Comentario al Evangelio – V DOMINGO DE CUARESMA – Padre, ¡glorifica tu nombre!

Publicado el 03/21/2018

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, 20 entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; 21 éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: “Señor, queremos ver a Jesús”. 22 Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. 23 Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. 24 En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. 25 El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. 26 El que quiera servirme, que me siga, y donde esté Yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará. 27 Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: 28 Padre, glorifica tu nombre”. Entonces vino una voz del Cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. 29 La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un Ángel. 30 Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por Mí, sino por vosotros. 31 Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. 32 Y cuando Yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí”. 33 Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir (Jn 12, 20-33).

 


 

Comentario al Evangelio – V DOMINGO DE CUARESMA – Padre, ¡glorifica tu nombre!

 

Los atuendos y hábitos de San Juan Bautista desentonaban mucho de las costumbres de aquella sociedad. 

 

El contraste de los hombres impuros y codiciosos con aquella figura recta, sencilla, elocuente y que gritaba: '¡Haced penitencia!', dejaba a las conciencias profundamente confundidas

 


 

I – “Per crucem ad lucem”

 

La Liturgia selecciona el Evangelio de este domingo con la intención de preparar la Pasión de nuestro Salvador. La Muerte de Jesús se avecina y, al mismo tiempo, se anticipan los primeros destellos de su posterior glorificación. “Per crucem ad lucem” —llegará a los esplendores del triunfo por medio de la Cruz.

 

Analicemos el relato de San Juan Evangelista.

 

Algunos griegos deseaban conocer a Jesús

 

En aquel tiempo, 20 entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; 21 éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: “Señor, queremos ver a Jesús”. 22 Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.

 

Según muchos comentaristas, este episodio está relacionado con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Todo hace pensar que el Señor aún estaba con los discípulos en el llamado Patio de los Gentiles.

 

El grupo que se aproximó a Felipe estaba formado por gentiles griegos, y no por judíos que venían de Grecia. Pero eran prosélitos, o al menos muy simpatizantes de la religión hebraica, tanto que subieron al Templo para adorar al verdadero Dios.

 

La presencia de griegos junto al Señor indica la conversión próxima de los gentiles. Éstos serán invitados a unirse al triunfo mesiánico de Cristo, incorporándose a su rebaño. Por el contexto del Evangelio de San Juan, se ve que no desean encontrarse con el Divino Maestro solamente por curiosidad. Debían haber oído narraciones sobre los maravillosos actos obrados por Jesús y ecos de su doctrina divina. Llenos de admiración, estaban ansiosos de acercarse a Él, y tal vez querían plantearle cuestiones como las que con frecuencia surgen entre los neófitos. Quizá ya hubiesen tenido contacto con los Apóstoles. Felipe —como deliberadamente subraya el Evangelista— era de Betsaida, lugar donde los griegos eran numerosos. De ese modo, se sintieron más a gusto dirigiéndose a él.

 

Por su humilde insistencia, la cananea acabó consiguiendo

que el Señor la atendiera Jesús y la cananea – Catedral de Bayona (Francia)

Al oír el pedido, Felipe no lo rechazó. Un indicio más de que ya los conocía y los creía dignos de aproximarse al Señor. Sin embargo, se sintió incómodo. En efecto, ya había presenciado reacciones del Maestro desfavorables a los gentiles. Por ejemplo, en el episodio de la cananea. Ésta había conseguido que Jesús la atendiese por su humilde insistencia: “Jesús le respondió: ‘Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas’. En aquel momento quedó curada su hija” (Mt 15, 28). Tal vez por recelo de lo que podría suceder, el joven Apóstol haya pensado que era mejor recurrir a Andrés. Y los dos fueron juntos a presentar a Jesús la petición de los griegos.

 

¿Habrán sido atendidos por el Maestro? Si lo fueron, ¿cuáles fueron los temas tratados? San Juan no nos lo comunica, pues su Evangelio generalmente destaca menos los hechos que la sustancia moral de estos.

 

La señal esperada por el Señor

 

23 Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”.

 

A lo largo del Evangelio, la naturaleza humana de Jesucristo aparece varias veces con mayor intensidad, mientras que en otras ocasiones refulge su divinidad. En el presente episodio, ante aquella petición de los griegos, que lo dejó intensamente impresionado, Él reacciona como Hombre. ¿Por qué? Porque estaba a la espera de un signo claro de que su hora estaba llegando. La aproximación de esos gentiles —como comenta San Agustín1— era ese signo, pues daba a entender que pueblos de todas las naciones habrían de creer en Él después de su Pasión y Resurrección. Indicio, por lo tanto, del carácter universal de su predicación y misión, y de la proximidad de la hora en que sería glorificado.

 

Así pues, venían mezclados el presagio de la glorificación y el de los horribles tormentos por los cuales tendría que pasar: “‘Y cuando Yo sea elevado sobre la tierra —dirá un poco más adelante— atraeré a todos hacia Mí’. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir”. El enfoque dado por Jesús a su Muerte es de triunfo, de glorificación. Intentemos profundizar en este punto.

 

II – Se aproxima la hora de la glorificación

 

Sabemos que la humildad es una alta virtud, cuya práctica es impuesta a todos por el Divino Maestro: “Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14, 11). Y María cantó en el Magnificat: “Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1, 51-52).

 

La condenación de los orgullosos se encuentra prácticamente desde el inicio hasta el fin de la Sagrada Escritura, en el mismo lenguaje contundente de estos dos pasajes.

 

Sin embargo, vemos a nuestro Redentor afirmar ahora: “Llegó la hora en que el Hijo del Hombre va a ser glorificado”. Ya en una ocasión anterior Jesús había dicho: “Yo no busco mi gloria; hay quien la busca y juzga” (Jn 8, 50). Y más próximo a la Pasión, “así habló Jesús y, levantando los ojos al Cielo, dijo: ‘Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti […]. Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que Yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese’” (Jn 17, 1.5).

 

¿Cómo explicar esta aparente contradicción?

 

En realidad, existe una gloria verdadera al lado de la gloria vana. Así, Jesús no busca su propia gloria, pero no deja de afirmar la máxima excelencia de su naturaleza divina y de manifestarla a los demás, siempre que las circunstancias lo exijan. Hay, por lo tanto, una exaltación y una gloria que son buenas. ¿Cómo se distinguen de la vanagloria? Con su consagrada claridad, Santo Tomás de Aquino2 elucida ese problema en la Suma Teológica.

 

Gloria y vanagloria

 

El Doctor Angélico empieza por preguntarse si el deseo de gloria es pecado. Para responder, recuerda que, según San Agustín, “ser glorificado equivale a ser clarificado”. Y continúa: “La claridad, a su vez, tiene una cierta belleza y manifestación. Por eso la palabra gloria implica propiamente el que alguien manifiesta algún bien que a los hombres parezca bello […]. Ahora bien: como lo que es completamente claro puede ser visto por muchos, incluso a distancia, por eso con la palabra gloria se designa propiamente el conocimiento y aprobación que muchos tienen del bien de uno”.

 

Una vez definido el sentido de gloria, afirma: “El que se reconozca y apruebe el propio bien no es pecado. […] Del mismo modo no es pecado querer que otros aprueben las obras buenas, porque se nos dice en Mt 5, 16: ‘Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres’. Por tanto, el deseo de la gloria de suyo no es vicioso”.

 

En sentido contrario, Santo Tomás explica que el apetito de la gloria vana es vicioso. En primer lugar, la gloria puede ser vana si se busca en lo que no existe, o en lo que no es digno de gloria. En segundo lugar, cuando el juicio de aquel de quien se espera la gloria no es verdadero. En tercer lugar, cuando el deseo de gloria no se refiere al fin debido, es decir, a la honra de Dios o a la salvación del prójimo.

 

En la secuencia de su raciocinio, el Aquinate afirma: “puede el hombre laudablemente desear su gloria para utilidad de los demás, según aquello de Mt 5, 16: ‘Vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre del Cielo’”. La gloria que podemos recibir de Dios no es vana, y está prometida en recompensa por las buenas obras.

 

Es legítimo desear la propia gloria

 

El resultado es que se puede desear la alabanza —continúa el Santo— “en cuanto útil para algo: para que Dios sea glorificado o para que el mismo hombre, reconociendo por el testimonio de la alabanza ajena los bienes que hay en él, se esfuerce por perseverar en ellos y mejorarlos”.

 

Tenemos, por lo tanto, de un lado la vanagloria, y de otro la verdadera gloria, virtuosa siempre que se dirija hacia la alabanza a Dios, para hacer bien a los demás y para la propia santificación.

 

Santo Tomás concluye su análisis tratando de la necesidad que cada uno tiene de velar por su buena fama, y asevera: “Es laudable el que uno procure la buena reputación y hacer bien ante los hombres, pero no el deleitarse vanamente en la alabanza de los hombres”.

 

En vista de eso, desear la propia honra es una obligación. Así nos exhorta el Libro del Eclesiástico: “Preocúpate por tu nombre, porque te sobrevivirá, dura más que mil tesoros de oro. La buena vida tiene los días contados, pero el buen nombre permanece para siempre” (41, 12-13). El Libro de los Proverbios afirma en el mismo sentido: “Más vale fama que riqueza, mejor estima que plata y oro” (22, 1). Y San Pablo aconseja: “Procurad lo bueno ante toda la gente” (Rom 12, 17). Analicemos ahora las bellísimas palabras de Jesús, suscitadas por la petición de aquellos griegos.

 

Sacrificio indispensable

 

24 “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. 25 El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. 26 El que quiera servirme, que me siga, y donde esté Yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará”.

 

De la misma forma que el grano de trigo, Él precisa morir, y por muerte de Cruz. Ante ese supremo sacrificio, aparece la debilidad de la naturaleza humana asumida por el Verbo de Dios. Sus argumentos más parecen destinados a reforzar su decisión, ya tomada.

 

Quien se entrega a la práctica de los vicios y del pecado ama su vida en este mundo, esclarece San Juan Crisóstomo.3 Si resiste a las pasiones, la conservará en la vida eterna.

 

Getsemaní

 

27 “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: 28a Padre, glorifica tu nombre”.

 

El monólogo del Señor prosigue más personal, más sublime, más acongojado. Sus palabras son entrecortadas por silencios meditativos. El Redentor se estremece a la vista de la Cruz y su turbación —continúa comentando San Juan Crisóstomo4— nos muestra cómo, aun siendo Él la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, había asumido la naturaleza humana.

 

Misterio inefable e inaccesible para nuestra inteligencia, la paradoja de sentimientos simultáneos y opuestos en una misma Persona: mientras la naturaleza divina estaba permanentemente plenísima de júbilo, la humana lo haría sudar Sangre en Getsemaní. Sin embargo, una generosa reacción devolvió en un instante una paz profundísima a su noble corazón, como comenta el célebre exégeta Louis-Claude Fillion,5 en su conocida obra sobre la vida del Salvador.

 

“Padre, glorifica tu nombre”. Con su Muerte, Jesús quería sobre todo la gloria del Padre, y Éste oyó su oración.

 

La voz del Padre se hace oír

 

28b Entonces vino una voz del Cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. 29 La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un Ángel. 30 Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por Mí, sino por vosotros”.

 

Esta fue una de las tres ocasiones en las que el Padre se manifestó públicamente, según narra el Evangelio —las otras dos fueron en el Bautismo del Señor y en su Transfiguración—, siempre para glorificar al Hijo. Aquí se dirige a todos los hombres, anunciando el triunfo del Verbo Encarnado, y dando a Jesús la oportunidad de contemplar, con la luz de la ciencia divina, los frutos de su Pasión.

 

Anunciando su propio triunfo sobre el demonio, la muerte

y el pecado, Jesús nos enseñó a buscar,

cuando sea necesario, la verdadera gloria

para el bien del prójimo y nuestra salvación

La Resurrección de Jesús – Museo San Pío V,

Valencia (España))

31 “Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. 32 Y cuando Yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí”. 33 Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

 

“Juzgado el mundo” significa aquí —según comenta San Agustín6— cuánto el poder del demonio sobre los redimidos sería quebrado por Jesús. Y Fillion añade: “El Salvador contemplaba su futura victoria sobre todos sus enemigos como si fuese ya una realidad. Ve al mundo perverso, a este adversario poderoso, juzgado ya y condenado; al ‘príncipe de este mundo’, es decir, a satanás, como le llama a la manera de sus compatriotas, expulsado, gracias a la conversión de los gentiles, de la mayor parte de sus dominios. […] Pero ahora [Jesús] olvida las humillaciones y dolores del suplicio, para no pensar más que en sus felices consecuencias”. 7

 

Dos lecciones

 

El Evangelio de hoy nos trae dos bellas e importantes lecciones: para la gloria de Dios, no sólo debemos aceptar el sacrificio de nuestra propia vida, sino también apartarnos de la vanagloria; y si fuera necesario, buscar la verdadera gloria para el bien de los demás y de nosotros mismos.

 

“Christianus alter Christus —El cristiano es otro Cristo”. Tenemos la obligación de ser otros Cristos, en lo que se refiere al fin último para el cual fuimos creados y redimidos: “ad maiorem Dei gloriam”, para la mayor gloria de Dios, según el lema escogido por San Ignacio de Loyola para su Compañía de Jesús.

 

 

1) Cf. SAN AGUSTÍN. In Ioannis Evangelium. Tractatus LI, n.8. In: Obras. 2.ed. Madrid: BAC, 1965, v.XIV, p.212.

2) Todas las referencias a Santo Tomás de Aquino en el presente artículo se encuentran en: Suma Teológica. II-II, q.132, a.1.

3) Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía LXVII, n.1. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (61-88). Madrid: Ciudad Nueva, 2001, v.III, p.79.

4) Cf. Idem, n.2, p.81.

5) Cf. FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Pasión, Muerte y Resurrección. Madrid: Rialp, 2000, v.III, p.66-67.

6) Cf. SAN AGUSTÍN, op. cit., Tractatus LII, n.6, p.222.

7) FILLION, op. cit., p.67-68.

 

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