COMENTARIO AL EVANGELIO – VI DOMINGO DE PASCUA –La oración más hermosa
Más grandiosa que el universo entero, insuperable hasta para los ángeles, tan infinita y eterna como el mismo Dios; tal es la Oración Sacerdotal de Cristo Jesús.
I – La oración de Jesús
“Aconteció por aquellos días que Jesús salió hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios” (Lc 6,12).
No logramos contener sentimientos de veneración, maravilla e incluso adoración cuando el Evangelio nos depara con las actitudes de respeto, sumisión y obediencia de Jesús hacia su Padre. Son especialmente conmovedoras las oraciones que realiza en diversas circunstancias (cf. Mt 14,23; Mc 1,35; Lc 5,16; 9,18; 11,1; 22,41- 44; Jn 17,1-26), tanto más que, orando a partir de su naturaleza humana, abre un camino que también podemos transitar nosotros, por muy frágiles criaturas que seamos.
Cristo oraba como hombre, no como Dios
De hecho, la oración de Jesús florecía desde su naturaleza humana; en cuanto a la divina, no necesitaba pedir nada al Padre una vez que ambos poseen omnipotencia y naturaleza idénticas. Santo Tomás de Aquino enseña esto con claridad: “La oración es una exposición ante Dios de nuestra propia voluntad, a fin de que la satisfaga. Por tanto, si en Cristo sólo existiese la voluntad divina, su oración sería totalmente inútil, pues la voluntad divina cumple por sí misma cuanto desea, según las palabras del Salmo: ‘El Señor hizo cuanto quiso’ (Sal 134, 6). Pero en Cristo, además de la voluntad divina, existía la voluntad humana, que por sí misma no es capaz de realizar todo cuanto quiere, sino que ha menester del poder divino. De donde se sigue que a Cristo, en cuanto es hombre con voluntad humana, le compete orar”. 1
Esta realidad podría causar a primera vista cierta perplejidad, ya que Jesús parecería no necesitar pedirle nada a nadie; pero el Doctor Angélico explica: “Cristo podía hacer todo lo que quería en cuanto Dios, no en cuanto hombre, pues ya hemos dicho que como hombre no gozaba de omnipotencia.
Y aunque era a la vez Dios y hombre, quiso orar al Padre, no porque fuese impotente, sino para instruirnos y darnos ejemplo”. 2
Utilidad y necesidad de nuestras oraciones
Jesús, sin embargo, no rezaba solamente para enseñarnos y darnos un modelo, sino también para atender los designios del propio Dios: “Entre las cosas futuras que Cristo conocía estaban las que habían de suceder gracias a su oración y, por tanto, convenía que se las pidiese a Dios para colaborar con los divinos designios”. 3
Admirable precisión de lenguaje y conceptos la de nuestro santo Doctor, que nos permite comprender la utilidad y la necesidad de nuestras oraciones. No es raro encontrar quien diga que pedirle algo a Dios es una incoherencia, dado que Él es inmutable.
Santo Tomás nos ayuda otra vez a vencer esa objeción:
“La Divina Providencia no excluye a las otras causas; al contrario, las ordena para imponer a las cosas el orden establecido por Dios, y así, las causas secundarias no se oponen a la Providencia, sino que más bien ejecutan sus efectos. Por tanto, las oraciones son eficaces ante el Señor y no derogan el orden inmutable de la Divina Providencia, porque el que se conceda una cosa a quien la pide está incluido en tal orden providencial. Luego, decir que no debemos orar para conseguir algo de Dios porque el orden de su providencia es inmutable, equivaldría a decir que no debemos andar para llegar a un lugar o que no debemos comer para alimentarnos, lo cual es absurdo”. 4
¿Obtuvo Jesús todo cuanto pidió en la oración?
Después de leer en San Juan: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas ” (Jn 11, 41-42), brota en nuestro espíritu otra dificultad, y es comprobar que el Padre no atendió una súplica de Jesús, como su cedió con la oración proferida en el Huerto de los Olivos: “Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz” (Mt 26,39).
Una vez más, Santo Tomás de Aquino viene a prestarnos auxilio para deshacer mejor esta aparente contradicción: “Como hemos dicho, la oración es, en cierto modo, la intérprete de la voluntad humana. Se tiene por atendida la oración de alguien cuando se cumple su voluntad. Ahora bien, la voluntad absoluta del hombre es la voluntad racional, pues queremos de verdad lo que queremos por deliberación de la razón. En cambio, lo que queremos por un impulso de la sensibilidad, o también por un movimiento de la voluntad espontánea que emana de la naturaleza, no lo queremos de forma absoluta, sino relativa, esto es, si la deliberación de la razón no pone inconvenientes.
Esta última voluntad, más que voluntad absoluta, es una veleidad: se querría tal cosa si no se opusiese a tal otra.
“Con su voluntad racional, Cristo no quiso otra cosa sino lo que sabía era querido por su Padre. Por lo mismo, toda voluntad absoluta de Cristo, incluso la humana, se cumplió, porque fue conforme con Dios; y, en consecuencia, toda oración suya fue escuchada. Por lo demás, también las oraciones de los otros hombres son escuchadas únicamente en la medida en que sus deseos están conformes con la voluntad de Dios” . 5
Basándose en estas consideraciones, el Santo Doctor explica que Jesús manifestó en la Oración del Huerto de los Olivos los deseos de su sensibilidad natural frente al trágico dolor que se aproximaba, pero no imploró con voluntad absoluta que le fuera retirado el cáliz de su Pasión. 6
La insuperable Oración Sacerdotal de Cristo Jesús
Con estos antecedentes estaremos mejor preparados para seguir los trechos del Evangelio de San Juan, tomados por la Liturgia de este Sexto Domingo de Pascua. Forman par te del capítulo 17, conocido habitual mente como la Oración Sacerdotal de Cristo Jesús, oración más grandiosa que el universo entero, insuperable hasta para los ángeles, y tan infinita y eterna como el mismo Dios a quien se dirige.
El amor del cual ella florece, las peticiones que formula y las divinas fuerzas que pone en movimiento son de un tenor superior a toda la naturaleza creada. Nos permite probar una gota del preciosísimo bálsamo contenido en las profundidades del Sagrado Corazón de Jesús. Sí; el primero y más ferviente devoto de este Divino Corazón, San Juan, luego de apoyar su cabeza en aquella Hoguera Ardiente de Caridad, no dejó de grabar en su propio corazón las palabras que constituyen tal vez la síntesis más completa y luminosa de su visión del Redentor.
El apóstol evangelista recogió con entrañable unción la ofrenda en holocausto que hizo Jesús de su propia vida, proferida con palabras sagradas e impregnadas de emoción. Se trata de una de las más altas expresiones del munusde mediador ante el Padre, no sólo en beneficio de los apóstoles “sino también por los que han de creer en mí” (Jn 17,20).
El deseo de extender su vida divina a las criaturas
Como único Señor y Maestro, Jesús manifiesta en esta oración su afán por comunicar “la vida eterna a todos” los que el Padre le entregó (Jn 17,2). Implora que la voluntad divina se realice en plenitud no sólo en Él, sino también en los Apóstoles y en cuantos llegarían en el futuro, y así “que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros” (Jn 17,21).
Las palabras de Cristo son prueba conmovedora de lo eminentemente difusivo que es el Bien, pues ponen de manifiesto el deseo del Señor de extender su vida divina a los seres inteligentes, creados a su imagen y semejanza, y en consecuencia, ser glorificado por ellos. Para ello, “llegó la hora”.
Jesús congregó a los elegidos del Padre, tomados “del mundo” (Jn 17,6), enseñándoles todo cuanto podrían conocer sobre Él y el Padre. Por eso ruega por ellos con oración infalible (Jn 17, 7-10).
Estos principios forman, por así decir, el marco en torno a los versículos escogidos para el Evangelio de la presente Liturgia.
II – “Para que sean uno como Nosotros”
Ya no estoy en el mundo; pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti. Padre Santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como nosotros.
La esencia de esta petición de Jesús está en la importancia que otorga a la unión mutua de los Apóstoles, como también de todos los miembros de la Iglesia. Hoy, cuando esta institución divina ha conocido casi veinte siglos de desarrollo, entendemos mejor el contenido de tal unión de los espíritus mediante la fe, de los corazones mediante la caridad, y del culto según las reglas de una misma disciplina. Dicha unión se refiere al Cuerpo Místico de Cristo, donde todo se reduce a la caridad de los fieles en un solo corazón, una sola alma y un solo cuerpo, con Cristo como cabeza.
La unión entre los cristianos se asemeja a la Santísima Trinidad
El máximo arquetipo de esta unidad se halla en la Santísima Trinidad, es decir, tres Personas en una misma sustancia y naturaleza, con idéntica sabiduría y poder, y por consiguiente, iguales operaciones y afectos. El primer objetivo de Jesús es obtener del Padre esa unión para los apóstoles y para toda la Santa Iglesia, lo más semejante posible a su modelo primordial, vale decir, el que existe en el propio seno de la Trinidad. Esto se verificaría poco tiempo más tarde: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32).
Para degustar este versículo repasemos las bellas palabras de Bossuet: “Te ruego, Padre mío, que sean uno, y no tenga cabida en ellos el espíritu de disensión, envidia, celos, venganza, animosidad, sospecha ni desconfianza. ‘Que sean uno como Nosotros’.
No basta con ser uno en la naturaleza compartida, a la manera en que el Padre y el Hijo son uno en la común naturaleza de ambos, sino, ‘como Nosotros’, tener la misma voluntad, el mismo pensamiento, el mismo amor: ‘que ellos sean uno como Nosotros’. […] “ ‘Que sean uno como Nosotros’, uniéndose con plena cordialidad y verdad, no de palabras solamente sino también por obras y en virtud de una sincera caridad. Que sean verdaderamente uno, inseparablemente uno; que en la eterna perseverancia de su unión, manifiesten y vean en sí mismos una imagen de la eterna e incomprensible unidad por la cual el Padre y el Hijo, siendo uno, en una sola naturaleza individual, poseen una sola inteligencia con un solo amor, y por eso son un solo Dios: que así formen ellos un solo cuerpo, una sola alma, un solo Jesucristo.
Porque si esta unidad perfecta está reservada a Dios y a las personas divinas, conviene que nosotros, creados a imagen suya, también seamos uno; y esta gracia es la que Cristo pide para nosotros”. 7
Jesús garantiza con su plegaria la protección del Padre
Hasta aquel momento Jesús había cuidado de ellos con especial esmero y afecto; yéndose, era preciso no interrumpir esa paterna actitud, para no dejarlos así en la orfandad. Como Maldonado comenta, el propio Jesús ya les había prometido asistirlos siempre, pero una oración tan extremada y oficial les infundía mayor seguridad. 8
Cuando estaba con ellos, yo conservaba en tu nombre a los que me diste, y los guardé, y ninguno de ellos se perdió, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura.
Jesús, con toda claridad de expresión, exterioriza la ternura que ha dispensado a los Apóstoles durante aquellos tres años de convivencia y formación, instruyéndolos, preservándolos del mal, etc. Semejante esfuerzo era una firme garantía de que, mediante el poder infalible de su oración, el Padre seguiría obrando en la misma línea, ya que el Unigénito no había hecho nada sin estar en completo acuerdo con Él.
“Ninguno de ellos se perdió, excepto el hijo de la perdición”
Sobre la figura del traidor, oigamos una vez más al gran Bossuet: “Pero, ¿podría decirse que la oración de Jesucristo no obtuvo ningún resultado en ese traidor? Si éste no hubiera creído nunca, ¿habría dicho en su desesperación: ‘Pequé, entregando sangre inocente’ y habría devuelto a los judíos el precio de su iniquidad? En cambio, parece que al menos durante un tiempo creyó de buena fe; y que, habiéndose despertado un resto de su fe inicial, él, en vez de aprovecharla para su salvación, la usó para su perdición. […] “De todas formas, me atreveré a afirmar que Judas no era parte del número de quienes dijo Jesús: ‘Eran tuyos y tú me los diste’. Porque estas palabras se referían a los que estaban allí presentes mientras Él rezaba, quienes habían guardado su palabra, y creían, y en cuya fe Cristo era glorificado.
[…] “No digo que Judas no haya sido dado a Jesucristo de algún modo, sino que existe una cierta manera particular conforme a la cual nadie pertenece al Padre y nadie es dado al Hijo, salvo los que guardan su palabra, en los cuales Él es glorificado eternamente. Jesús habla aquí según esta manera secreta y particular; por tanto, roguémosle la gracia de pertenecerle de esta manera. Señor, que yo sea de aquellos que conservan vuestra Palabra hasta el final, para ser de aquellos en los que seréis glorificado por toda la eternidad”. 9
Reconfortados por un gozo celestial, inefable y divino
Pero ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que mi gozo sea el de ellos, y su gozo sea perfecto.
Jesús, gracias a un conocimiento que no se equivoca jamás, sabe cuán cerca está su partida, y por eso formula esta petición.
En cuanto a la alegría, se trata evidentemente de la que el mundo desconoce y por eso no puede ofrecer. Es la alegría celestial, inefable y divina que reconfortó a los propios apóstoles, a las vírgenes, los confesores y los mártires a lo largo de sus tormentos y en la muerte, a los penitentes en sus ayunos y austeridades. Maldonado sintetiza muy bien la oración del Señor: “Haz Señor, que ellos se regocijen más con la ayuda de tu auxilio, estando yo ausente, que ahora con mi presencia”. 10
II – “El mundo los odió”
Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Por la propia formulación de Jesús se puede advertir hasta dónde el espíritu del mundo está hecho de mentiras, y por tanto, se opone al Espíritu Santo, como lo comprueba otro pasaje: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce . Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14, 16-17).
La amistad de este mundo es enemiga de Dios
El espíritu del mundo vive en el error y por eso no conoce los dones de Dios, como asegura San Pablo a los Corintios: “Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que reconozcamos los dones gratuitos que Dios nos ha dado” (1 Cor 2,12).
El mundo, como dijimos, vive en el error; toma a la verdad por mentira, al bien por desgracia, a la auténtica riqueza por pobreza, a la muerte por vida, y viceversa. Razón por la cual el mundo no debe ser amado, como aconseja Santiago: “¿No saben acaso que haciéndose amigos del mundo se hacen enemigos de Dios ? Porque el que quiere ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios” (Sant 4,4).
Dios quiso valerse de hombres simples para anunciar el Evangelio
La pseudo-sabiduría del mundo es locura, pues no alcanza a entender las verdades reveladas ni las de la salvación. Dios no quiso emplear la supuesta sabiduría del mundo para anunciar el Evangelio, sino al contrario, echó mano de hombres simples para esta tarea, como lo anuncia
San Pablo: “Porque está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad?
“En efecto, ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación. Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabidu ría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres.
“Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios” (1 Cor 1, 19-29).
El mundo está lleno de peligros y trampas
No pocas veces la “sabiduría” del mundo se opone a las verdades reveladas, a los dogmas y hasta a la moral.
Por eso la influencia mundana es maléfica, como asevera San León Magno: “Todo el mundo está lleno de peligros y de asechanzas: las pasiones excitan, el atractivo de los placeres nos prepara lazos, las ganancias adulan, las pérdidas abaten y las lenguas son amargas…” 11
El odio que tuvo el mundo contra los Apóstoles en esos tiempos alcanzó grados inconcebibles. No menos satánico fue el odio herético que se levantó más tarde contra los verdaderos cristianos. No nos hagamos ilusiones sobre la existencia del mismo odio incluso en el mundo actual…
No es lícito admitir los errores del mundo
No pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Es muy importante que focalicemos este versículo, pues donde quiera que nos encontremos, estamos en el mundo. Aunque en el retiro de la soledad nos exponemos menos, los males y errores del mundo no dejan de penetrar aun en los ambientes más religiosos. El mal existente en el mundo es tan variado y se presenta al mismo tiempo de tantas maneras distintas e insinuantes, que sus víctimas han sido innumerables; por eso es necesario conocer a fondo la verdad que subyace en este versículo. Jesús pide por los Apóstoles dado que este mundo es malo y ellos no pertenecen al mundo. Habiendo dado su adhesión a la palabra del Padre, comunicada por el Hijo, pasaron a ser miembros de la familia divina.
Jesús repite afirmaciones anteriores para enfatizar cuánto rechazo deben inspirarnos las máximas del mundo: tendencias, pasiones, intereses, afectos, etc. Es decir, jamás será lícito admitir sus errores; he aquí otra razón para que el Señor nos haya enseñado a rezar: “líbranos del mal ”.
IV – Santifícalos en la verdad
Fuera de la Iglesia no hay santidad
Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad.
La herejía, así como la irreligiosidad, se cultivan en la mentira y se las puede considerar como analogías primarias de la falsa conciencia, incluso de la hipocresía. Todas estas posturas erróneas se oponen a la santificación en la verdadmencionada en este versículo.
La realidad moral priva de todo fundamento a la rectitud, la bondad, las muestras de fervor o incluso de santidad que la impiedad o la herejía procuran ofrecer de sí mismas. La santidad en la verdad —el ser enteramente de Dios “por medio de la Verdad”— debe basarse en la Religión y la Fe. No conoce la palabra de Dios quien no la recibe, ni acepta de la Santa Iglesia su adecuada e infalible explicación.
Fuera de la Iglesia no habrá más que un simulacro de santidad. Hacer ostentación de una santidad consistente en meras exterioridades no basta, porque si las apariencias son simples máscaras de un desordenado interior, todo no pasará de hipocresía.
El Bautismo nos hace partícipes de la misión divina de Cristo
Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo.
La verdadera santidad no la necesitan sólo los Apóstoles, sino todos nosotros. Como hijos adoptivos de Dios que somos por el Bautismo, tenemos parte en esa divina misión de apostolado con los demás, y para ello la santidad nos resulta indispensable.
Si estuviéramos dispuestos a caminar en pos de esta santidad verdadera, cada cual según sus funciones y estado, ¡qué rápida sería la transformación de toda la sociedad y hasta del interior de la Iglesia! Los hijos serían santificados por los padres; los discípulos, por los profesores; los familiares por sus más cercanos, etc.
Cristo nos santifica con su sacrificio
Y por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad.
Aquí, el Redentor anuncia una vez más —en términos un tanto velados— su entrega a la muerte por nosotros, para que así seamos completamente santificados.
Maldonado realiza un hermoso y didáctico comentario a este versículo: “Es como si dijera: ‘si los ministros del Evangelio hubieran de iniciarse del mismo modo que los otros de la ley, necesitarían santificarse con algún sacrificio.
Pero no hay por qué hacer semejante cosa; no tienen por qué ofrecer víctima ninguna para lograrlo. Yo voy a hacerlo a favor suyo. Yo, y no otra víctima, me santificaré por ellos y en lugar de ellos. De esta suerte, mucho mejor y más santificados quedarán que si ofrecieraninnumerables víctimas al modo de los antiguos’. Éste es el sentido de ‘yo por ellos me santifico’, etc. No sé si este sentido será el más propio, pues semejante interpretación deja lugar a una duda: Si Cristo dice que Él mismo va a santificarse por los discípulos, ¿cómo pide a Su Padre que sea Él el que nos santifique? Pues porque lo que en realidad dice es que Él los santificará supliendo con su verdadero sacrificio las víctimas legales y demás ceremonias que en casos semejantes usaban los antiguos sacerdotes. Pero pide a Su Padre que ‘Él los santifique en la verdad’, para que les envíe el ‘Espíritu de santificación’, que Cristo les mereció con Su sacrificio. De manera que se reparten entre sí, el Padre y el Hijo, la santificación de los discípulos”. 12
Unámonos al Señor en la entrega que hizo de Sí mismo
No tenemos la felicidad de los Apóstoles, quienes a excepción de San Juan —que fue confesor— fueron mártires, y por tanto murieron también como víctimas. No obstante, podemos unirnos a Nuestro Señor en la entrega que hizo de Sí mismo. Como consecuencia seremos santificados en la verdad, según dice Bossuet: “Entremos, pues, junto a Cristo en este espíritu de víctima. Si Él se santifica y se ofrece por nosotros, es necesario que nos ofrezcamos con Él, y así seremos santificados en la verdad, y Cristo nos será dado por Dios para que sea nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención. El resultado de este gran misterio será que quien se gloríe, no lo haga en sí mismo sino solamente en Cristo, en quien todo lo tiene (1 Cor 1, 30-31). Esto es lo que Jesús pedía por nosotros al decir: ‘Yo me santifico por ellos, para que sean santificados en la verdad’. No cabe añadir nada más al comentario de San Pablo, salvo una profunda atención a este tan grande misterio”. 13
1 AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica III, q. 21 a. 1.
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