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– EVANGELIO –
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 13 “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. 14 Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. 15 Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. 16 Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los Cielos” (Mt 5, 13-16)
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COMENTARIO AL EVANGELIO DEL V DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO – La sal de la convivencia y la luz del buen ejemplo
La invitación a la santidad, que el Señor hace a todos los cristianos, tiene como corolario la obligación de trabajar por la salvación de nuestros hermanos, con la palabra y el ejemplo de vida.
I – la estrategia evangelizadora de Jesús
Al estudiar la vida pública de Jesús, se constata la existencia de un plan de apostolado muy bien trazado, lógico y coherente. Tras casi treinta años de vida oculta y de la primera fase de su vida pública, llegado el momento de empezar sus predicaciones más importantes, el Salvador debía elegir un centro estratégico desde el que anunciaría a los hombres el Reino de Dios.
Los habitantes de la pequeña ciudad donde se había criado, Nazaret, por haberle rechazado de un modo tan vil, hasta el punto de desear matarlo, se volvieron indignos de continuar conviviendo con “el hijo de José” (Lc 4, 22). Sin embargo, aunque la acogida hubiese sido respetuosa, era improbable que permaneciera allí, debido a su desfavorable ubicación: al estar aislada en lo hondo de un valle, en una región de difícil acceso y poco poblada, quedaba distante de las zonas más importantes de Galilea.
Cafarnaúm: la ciudad de Cristo
Por ello, además de los motivos expuestos en el comentario al Evangelio del tercer domingo del Tiempo Ordinario,1 el Señor quiso establecerse cerca de las grandes vías de comunicación: “Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaúm” (Mt 4, 12-13). Esta ciudad, situada al este de Galilea, en tierras que habían pertenecido a las tribus de Zabulón y Neftalí, contaba en esa época entre 15.000 y 20.000 habitantes y era el núcleo comercial de los alrededores. A sus pies, el lago de Genesaret —conocido también como mar de Galilea o mar de Tiberíades—, con cerca de 21 km de largo y unos 12 km de ancho, tenía abundancia de peces y era surcado todos los días por centenas de barcos de pescadores que singlaban sus limpias aguas. En sus márgenes se levantaban numerosas ciudades, como Betsaida, Tiberíades, Magdala, siendo ésta última, por entonces con 40.000 almas, la más prestigiosa entre ellas.2 Cafarnaúm se encontraba en un lugar particularmente fecundo —Galilea era considerada el granero de Palestina3—, que serviría como fuente de inspiración de las hermosas parábolas del divino Maestro.
No había otra región de Israel que fuera más apropiada para recibir la doctrina del Señor, porque “los galileos del lago, a pesar del trato con miles de extranjeros, habían conservado la sencillez de sus padres. Vivían tranquilamente del producto de su pesca y esperaban el nuevo reino predicado por Juan el Bautista”.4 Por esta razón las palabras de Jesús fueron mejor acogidas en los prados y sinagogas de Galilea que en el Templo de Jerusalén.
Aparte de eso, por su condición fronteriza y mercantil, y gracias a la proximidad de varios caminos importantes —entre ellos la Via Maris, que unía a Siria con Egipto—, Cafarnaúm ofrecía muchas ventajas al Redentor. Sin salir de ella, podía instruir no sólo a sus coterráneos, sino también a numerosos extranjeros que transitaban por ese concurrido cruce de caminos. Allí “se detenían los mercaderes de Armenia, las caravanas de Damasco y Babilonia que trasportaban los productos del Oriente, las guarniciones romanas en su marcha hacia Samaria o Judea, y la multitud de peregrinos que subían a la Ciudad Santa en los días de fiesta. Aquellos mercaderes, soldados, paganos y peregrinos rodearán a Jesús a orillas del lago y recibirán a su paso las divinas enseñanzas”.5
Todas estas características hicieron de Cafarnaúm la ciudad de Cristo, como nos lo refiere el Evangelio (cf. Mc 2, 1; 9, 33). Desde aquí el Señor empezó a predicar la inminencia del Reino de los Cielos y la necesidad de conversión. Liberaba a los posesos, devolvía la salud a epilépticos y paralíticos, curaba todo clase de enfermedades y, en consecuencia, su fama iba en aumento cada día. Además de galileos, le seguían multitudes que venían de Decápolis, Jerusalén, Judea y de la localidades al otro lado del Jordán (cf. Mt 4, 23-25).
La Carta Magna del Reino de Dios
En la zona que abarcaba la predicación de Jesús se levantaba una verde colina. Y “al ver el gentío” (cf. Mt 5, 1) que había llegado de todas partes en su búsqueda, subió al monte y pronunció su más sublime sermón, síntesis de todas sus enseñanzas.
Ya había llegado el momento, como hemos considerado en otras ocasiones,6 de exponer su doctrina y señalar a sus discípulos el camino de la salvación. Así pues, contradiciendo frontalmente las máximas y las costumbres vigentes en esa época, en las ocho Bienaventuranzas el divino Maestro predicaba “a los avaros la pobreza, a los orgullosos la humildad, a los voluptuosos la castidad, a los ociosos y sensuales el trabajo y las lágrimas de la penitencia, a los envidiosos la caridad, a los vengativos la misericordia, a los perseguidos los goces del martirio”.7
No sin razón, las Bienaventuranzas recibieron el título de “Carta Magna” del Reino de Dios. Según explica el Catecismo de la Iglesia Católica, “dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”.8
II – LAS CARACTERÍSTICAS DE LA MISIÓN DE LOS DISCÍPULOS
El simple enunciado de las Bienaventuranzas presagiaba una renovación del mundo, el adviento de una nueva civilización, de una humanidad liberada del paganismo. En fin, algo que la Historia todavía no ha conocido. No olvidemos que, por lo general, la esclavitud estaba en vigor y que la ley del talión —ojo por ojo, diente por diente—, que nos horroriza hoy, pero que en la Antigüedad representaba una mitigación de la violencia arraigada en la sociedad, en la que siempre prevalecía el más fuerte y la venganza más despiadada, era una práctica común.
Después de haberlas proclamado solemnemente, Jesús se dirigirá especialmente a los Apóstoles y a los discípulos, usando un lenguaje muy expresivo para indicarles las cualidades necesarias para el cumplimiento de su misión. Y lo hace delante de todos, a fin de poner de manifiesto la obligación de los principalmente llamados a guiar, enseñar y santificar a los fieles.
La sal de la convivencia humana
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 13 “Vosotros sois la sal de la tierra”.
La sal siempre ha sido muy apreciada y valorada por la humanidad, al ser un buen conservante de los alimentos y por realzar su sabor. En el Imperio Romano a los soldados se les pagaba con sal o bien se destinaba una cantidad en dinero para adquirirla, dando origen al término salario. El alto grado de salinidad del mar Muerto facilitaba el uso frecuente en Palestina de dicho condimento desde tiempos inmemoriales. Incluso en el templo existía un depósito en el que se guardaba la sal que se emplearía en diversas ceremonias, ya que en el Antiguo Testamento no se ofrecía a Dios ningún animal sin haberlo condimentado antes con sal (cf. Lv 2, 13; Ez 43, 24), y que también se usaba en la preparación de los perfumes litúrgicos (cf. Ex 30, 35).
Cuando el Señor afirma: “Vosotros sois la sal de la tierra”, está declarando que sus discípulos —es decir, todos los bautizados— deben enriquecer el mundo dándole un nuevo sabor a la convivencia humana, evitando la brutalidad y la corrupción de las costumbres.
La gracia: la sal de la vida sobrenatural
13b “Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.
Para que entendamos bien lo que el Salvador quiere enseñarnos con esta figura, imaginemos una materia neutra, semejante a la blanca y finísima arena, que por cualquier causa pasase a ser sal. Salaría porque transmitiría una propiedad que no pertenece a su naturaleza, pero que le ha sido infundida. Ahora bien, si esa sal se volviera sosa, pasaría a ser lo que era antes, es decir, arena.
De modo análogo, por el sacramento del Bautismo, que nos confiere la gracia santificante, somos elevados del orden natural al orden sobrenatural y recibimos como una capacidad salífera para darle un nuevo sabor a la existencia y hacer bien a los demás. Sin embargo, el discípulo que pierde la vida de la gracia y renuncia a ser “la sal de la tierra”, “no sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente”.
La luz del buen ejemplo
14a “Vosotros sois la luz del mundo”.
Al confiarnos la misión de ser “la luz del mundo”, Jesús nos está invitando exactamente a participar de su propia misión, la misma que había sido proclamada por el anciano Simeón en el templo, cuando cogiendo al Niño Dios en sus brazos profetizó que Él sería “luz para alumbrar a las naciones” (Lc 2, 32). El Señor vino a traernos la luz de la Buena noticia y del modelo de vida santa. La doctrina alumbra y señala el camino, mientras que el ejemplo edificante mueve a la voluntad a recorrerlo.
En este mundo inmerso en el caos y en las tinieblas, por la ignorancia o por el desprecio de los principios morales, los discípulos de Jesús deben, con el auxilio de la gracia y el buen ejemplo, alumbrar y orientar a las personas, ayudándolas a reavivar la distinción entre el bien y el mal, la verdad y el error, lo bello y lo feo, indicando el fin último de la humanidad: la gloria de Dios y la salvación de las almas, que supondrá el gozo de la visión beatífica.
Para que esto llegue a concretarse, la condición es que seamos desprendidos y admirativos de todo lo que el universo es reflejo de las perfecciones divinas, de manera que siempre tratemos de ver al Creador en las criaturas. Entonces nuestros pensamientos y nuestro proceder tendrán un brillo derivado de la gracia. Una expresiva figura de esta realidad espiritual la encontramos en la lámpara incandescente. El tungsteno, en sí mismo, es un material vil y de escasa utilidad. Sin embargo, atravesado por la corriente eléctrica y en una atmósfera sin aire, alumbra como ningún otro metal. La electricidad representaría aquí la gracia divina, mientras que la fragilidad del tungsteno simbolizaría muy bien nuestra nada. La necesidad del vacío para la incandescencia del filamento resalta aún más cómo necesitamos, para reflejar la luz sobrenatural, reconocer con alegría nuestro vacío, nuestro poco mérito, nuestras limitaciones y faltas y no poner resistencia alguna a la acción de Dios. De este modo, como filamentos de tungsteno vinculados a la corriente de la gracia, podremos ser transmisores de la verdadera luz para el mundo.
El predicador debe ser coherente
14b “No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte”.
Relativamente próxima al monte de las Bienaventuranzas se eleva la ciudad de Safed, situada a unos mil metros de altitud.9 Así pues, se supone que Jesús hace alusión a ella en este pasaje, usando una imagen familiar a todos los presentes. Al mencionar la imposibilidad de que una ciudad con esas características pueda permanecer oculta, el Señor llama la atención sobre la visibilidad de todas las acciones del hombre, con mayor razón si ha recibido una misión especial de Dios: “hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres” (1 Co 4, 9). En este sentido, nada en el proceder humano es neutro, todo lo que hacemos repercute en el universo en beneficio o perjuicio de las demás criaturas. Por consiguiente, tenemos la obligación de irradiar el bien, por la palabra y por la vida.
En virtud de ello, San Antonio de Padua afirma que es indispensable que el predicador viva lo que predica: “El lenguaje tiene vida cuando hablan las obras. Cesen, por favor, las palabras; hablen las obras. Estamos llenos de palabras, pero vacíos de obras, y por eso el Señor nos maldice como maldijo la higuera en que no halló más que hojas y no fruto. La norma del predicador, dice San Gregorio, es poner por obra lo que predica. En vano se jacta del conocimiento de la ley el que destruye con sus obras lo que enseña”.10
La luz debe brillar para todos
15 “Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa”.
Las lámparas de aceite, que se ponían en un sitio alto para que la luz se difundiera mejor, en aquella época se hacían de arcilla y tenían dos orificios: uno para el aceite y otro para el pabilo. El lenguaje del divino Maestro, como siempre, es al mismo tiempo simple y contundente, y el ejemplo no podría ser más significativo, porque sólo un insensato ocultaría una lámpara encendida debajo de un celemín —antigua medida para áridos— o de una cama (cf. Mc 4, 21; Lc 8, 16), donde además de ser totalmente inútil corría el riesgo de provocar un incendio.
No temamos practicar la virtud
16 “Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los Cielos”.
Como lámparas que han de brillar en la oscuridad, el Señor quiere que los cristianos alumbren a los hombres con sus buenas acciones. O sea, el bien tiene que ser proclamado sin respeto humano y a los cuatro vientos, en un mundo que hace ostentación de la lujuria y el ateísmo. Cuando el bueno se encuentra en un ambiente hostil tiende a encogerse, a intimidarse, casi disculpándose por no ser de los malos… ¡lo cual es un absurdo! Es al contrario, la verdad y el bien deben gozar de plena ciudadanía, donde quiera que sea.
No obstante, cabe preguntarse si dicha recomendación no entraría en conflicto con otros consejos de Jesús, que San Mateo refiere un poco más adelante: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos” (6, 1) y “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (6, 3).
La respuesta es simple: Jesús no quiere que nuestras buenas obras se muevan por intereses mundanos o por el deseo de llamar la atención, como les pasaba a los fariseos, que “todo lo que hacen es para que los vea la gente” (Mt 23, 5) y mandaban que tocaran la trompeta cuando daban limosna. Él nos pide, eso sí, una vida tan edificante que los hombres se sientan impelidos a imitarla, glorificando a Dios cuyo rostro resplandece en los que le son fieles.
A esto se añade que el brillo del justo es fruto de su unión con Dios y de la acción de la gracia, que no depende, por tanto, de la voluntad de cada persona.
“Lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo”.11 Por consiguiente, es necesario que no tengamos recelo de proclamar por todas partes nuestra fe, nuestra vocación, nuestra determinación de seguir a Cristo. En este sentido, es expresivo el célebre episodio de la vida de San Francisco de Asís cuando invitó a fray León a que le acompañase a una predicación. Los dos simplemente estuvieron andando por la ciudad, inmersos en sobrenatural recogimiento, y regresaron al convento sin haber dicho una palabra. Al ser interrogado sobre el sermón, el santo respondió que lo habían predicado por el hecho de haberse mostrado los dos con el hábito de religioso por las calles, con la modestia de la mirada.12 Ése es el apostolado del buen ejemplo.
Si esto era válido para el siglo XIII, cuánto más lo será para nuestros días. Por esta razón, nos sentimos, los Heraldos del Evangelio, motivados al uso cotidiano de nuestro característico hábito: vistiéndolo sin respeto humano y manifestando públicamente nuestra entera adhesión a la Santa Iglesia, ponemos en práctica el mandato de Jesús.
III – SI QUEREMOS SER SANTOS, DEBEMOS SER SAL Y LUZ
El Evangelio de hoy expresa con mucha claridad la obligación de cuidar de nuestra vida espiritual no sólo por el deseo de la salvación personal. Sin duda, es menester que abracemos la perfección para contemplar al Creador cara a cara por toda la eternidad en el Cielo, el don más precioso que podamos obtener; y necesitamos ser virtuosos, porque lo exige la gloria de Dios, para eso hemos sido creados y rendiremos cuentas de ello. Sin embargo, el Señor también nos quiere santos con vistas a ser sal y luz para el mundo. Como sal, debemos esforzarnos en hacer el bien a los demás, porque tenemos la responsabilidad de hacerles la vida apacible, sosteniéndolos en la fe y en el propósito de honrar a Dios. Son merecedores de nuestro apoyo colateral, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Y seremos luz en la medida en que nos santifiquemos, porque las Escrituras enseñan: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz” (Mt 6, 22). De ese modo, nuestra diligencia, aplicación y celo en el cumplimiento de los Mandamientos servirá al prójimo de referencia, de orientación por el ejemplo, haciendo que se beneficie de las gracias que recibimos. Así, seremos acogidos por el Señor, el día del Juicio, con estas consoladoras palabras: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Por el contrario, si somos orgullosos, egoístas o vanidosos, si solamente nos preocupamos en llamar la atención sobre nosotros, significa que nos hemos vuelto sal sin sabor que ya no sala más, y privamos a los demás de nuestra ayuda; si somos perezosos, significa que hemos apagado la luz de Dios en nuestras almas y no damos la iluminación que muchas personas necesitan para ver con claridad el camino a seguir. Y debemos prepararnos para oír la terrible condenación de Jesús: “En verdad os digo: lo que no hicisteis con uno de éstos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo”.
En definitiva, tanto la sal que no sala como la luz que no alumbra son fruto de la falta de integridad. El discípulo, para que sea sal y para que sea luz, debe ser un reflejo fiel de lo Absoluto, que es Dios, y, por lo tanto, no ceder nunca al relativismo, viviendo en la incoherencia de ser llamado a representar la verdad y hacerlo de manera ambigua y vacilante. Si así procedemos, nuestro testimonio de nada vale y nos convertimos en sal que sólo sirve “para tirarla fuera y que la pise la gente”. El que convence es el discípulo íntegro que refleja en su vida la luz que el Salvador de los hombres ha traído.
Pidamos, entonces, a la Auxiliadora de los Cristianos que haga de cada uno de nosotros verdaderas antorchas que arden en la auténtica caridad y alumbran para llevar la luz de Cristo hasta los confines de la tierra.
1 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El inicio de la vida pública. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.º 54 (Enero, 2008), pp. 10-17, Comentario al Evangelio del III Domingo del Tiempo Ordinario; y en la colección Lo inédito sobre los Evangelios, volumen I.
2 Cf. FERNÁNDEZ TRUYOLS, SJ, Andrés. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1954, 162-165; RENIÉ, SM, Jules-Edouard. Manuel d’Écriture Sainte. Les Évangiles. 4.ª ed. París: Emmanuel Vitte, 1948, t. IV, pp. 207-209.
3 Cf. WILLAM, Franz Michel. A vida de Jesus no país e no povo de Israel. Petrópolis: Vozes, 1939, pp. 119-122.
4 BERTHE, CSsR, Augustín. Jesus Cristo, sua vida, sua Paixão, seu triunfo. Einsiedeln: Benziger, 1925, p. 112.
5 Ídem, pp. 112-113.
6 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Radical cambio de patrones en la relación divina y humana. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.º 90 (Enero 2011); pp. 10-16, Comentario al Evangelio del IV Domingo del Tiempo Ordinario; y en la colección Lo inédito sobre los Evangelios, volúmenes I y VII.
7 BERTHE, op. cit., p. 144.
8 CCE 1717.
9 Cf. RENIÉ, op. cit., p. 208.
10 SAN ANTONIO DE PADUA. Sermões Dominicais. Pentecostes. Sermão V, n.º 16. In: Fontes franciscanas III. Biografias – Sermões. Braga: Franciscana, 1998, v. I, p. 411.
11 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 38.
12 Cf. SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. La dignidad y santidad sacerdotal. La Selva. Sevilla: Apostolado Mariano, 2000, p. 306.