EVANGELIO
16 Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. 18 La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que Ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. 19 José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. 20 Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en Ella viene del Espíritu Santo. 21 Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados”. 24a Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor (Mt 1, 16.18-21.24a).
|
Comentario al Evangelio – Solemnidad de San José – Elevado a alturas inimaginables…
Esposo de María, padre virginal de Jesús y Patriarca de la Iglesia. Estos tres títulos, glorioso privilegio de San José, proclaman la grandeza de su misión y la elevación de dones con los que su alma fue adornada por la Divina Providencia.
I – UN SANTO INSUFICIENTEMENTE VENERADO
Figura sin igual, exaltada por la Iglesia junto con la de María, nunca será suficiente alabar a San José, tal es la cantidad de maravillas y privilegios con los que Dios quiso colmarlo. Infelizmente este glorioso patriarca muchas veces es olvidado, llegando a ser su culto menos de lo que merecía. Encontramos una explicación para eso en la desviación que hubo en los primeros tiempos del cristianismo en relación con la devoción a la Virgen. En efecto, los fieles admiraban tanto su grandeza que algunos llegaron a reverenciarla como si fuese una diosa.1
Enseña Santo Tomás de Aquino2 que cualquier situación intermedia, considerada a partir de uno de los extremos, se parece al opuesto. Y fue lo que sucedió con el culto a la Santísima Virgen, porque analizada desde nuestra condición de criaturas concebidas en el pecado original, Ella parece estar más cerca de Dios que de nosotros. La Iglesia evitó ese error manteniendo determinados límites en las demostraciones de piedad mariana. Sólo en el siglo IV declaró el dogma de la maternidad divina, que definía la participación relativa de María en el plan de la unión hipostática, el más alto grado de todo el orden de la Creación, y dejó pasar largos siglos para, finalmente, proclamar su Concepción Inmaculada. Era necesario fijar primeramente la adoración a Jesucristo para después estimular el amor a la Madre de Dios, al sabor de los ritmos divinos soplados por el Espíritu Santo. Con relación a San José, no parece que haya otra razón. Quizá el Señor quiso que ciertos aspectos de este varón permaneciesen ocultos para impedir que, exageradamente enaltecidos, vinieran a ofuscar la figura de Cristo, pues todas las atenciones debían estar dirigidas hacia Él.
Sin embargo, no es comprensible que siendo Jesús el Hombre Dios, nacido de una Madre Inmaculada, pusiese a su lado, como padre adoptivo, a una persona apagada, sin brillo. Por lo tanto, si durante veinte siglos San José ha permanecido escondido y retirado, es de esperar que esté llegando el momento en que la teología explicite verdades nuevas a su respecto, por donde se haga conocido, con exactitud y en los pormenores, su papel en la Sagrada Familia y la categoría de su elevación en cuanto esposo de María, padre de Jesús y Patriarca de la Santa Iglesia.
“Le afirmaré su reino”
En la primera Lectura de esta Solemnidad, extraída del Segundo Libro de Samuel, la Iglesia aplica a San José y a Jesucristo, especialmente, las palabras que el Señor dirige a David, por boca del profeta Natán. Una vez garantizada la estabilidad de su trono, David tenía gran empeño en edificar un templo para Dios, pues se sentía insatisfecho por el hecho de que él mismo poseía un buen palacio mientras que para el culto divino y la custodia del Arca de la Alianza no existía todavía un recinto a la altura. Por eso, con la bendición divina, empezó a hacer planes, a reunir materiales para las obras y preciosos elementos de ornamentación. Un día, el profeta Natán le hizo saber que no sería él quien levantaría la morada a Dios, sino uno de sus hijos: “Así dice el Señor: ‘cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Será él quien construya una casa a mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre’” (2 S 7, 5a.12-14a.16).
El Rey David – Predela del retablo de San Juan y Santa Catalina, Catedral de Santa María, Sigüenza (España
|
No hay un movimiento más fuerte en el alma de un monarca que el deseo de la continuidad de su dinastía en el gobierno del reino después de su muerte. Sin duda, ése era el anhelo de David, que tal vez ni siquiera osase formular la petición, pensando que sería atrevido, hasta el punto de ofender a Dios. Pero Él mismo, tomó la iniciativa y le anunció que iría a establecer su casa y a afirmar en ella su reino, lo que significaba que a su estirpe no le ocurriría algo parecido a la de Saúl, primer soberano de Israel, que perdió la dignidad real a causa de sus múltiples pecados (cf. 1 S 15, 23).
Analizando esta Lectura podríamos incurrir en el error de concluir que todos los descendientes de David fueron perfectos… La realidad histórica, no obstante, demuestra que hubo numerosas infidelidades. A pesar de ello, Dios no depuso del trono a su descendencia y la mantuvo hasta el último eslabón, Aquel que fijó la estabilidad de ese reino para siempre, como lo subraya el salmo responsorial: “Su linaje será perpetuo” (Sal 88, 37). José forma parte de esa genealogía, junto con María Santísima, para dar origen a Cristo, realizándose la promesa que fue hecha al rey profeta. Pero contra este pensamiento se podría argumentar que él no era el verdadero padre de Jesús, porque no tuvo concurso humano para su concepción.
El vínculo espiritual supera al de la sangre
Ahora bien, la perennidad de una descendencia no puede estar basada en la consanguinidad, sino en algún fundamento divino que la haga eterna, es decir, en la gracia. San Pablo subraya aún más esa idea, en la Epístola a los Romanos (4, 13.16-18.22), considerada en esta liturgia, recordando las palabras de Dios a Abrahán: “Te he constituido padre de muchos pueblos” (Rm 4, 17a). Abrahán espater multarum gentium, padre de muchos pueblos, en lo que respecta a la fe y no a la raza. Existe, pues, un nivel superior al natural, al humano, una familia constituida por la fe y no por la sangre. Insiste el Apóstol: “la promesa está asegurada ante aquel en quien creyó, el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe. Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia. Por lo cual le fue contado como justicia” (Rm 4, 17b-18.22). En San José, por ser descendiente de David, se cumplen todas las promesas de la Alianza. Es padre de Jesús por la fe heredada de Abrahán y llevada por él a la perfección. El vínculo existente entre él y el Redentor es una relación de fe.
II – LA REALIZACIÓN DE LA MISIÓN MÁS GRANDE DE LA HISTORIA
Habiendo considerado ya en otra ocasión el Evangelio elegido para la liturgia de esta Solemnidad, en su primera opción,3 ahora lo analizaremos brevemente a fin de extraer de aquí útiles enseñanzas para crecer en la devoción a San José.
Una posición de humildad y admiración
16 Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. 18 La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que Ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. 19 José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado.
La narración de San Mateo destaca lo dicho más arriba, porque muestra cómo San José era íntegro y hombre de fe inquebrantable ante las dificultades más grandes. En su alma no cabía ningún desasosiego, un ejemplo para un mundo en el que se rinde culto a la agitación y al traqueteo. En efecto, en la vida de los santos todo transcurre calma y serenamente, incluso en medio de la prueba. Y cuando les toca la tragedia, reflexionan, toman una decisión y continúan adelante, sin perder la paz.
El sueño de San José Catedral de San Andrés, Asola (Italia)
|
José “era justo”, y cuando vio a María en estado no desconfió lo más mínimo de su pureza, porque la conocía a fondo y “creía más en la castidad de su esposa que en lo que veían sus ojos, más en la gracia que en la naturaleza”.4 No obstante, amante y cumplidor de la ley —como se refleja en otros episodios del Evangelio—, se veía obligado a repudiarla en público o en privado, o a denunciarla, entregando a la muerte a la que de cuya inocencia estaba completamente convencido. Podía, por el contrario, retenerla y abstenerse de acusarla, asumiendo a la criatura como suya, pero tal opción tampoco le gustaba al considerarse indigno de un acontecimiento tan alto y extraordinario.5 De modo que, sin comprender lo que en Ella se estaba realizando, enseguida adoptó una actitud de humildad y de inferioridad, lo entregó todo en las manos de Dios, aceptó la humillación y deliberó retirarse en secreto, antes de que se manifestase lo ocurrido, como diciendo: “Domine non sum dignus”.
Estás a la altura
20 Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en Ella viene del Espíritu Santo”.
Dispuesto ya a marcharse, transido de dolor, recibe de un ángel esta revelación: el fruto de María Santísima era Dios mismo hecho Hombre, y sería madre sin dejar de ser virgen. En cuanto a él, de manera diferente a lo que pensaba, sí estaba a la altura de su celestial esposa, convirtiéndose en uno de los primeros en conocer el misterio sagrado de la Encarnación del Verbo.
Serás el padre del niño
21 “Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados”.
Es difícil imaginarse cómo serían la consolación y el arrebatamiento de San José al sentirse vinculado a ese misterio y al oír del ángel el anuncio de que le correspondía, por ser el patriarca y señor de la casa, darle el nombre al niño. Del mismo modo que en la generación eterna de la segunda Persona de la Santísima Trinidad el nombre fue puesto por Dios Padre, llamándole Salvador —pues Jesús significa el que salva—, José le señalaría también la misión en relación con su nacimiento temporal, asumiendo por especial concesión divina un papel humano paralelo al del Padre Eterno. A este respecto, el piadoso P. Isidoro Isolano comenta: “Es costumbre que los padres sean los que tengan la autoridad para imponer el nombre a sus hijos. Y como Jesús era el Hijo de Dios, síguese que San José hizo en esto las veces del Padre celestial. Cuando bautizan a los príncipes —circunstancia en que los cristianos imponen el nombre a sus hijos—, ¿quién, sino otro rey, embajador o alto personaje, suele hacer las veces de los padres en la imposición del nombre? Pues en circunstancia semejante nadie pareció al Padre celestial tan grato, tan digno y tan preclaro como San José”.6 Así se cumplía en plenitud la profecía de que el Mesías sería hijo de David, y lo era tanto por parte de padre como de madre.7
Casamiento de María y José – Capilla de Notre Dame de Bon Secours, Montreal (Canadá)
|
24a Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor.
José, obediente, recibió a María y vivía con Ella en un ambiente de paz y tranquilidad, a la espera del nacimiento del Niño Jesús, sin comentar, no obstante, nada de lo ocurrido, por el enorme respeto que le profesaba. Pero sabía que el esperado por los profetas, el Emmanuel, Cristo, había venido a morar en su casa y podía adorarlo, desde entonces, realmente presente en el tabernáculo de las entrañas purísimas de su virginal esposa.
III – LA GRANDEZA DE SAN JOSÉ A LA LUZ DEL EVANGELIO
En estos breves versículos queda claro cómo San José es el padre legal del Señor, porque el santo Patriarca de hecho ejerció esa tarea, hasta al punto de que, en el Evangelio de San Lucas, María menciona a José como siendo el padre de Jesús, cuando lo encuentran en el templo: “Tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lc 2, 48).
En efecto, el matrimonio realizado entre la Virgen y San José fue completamente válido, según la ley. Y como cualquier boda, al ser un contrato bilateral, dependía del consentimiento de ambos. También es una realidad admitida por todos los Padres y teólogos que tanto María como José estaban vinculados por un voto de virginidad. Ella, seguramente, le dio a conocer el propósito que había hecho y él lo aceptó, porque igualmente habría hecho el mismo voto, por lo que los dos estuvieron de acuerdo de mantenerlo dentro del matrimonio. Por lo tanto, fue virgen con el conocimiento y el consentimiento de su esposo, quedando ligados por libre y espontánea voluntad a ese compromiso.
Como sabemos, según la ley antigua el varón se volvía dueño de su esposa, de modo que “la mujer israelita solía llamar a su marido con las expresiones ba‘al (amo) y ’adôn (señor), lo mismo que hacían los esclavos con su dueño y el súbdito con su rey”.8 A partir del momento en que ambos se unieron, San José se convirtió en señor de María y, por consiguiente, señor de todo fruto suyo. San Francisco de Sales explica esta situación por medio de una hermosa alegoría: “Si una paloma […] lleva en su pico un dátil y lo deja caer en un jardín, ¿no diríamos que la palmera que de ahí saliera pertenecería al dueño de ese jardín? Ahora bien, si eso es así, ¿quién podrá dudar que el Espíritu Santo habiendo dejado caer ese divino dátil, como una divina paloma, en el jardín cerrado y clausurado de la Santísima Virgen (jardín sellado y cercado por todas partes con el santo voto de virginidad y castidad toda inmaculada), que pertenecía al glorioso San José, como la mujer o esposa al esposo, quién dudará, digo, o quién podrá decir que esa divina palmera, cuyos frutos alimentan para la inmortalidad, no pertenecen y mucho a ese gran San José?”.9
Era indispensable para la Encarnación que la Virgen concibiera dentro de las apariencias formales de un matrimonio humano, para no crear una situación incomprensible, que dificultase la misión del Mesías. Por tanto, la gestación de Jesús en el seno de María Santísima tenía en José el sello de la legalidad, de manera a garantizar que el niño viniese al mundo en condiciones de normalidad familiar, a fin de operar la Redención de la humanidad.
El “fiat” de San José
Esa prerrogativa de la paternidad legal del niño brilla con mayor fulgor todavía cuando constatamos que, siendo suyo el fruto de María, podría haber rechazado la invitación del ángel en el sueño, pero no lo hizo. De este modo, paralelamente al fiat de la Virgen en repuesta a San Gabriel en el momento de la Anunciación, él también pronunció otro fiat sublime al aceptar por la fe ser el padre adoptivo de Jesucristo.
San José – Vitral de la Catedral de Notre Dame, París
|
Una vez que consintió en mantener el estado de virginidad y aceptó el misterio de la concepción del Niño Jesús en María, San José debe ser considerado, además, padre virginal del Redentor, porque tuvo un fuerte vínculo con la Encarnación, aunque extrínseco. Él fue necesario para que se diera la unión hipostática, e igualmente fue voluntad de Dios que participase en ese orden hipostático, de manera extrínseca, moral y mediata.10
Un esposo a la altura de la Virgen
Hechas estas consideraciones, recordemos otro principio enunciado por Santo Tomás de Aquino: “Aquellos sujetos elegidos por Dios para una misión son preparados y dispuestos por Él de modo que sean idóneos para desempeñarla”.11 De hecho, desde siempre, San José estuvo en la mente de Dios con la vocación de ser el jefe de la Sagrada Familia y para eso fue creado. Como dice la Oración del Día de la Santa Misa de esta Solemnidad, le fueron confiados “los primeros misterios de la salvación de los hombres”,12 cuyos primeros frutos, el Niño Jesús y la Virgen, tuvo bajo su “fiel custodia”. Debemos concluir, pues, que San José recibió gracias específicas para estar a la altura de su misión de esposo y guardián de María Santísima, así como de padre legal y atribuido de Jesucristo, es decir, padre de Dios.
Modelo de humildad
Sin embargo, ¿qué es lo que trasparece en los Evangelios a cerca de la personalidad de San José? No consta que fuera hablador, escandaloso o demasiado comunicativo. Por el contrario, a semejanza de María, José se destacaba por su seriedad, recato y modestia. Ciertamente seguía una rutina con un horario previsto de todos sus deberes y una aplicación en el trabajo notable por la constancia.
He aquí un ejemplo de cómo Dios ama esas virtudes y elige para las grandes misiones a los que las practican. Para convivir con Jesús y proteger todo el ambiente en el cual viviría, a fin de realizar la más alta obra de toda la Historia de la Creación, la Providencia prefirió a dos, una dama y un varón, que fuesen recogidos, apagados y humildes…
San José, patrón de la confianza y de la buena muerte
San José también es un impresionante modelo de la virtud de la confianza. Aceptó todas las incertidumbres que su misión acarreaba —como podemos constatarlo, por ejemplo, en el episodio de la huida a Egipto (cf. Mt 2, 14)—, pues es de suponer que en relación con las atenciones de las necesidades materiales y concretas de la vida, la Providencia no interviniera de forma directa, y dejara esa responsabilidad a sus cuidados. Por lo tanto, era él el que debía garantizar el sustento de la Sagrada Familia. A él se aplica, de modo especial, la bellísima frase empleada más tarde por Jesús para indicar la razón del premio que se daría a los justos en el fin del mundo: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis” (Mt 25, 35-36a).
Muerte de San José – Iglesia Abacial de San Austremonio, Issoire (Francia)
|
Así como la Virgen recibió la revelación de los sufrimientos que el Salvador padecería en la tierra para operar la Redención, así también, sin duda, San José tuvo noción de lo que iba a ocurrir y asumió todos los dramas y dolores de Jesús y de María. Inflamado de amor por Jesús, su gran deseo era el de continuar en este mundo para proteger a su virginal esposa en cualquier circunstancia. No obstante, Dios decidió llevárselo antes de que Jesús empezase su vida pública. Quizá porque no toleraría presenciar todas las persecuciones y tormentos de la Pasión y, como varón, tendría que manifestar su desacuerdo con el plan de la muerte de Cristo y salir en su defensa. Lo haría con tal ímpetu y celo que tal vez imposibilitase que la Pasión llegase a término.
Al abandonar esta vida, San José murió en los brazos de su divino Hijo. Sus ojos se cerraron a la contemplación de Dios Hombre en el tiempo y, abriéndose en la eternidad, vieron a Jesús sonriente, que lo dejó en el limbo de los justos, para recogerlo el día que abriese las puertas del Cielo.
En cuerpo y alma en la gloria del Cielo
San Francisco de Sales sustenta la tesis de que cuando Cristo resucitó, San José también recuperó su cuerpo para entrar en el Paraíso junto con las almas de todos los justos que en este mundo fueron liberadas del limbo y alcanzaron la visión beatífica. “Y si es verdad, lo cual debemos creer, que en virtud del Santísimo Sacramento que recibimos, nuestros cuerpos resucitarán el día del Juicio, ¿cómo podríamos dudar que el Señor no haya hecho subir al Cielo, en cuerpo y alma, al glorioso San José, que tuvo el honor y la gracia de llevarlo en sus benditos brazos, en los que el Señor se complacía tanto?”.13
También argumentan a favor de eso otros santos y doctores,14 apoyándose en la estrecha intimidad que unió a la Sagrada Familia aquí en la tierra. Si Jesús y María subieron al Cielo en cuerpo glorioso, no es comprensible que no esté también San José, pues el mismo Cristo afirmó: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6; Mc 10, 9). Por consiguiente, según una fuerte corriente teológica, dado que esta unión es querida por Dios, hay tres personas en cuerpo y alma en la bienaventuranza eterna, incluso antes de la resurrección final en el último día: Jesucristo, la Virgen y San José.
Considerando con admiración la figura de San José y la inimaginable elevación de su vocación —hasta el punto de ser imposible pensar en otra más alta—, vemos que está tan por encima de nuestra condición que lo creemos en la misma proporción de María. Así pues, cabe preguntarnos: ¿acaso fue concebido sin pecado original? Hasta hoy el Magisterio de la Iglesia no ha afirmado lo contrario de manera definitiva, motivo por el cual se pueden hacer consideraciones teológicas favorables a tal hipótesis.
IV – ACUDAMOS A SAN JOSÉ
La Sagrada Familia – Catedral de San Martín, Colmar (Francia)
|
Ante los horizontes grandiosos que la contemplación amorosa de la figura de San José nos devela, podemos centrar ahora nuestra atención en su misión de Patriarca de la Iglesia y protector de toda su acción. ¿Cuál es esa acción? Distribuir las gracias como administradora de los sacramentos, que hacen efectivo el designio de salvación de Cristo. La Iglesia, en sus orígenes, se reducía a Jesús y a María, que obedecían a San José, como patriarca y jefe de la Sagrada Familia. Esta relación entre Hijo y padre se mantiene en la eternidad, de modo que el Señor atiende con particular benevolencia las peticiones hechas por San José.
En nuestros días nos encontramos en una situación de decadencia moral terrible, quizá peor que la que vivían los hombres cuando Jesucristo se encarnó y San José recibió en sus manos los primeros frutos de la Iglesia. El mundo entero está inmerso en el neopaganismo; los crímenes y abominaciones que se comenten hoy son, a veces, peores que los de la Antigüedad. Pero, al igual que en los primeros tiempos la Iglesia propagó la Buena noticia del Evangelio y dio comienzo a una era de gracias purificadoras y santificadoras de la sociedad, también podemos tener la certeza firme e inquebrantable de que ella triunfará sobre el mal en nuestros días. Por eso, la Solemnidad de San José es el día especialísimo para abrir nuestros corazones a ese tan gran santo, convencidos de que seremos bien conducidos, bien tratados y bien amparados. Y valiéndonos de su poderoso auxilio, debemos pedirle, como Patriarca de la Iglesia, que intervenga en los acontecimientos, obteniendo de Jesús la renovación de la faz de la tierra.
——————————————————————————–
1 Cf. ALASTRUEY, Gregorio. Tratado de la Virgen Santísima. 4.ª ed. Madrid: BAC, 1956, p. 841.
2 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 50, a. 1, ad 1.
3 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Dos silencios que cambiaron la Historia. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.º 89 (Diciembre, 2010);. Para la segunda opción del Evangelio para esta Solemnidad (Lc 2, 41-51a), también comentado por el autor, véase: ¿Cómo encontrar a Jesús en la aridez? In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.º 77 (Diciembre, 2009); pp. 10-17.
4 AUTOR DESCONOCIDO. Opus imperfectum in Matthæum. Homilía I, c. 1: MG 56, 633.
5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. In IV Sent. D. 30, q. 2, a. 2, ad 5.
6 DE ISOLANO, OP, Isidoro. Suma de los dones de San José. II, c. 11. In: LLAMERA, OP, Bonifacio.Teología de San José. Madrid: BAC, 1953, pp. 484-485.
7 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 31, a. 2.
8 TUYA, OP, Manuel de; SALGUERO, OP, José. Introducción a la Biblia. Madrid: BAC, 1967, v. II, p. 316.
9 SAN FRANCISCO DE SALES. Entretien XIX. Sur les vertus de Saint Joseph. In: Œuvres Complètes.Opuscules de spiritualité. Entretiens spirituels. 2.ª ed. París: Louis Vivès, 1862, t. III, p. 541.
10 Cf. LLAMERA, op. cit., pp. 129-139.
11 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 27, a. 4.
12 SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ. Oración del Día. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, p. 631.
13 SAN FRANCISCO DE SALES, op. cit., p. 546.
Cf. SAN BERNARDINO DE SIENA. Sermones de Sanctis. De Sancto Ioseph Sponso Beatæ Virginis. Sermo I, a. 3. In: Sermones Eximii. Veneza: Andreæ Poletti, 1745, t. IV, p. 235; DE ISOLANO, op. cit., IV, c. 3, pp. 629-630.