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– EVANGELIO –
En aquel tiempo, los pastores 16 fueron corriendo [a Belén] y encontraron a María y a José, y al Niño acostado en el pesebre. 17 Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel Niño. 18 Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. 19 María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. 20 Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho. 21 Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al Niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el Ángel antes de su concepción (Lc 2, 16-21).
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Comentario al Evangelio – Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
– 1 de Enero – Predestinada eternamente
De la consideración del más grande entre los privilegios marianos emanan maravillas que nos permiten vislumbrar la sublime grandeza de la Madre de Dios y nuestra.
I – Un privilegio concebido desde siempre
La Iglesia ha elegido el primer día del calendario civil para celebrar la maternidad divina de la Santísima Virgen, a fin de que comencemos el año por medio de la gloriosa intercesión de María. En esta solemnidad Ella derrama sobre nosotros sus bendiciones de una manera muy especial, cuya coincidencia con la Octava de Navidad nos indica que la mejor forma de alabar al Niño Jesús es exaltar las cualidades de su Madre, y Madre nuestra, al igual que la mejor forma de elogiar a la Madre es festejar el nacimiento de su Divino Hijo.
La Liturgia nos presenta lecturas cortas, pero cargadas de significado. Aunque no son propuestas directamente por Dios, sino por comisiones de expertos que extraen de la Sagrada Escritura los pasajes más adecuados para cada celebración, el Espíritu Santo los asiste en esta labor para que sea realizada del modo más perfecto posible, a pesar de las carencias humanas.
Elevada por encima de toda la creación
Conviene destacar que la presencia de la Virgen en la Escritura es muy discreta. Es posible que Ella misma les haya pedido a los evangelistas que su persona figurase en las páginas sagradas en un segundo plano, no sólo por humildad, sino también para evitar el riesgo de que le atribuyesen una naturaleza divina. De hecho, es lo que ocurrió en los primeros tiempos de la Iglesia en algunas regiones donde llegaron a darle culto de diosa.1
En cierto modo, se explica el surgimiento de esa errónea creencia, que la Iglesia supo rectificar. María está tan unida al misterio de la Encarnación del Verbo, a causa de la maternidad divina, que, aun poseyendo naturaleza estrictamente humana, participa de manera relativa en el más alto grado de la creación: el orden hipostático que, de forma absoluta, pertenece sólo a Cristo.2 Por lo tanto, la Virgen está tan por encima de todos los demás planos creados —mineral, vegetal, animal, humano, angélico y el de la gracia—, que es comprensible que exista cierta dificultad al considerarla como mera criatura humana favorecida con gracias insuperables.
Una bendición de la Antigua Alianza que alcanza su plenitud en María
La primera Lectura, sacada del Libro de los Números (6, 22-27), trae la fórmula de la bendición transmitida por el mismo Dios a los sacerdotes de Israel y usada por la Santa Iglesia hasta hoy. El pueblo judío la recibía todos los días, por la mañana y por la tarde, cuando el sacerdote salía del santuario después de haber ofrecido a Dios el incienso en el altar de los perfumes.3 A diferencia de otras bendiciones que subrayan la obtención de beneficios materiales, ésta se centra en la vida sobrenatural. Aunque los dones naturales no sean concedidos por Dios, deben fructificar con vistas a su servicio. ¿De qué le valdría a alguien poseerlos en profusión si Dios no lo bendice? Nunca dará frutos para la eternidad.
En esta Solemnidad nos llama la atención, en particular, el hecho de que todas las bendiciones de la Antigua Alianza, otorgadas por Dios al pueblo de Israel a través de Aarón, se hayan concentrado en la Virgen y que en Ella hayan producido sus máximos efectos, sin ningún resquicio de carencias.
Un altísimo privilegio, concebido por Dios eternamente
La grandeza de María aparece con una evidencia mayor en el fragmento de la Carta a los Gálatas escogido para la segunda Lectura (cf. Gal 4, 4-7), en el que San Pablo subraya que Jesucristo nació de una mujer: “Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos la adopción filial” (Gal 4, 4-5). Si humanizamos un poco la figura de Dios, como tantas veces lo hace la Escritura, podemos imaginarlo esperando que llegara la “plenitud del tiempo” del nacimiento de la Madre del Redentor. Pero, en realidad, Él —para el que todo es presente— concibió eternamente la obra de la creación y, en el centro de ésta, en un único acto de su voluntad divina y en un mismo e idéntico decreto, predestinó a Jesús y a María.4 Por tanto, en el plan de la Encarnación del Verbo también estaba contenido el don singularísimo de la maternidad divina de la Virgen. Los dos, Madre e Hijo, inseparables, son el arquetipo de la creación, la causa ejemplar y final en función de la cual todos los otros hombres han sido predestinados, “para la gloria de ambos, como un cortejo real para Ellos”.5
Esto nos hace comprender por qué, entre los innumerables privilegios de María —de los que la abundante colección de títulos acumulados por la piedad católica para alabarla nos da una ligera idea—, el principal es el de ser la Madre de Dios. Todos los demás, comparados con ése, son insignificantes. Dios podría haber elegido un medio diferente para asumir nuestra naturaleza y estar entre nosotros, pero quiso tomar a la Virgen como Madre. Para una persona humana es imposible una prerrogativa superior a ésa, y por ello —como enseña Santo Tomás 6—, Ella se encuentra en la categoría de las criaturas perfectas, a la cual tan sólo pertenecen dos más: la humanidad santísima de Jesús y la visión beatífica. Dicho privilegio alcanza la esencia más profunda de María y de él fluyen los demás.
La obediencia de María abrió las puertas de la gracia
Es evidente que Ella aprecia muchísimo ese don, y las palabras son ciertamente insuficientes para referir las elevadas consideraciones que fue tejiendo al respecto, desde el momento de su fiat, cuando se dio cuenta por completo de lo que significaba para Ella ser la Madre de Dios. Sin embargo, como dice el adagio latino, Nemo summus fit repente (nada grande se hace de repente). Lejos de ser un hecho súbito que cogió a la Virgen por sorpresa, el anuncio de San Gabriel fue el auge de un proceso, como trata de describirlo San Luis Grignion de Montfort: “La divina María realizó en catorce años de vida tales progresos en la gracia y sabiduría de Dios, su fidelidad al amor del Señor fue tan perfecta, que llenó de admiración no sólo a todos los Ángeles, sino también al mismo Dios. Su humildad, profunda hasta el anonadamiento, lo embelesó; su pureza, enteramente divina, lo cautivó; su fe viva y sus continuas y amorosas plegarias le hicieron violencia. La Sabiduría se encontró amorosamente vencida por tan amorosa búsqueda”.7 No obstante, cualquier descripción, por muy completa que sea, no es más que un aspecto de esa realidad tan rica.
La oración en el huerto
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Con ese acto de obediencia a la divina voluntad, María hizo que el Hijo de Dios, eterno, engendrado y no creado, se convirtiese en Hijo de Dios en el tiempo, engendrado y creado en cuanto a su naturaleza humana. San Anselmo sintetiza este misterio en una sorprendente expresión: “Uno solo y el mismo sería naturalmente a la vez el Hijo común de Dios Padre y de la Virgen”.8 Así pues, le dio a su Hijo la oportunidad de dirigirse al Padre a partir de la naturaleza humana y la alegría de sentirse inferior al Padre, de ofrecerle todo lo que está a su alcance, en la completa obediencia a Él, de lo cual encontramos bellísimas muestras en el Evangelio. Entre otras, destaca la oración que Jesús hizo durante la agonía en el Huerto de los Olivos: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt 26, 39). Y el Espíritu Santo, que no podía ofrecer nada al Padre ni al Hijo —porque, siendo las tres Personas divinas substancialmente idénticas eternamente, todo les era común—, por la obediencia de María halló la posibilidad de presentarles muchos hijos y hermanos: todos los hombres que por la gracia del Bautismo se convirtieron, por adopción, en hijos del Padre y hermanos de Jesucristo. De manera que es “a la humanidad del Verbo y, por lo tanto, a María, que el Espíritu Santo debe el hecho de ser el Autor de la gran obra de la Iglesia, que no es sino la continuación de la Encarnación, de dar a luz a los miembros, así como dio a luz a la Cabeza, y de producir para la gracia y para la gloria el mundo universal de los elegidos”.9
Un altar al nivel de un ofrecimiento infinito
En el mismo instante de la Encarnación, Jesús se ofreció al Padre como víctima expiatoria por nuestros pecados y empezó a interceder ante Dios a nuestro favor. Por eso, además de Redentor, Cristo también es la Víctima perfecta y el único Sacerdote, que “no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Heb 7, 27). Su primer acto fue de carácter sacerdotal.
¿Qué altar estuvo a la altura de tal ofrecimiento, con el que el Señor reparó todos los pecados de la humanidad y que sería más tarde consumado en el Calvario? El claustro materno de la Virgen, donde Él estuvo durante nueve meses, en la convivencia más íntima que una criatura puede tener con el Creador. A lo largo de ese período, María formaba con su sangre el Cuerpo sagrado del Niño Jesús en el proceso propio a la gestación, por el cual la sangre materna suple las necesidades del niño. De este modo, la Sangre ofrecida por Jesús al Padre tenía como origen la sangre de María, que se diviniza al convertirse en parte del Cuerpo del Salvador. Como consecuencia, la fuente del sacerdocio del Señor es también la maternidad divina de la Virgen.
II – La maternidad divina, causa del odio infernal
En vista de toda la grandeza que este privilegio mariano encierra, no es difícil entender la razón por la que el demonio lo detesta con una fuerza única. Además, una de las hipótesis para explicar la causa de la rebelión de satanás en la bienaventuranza eterna es precisamente el rechazo a la Encarnación del Verbo en María. Y la misma Historia confirma que no escatimó esfuerzos, con todo su ímpetu de maldad, para tratar de destrozar a los defensores de la maternidad divina aquí en la tierra.
Su saña llegó al auge en el siglo V, cuando el hereje Nestorio, Patriarca de Constantinopla, empezó a propagar —apoyándose en la herejía arriana— que en Cristo existen dos personas, una divina y otra humana y que, por consiguiente, María no podía ser llamada Madre de Dios, sino únicamente Madre de Cristo como hombre.
Ahora bien, en la gestación de un niño la madre no crea el alma, sólo engendra el cuerpo. Pero nadie dirá que únicamente es madre del cuerpo del bebé. Al recibir en sus brazos al recién nacido, tendrá la alegría de ser madre de una persona considerada en su conjunto, cuerpo y alma, porque, como afirma Santo Tomás,10 ser concebido y nacer es algo que se atribuye a toda la persona. De la misma manera, María Santísima concibió, por la acción del Espíritu Santo, al que posee dos naturalezas —la humana, formada en su seno virginal, y la divina, comunicada por el Padre— unidas en una sola Persona: el Verbo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Hijo de Dios en la eternidad e Hijo de María engendrado en el tiempo. Luego Ella es verdaderamente la Madre de Dios.
el concilio de Éfeso
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El ardiente celo de San Cirilo de Alejandría fue el que, bajo los auspicios y la bendición del Papa San Celestino I, obtuvo la victoria en la lucha contra la herejía nestoriana, durante el Concilio de Éfeso, que culminó con la definición solemne de la maternidad divina de la Virgen como verdad de Fe: “Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la Santa Virgen es Deípara [Madre de Dios] (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema”.11
Considerados tales antecedentes, analicemos el pasaje del Evangelio que recoge la Liturgia en esta Solemnidad.
III – Una escena preparada por Dios
En aquel tiempo, los pastores 16a fueron corriendo [a Belén]…
En los versículos anteriores a éste, San Lucas narra la aparición del Ángel a los pastores donde les anunciaba el nacimiento de Cristo en la ciudad de David y les indicaba la señal para reconocerlo: “Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12). Tras oír el himno de gloria a Dios cantado por “una legión del ejército celestial” (Lc 2, 13), los pastores se dijeron unos a otros: “Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado” (Lc 2, 15). Ése fue el primer impulso de esos piadosos hombres tan pronto como terminó la aparición angélica, y lo hicieron “corriendo”.
Dios prepara a sus elegidos
Aunque podríamos centrar nuestro análisis en una descripción histórica de los pastores, presentando detalles de su modo de vida o de su status en la sociedad judaica de aquella época, dirijamos nuestra atención al aspecto sobrenatural de esos personajes y consideremos, en primer lugar, el hecho de haber sido elegidos por Dios, desde siempre, para recibir el anuncio del nacimiento de Jesús. La aparición del Ángel, prefiriéndolos entre tantos hombres, no fue pura casualidad. Dios nunca deja de preparar a sus elegidos, y no podemos pensar que el mensajero celestial escogiera ex abrupto a los primeros adoradores del Niño Jesús, con toda la rudeza de carácter propia al oficio que ejercían.
A semejanza de la Virgen, esos humildes campesinos habían sido trabajados por la Providencia Divina, ya desde la infancia —o incluso desde sus antepasados—, para tan gran acontecimiento. Como buenos judíos, conocían la Escritura, sobre todo las profecías sobre la venida del Mesías, y su amor y apetencia por la llegada del Salvador era, por una acción de la gracia, cada vez mayor. Seguramente imaginarían escenas bañadas de consolación en las que, por ejemplo, se veían ofreciendo al Redentor lo mejor de sí mismos.
Quizá la noche del nacimiento del Niño Jesús estarían sintiendo una consolación especial en crescendo que culminaría con la aparición del Ángel. Era una creencia común en el Antiguo Testamento que todo aquel que viese a un Ángel moriría pronto (cf. Jue 6, 22-23; 13, 21-22). Sin embargo, tras una primera reacción de temor (cf. Lc 2, 9), al oír las palabras y el cántico de la milicia celestial los pastores se llenaron de admiración y cuando los Ángeles desaparecieron ni siquiera pensaban ya en ello.
Este pasaje nos ofrece una importante lección: nosotros también hemos sido elegidos por Dios desde siempre. Él lo ha preparado todo para santificarnos, según la vocación específica de cada cual. Él ha creado gracias especialísimas para cada uno de nosotros y, existiendo fidelidad de nuestra parte, nos serán concedidas en abundancia siempre en aumento —a veces sin sensibilidad, para ponernos a prueba—, hasta nuestra salida de este mundo.
Generosidad en responder a la llamada de Dios
La rapidez de los pastores en dirigirse al Pesebre nos sugiere que no se llevaron el rebaño con ellos, pues su desplazamiento requiere cierta lentitud. Los animales quedaron entonces a merced de las fieras y de los ladrones. He aquí otra prueba de que estaban asumidos por la gracia: deseaban algo más grande y nada constituiría un obstáculo para encontrarlo; si no se hubieran contentado con la visión de los Ángeles, se habrían quedado cuidando a las ovejas. Sin embargo, dóciles a la invitación angélica, lo abandonaron todo y, durante el tiempo que estuvieron en la Gruta, ni siquiera pensaron en el rebaño. Su atención estaba enteramente puesta en quien los atrajo a Belén.
No debe ser otro nuestro modo de proceder en relación con las buenas noticias que vienen del Cielo. Cuando somos llamados a una vocación divina, hemos de rechazar todo lo que nos impide seguirla e ir corriendo al encuentro del que nos convoca.
La recompensa del que es dócil a la gracia
16b … y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.
San Lucas quiso nombrar a María en primer lugar porque en la Gruta de Belén también es nuestra mediadora ante el Señor y la tesorera de todas las gracias.
Sin duda, María había recostado al Niño Jesús en el pesebre, con todo cuidado y afecto, para que los pastores pudieran adorarlo sin que le atribuyeran nada a Ella. La escena era la más modesta posible, pero, por una acción del Espíritu Santo, los pastores ante el Salvador, el verdadero Dios, tuvieron una intensa alegría interior, como nunca habían sentido en su vida, que les daba la certeza de que allí estaba el Mesías prometido, el Esperado de las naciones. No se preocuparon con los aspectos secundarios, como el hecho de que estuviera envuelto en pañales y tuviera por cuna una artesa, pues el que tiene fe no le da importancia a los detalles inferiores y considera únicamente el aspecto central: querían adorar al recién nacido que les había sido anunciado como el Cristo, el Señor.
Tal vez, al percibir el júbilo sobrenatural que arrebataba a los visitantes, la Santísima Virgen habría dado el niño a cada uno, para que tuvieran la felicidad de tenerlo en brazos. Si el mismo Jesús se nos da en la Comunión, bien se puede conjeturar que la Virgen, dada su maternal solicitud, hubiera actuado de ese modo considerando el sacramento de la Eucaristía que sería futuramente instituido. Así pues, lo que constituyó la alegría de Simeón también fue la alegría de los pastores.
De pastores a primeros heraldos de la Buena noticia
17 Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño. 18 Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastore.
Al emplear las palabras “lo que se les había dicho”, ciertamente el Evangelista no se refiere sólo al mensaje del Ángel. Podemos suponer que los pastores, por ser personas sencillas, le habrían hecho preguntas a la Virgen sobre el porvenir de ese niño grandioso. Y Ella, de manera muy afectuosa, les debe haber contado maravillas, incluso consideraciones teológicas hechas no solamente a partir de revelaciones, sino también de sus conocimientos, al estar dotada de ciencia infusa.
Se habían quedado tan entusiasmados al recibir esos tesoros de sabiduría que, al salir de la Gruta, empezaron a transmitirlo a todos los que encontraban. Ése fue el pretexto elegido por la Providencia para hacer llegar a los oídos del pueblo el eco del magno acontecimiento, iniciándose, por medio de heraldos pastores, la predicación del Evangelio. El asombro general causado por esa primera divulgación de la Buena noticia da fe de que los pastores habían correspondido a la gracia y habían sido objeto de una auténtica transformación.
He aquí otra importante lección para nosotros: sólo cosechará frutos en el apostolado aquel cuya alma esté tomada por encanto y admiración.
Los elevadísimos pensamientos de María
19 María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
La Santísima Virgen analizaba, tanto los datos al respecto de su divino Hijo —el mensaje de San Gabriel, la manifestación de Santa Isabel, el canto de San Zacarías, etcétera— como los acontecimientos que se sucedieron desde el momento de la Anunciación. Y, para fortalecerse en la fe, iba confiriendo esos elementos con todo lo que ya conocía, ora debido al don de sabiduría y de ciencia que poseía en plenitud, ora por la perfecta comprensión de la Sagrada Escritura, que leía “con el alma llena de luces, mayores que las de Isaías y las de los demás profetas”.12
Durante su visita a la Gruta, los pastores también fueron para Ella objeto de cuidadoso análisis, porque veía los efectos que el Niño Jesús, nacido unas horas antes, producía en el alma de cada uno. Finalmente, si la voz de María fue suficiente para purificar a San Juan Bautista aún en el vientre de Santa Isabel,13 ¿qué cambio no habrá obrado el propio Dios hecho Niño en aquellos hombres llenos de fervor? Al constatar los efectos y remontándolos a la Causa, Ella iba constituyendo una elevadísima teología.
Se cuenta que Santo Tomás de Aquino, al salir de un éxtasis, paró de escribir la Suma Teológica, declarando: “Non possum: quia omnia quæ scripsi videntur mihi palæ” (No puedo, porque todo lo que he escrito me parece paja comparado a lo que he visto).14 Si hubiese hablado con la Santísima Virgen sobre esos elevados pensamientos, quizá no habría escrito obra teológica alguna, pues con el conocimiento de tantas maravillas hallaría insuficiente cualquier pensamiento propio…
De la admiración al apostolado
20 Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho.
Habiendo comprobado con los sentidos todo lo que el Ángel y la Virgen les habían dicho, los pastores salieron de la Gruta admirados, y lo manifestaban con la constante alabanza a Dios que fluía de sus labios. Tocados por una gracia que movía la fe, alimentaba la esperanza y fortificaba la caridad, empezaron a comunicarlo a los demás enseguida, porque el bien es eminentemente difusivo.15 Así también debemos ser nosotros: cuando recibimos una gracia, o cuando Dios nos envía cualquier consolación, hemos de hacer que los demás participen de los mismos dones.
El primer derramamiento de Sangre del Redentor
21 Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el Ángel antes de su concepción.
La circuncisión era un precepto dado por Dios a Abrahán (cf. Gen 17, 10-14), un auténtico privilegio que distinguía a los hebreos de otros pueblos, pues borraba la mancha del pecado original ya en el Antiguo Testamento y confería la gracia como símbolo de la fe en la futura Pasión de Cristo y prefigura del Bautismo, aun cuando las puertas del Cielo continuasen cerradas.16
El Señor no tenía necesidad de someterse a ese ritual, porque Él es el Bien Supremo, la Verdad por esencia, lo Bello Absoluto y, al encarnarse en el seno de una Virgen Inmaculada, jamás podía asumir nuestra naturaleza en pecado, que era totalmente incompatible con Él. Pero, por nuestra causa, quiso venir “en carne semejante a la del pecado” (Rom 8, 3), e incluso aplicarse la medicina apropiada para el pecado: la circuncisión. Además de cumplir la Ley instituida por Él mismo, ése fue el modo mediante el cual inició la obra de la Redención, concluida en la Cruz.
En esa perspectiva, vemos cómo es expresivo el nombre de Jesús, cuyo significado es “Dios salva” o bien “Salvador”. Le pusieron ese nombre en la ceremonia legal de la circuncisión, cuando vertió sus primeras gotas de Sangre, la cual sería derramada abundantemente en la Pasión en reparación por nuestros pecados. Y como el nombre es la coronación plena del nacimiento de una persona, pues será lo que va a designarla para siempre, una vez más el Evangelio nos conduce a la maternidad divina, porque a partir del momento en que Jesús recibió este nombre bendito, María pudo ser llamada, con toda propiedad, Madre de Jesús, es decir, Madre del Salvador, Madre de Dios.
IV– Madre de Dios… y también Madre nuestra
Ante la riqueza de la Liturgia inspirada por el Espíritu Santo para exaltar la maternidad divina de su Esposa, debemos comprender que también nosotros estamos contemplados en ese privilegio de María. Todos los bautizados formamos parte de la Santa Iglesia, Cuerpo Místico del que Cristo es la Cabeza y nosotros sus miembros. Ahora bien, la que es Madre de la Cabeza es Madre de todo el Cuerpo. Y cuando nacemos a la gracia, en el Bautismo, pasamos a participar en la familia divina como hijos de Dios y hermanos de Jesucristo. También en este aspecto María es nuestra Madre. Asimismo, al igual como los ríos corren a partir de una naciente, la fuente de nuestra vida sobrenatural es Jesucristo, pues “de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia” (Jn 1, 16). Y la Madre de ese manantial de gracias también es Madre de los riachuelos que proceden de Él.
El mismo Salvador fue quien, crucificado entre dos ladrones en lo alto del Calvario, le dio carácter oficial a la maternidad de la Santísima Virgen extensiva a nosotros. En la persona de San Juan Evangelista, Jesús nos entregó a Ella como auténticos hijos, al decir: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26), y al Apóstol: “Ahí tienes a tu Madre” (Jn 19, 27). De este modo, puso a disposición de todos nosotros, sus hermanos por la gracia y por la Redención, a su propia Madre. Y Ella nos ama a cada uno como si fuera su hijo único, a tal punto de que si sumásemos el amor de todas las madres del mundo por un solo hijo, el resultado no lograría el amor que la Virgen tiene por cada uno de nosotros individualmente.17
Encontramos en las palabras del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira una conmovedora consideración al respecto: “Entre el Verbo Encarnado y nosotros hay algo en común, algo insondablemente precioso: ¡tenemos la misma Madre! Madre perfecta desde el primer instante de su ser concebido sin mancha. De tal manera que Madre Santísima, en cada momento de su existencia, no dejó de corresponder a la gracia; tan sólo creció, creció y creció hasta alcanzar inimaginable elevación de virtud. Esta Madre, suya y nuestra, tiene misericordia del hijo más andrajoso, torcido, descuidado; y cuanto más descuidado, torcido y andrajoso, más grande su compasión materna. Madre mía: aquí estoy yo. Ten pena de mi hoy, ahora, como siempre la has tenido y, espero, siempre la tendrás. Purifícame, ordéname, haz que mi alma sea cada vez más semejante a la tuya y a la de Aquel que, como a mí, es dada la indecible felicidad de tenerte por Madre”. 18
A Jesús, cuya Navidad celebramos en esta Octava, dirigimos nuestra mirada llena de gratitud e imploramos que lleguen a su plenitud las gracias que trajo al mundo cuando nació en Belén: Señor, tú quieres reinar sobre la tierra de una forma solemne, majestuosa y, al mismo tiempo, maternal. Por eso, has entregado tu Reino a tu Santísima Madre. Te pedimos, Señor, que la misericordia de Ella triunfe cuanto antes. En este momento, nuestro corazón se dirige hacia Ella, lleno de certeza de que su misericordia y bondad con cada uno de nosotros es superior a la de cualquier madre. Está dispuesta a abrazarnos, a recogernos en su regazo y protegernos, ya sea contra la maldad de los hombres, ya sea contra la maldad venida del infierno. En fin, está dispuesta a hacer cualquier cosa por nosotros. Señor, no la retengas. Deja que su misericordia nos abrace, porque sólo así los horrores del mundo contemporáneo no lograrán manchar nuestra alma. Te pedimos, Señor, que Ella despliegue sobre tus hijos toda su bondad maternal y misericordiosa, para que el reino de afecto, el reino de cariño materno, el reino de la bondad insuperable de María Santísima se establezca en la tierra. Y que aparezca sonriente en la ceremonia de inauguración de esa nueva era histórica, diciéndole a sus hijos: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfó”. ²
1) Las desviaciones de la devoción a la Virgen en los primeros tiempos dieron ocasión a ceremonias de culto, como comenta Alastruey: “Los coliridianos en la Arabia, según testimonio de San Epifanio, veneraban a la Virgen como diosa, y en su honor ofrecían pequeños panes o tortas con rito idolátrico. Esta secta se componía casi exclusivamente de mujeres, y a ellas estaban reservados los oficios sacerdotales. Entre los montanistas orientales, los llamados marianitas y filomarianitas adoraban a María como a diosa” (ALASTRUEY, Gregorio. Tratado de la Virgen Santísima. 4.ed. Madrid: BAC, 1956, p.841).
2) Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. La Virgen María. Madrid: BAC, 1968, p.100-102.
3) Cf. COLUNGA, OP, Alberto; GARCÍA CORDERO, OP, Maximiliano. Biblia Comentada. Pentateuco. Madrid: BAC, 1960, v.I, p.787-788.
4) A propósito de la predestinación eterna del Redentor y de su Santísima Madre, el Papa Juan Pablo II enseña, en la encíclica Redemptoris Mater: “En el misterio de Cristo María está presente ya ‘antes de la creación del mundo’ como aquella que el Padre ‘ha elegido’ como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este ‘Amado’ eternamente” (JUAN PABLO II. Redemptoris Mater, n.8).
5) ROSCHINI, OSM, Gabriel. Instruções Marianas. São Paulo: Paulinas, 1960, p.25.
6) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q.25, a.6, ad 4.
7) SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. L’Amour de la Sagesse Éternelle, n.107. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, p.151.
8) SAN ANSELMO. De conceptu virginali et originali peccato, c.XVIII. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1953, v.II, p.47.
9) NICOLÁS, Auguste. La Vierge Marie et le plan divin. 2.ed. Paris: Auguste Vaton, 1856, t.I, p.376.
10) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q.35, a.4.
11) Dz 252.
12) PHILIPON, OP, Marie-Michel. Los dones del Espíritu Santo. Barcelona: Balmes, 1966, p.370.
13) Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, n.19. In: Œuvres Complètes, op. cit., p.497.
14) BARTOLOMEU DE CAPUA. Depoimento no Processo de Canonização, apud AMEAL, João. São Tomás de Aquino. Iniciação ao estudo da sua figura e da sua obra. Porto: Tavares Martins, 1961, p.145.
15) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma contra los gentiles. L.III, c.24, n.6.
16) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.70, a.4.
17) Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, op. cit., n.202, p.620.
18) CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A mesma Mãe. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año IX. N.96 (Mar., 2006); p.36.