el pecado cometido, te voy a exigir que aceptes el tormento de la crucifixión y del abandono, pues te deseo toda la gloria posible y la máxima exaltación, incluso, de la humanidad que vas a asumir.
Y el Hijo consiente, sin vacilación:
— Padre mío, “he aquí que vengo para hacer tu voluntad” (Hb 10, 9).
Por fin, el Espíritu Santo completa:
— Siempre he deseado dar más al Padre y al Hijo y retribuirles a ambos el hecho de proceder de su mutuo amor. Ahora, con esa entrega del Hijo, eso será posible, pues me tocará la misión de revelarlo a los hombres, santificándolos y disponiendo sus corazones para acogerlo.
Vemos, por lo tanto, cómo Dios amó al mundo con radicalidad y sin límites, al punto de condescender en dar a su Unigénito, engendrado antes de todos los siglos, para salvar a la humanidad que había entrado por el camino del pecado y servirle de modelo. Enseña Santo Tomás de Aquino: “El amor se muestra mediante el don […]. Dios nos dio el máximo don, porque dio a su Hijo unigénito. Por eso dice: ‘para dar a su Hijo unigénito’; ‘no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros’ (Rm 8, 32)”.12
La convivencia de la Trinidad está abierta a los hombres
16c “…sino que tenga vida eterna. 17 Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.
El Hijo de Dios no vino para vigilarnos ni para recriminarnos, sino para traernos la vida eterna. El ofrecimiento de una gota de su sangre tendría mérito infinito y sería suficiente para reparar los crímenes de toda la humanidad, desde Adán hasta el último hombre de la Historia. Él, no obstante, lo entregó todo, incluso su propia carne, tan sólo no le rompieron sus huesos, para que se cumpliesen las Escrituras (cf. Ex 12, 46). “Desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano” (Is 52, 14), siendo comparado a un gusano (cf. Sal 21, 7). Esto nos da una idea de la magnitud de ese deseo por conseguirnos la vida eterna: “El Hijo, a quien el Padre no perdona, es entregado, pero no contra su voluntad, pues de Él está escrito: ‘me amó y se entregó a sí mismo por mí’ ”.13
¿Qué debemos entender por vida eterna? En una palabra, la vida del propio Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, o sea, el conocimiento infinito del Padre a respecto de sí, por el cual engendra al Hijo, y el amor entre ambos, tan proficuo, hace que de éste proceda el Espíritu Santo, cerrando el proceso trinitario. Dios, no obstante, quiso abrir a los ángeles y a los hombres las puertas de esta convivencia, de “la vida íntima de la sacrosanta Trinidad en las inefables comunicaciones de las tres Personas. Pues todas tres, y cada una a su modo, contribuyen a la obra de nuestra deificación. […] El Padre es quien nos adopta, el Hijo quien nos hace sus hermanos y coherederos, el Espíritu Santo quien nos consagra y nos hace templos vivos de Dios; y así viene a morar en nosotros en unión con el Padre y el Hijo”,14 como bien explica el padre Arintero. En una sola frase resume estas verdades el Doctor Angélico, con total sencillez: “La vida eterna no es otra cosa que disfrutar de Dios”.15
Ahora bien, el acceso a ese disfrute nos lo flanquea el sacramento del Bautismo, instituido por Jesucristo, cuyo rito es sencillo y de tal manera asequible que —a falta de un ministro ordenado y en caso de necesidad— puede administrarlo cualquier persona, siempre que se ciña a la forma dispuesta por la Iglesia. En el momento en que el agua es derramada sobre el neófito y se pronuncia la fórmula “N., yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”, se obra un impresionante milagro, de los mayores que hay en la tierra: de mera criatura, la persona es elevada a participar de la vida de Dios. Además, le son infundidas las virtudes teologales —fe, esperanza, caridad— y las cardinales —prudencia, justicia, fortaleza, templanza—, a las cuales se añade el enorme cortejo de las demás virtudes, y todos los dones del Paráclito. Pero, sobre todo, el alma se convierte en un templo vivo donde habitan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
De hecho, las tres Personas ya estaban en ella, porque Dios se encuentra real e íntimamente en todas partes y en cada criatura, de tres maneras: por esencia, sustentándola en el ser, de modo que no regrese a la nada; por presencia, una vez que todo pasa ante sus ojos; por potencia, pues todo está sujeto a su divino poder. Sin embargo, después del Bautismo, estará también presente como Padre y Amigo.
La vida divina recibida en el Bautismo debe ser cultivada hasta desarrollarse plenamente cuando crucemos el umbral de la muerte y entremos en la vida eterna, prometida por Jesucristo. Ésta consiste en contemplar a Dios16 al cual es (cf. 1 Jn 3, 2), lo que sería imposible si la naturaleza humana no recibiese la luz de la gloria, es decir, la propia luz de Dios. Con razón dicen las Escrituras: “in lumine tuo videbimus lumen — tu luz nos hace ver la luz” (Sal 35, 10).
La condenación consecuencia de la falta de fe
18 “El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios”.
En este versículo Jesús muestra cómo nos salvamos o nos condenamos, y aclara un aspecto de la teología que no era de pleno conocimiento de los judíos. Éstos creían en el Juicio Final, pero no tenían la misma certeza respecto al juicio particular, y por eso el Señor quiso contar la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). La Iglesia Católica enseña que “cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular”.17 No obstante, el divino Maestro declara aquí algo que transciende esa verdad: el juicio tiene lugar en el mismo instante en que los actos se practican. Éstos determinan la salvación o la condenación de cada uno, como afirma San Agustín, explicando este pasaje del Evangelio: “El juicio aún no se ha publicado, pero ya está hecho. Sabe el Señor quienes son los suyos; sabe quiénes quedarán para la corona, quiénes para las llamas; conoce en su era cuál es el trigo y cuál la paja, como cuál es la mies y cuál es la cizaña”.18 Siendo así, quien comete un pecado mortal sólo se salva del juicio de Dios y de una condenación ipso facto porque Él suspende el castigo. Lo normal sería que cuando un ser inteligente y libre, como el hombre, cayese en falta grave, el orden del universo vulnerado se vengase, y Satanás lo agarrase y se lo llevase al infierno. Esto sólo no ocurre porque Dios lo impide; lo hace con el fin de darle otras oportunidades al pecador —que, en realidad, ya está juzgado— para que se corrija.
Esta doctrina ha de ser clara para que no se cree una concepción ilusoria de la vida, pensando que es posible llevar una existencia de caídas frecuentes, seguidas de confesiones sin auténtica contrición ni propósito de enmienda y, en la hora de la muerte, recibir los sacramentos e ir al Cielo. Esta equivocación es tan antigua que ya San Juan Crisóstomo, en el siglo IV, al comentar el mismo versículo, advertía a sus contemporáneos sobre los riesgos de creer que “el infierno no existe, no hay castigos, Dios nos perdona todos los pecados”.19 Ahora bien, es muy posible que en el fuego eterno se encuentren las almas de muchos que juzgaban que podían oscilar entre el pecado y el estado de gracia, pero que de repente fueron sorprendidas por una muerte imprevista y en ellas se cumplió la palabra de Jesucristo: “ya está juzgado”. ¿Se trata de una mera coincidencia? ¡No! Sería un milagro de la misericordia divina que esto no sucediese, porque, como hemos visto, del pecado debería resultar la muerte inmediata. El Señor dice que está juzgado el que no cree en el nombre del Unigénito de Dios. O sea, quiso beneficiarnos, ofreciéndose por nosotros, pero a los que lo rechazan no se les permitirá gozar del premio de la vida eterna.
III – NO BASTA LA FE, ES NECESARIO DAR TESTIMONIO
Creer significa traducir a la propia vida aquello en lo que se creyó. Por consiguiente, es indispensable que de nuestra parte exista esa creencia en Jesucristo, no de manera etérea, sino de acuerdo con el momento histórico actual. Y como a lo largo de los siglos el mal se presenta bajo nuevos aspectos, tenemos la obligación de manifestar la fe en Cristo de modo conveniente a la situación en que vivimos. En los primeros tiempos del cristianismo los fieles se sentían conducidos por el soplo del Espíritu Santo, hasta tal punto que estaban dispuestos a entregar todo cuanto poseían, como se narra en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2, 44-46). Distinta fue la época de las persecuciones, en que los cristianos, embriagados por la idea de la Muerte y Resurrección de Jesucristo y abrasados de amor por Él, enfrentaban la muerte y dominaban los instintos de sociabilidad y de conservación, ambos muy arraigados en el alma. En la Edad Media, otro modo de adhesión llevó al hombre a transformar la vida social en una manifestación de la fe católica. En cada etapa de la Historia, por tanto, la fe produce nuevos y variados frutos de santidad, puesto que si no hay obras, está muerta (cf. St 2, 17).
También necesitamos dar testimonio de esa virtud, adecuando a Jesucristo nuestras actitudes, mentalidad, inteligencia, voluntad, sensibilidad, en fin, todo lo que somos y queremos ser. Al presenciar en el mundo de hoy el abandono de la fe y la casi completa desaparición del fermento evangélico en las relaciones humanas, nos corresponde alimentar una vigorosa piedad eucarística y mariana, junto con la fidelidad a la Cátedra de Pedro, y buscar la sacralidad en todos los aspectos de la existencia. En resumen, debemos asemejarnos al divino Maestro, a fin de participar, ya en esta vida, de la inefable convivencia con las tres Personas divinas. Éste es el objetivo de la liturgia de hoy: estimularnos a crecer en la devoción a la Santísima Trinidad y a corresponder a su sublime amor, realizando la voluntad del Padre, caminando sobre las huellas del Hijo y atendiendo con docilidad las mociones del Espíritu Santo.
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1 ORDINARIO DE LA MISA. Ritos iniciales, A. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, p. 409.
2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 32, a. 1.
3 SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD. Oración colecta. In: MISAL ROMANO, op. cit., p. 398.
4 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 6, a. 1.
5 SAN AGUSTÍN. De Trinitate. L. I, c. 1, n.º 3. In: Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1956, v. V, p. 131.
6 Ídem, L. XV, c. 25, n.º 45, p. 927.
7 HAYMO DE AUXERRE, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Ioannem, c. III, vv. 1-3.
8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 25, a. 3, ad 2.
9 Cf. Ídem, q. 20, a. 2, ad 2.
10 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma contra los gentiles. L. III, c. 24, n.º 6.
11 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Sent. L. II, proœm.
12 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Ioannem. C. III, lect. 3.
13 SAN AGUSTÍN, op. cit., L. XIII, c. 11, n.º 15, p. 733.
14 GONZÁLEZ ARINTERO, OP, Juan. Evolución mística. Salamanca: San Esteban, 1988, p. 209.
15 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Super Ioannem, op. cit.
16 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 12, a. 6.
17 CCE 1022.
18 SAN AGUSTÍN. In Ioannis Evangelium. Tractatus XII, n.º 12. In: Obras. Madrid: BAC, 1955, v. XIII, p. 353.
19 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XXVIII, n.º 1. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (1-29). 2.ª ed. Madrid: Ciudad Nueva, 2001, p. 325.