– EVANGELIO –
37 El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie gritó: “El que tenga sed, que venga a mí y beba 38 el que cree en mí; como dice la Escritura: ‘de sus entrañas manarán ríos de agua viva’ ”.39 Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7, 37-39).
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COMENTARIO AL EVANGELIO – SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS (MISA DE LA VIGILIA)
La restauración de la humanidad corrompida por el orgullo sólo es posible con una generosa efusión del Espíritu Santo. La Pasión y la consecuente glorificación del Hombre Dios, la conquistaron para nosotros.
I – JESÚS Y MARÍA, CENTRO DE LA CREACIÓN
Dios es la Verdad, la Bondad y la Belleza absolutas y, por lo tanto, la Perfección. Actúa en todo buscando lo más elevado y excelente. De esta forma, el universo —esa magnífica obra de los seis días preferida por Él de entre los infinitos mundos posibles— “no puede ser mejor, ya que el orden dado por Dios a las cosas, y en el que consiste el bien del universo, es insuperable”, 1 comenta Santo Tomás de Aquino.
Jesucristo es la piedra angular de la Creación rechazada por los constructores, pero centro de atención del proprio Dios (cf. 1 Pe 2, 4-5); piedra en función de la cual todo se estructura. En efecto, desde toda la eternidad, en la mente divina estuvo en primer lugar la figura majestuosa e insuperable de Cristo, Dios hecho hombre e, inseparable de ella, la de la Santísima Virgen. Porque la relación que existe entre ambos es tal que la mayoría de los teólogos defiende la tesis de que Jesús y María fueron predestinados en un único y mismo decreto divino. 2 Son el punto de referencia esencial para la creación de todo el universo. Por eso, podemos afirmar que tanto uno como otro están, de alguna manera, representados en todas las criaturas.
La gloria de las demás criaturas irá en función de sus modelos
Por consiguiente, antes de que éstas fueran liberadas “de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, antes de que recibiéramos un extraordinario surto de nueva vida, es decir, “la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo” —como destaca la segunda lectura de hoy (Rom 8, 22- 27)—, era indispensable que primero fueran glorificados Jesús y María, modelos de toda la Creación.
La liturgia de la Vigilia de la Solemnidad de Pentecostés nos ilustra respecto a esa verdad y no sólo nos prepara para asimilarla de forma intelectiva, sino también para que acojamos mejor la acción del Espíritu Santo.
El orgullo lleva a querer destronar a Dios
La primera lectura (Gén 11, 1-9) relata el episodio, tan repleto de simbolismo, de la Torre de Babel, en el que vemos a los hombres organizándose para una gran empresa. Tomados, sin duda, por el placer de producir —constante tendencia humana en el transcurso de la Historia—, aprendieron a fabricar ladrillos y se preguntaron qué provecho podían sacar de esa nueva invención: “Vamos a construir una ciudad y una torre que alcance el cielo, para hacernos un nombre, no sea que nos dispersemos por la superficie de la tierra” (Gén 11, 4).
Pero “el Señor bajó a ver la ciudad y la torre que estaban construyendo los hombres” (Gén 11, 5). Estas palabras son figurativas — por la necesidad que tiene la naturaleza humana de hacer más cercano a un Dios infinito y comprender mejor sus acciones—, porque Él no necesita inclinarse para conocer los acontecimientos: ¡Dios lo sabe todo desde siempre! Esto significa que el Todopoderoso analiza el corazón de los orgullosos, conforme está escrito: “de lejos conoce al soberbio” (Sal 137, 6). Entonces dijo el Señor: “Puesto que son un solo pueblo con una sola lengua y esto no es más que el comienzo de su actividad” (Gén 11, 6a). Destaca ahí el ansia del hombre por el progreso egoísta, el deleite y el afán de la realización personal, los cuales, una vez desatados, ya no se detienen. Primero será un ladrillo, después más ladrillos, seguidamente una ciudad, al final una torre que alcance el cielo… hasta, en determinado momento, la ambición de querer derrocar a Dios de su trono.
El Creador hizo una figura de barro para formar a Adán y sopló en su nariz. No sólo convirtió el barro en carne, huesos, sangre y le infundió la vida humana (cf. Gén 2, 7), sino que también le otorgó la participación en la vida divina, por la gracia. En contraposición, el hombre experimenta la colosal tentación de valerse de ese mismo barro para equipararse con Dios.
“El orgullo —escribe el piadoso P. Beaudenom— tiende a privar a Dios de su gloria, más aún, de su proprio papel. Se pone en su lugar si no intencionalmente, lo cual sería monstruoso, al menos en la práctica, lo que ya es bastante detestable”.3 La finalidad del orgullo siempre es esa; y aunque insistamos en mostrarle al presuntuoso las consecuencias de sus actos, si no hay un auxilio especial de la gracia nada lo disuadirá, como subraya el texto bíblico: “ahora nada de lo que decidan hacer les resultará imposible” (Gén 11, 6b).
Dios no permite que el orgulloso se realice
Por tal razón, Dios dispuso: “Bajemos, pues, y confundamos allí su lengua, de modo que ninguno entienda la lengua del prójimo” (Gén 11, 7). Además de ocasionar los peores desastres en la vida privada y en las relaciones con los demás, el orgullo trae, sobre todo, la confusión; es un terrible óxido que corroe las verdades sobrenaturales, porque el orgulloso deja de acatarlas y prefiere discutirlas con razonamientos ajenos a Dios, y así su fe se va disipando, a veces hasta desaparecer. He aquí la tragedia de la naturaleza humana concebida en pecado original.
“La estima de sí mismo —continúa Beaudenom— […] tiende a oscurecer la noción de la necesidad de Dios, de recurrir a Dios, y esto más que un error, más que una simple falta, es un inmenso peligro. Puesto que esta actitud implica la negación implícita de la gracia. Bajo la influencia de esta disposición, el orgulloso no piensa en consultar a Dios y en implorar su auxilio tan necesario. […] Este extravío, que nace de un sentimiento viciado, es responsable de los desastres que a veces acarrea”.4
“El Señor los dispersó de allí por la superficie de la tierra y cesaron de construir la ciudad. Por eso se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los dispersó el Señor por la superficie de la tierra” (Gén 11, 8-9). Vemos cómo los que abrazaron la impiedad en la llanura de Senaar, pretendiendo dar a la tierra un carácter paradisíaco, divorciado de Dios, fueron humillados, según la palabra del Salvador: “todo el que se enaltece será humillado” (Lc 18, 14). No obstante, el castigo enviado fue una gracia, ya que si hubieran llevado a cabo sus intenciones, habría sido su perdición.
II – LA PROMESA DEL AGUA VIVA
Ahora bien, la solución al problema del orgullo sólo la encontraremos en la promesa hecha por Jesús en el Evangelio escogido para esta liturgia.
37a El último día, el más solemne de la fiesta…
El divino Maestro había subido a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos, la más alegre de todas las festividades judaicas, cuya duración era de ocho días. Se celebraba en memoria de la protección que Dios dispensó al pueblo de Israel, a lo largo de los cuarenta años de peregrinación por el desierto, así como en acción de gracias por el feliz término de la cosecha.5
A esas alturas de su ministerio público, los ánimos estaban exasperados contra Jesús, sobre todo en Judea; por este motivo llegó a Jerusalén de forma inadvertida, y sólo apareció por el Templo cuando los festejos ya estaban avanzados. Sin embargo, los fariseos trataban de prenderlo, acusándole de violar el sábado, pero entre el pueblo las opiniones al respecto estaban divididas (cf. Jn 7, 10-32).
37b …Jesús en pie gritó:…
En aquella época, quien predicaba, explicando las Escrituras en las sinagogas, normalmente lo hacía sentado (cf. Lc 4, 20) mientras los oyentes permanecían de pie.6 El hecho de que Jesús hablara de pie —y además proclamando en voz alta— indica que iba a decir algo de suma importancia y quería que todos le pudieran escuchar.
La sed de lo sobrenatural y la humildad
37c …“El que tenga sed, que venga a mí y beba 38 el que cree en mí; como dice la Escritura: ‘de sus entrañas manarán ríos de agua viva’ ”.
Entre los distintos ritos de la fiesta de los Tabernáculos encontramos el del agua: a lo largo de esos ocho días, un sacerdote iba hasta la fuente de Siloé para sacar un poco de agua, que rápidamente se mezclaba con el vino de las libaciones en el altar del Templo, mientras el coro cantaba el célebre pasaje de Isaías: “Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación” (12, 3). Esta ceremonia conmemoraba el milagro realizado por Moisés, que hizo brotar una fuente de una roca (cf. Núm 20, 11), pero también se revestía de un carácter mesiánico, en referencia a la salvación anhelada por los israelitas con la llegada del Redentor. El propio nombre Siloé —en hebreo siloah—, o sea, enviado, ya hacía alusión al Mesías, que traería torrentes de bendiciones al pueblo elegido.7
Dadas las peculiaridades propias de aquella ocasión, se entiende que Jesús se aprovechara de ellas para revelar —aunque de una manera un tanto velada— su misión de verdadero Salvador. Al usar el término “sed”, lo hizo en el sentido más sublime de la palabra, es decir, sed de lo sobrenatural, de la eternidad, de la santidad, de la gracia. Quien tiene sed de lo sobrenatural es aquel que huye del orgullo y abre su alma para creer en el Redentor. En virtud de esta fe, nacerá en su interior una fuente de agua viva.
El agua material, un mero símbolo
El agua es un elemento creado por Dios con un papel esencial en la vida. Sabemos que casi tres cuartas partes de nuestro planeta está cubierto por agua y ésta tiene múltiples utilidades: regar las plantaciones, abrevar a los animales y, sobre todo, mantener la salud del hombre. Experimentamos sus beneficios al sernos ofrecida para saciar nuestra sed; o bien cuando, tras una jornada de mucho trabajo, le proporcionamos a nuestro cuerpo el alivio de unas abluciones; o incluso si tenemos la posibilidad de convivir con los peces —aunque por poco tiempo— sumergiéndonos en el mar… El agua limpia, el agua lava, el agua purifica.
El agua material, no obstante, es tan sólo un símbolo de las realidades sobrenaturales que nos son propuestas por la fe, como veremos a continuación.
¡Un milagro infinito!
39a Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él.
Es tan profunda esta doctrina que, para exponerla mejor, usaremos una alegoría.
Imaginemos un campesino en los remotos tiempos de la Edad Media, que vive en una sencilla casa rural. Cierto día un emisario real le anuncia que el soberano ha decidido adoptarlo como hijo suyo, convirtiéndose así en hermano de su primogénito y también en heredero. Tras un primer momento de estupefacción por parte de su interlocutor, ante la perspectiva de un honor tan extraordinario, el mensajero continuaría: “El monarca, sin embargo, quiere transformar tu casa en un palacio y venirse a vivir aquí, con el propósito de establecer una relación estrecha y diaria contigo”. De todos los privilegios enumerados, éste sería, sin duda, el más excelente, pues, si grande es la ventaja de pertenecer a la familia real y ser poseedor de innumerables riquezas, ¡mucho mayor es la de encontrarse entre los íntimos de Su Majestad!
La historia de ese hombre sencillo, súbitamente transformado en príncipe, es una pálida imagen del milagro infinito que se realiza en una criatura humana al ser cualificada por la gracia. Cuando se vierten las aguas del Bautismo sobre la cabeza de una persona, el pecado original se borra, así como todas las faltas anteriormente cometidas, y le es infundida la gracia santificante, con sus virtudes y sus dones. En ese momento, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo entran en su alma y hacen en ella su morada. Dios, que ya estaba en esa persona por esencia, por presencia y por potencia,8 empieza a inhabitarla como padre y amigo, y la vida sobrenatural comienza a brotar en su interior, ¡que se vuelve templo de la Santísima Trinidad!
No se trata de un templo como por ejemplo un sagrario, objeto material inerte donde se conservan las especies eucarísticas, en una relación pasiva con el Señor allí realmente presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Nuestras almas, al contrario, son templos vivos, en los que el Espíritu Santo siempre actúa por medio de una convivencia íntima, con el fin de santificarnos. En efecto, por tratarse de una manifestación del inconmensurable amor de Dios por nosotros, tal inhabitación se atribuye en particular al Espíritu Santo, amor sustancial.
El agua viva de la gracia
El Espíritu Santo es el río de agua viva que fluirá dentro de nosotros y del cual el mismo Jesús se ofrece para ser la fuente, siempre que creamos en Él. En el Apocalipsis, San Juan describe “un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de su plaza, a un lado y otro del río, hay un árbol de vida que da doce frutos, uno cada mes” (22, 1-2).
El agua viva no está estancada como la de un aljibe, sino que fluye a borbotones constantemente, como la de las fuentes de las plazas de Roma, a disposición de los transeúntes. Ese divino manantial, prometido por Jesucristo en el Evangelio de esta Vigilia y vislumbrado por el discípulo amado, produce en el fondo del alma un agua superabundante y eficaz, que combate sin cesar la sed de las pasiones, al mismo tiempo que nos sustenta, anima, impulsa y transmite energía —espiritual y también corporal—, proporcionándonos la alegría de la contemplación de los panoramas sobrenaturales. Entonces, en todo cuanto hacemos Él nos eleva y así damos lo mejor de nosotros mismos; y llegado el instante del último suspiro, si hemos alcanzado el auge de la virtud, entraremos en el Cielo sin ni siquiera pasar por el Purgatorio.
Sólo en los corazones humildes habita el Espíritu Santo
El alma sólo perderá el tesoro de la naturaleza divina si, cegada por el orgullo, levanta obstáculos, pone condiciones a la gracia e intenta construir en su interior una Torre de Babel, la “torre” de todas las ambiciones y desvaríos del pecado. Contando únicamente con la naturaleza puramente humana e impedida para conquistar méritos, encontrará el Cielo cerrado ante ella. Por eso debemos rogar al Paráclito que remueva las trabas provenientes de nuestra miseria y, así, dóciles a sus inspiraciones, colaboremos con su obra de santificación. Recordemos la célebre amonestación de Santa Maravillas de Jesús, superiora de las Carmelitas Descalzas del Cerro de los Ángeles, a sus religiosas: “Si tú le dejas…”.9
En el otro extremo, uno de los más bellos pasajes de la epístola de San Pablo a los romanos —también contemplado en la segunda lectura— deja entrever la maravilla de la humildad y cómo ésta nos consigue beneficios extraordinarios: “nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (8, 26). Porque si nos ponemos ante la perspectiva de que somos de barro, hechos de la misma materia que los ladrillos de la Torre de Babel y, por lo tanto, incapaces tan siquiera de saber qué pedir o de encontrar la fórmula para hacerlo, podemos estar seguros de una cosa: siempre que nos mantengamos en la gracia de Dios, el Espíritu Santo estará gimiendo en el fondo del alma de cada uno de nosotros; ¡esta es la humildad! ¡Sólo en los corazones humildes habita el Espíritu Santo!
Un misterio de amor del Hijo hacia el Padre y hacia nosotros
39b Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.
Para comprender bien el significado de esta frase del evangelista teólogo, es menester remontarse al momento en que, por el fiat de María Santísima, el Verbo se encarnó.
Dios había prescrito al pueblo de Israel diez Mandamientos, además de las numerosas reglas de la Ley mosaica, resumiéndose todo en dos sentencias: “Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 5) y “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19, 18). Quiso ser el primero en darnos ejemplo de esto último, volviéndose nuestro prójimo al asumir la naturaleza humana. Más aún, para redimirnos anhelaba padecer por nosotros abrazando la cruz, como la abrazó, y derramando su sangre, como la derramó.
No obstante, siendo Dios, no estaría de acuerdo con el mandato divino que su alma fue fe, sufriendo, como los demás hombres, la privación de la visión beatífica, de tal forma que no se viera a sí mismo como Persona divina, sino que tuviera que creer en la existencia de Dios.10 La creación del alma del Hijo de Dios, debía ser —como de hecho lo fue— la más perfecta. Para Santo Tomás, fue “bienaventurado desde el mismísimo principio”.11
Con el fin de realizar su designio redentor, además, eligió asumir la naturaleza de un cuerpo mortal,12 listo para sufrir las amarguras de una crucifixión, precedida por todas las humillaciones que soportó desde su arresto en el Huerto de los Olivos. Él, “el Impalpable, el Impasible, que por nosotros se hizo pasible; el que por todos los modos sufrió por nosotros”.13 No incentivó esos suplicios —pues no puede provocar el pecado—, sino que se sometió a la maldad humana, hecha de envidia, de comparación y de orgullo.
Nos encontramos aquí con una asombrosa dicotomía: un alma en la visión beatífica unida a un cuerpo padeciente. ¿Cómo entenderlo? ¡Misterio de amor del Hijo, de deseo de reparación del Hijo al Padre y de misericordia hacia nosotros!
La gloria de Jesucristo, pórtico de nuestra santificación
Desde el primer instante de su concepción en el seno purísimo de su Madre, Jesucristo contempló todos los sufrimientos que debería enfrentar, y que culminarían con su muerte, cuando el alma se separara de su cuerpo, sin, a pesar de todo, perder la unión con la divinidad. Sabía también que, después de su dolorosa Pasión, resurgiría triunfante del sepulcro con el cuerpo ya en estado glorioso. A lo largo de su existencia terrena, Jesús sentía estremecimientos santísimos —y, por qué no decirlo, ¡divinos!— al comprobar con sus ojos carnales aquello que desde toda la eternidad conocía en cuanto Dios, por ejemplo, al entrar en el Templo (cf. Lc 2, 46- 49) o al comer la Pascua con sus discípulos (cf. Lc 22, 15). De igual forma, también esperaba la glorificación de su cuerpo.14
Por más que se exalte aquí en la tierra a alguien que haya practicado la virtud de manera espléndida, la verdadera gloria sólo se alcanza en la eternidad y llegará a su plenitud en la resurrección de los cuerpos. Sí, porque en razón del pecado original con el cual todos nacemos, aunque se alcance la santidad, al marcharnos de esta vida el cuerpo se queda y se descompone. Pero los que mueran en la gracia de Dios esperarán la restitución de su cuerpo, brillante, magnífico, espiritualizado (cf. 1 Cor 15, 44). Por eso, el ápice de la gloria de todos los bienaventurados que se encuentran delante de Dios será el día del Juicio, cuando “a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina” (1 Tes 4, 16) suban en cuerpo y alma por encima de las nubes, para estar junto a Cristo para siempre.
Esa gloria, como dijimos al principio, fue concedida en primer lugar a Jesucristo en la Resurrección y en la Ascensión, después a la Santísima Virgen al ser asunta al Cielo, y, según la tesis defendida por muchos santos y doctores, también a San José.15 Los tres están en el Paraíso celestial en cuerpo glorioso.
Ahora bien, la glorificación de Jesucristo era necesaria para la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, como Él mismo afirmó en la Última Cena: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7).
III – EL REMEDIO PARA UNA HUMANIDAD DIVORCIADA DE DIOS
Los textos de la Misa de la Vigilia, al llevarnos ante la expectativa de la venida del Espíritu Santo conmemorada en la solemnidad litúrgica de Pentecostés, nos ofrecen una aplicación en relación al mundo contemporáneo. Descendiente de los que construyeron la Torre de Babel, a lo largo de los siglos la humanidad necesitó las luces y los dones del Paráclito para socorrer su flaqueza. Hoy, sin embargo, más que nunca, se hace apremiante la súplica cantada en el salmo responsorial (cf. Sal 103, 30): “Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra”.
¡Sin la gracia del Espíritu divino, implorada desde hace dos mil años por la Iglesia, es inútil cualquier iniciativa de apostolado! De nada servirá predicar, publicar libros, difundir revistas o hacer propaganda a través de los medios de comunicación con el objetivo de conducir a las almas hacia la santidad. El único Santificador, que hace evaporarse el orgullo y sana nuestras miserias, es aquel que Jesús anuncia en el Evangelio. Es Él quien nos transforma y santifica, dándonos fuerzas para mantenernos fieles en la práctica de la virtud. Es Él quien nos instruye sobre todo lo que no comprendemos: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo” (Jn 14, 26).
Así debe ser nuestra aspiración, conforme la petición de la aclamación antes del Evangelio: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”.16 ¡Imploremos, pues, esa venida del Espíritu Santo, para que incendie nuestros corazones y haga de nosotros almas de fuego, en plena participación de la vida divina!
1 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 25, a. 6, ad 3.
2 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. La Virgen María. Madrid: BAC, 1968, p. 57; ROSCHINI, OSM, Gabriel. Instruções Marianas. São Paulo: Paulinas, 1960, p. 22.
3 BEAUDENOM, Léopold. Formation a l’humilité. 6.ª ed. Paris: Lethielleux, 1924, p. 73.
4 Ídem, p. 52.
5 Cf. SCHUSTER, Ignacio; HOLZAMMER, Juan B. Historia Bíblica. Antiguo Testamento. Barcelona: Litúrgica Española, 1934, v. I, p. 344.
6 Cf. SCHUSTER, Ignacio; HOLZAMMER, Juan B. Historia Bíblica. Nuevo Testamento. Barcelona: Litúrgica Española, 1935, v. II, pp. 164-165, n. 5; EDERSHEIM, Alfred. The Life and Times of Jesus the Messiah. Grand Rapids (MI): Eerdmans, 1976, v. I, p. 449.
7 Cf. SCHUSTER; HOLZAMMER, op. cit., v. I, pp. 344-345; v. II, p. 261, n. 11.
8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 8, a. 3.
9 GRANERO, Jesús María. Madre Maravillas de Jesús. Biografía espiritual. Madrid: Fareso, 1979, p. 139.
10 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 7, a. 3.
11 Ídem, q. 34, a. 4, ad 3.
12 Cf. Ídem, q. 45, a. 2.
13 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Carta a Policarpo, III, 2. In: RUIZ BUENO, Daniel (Ed.). Padres Apostólicos. 5.ª ed. Madrid: BAC, 1985, p. 499.
14 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 7, a. 4.
15 Cf. SAN FRANCISCO DE SALES. Entretien XIX. Sur les vertus de Saint Joseph. In: OEuvres Complètes. Opuscules de spiritualité. Entretiens spirituels. 2.ª ed. Paris: Louis Vivès, 1862, v. III, p. 546; SAN BERNARDINO DE SIENA. Sermones de Sanctis. De Sancto Ioseph Sponso Beatæ Virginis. Sermo I, a. 3. In: Sermones Eximii. Venecia: Andreæ Poletti, 1745, v. IV, p. 235; SAUVÉ, PSS, Charles. Le culte de Saint Joseph. Élévations dogmatiques. 2.ª ed. Paris: Charles Amat, 1910, pp. 343-344. DE ISOLANO, OP, Isidoro. Suma de los dones de San José. IV, c. 3. In: LLAMERA, OP, Bonifacio. Teología de San José. Madrid: BAC, 1953, pp. 629-630.
16 MISA DE LA VIGILIA DEL DOMINGO DE PENTECOSTÉS. Aclamación antes del Evangelio. In: MISAL ROMANO. Leccionario Dominical I. Texto aprobado por las Conferencias Episcopales de Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay, y confirmado por la Congregación para el Culto Divino. 2.ª ed. Buenos Aires: Oficina del Libro, 2007, p. 251.