COMENTARIO AL EVANGELIO – V DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Jesús, fuente de la templanza
El dolor, ese mal inevitable que acompaña a todo hombre, sólo encuentra remedio en la acción sumamente temperante del divino Maestro.
I – EL MISTERIO DEL DOLOR
La medicina ha alcanzado hoy día un éxito extraordinario, pues cura enfermedades que antiguamente se consideraban mortales. Otrora era impensable un trasplante de órganos —corazón, hígado, riñones—, como se viene haciendo en la actualidad con relativa frecuencia y facilidad. ¡Cuántas maravillas ha realizado la ciencia! Sin embargo, eliminar por completo las enfermedades y el dolor es imposible.
Si no es viable la extirpación de los males físicos, mucho menos lo será de los espirituales: a menudo nos vemos rodeados de decepciones, tragedias, aflicciones, incertidumbres, perplejidades, peleas, discordias que destrozan a las familias… La vida está llena de contrariedades y no se nos permite escapar totalmente de ellas; ni hay dinero que compre una satisfacción completa en esta tierra. Entonces, ¿cómo debemos reaccionar ante el dolor?
El hombre tiene necesidad de sufrir
Pensemos en la felicidad del hombre en el paraíso, donde los vegetales y los seres inanimados estaban bajo su dominio y los animales le obedecían. Admirablemente equilibrado, disfrutaba de un placer enorme, inefable, plenísimo, porque no existía nada que le hiciese sufrir; sólo tenía motivos de alegría. No había tempestades, el clima era siempre agradable, favorecido por brisas suaves y serenas, y la tranquilidad de la naturaleza era imagen de la calma temperamental del hombre, dotado del don de la integridad, gracias al cual estaba libre de todo movimiento desordenado de sus apetitos sensibles. Por tanto, no conocía el dolor.
Bajo esta perspectiva, imaginemos que Adán y Eva no hubieran caído, y que en el paraíso terrenal se hubiese desarrollado una sociedad en que las personas se relacionaran armónicamente, viviendo en el gozo perfecto y sin experimentar ningún padecimiento. Supongamos también que en ese ambiente se introdujese un individuo con pecado original: conviviría con los demás sin la mínima posibilidad de desacuerdo con nadie, siendo tratado con delicadeza y consideración, en medio de un gran bienestar por ser objeto de toda clase de desvelos, cuidados y cariños. Sin embargo, aunque parezca absurdo, ese hombre tendría un sufrimiento pavoroso… ¡el sufrimiento de no sufrir!
Tratemos de idear ahora otra situación: un príncipe que fuese atendido a cada instante en todas sus veleidades, sin margen para disgusto alguno. Si pensase en comer, le sería servido todo tipo de manjares; si soñase con una cama, inmediatamente tendría a su disposición un colchón de plumas de ganso de inigualable suavidad; si sintiese sed, le ofrecerían las más deliciosas bebidas que existieran en el mundo, y a la
La necesidad de ejercicio y de movimiento de nuestro cuerpo no es sino un reflejo, puesto por Dios, de la análoga necesidad del espíritu en relación con el dolor. Una persona, por ejemplo, que se ve obligada a mantener inmovilizado un brazo durante cierto tiempo porque se le ha roto un hueso, cuando le quiten el yeso se llevará un susto al ver que ese brazo ha enflaquecido y se encuentra flácido. Tendrá que someterse a fisioterapia para que ese miembro recupere su fuerza. Así también el alma, sin el sufrimiento, se vuelve escuálida, languidece y pierde su vigor.
El sentido católico del dolor
Por lo tanto, las escuelas filosóficas que buscan explicar el sufrimiento de forma diferente al punto de vista católico, yerran cuando afirman que ha de ser evitado a toda costa o ser asumido con espíritu destructivo. La única religión que encara bien el dolor es la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, pues nos muestra cómo el dolor es indispensable y debe ser comprendido. Nosotros sólo lo entendemos realmente cuando miramos a Jesús en la cruz. Él se encarnó con el objetivo de reparar el pecado cometido por la humanidad, de restaurar la gloria de Dios y el orden; y quiso hacerlo a través de los tormentos de su Pasión.
Todos nosotros pecamos en nuestros padres Adán y Eva, además de incurrir en innumerables faltas actuales durante la vida, al atentar contra la gloria del Creador. Ahora bien, sabemos que el séptimo mandamiento no se viola solamente robando el dinero o la propiedad de otra persona, sino también al no darle a Dios la gloria que le pertenece. Y si, en el primer caso, para que la transgresión sea perdonada es exigida la restitución de aquello que se ha robado, no menos imperioso es devolverle a Dios la gloria que el pecado le negó.
Esta es exactamente la prueba a la que Dios somete a las criaturas inteligentes, ángeles y hombres: no considerar nunca que éxitos y conFebrero 2015 · Heraldos del Evangelio 11 quistas son fruto de nuestros propios esfuerzos, reputándonos a nosotros mismos la fuente de las cualidades que nos han sido concedidas, bien sea energía, inteligencia o capacidad de trabajo. Más bien, hemos de reconocer que los méritos vienen de Dios, pues Él es quien nos lo da todo, ya sea en el campo natural, ya, sobre todo, en el sobrenatural, como dijo el Señor: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). En ese sentido, el dolor es un medio de mover al alma a restituir lo que ha recibido y de pasar bien por la prueba, pues deja patente que somos contingentes ante Dios y hace que nos volvamos hacia Él. En el éxito, por el contrario, es fácil que nos cerremos en nosotros mismos y, ciegos de autosuficiencia, olvidemos al Creador y acabemos desvinculándonos de Él. “La enfermedad y el sufrimiento —afirma el Catecismo— se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. […] La enfermedad […] puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a Él”.2 Además, el sufrimiento es el mejor purificador de nuestras almas, ya que a través de él nos arrepentimos de nuestras faltas, confesamos que somos miserables y mendigamos la gracia y el perdón divino. “Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia”.3
El papel de la virtud de la templanza
Para remediar, en cierta medida, la pérdida del don de integridad que el hombre poseía en el paraíso y los inevitables sufrimientos que resultaron de esa privación, existe una virtud que, introducida en el alma con el cortejo de todas las demás que nos son infundidas en el Bautismo, forma parte de las cuatro virtudes cardinales: la templanza. “Indica, en efecto, una cierta moderación o atemperación impuesta por la razón a los actos humanos y a los movimientos pasionales […]. Se ocupa principalmente de las pasiones tendentes al bien sensible, a saber: los deseos y los placeres, y, sólo como consecuencia, de la tristeza producida por la carencia de estos deleites”.4
Por consiguiente, es la virtud que equilibra los estados de espíritu y da al hombre el bienestar y la felicidad en medio del dolor, o el autocontrol en la euforia de la alegría. Así, confiere al alma un extraordinario dominio sobre sí.
En medio de los dolores, Job busca su consuelo en Dios
Estas enseñanzas nos preparan para comprender mejor la liturgia del quinto domingo del Tiempo Ordinario, cuya primera Lectura (Jb 7, 1-4.6-7) es un expresivo fragmento del libro de Job.
La preciosa historia de este varón íntegro nos cuenta que habiéndose presentado Satanás ante el Todopoderoso, éste le pregunta si había visto a Job, su siervo, “un hombre justo y honrado, que teme a Dios y vive apartado del mal” (Jb 1, 8); y el demonio le responde que esas virtudes se debían al hecho de que Job todavía no había sido tentado. Entonces, el Señor le autorizó a que tratase a Job como quisiese, pero con una salvedad: “respétale la vida” (Jb 2, 6). La prueba de Job, por tanto, fue permitida por el Altísimo, pero promovida directamente por el demonio. Como consecuencia, perdió a sus diez hijos, todas sus propiedades y animales, y fue herido con terribles “llagas malignas, desde la planta del pie a la coronilla” (Jb 2, 7). En situación tan dolorosa, “Job cogió una tejuela para rasparse con ella y se sentó en el polvo” (Jb 2, 8).
Y sucedió algo peor: perdió el apoyo de sus círculos sociales, sus amigos interpretaron ese infortunio como un castigo, juzgando que se había desviado de los mandamientos del Señor, y su propia esposa en lugar de apoyarlo se puso en contra suya. Completamente aislado, sin poder abrir su alma ni siquiera a aquellos que lo rodeaban, se sentía abandonado por Dios, sin saber cuál era el motivo. Por eso Job pronuncia esta exclamación, relatada en la primera Lectura: “¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?” (Jb 7, 1). Y a continuación narra sus dolores con vivas imágenes, muy características de los orientales: “Mi herencia han sido meses baldíos, me han asignado noches de fatiga. Al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba; […] Corren mis días […] se van consumiendo faltos de esperanza” (Jb 7, 3-4.6)
No obstante, Job no cayó en la desesperación, sino que, con confianza, buscó consuelo donde, de hecho, lo encontraría: ¡en Dios! “Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos no verán más la dicha” (Jb 7, 7). Si invocó al Señor, fue porque su alma disponía de un recurso para sustentarse: la virtud de la templanza… Él era temperante.
II – La acción de Jesús restablece el orden, el equilibrio y la paz
En el Evangelio de hoy encontramos a Jesús, primero, curando a la suegra de Pedro y, después, aliviando de sus males a la multitud que rodeaba la casa donde se hospedaba. ¿Habrá en esto una contradicción? ¿Actuaba así el Señor porque pensaba que el dolor debía ser eliminado? Analicemos el texto de San Marcos en busca de una respuesta.
En aquel tiempo, 29 al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a la casa de Simón y Andrés. 30a La suegra de Simón estaba en cama con fiebre,…
Hacía poco tiempo que el divino Maestro había empezado su ministerio público y ya estamos viendo cómo éste era exhaustivo. Al marcharse de la sinagoga, con Santiago y Juan, a la residencia de Simón y Andrés, se diría que ésta era considerada como un sitio donde podría estar tranquilo, apartado del flujo de personas; pero no fue así: la suegra de Pedro “estaba en cama con fiebre” y Jesús, siempre dispuesto a hacer el bien a todos, no se detuvo a descansar e inmediatamente se acercó a ella.
La fiebre de las pasiones
Es sabido que quien está con una fiebre muy alta, por lo general pierde el control de sí mismo, o sea, la capacidad de tener el “alma en sus manos” —Anima mea in manibus meis semper (Sal 119, 109)—, porque dificulta, incluso, la posibilidad de valerse de la virtud de la templanza. Los Padres de la Iglesia comentan que la fiebre física de la suegra de Pedro es un símbolo de las pasiones. “En esta mujer —escribe San Ambrosio— […] estaba figurada nuestra carne, enferma con diversas fiebres de pecados y que ardía en transportamientos desmesurados de diversas codicias”. 5 San Jerónimo coincide con ese pensamiento: “Cada uno de nosotros está aquejado de fiebre. Cuando me dejo llevar por la ira, es una fiebre que padezco. Cuantos vicios hay, tanta es la diversidad de fiebres”.6 Y San Rábano Mauro añade: “Cada alma que sirve a la concupiscencia de la carne, es como si se abrasase en fiebres”.7
La fiebre espiritual postra en cama al que padece la calentura, haciéndolo inútil para el trabajo e incapacitándolo para actuar, porque todo su ser está tomado por la inclinación hacia el mal, ansioso de voluptuosidad y, por tanto, sin ánimo para servir a Dios y a los demás. ¡Cuántas personas se vuelven negligentes en su apostolado por haber perdido la noción de la grandeza de su vocación, mientras el dinamismo de su alma se dirige hacia una pasión desenfrenada! En efecto, cuando alguien es llamado a los horizontes amplios y profundos de la lucha por la derrota del imperio de Satanás sobre la faz de la tierra y no corresponde a ese llamamiento, acaba dedicándose a las más ínfimas y despreciables bagatelas y con esto consigue acallar su conciencia.
El divino Maestro toma la iniciativa
30b… e inmediatamente le hablaron de ella. 31a Él se acercó…
Cabe señalar que el Señor fue advertido sobre el estado de la suegra de Pedro, con la esperanza de que obrase un milagro. No era necesario que se lo dijesen, porque ya conocía ese hecho desde toda la eternidad y podía, con su autoridad absoluta, curarla a distancia. Sin embargo, se puso a merced de una simple insinuación —pues para no molestarlo ni siquiera le habían formulado la petición— y no se negó. Por el contrario, como era amigo de aquella familia y por los vínculos que lo unían a San Pedro, se dispuso a ayudar. Es decir, nada más conocer la noticia, no tardó en tomar la iniciativa. Así son las relaciones sociales entre los hombres que se estiman.
En esa época, de acuerdo con las normas judaicas —e incluso las de los pueblos paganos—, era incomprensible que un hombre entrase en el cuarto de una mujer postrada en cama, aunque fuese anciana. Por su misión de curar, no obstante, el Señor rompió esa severa costumbre y “se acercó”.
Por nuestra parte, cuando observemos a una persona con sus pasiones en ebullición, que sigue un camino indebido, no nos alegremos del mal ajeno. Tenemos la obligación de “hablarle de ella” a Jesús e implorarle que la cure. Si intercedemos por los otros, el Señor se aproximará a ellos.
La mano de Jesús está siempre extendida para curarnos
31b… la cogió de la mano y la levantó.
Es posible que algunos de los presentes pensaran que el Salvador únicamente había ido a visitar a la enferma para darle un poco de ánimo. ¡Qué enorme sorpresa no se llevarían todos cuando la tomó por la mano y ella, que antes ardía en fiebre, se sintió con nuevas energías y se levantó. La tocó porque quería dejar bien claro que había sido Él el autor de esa curación y no un espíritu, por ejemplo, conforme a las supersticiones que circulaban entre aquella gente. Si se hubiese limitado a ordenar desde lejos “Levántate”, tal vez habrían dudado.
De igual modo, esa divina mano que cogió la de la suegra de Pedro está siempre extendida a nuestra disposición. Sí, el Señor trata con consideración y afecto a los que le abren su alma y no le ponen obstáculos, y está dispuesto a entrar en la casa donde estemos postrados por cualquier enfermedad, para atendernos a cada uno de nosotros como si sólo existiese ese uno. ¡Cuántas miserias, debilidades y caprichos pesan en nuestro interior! Y a pesar de esto, Él no siente repulsión hacia nosotros y nunca retira su mano, por pésima que sea nuestra situación. He aquí la confianza que debemos tener: ¡todo puede ser resuelto por Aquel que nos tiende la mano!
La energía para servir a Dios viene de Él
31c Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.
Después de ser curada, la suegra de Pedro “se puso a servirles”. Ahora bien, era tanto el desprecio por las mujeres en aquellos antiguos tiempos que nunca podían servir la mesa de los huéspedes.8 Esa tarea estaba reservada a los esclavos o los empleados. No obstante, el Señor permitió ser servido por esa mujer para dar a entender que traía costumbres sociales inéditas. Como Hombre Dios, iba yendo a contracorriente e invirtiendo la mentalidad arrogante y vejatoria que reinaba, no sólo en Israel, sino también entre griegos, romanos y demás pueblos.
La curación fue tan instantánea que daba la impresión de que la suegra de Pedro no había sufrido la más mínima molestia. Lo mismo sucede cuando alguien, atormentado por la fiebre de sus pasiones, “coge la mano” de Jesús: la inanición y el abatimiento van desapareciendo y le es infundido el ánimo. Esto también muestra cómo la energía para ejercer una misión sobrenatural o para defender una causa justa viene de Dios. Por lo tanto, que nunca nos asalte la duda; si nuestros objetivos están dirigidos hacia la eternidad, tendremos la fuerza, el impulso y la sustentación que nos llevará adelante, hasta el final. Obtendremos un enorme provecho si evitamos pensar en la vida pasada. El Evangelio no refiere ninguna palabra de la que había sido objeto del milagro sobre el período en que permaneció en cama. No, el Maestro estaba allí y ella se puso a servirle. Ya no le importaba ni la fiebre ni la enfermedad, todo fue olvidado.
¡Busquemos el sagrario!
32 Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. 33 La población entera se agolpaba a la puerta. 34a Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios;…
Si San Marcos —tan sintético e incluso algo minimalista— escribió “la población entera”, es una prueba de que así fue. Grandes comentaristas9 están de acuerdo en que la expresión “muchos”, usada por él, significa que el Señor los atendió a todos.
La fama de Jesús se había extendido y todos querían acercarse a Él para recibir algún beneficio. Podemos imaginar la escena del pueblo gritando e implorando el auxilio del divino Taumaturgo. Y Él, tranquilo y sublime, iba devolviendo la salud a numerosos ciegos, cojos, paralíticos, leprosos, febriles, sin dejar de lado a nadie…
En cuanto a los posesos, recordemos que son aquellos cuyo cuerpo ha sido tomado por el demonio —y en algunos casos por gran número de éstos—, de tal manera que pierden el dominio de sí mismos. Imposibilitados de gobernarse, se asemejan a un automóvil controlado por un asaltante, mientras que su conductor —es decir, el alma— es empujado a un rincón del vehículo. Los posesos se encuentran, por consiguiente, en un estado de desequilibrio y desorden. A ellos también los liberó el Señor y no quedó ni un solo demonio por ser expulsado.
Cuántas veces, en lugar de rodear la casa donde está Jesús, como hicieron los habitantes de Cafarnaún, nos cerramos en nosotros mismos, dándole al demonio la oportunidad de dialogar con nosotros todo el tiempo que desee. Si, por el contrario, buscamos a Jesús en el sagrario, el tentador se mantendrá a distancia y ahí obtendremos la solución para nuestras dificultades.
Ése es el legado que nos dejan los santos. Por ejemplo, cuando Santo Tomás de Aquino se hallaba en mitad de la composición de alguna de sus obras y necesitaba resolver un problema especialmente arduo, interrumpía el trabajo, ponía la cabeza junto a la pared del tabernáculo y permanecía así hasta elucidar la cuestión.10 Él mismo —hombre inteligentísimo, que citaba de memoria la Sagrada Escritura— aseguraba que aprendió mucho más en la adoración al Santísimo Sacramento o a los pies de un crucifijo que en todos los estudios que había realizado a lo largo de su vida.11
El demonio no puede anunciar el Evangelio
34b…y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar.
Se diría que al Señor le convenía que los demonios hiciesen propaganda de Él, pues así contribuirían a aumentar su fama. No obstante, les impedía que hablasen por dos razones: primero, porque no quería al demonio en el papel de apóstol, ya que éste tiene que ser santo y vivir lo que predica, mientras que los espíritus malos deben ser arrojados afuera, sin tardanza; segundo, porque pretendía con ello preparar a las multitudes para su futura Pasión. En efecto, mandando a los demonios que se callaran porque “lo conocían”, los presentes se preguntarían por qué daba esa orden y enseguida se darían cuenta que era porque allí había gente que lo odiaba, deseosa de matarlo. Esto los disponía para entender el martirio de la cruz.
Una lección de desapego y seriedad ante la propia misión
35 Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar. 36 Simón y sus compañeros fueron en su busca y, 37 al encontrarlo, le dijeron: “Todo el mundo te busca”. 38a Él les responde: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas”…
En el concepto de un vanidoso, aquella sería la hora de beber todo el éxito del día anterior. Pero Jesús, se levantó de madrugada y fue hasta un lugar solitario para rezar, porque Él, en su humanidad justísima, no se jactaba ni se dejaba dominar por ninguna pasión.
Los Apóstoles, tan pronto como se despertaron, salieron a buscarlo; una actitud propia a servirnos de modelo: siempre procurar a Cristo donde Él esté. Con todo, cuando lo encontraron, sus palabras reflejan sus sueños de conquista y el anhelo de sacar provecho de la situación. Estaban deslumbrados por una ilusión forjada a propósito de los milagros obrados por el Maestro y, después del primer flash vocacional y religioso, habían pasado a verlo bajo un prisma político. Ante el feliz resultado alcanzado en Cafarnaún, ciudad muy central, llena de animación y de comercio, querían “industrializar” al Señor y pretendían organizar un gran movimiento de opinión pública para asumir el poder, restaurar la supremacía de los judíos sobre los otros pueblos y cambiar la historia de Israel. Pero Jesús, contrariamente a las ambiciones de ellos, y más allá de toda previsión, decidió salir de la populosa Cafarnaún y marcharse a los arrabales, para no ser controlado por esos discípulos demasiado terrenos. De este modo los educaba a que aceptasen ir a cualquier parte, sin detenerse a saborear los triunfos. ¡Qué lección de desapego y de gobierno de las pasiones! ¡Qué difícil era para ellos conformarse a estas nuevas perspectivas!
Además, al haber cumplido ya su ministerio allí, Jesús deseaba estar en contacto con todos, pues para todos había venido, y con esa actitud les mostraba la responsabilidad y la seriedad con las que cada uno debe afrontar su misión específica.
Una acción sumamente temperante
38b… “para predicar también allí; que para eso he salido”. 39 Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.
En los episodios narrados en este Evangelio vemos a Jesucristo —la Templanza y la Santidad en esencia— ejerciendo una acción sumamente temperante a través de la curación y del exorcismo, restableciendo en las almas afligidas el orden, el equilibrio y la paz. Y por el instrumento de su divina palabra transmitía la verdad de la Revelación, ponía de manifiesto el valor de la virtud de la templanza y promovía su práctica.
La palabra, cuando es bien empleada y proferida según el soplo del Espíritu Santo, posee una fuerza exorcística extraordinaria para armonizar el espíritu con Dios. Por ejemplo, siempre que alguien hace un juicio errado acerca de sí mismo o de los demás, sea sobrestimándose, sea recriminándose de forma autodestructiva —ambos grandes y peligrosos desatinos—, el consejo de un compañero o de un superior, que analiza la situación desde fuera y con mayor rapidez y precisión, podrá dar estabilidad al alma. Dios lo ha dispuesto así para que nuestro instinto de sociabilidad sienta un mayor incentivo para aplicarse en ayudar al prójimo y exista más facilidad en la convivencia.
Un ejemplo de la práctica de esta virtud cardinal
La templanza es la virtud que más caracteriza a los santos. Abandonados en las manos de Dios, aceptan que su voluntad se haga en ellos en todo: si les sobreviene un tormento, como el de Job, lo abrazan; si se les anuncia una excelente noticia, la reciben sin ninguna euforia desenfrenada o febril.
En este sentido, el autor del presente artículo, en determinado momento de su existencia, tuvo la oportunidad de conocer la virtud de la templanza, vivida con brillo y con facetas poco comunes, en la persona de Plinio Corrêa de Oliveira. Ante una información grave, era capaz de tomar las medidas urgentes oportunas y a continuación sentarse a cenar, evitando hablar del asunto previamente tratado, discurriendo luego con toda calma sobre cuestiones doctrinales relacionadas con la consideración de las más elevadas y sublimes realidades. Al terminar de comer, y también sus oraciones, enseguida, interesándose de nuevo por la materia que antes lo preocupaba, volvía a sus actividades cotidianas que prolongaba, si fuera necesario, hasta altas horas de la madrugada. Por fin, al concluirlas se iba a dormir y conciliaba el sueño en la más completa tranquilidad. A cada instante, en el día a día, se podía observar en él esta nota tónica de placidez que le daba la facultad de pasar de los asuntos más trágicos a otros suaves y serenos, sin el menor sobresalto, con total dominio de sí mismo.
Jesús, fuente de la templanza – Parte II
– 1 Cf. PÍO XI. Miserentissimus Redemptor, n.º 5; LYONNARD, SJ, Jean. El apostolado del sufrimiento o las víctimas voluntarias para las necesidades actuales de la Iglesia. Madrid: Viuda e Hijo de Aguado, 1887, p. 7.. – – 3 CCE 1435. – 4 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 141, a. 2; a. 3. – 5 SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L. IV, n.º 63. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, v. I, p. 221. – 6 SAN JERÓNIMO. Tratado sobre el Evangelio de San Marcos. Homilía II (1, 13-31). In: Obras Completas. Obras Homiléticas. Madrid: BAC, 1999, v. I, p. 849. – 7 SAN RÁBANO MAURO. Commentariorum in Matthæum. L. III, c. 8: ML 107, 861. – 8 Cf. WILLAM, Franz Michel. A vida de Jesus no país e no povo de Israel. Petrópolis: Vozes, 1939, p. 134. – 9 Cf. TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. V, p. 635; LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Marc. 5.ª ed. París: Lecoffre; J. Gabalda, 1929, p. 26. – 10 Cf. PETITOT, OP, L. H. La vida integral de Santo Tomás de Aquino. Buenos Aires: Cepa, 1941, p. 147; GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. Santo Tomás de Aquino: época, personalidad, espíritu. Barcelona: Rafael Casulleras, 1924, p. 79. – 11 Cf. JOYAU, OP, Charles-Anatole. Saint Thomas d’Aquin. Tournai: Desclée; Lefebvre et Cie, 1886,pp. 162-163. – 12 SUÁREZ, SJ, Francisco. Disp. 38, sec. 2, n.º 5. In: Misterios de la Vida de Cristo. Madrid: BAC, 1950, v. II, p. 154. – 13 Cf. SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Las Glorias de María. |
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