– EVANGELIO –
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 9 “Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo; permaneced en mi amor. 10 Si guardáis mis Mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que Yo he guardado los Mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. 11 Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. 12 Este es mi Mandamiento: que os améis unos a otros como Yo os he amado. 13 Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. 14 Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que Yo os mando. 15 Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. 16 No sois vosotros los que me habéis elegido, soy Yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. 17 Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15, 9-17).
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Comentario al Evangelio – VI DOMINGO DE PASCUA – La medida, infinita, de nuestro amor al prójimo
Es fácil recordar el mandato evangélico de amar al prójimo como a uno mismo, pero cumplirlo no siempre lo es. Poco antes de su Pasión, Jesús apuntó los vastos límites de la caridad que debemos tener unos por los otros.
I – La iniciativa siempre parte de Dios
Si nos hiciéramos una idea del amor que el Creador tiene por cada uno de nosotros, tal vez seríamos capaces de valorar con exactitud la medida con la que debemos amarlo. Pero, siendo Dios la Humildad en substancia, frecuentemente no muestra su mano cuando interviene en los acontecimientos, para convertirnos o para sustentarnos en la fe. De este modo, se corre el riesgo de formarse una idea muy irreal de la solicitud divina con relación a nosotros.
Somos, por ejemplo, católicos, apostólicos y romanos, y pensamos que nuestra adhesión a la Religión verdadera ha sido fruto de una decisión motivada por la superioridad de ésta sobre las demás creencias. Es decir, creemos que hemos sido nosotros mismos los que hemos escogido a Dios, cuando, por nuestras propias fuerzas, nunca seríamos capaces siquiera de practicar de manera estable los Diez Mandamientos.
“Cristo en el trono” Basílica de San Pablo Extramuros, Roma.
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En lo que respecta a nuestra conversión, es siempre el Creador el que toma la iniciativa. Ha sido Él el que nos creó, el que nos eligió para formar parte de la Iglesia y el que nos da las gracias indispensables para seguirle.
Desde toda la eternidad, manifestó una predilección gratuita por cada uno de nosotros al escogernos entre las infinitas posibilidades de criaturas humanas que existen en el divino Intelecto. Y, habiendo podido destinarnos a una felicidad puramente natural, quiso que las criaturas inteligentes participasen de su propia vida, como bien lo destaca el P. Arintero: “Por un prodigio de amor que nunca podremos suficientemente admirar —ni menos debidamente agradecer— se dignó sobrenaturalizarnos desde un principio, elevándonos nada menos que a su misma categoría, haciéndonos participar de su vida, de su virtud infinita, de sus acciones propias y de su eterna felicidad: quiso que fuésemos dioses”.1
Al crearnos, Dios nos dotó a cada uno con una vocación única, específica e irrepetible, sea religiosa o laical. Y, a lo largo de toda nuestra existencia nos da, además, gracias mayores o menores, pero siempre suficientes para nuestra salvación eterna. Más aún. Cuando el hombre cayó en pecado en el Paraíso, Dios podría haberlo devuelto a la nada, arrepentido por haberlo creado, o usar numerosos caminos para reparar la falta cometida. Porque al ser al mismo tiempo juez y ofendido, nada le impedía perdonar la deuda contraída sin pedir nada en desagravio.
Su honor infinito exigía una reparación a la altura, pero —en una indecible manifestación de amor, imposible de ser considerada sin el pecado de nuestros primeros padres— Dios decidió entregar a su propio Hijo a la muerte para darnos la vida, como refiere San Juan en la segunda lectura: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 9-10).
Encarnándose y pasando por los tormentos de la Pasión, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad nos trajo un auténtico océano de gracias, “una inefable comunicación amorosa y libre, pero íntima e inconcebible, de la vida divina a las criaturas racionales, donde lo sobrenatural y lo natural, lo divino y lo humano, se juntan, se armonizan y se compenetran, sin que por esto se confundan”.2
Tal es, a grandes rasgos, el amor de Dios por cada uno de nosotros que veremos manifestarse en el Evangelio de hoy de una forma extraordinaria.
II – La substancia del amor del Señor por nosotros
Jesús se encontraba en el Cenáculo dando las últimas recomendaciones a sus discípulos antes de ir al Huerto de los Olivos, donde tendría lugar su arrestro.
Era la despedida. “Abrasa su Corazón, más entrañable que nunca, el amor a aquellos pobrecillos discípulos, destinados a ser los ejecutores de su pensamiento, los continuadores de su obra salvadora; pero que, entre tanto, aunque cargados de buena voluntad, desorientados, consternados, temblorosos, casi nada comprendían de su pensamiento. Todos estos sentimientos laten en las declaraciones que durante el Sermón hace Jesús”.3
La relación entre dos Personas divinas
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 9a “Como el Padre me ha amado…”.
“Santísima Trinidad” – Catedral de Colonia (Alemania)
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Nuestro Señor acababa de exhortar a sus discípulos: “Permaneced en mí, y Yo en vosotros” (Jn 15, 4). Y ahora les hace esa afirmación, a primera vista simple —“Como el Padre me ha amado”—, pero que considerada en toda su profundidad nos ayudará a hacernos una idea más precisa de lo que vendrá después.
El amor del Padre por el Hijo existe desde toda la eternidad y no se puede expresar en términos humanos porque ocurre entre dos Personas divinas e idénticas. “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9), dijo Jesús. Reconociéndose completamente proyectado en el Hijo y comprobando cómo es idéntico a sí mismo, el Padre sólo puede amarlo como Él mismo se ama: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1, 11).
Una imagen humana puede ayudarnos a comprender este amor de identidad: la madre quiere a su hijo porque ve en él una imagen, una prolongación de sí misma, y el hijo quiere a su madre al ver en ella la fuente de la cual provino.
No obstante, el profundo vínculo natural entre madre e hijo no deja de ser una pálida figura del existente entre Padre e Hijo, engendrado desde toda la eternidad. Pues de la relación purísima entre dos Personas divinas que se aman recíprocamente por ser idénticas procede una tercera: el Espíritu Santo.
La Santísima Trinidad, misterio central de nuestra fe y de la vida cristiana, supera por completo nuestra capacidad de comprensión. “El Padre ama a su Hijo: ¡es tan bello! Es su propia luz, su propio esplendor, su gloria, su imagen, su Verbo… El Hijo ama al Padre: ¡es tan bueno, y se le da íntegra y totalmente a sí mismo en el acto generador con una tan amable y completa plenitud! Y estos dos amores inmensos del Padre y del Hijo no se expresan en el cielo con palabras, cantos, gritos…, porque el amor, llegando al máximo grado, no habla, no canta, no grita; sino que se expansiona en un aliento, en un soplo, que entre el Padre y el Hijo se hace, como ellos, real, sustancial, personal, divino: el Espíritu Santo”.4
Fecundidad del amor de Dios por las criaturas
9b “…así os he amado Yo”.
Ahora bien, ese amor es de una grandeza absolutamente inaccesible para nuestra humana inteligencia. Y, sin embargo, es el que Cristo tiene por cada uno de nosotros, conforme lo indican claramente las expresiones “como” y “así”, que significan: guardadas las debidas proporciones, con la misma intensidad y de la misma manera. Siendo la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Jesús no tiene personalidad humana. De forma que, aunque tenga un amor humano perfectísimo, no hay separación entre éste y el propio a su naturaleza divina.
“El amor creado del alma de Cristo es la más alta manifestación del amor increado de Dios. Desde las alturas de la visión de Dios, el amor de Cristo desciende sobre nuestras almas y en el amor de Jesús por nosotros volvemos a encontrar las mismas características tan diferentes: la más profunda ternura y la fortaleza más heroica. […] La fortaleza, la generosidad de su amor por nosotros se manifiesta cada vez más desde el Pesebre hasta la Cruz. […] Nunca nadie nos amó ni nos amará como Cristo”.5 Entonces, ¿cómo seremos capaces de retribuírselo? Volviendo a la imagen del amor materno, sabemos perfectamente como éste lleva a la madre a hacerlo todo por su hijo. Pero este sentimiento humano no pasa de ser un paupérrimo reflejo del amor de Dios, porque éste es tan rico y fecundo que, como enseña Santo Tomás, “infunde y crea bondad en las cosas”.6 Todo bien existente en el universo tiene su origen en esa bienquerencia divina que, al aplicarse sobre las criaturas racionales, les infunde la caridad y las santifica.
Contra esto se levantan, en muchas ocasiones, nuestras faltas y miserias. Pero Dios nos quiere a pesar de ellas, incluso a veces por causa de ellas. Mirando a los que han caído “tiene piedad de la gran miseria a la que les ha conducido el pecado; le lleva al arrepentimiento sin juzgarles con severidad. Es el padre del hijo pródigo, abraza al hijo desgraciado por su falta; perdona a la mujer adúltera a la que se disponían a lapidar; recibe a la Magdalena arrepentida y le abre en seguida el misterio de su vida íntima; habla de la vida eterna a la Samaritana a pesar de su conducta; promete el Cielo al buen ladrón. […] Muchos se apartan de Él, pero Él no expulsa a nadie. Y cuando nos hemos apartado, intercede por los ingratos, como rogó por sus verdugos”.7
¡Cuán diferente es ese purísimo amor divino del sentimiento romántico y egoísta que el mundo hoy osa llamar amor, manchando el sentido más profundo de esta palabra!
El Señor espera reciprocidad
9c “Permaneced en mi amor”.
Jesús concluye la impresionante afirmación analizada más arriba —“así os he amado Yo”— con una no menos conmovedora exhortación: “Permaneced en mi amor”. Es como si nos dijese: “Aprovechad esta bienquerencia mía y haced de todo para no desmerecerla. Manteneos al alcance de mi afecto y dejad que se desdoble por cada uno”.
El que ama desea ser amado y encuentra en esta reciprocidad su alegría. Un maestro espera de sus alumnos correspondencia al afecto que les tiene y un comandante que aprecia a su ejército se pone contento al ver que sus soldados también le estiman. Guardadas las debidas proporciones, lo mismo ocurre con Dios, y por eso exclama San Bernardo: “Cosa grande es el amor, con tal que vuelva a su principio, si devuelto a su origen, si refundido a su fuente, toma siempre de ella de donde siempre fluya. […] Cuando Dios ama, no quiere sino ser amado, ya que no ama sino para que se le ame, sabiendo que con el amor mismo han de ser felices los amadores”.8
“Última Cena” – Catedral de Estrasburgo (Francia).
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Por ello es necesario que actuemos con reciprocidad con relación al sustancioso amor que Jesús nos da, haciéndonos dignos de ser queridos por Él. Y para eso, basta que no pongamos obstáculos al afecto que tiene por cada uno. Si así procedemos, no habrá que hacer esfuerzo para ser santos, sino para no serlo. No es otro el sentido de la expresión Si tú le dejas, repetida con frecuencia por Santa María Maravillas de Jesús a sus hijas espirituales.
El amor se prueba con las obras
10 “Si guardáis mis Mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que Yo he guardado los Mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”.
La manera de permanecer en la reciprocidad del amor iniciado por Dios está, nos dice Jesús, en observar sus Mandamientos, porque el amor se prueba con las obras. Así, de la misma manera que demostramos estima por un superior terreno siguiendo las determinaciones que éste nos da, para permanecer en el amor de Dios es necesario que guardemos su Ley. Entre tanto, nunca conseguiremos cumplir los preceptos divinos sin amar al Legislador.
Explica el P. Garrigou-Lagrange: “Debemos amarle como al gran Amigo, que nos ha amado el primero y que es infinitamente mejor en sí mismo que todos sus beneficios juntos. Decir que debemos amarle así es decir que debemos querer eficazmente el cumplimiento de su santa voluntad expresada por sus preceptos; es decir, que debemos desear que reine verdadera y profundamente en nuestras almas y que sea glorificado”.9
Ejemplo arquetípico y supremo de esta reversibilidad es el mismo Jesús. La prueba de la integridad de su amor por el Padre estaba en las virtudes y actos practicados por Él. Pues la admiración por un superior, afirma Plinio Corrêa de Oliveira, no se desdobla sólo en veneración y ternura, sino que debe llevar como fruto el servicio, la obediencia y el holocausto. Jesús permaneció en el Padre y el Padre permaneció en Él porque Cristo nunca dejó de cumplir una sola coma de la Ley. Al contrario, se sometió de forma perfectísima a los designios del Padre, hasta la muerte, y muerte de Cruz.
Dios es la Alegría en substancia
11 “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.
Dios es la Alegría misma en esencia, y sería una blasfemia afirmar que podría encontrarse deprimido, triste o desanimado. Porque siendo en substancia aquello que posee, 10 no puede haber en Dios absolutamente ninguna mancha ni rastro de imperfección. Todo en Él es perfecto y está enteramente ordenado para su propia finalidad, que es Él mismo.
Hemos sido creados por Dios y para Dios; Él es nuestra causa eficiente y nuestro fin último.
Así, hacer todas las cosas en Él y por amor a Él es el único medio de que alcancemos la felicidad a la cual hemos sido llamados. No es en la posesión de riquezas, poder o cualquier otro bien temporal en donde se encuentra en esta Tierra la auténtica alegría, sino en practicar la virtud y guardar sus Mandamientos.
Feliz es el que siente en sí mismo el gozo de una buena conciencia, que nada paga ni supera. El egoísmo causa tristeza, frustración y desánimo. La verdadera felicidad sólo se encuentra en la inocencia.
Un Mandamiento nuevo
12 “Este es mi Mandamiento: que os améis unos a otros como Yo os he amado. 13 Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.
Todo lo que ha sido dicho hasta ahora, Jesús lo sintetizará en un Mandamiento que se convertirá en uno de los principales pilares de la Nueva Alianza: “Que os améis unos a otros como Yo os he amado”. No se trata de un consejo o sugerencia, sino de un verdadero mandato que, viniendo de Dios, debe ser rígidamente obedecido como ley y no puede ser violado de ninguna manera. En la Antigüedad también existía amor — por ejemplo, entre los miembros de una familia—, pero todavía era defectuoso. Si Cristo no se hubiera encarnado y no nos hubiera presentado el arquetipo de la relación entre el Padre y el Hijo, que es tan perfecta al punto de constituir una tercera Persona divina, la humanidad jamás podría haber conocido esa sublime bienquerencia que infunde la bondad y transforma.
Jesús trajo a la Tierra una nueva y riquísima forma de amor, la enseñó con su vida, palabras y ejemplo, y nos benefició con su gracia, sin la cual nos sería imposible practicarla. Ahora bien, así quiere también Él que nos amemos: tomando la iniciativa de estimar a los demás, sin esperar de ellos retribución, y estando dispuestos a darlo todo por el prójimo, hasta la propia vida, a fin de ayudarle a alcanzar la perfección.
El gran drama de hoy está causado por la falta de ese amor. Y, para dejar bien claro hasta donde debe ser llevado, el Señor da un ejemplo que anticipa su holocausto en la Cruz, sacrificio supremo que bajo un prisma meramente humano podría ser calificado de locura.
Nunca en la Historia nadie había amado a sus amigos al punto de entregarse por ellos como víctima expiatoria. Ahora bien, si Cristo, siendo Dios, así se inmoló por nosotros, ¿cuál debe ser nuestra retribución?
“Cristo en la Gloria con los Santos”, por Fra Angélico – National Gallery, Londres
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En qué consiste la verdadera amistad
14 “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que Yo os mando”.
Amigo: palabra sui generis, cuyo profundo significado ha sido, entre tanto, manchado a lo largo de los siglos.
Por encima de la mera consonancia o simpatía, existe en la verdadera amistad un elemento capital: desearle el bien a quien se estima. Y por eso, sólo puede estar fundada en Dios, dado que no es posible ambicionar para otro nada mejor que su salvación eterna.
Recíprocamente, la alianza que pudiera existir entre dos que recorren juntos el camino del mal y se estiman a causa del pecado que practican no puede ser considerada amistad, porque se desean mutuamente lo que hay de peor, o sea, la condenación de su propia alma.
15 “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”.
Dios creó a la humanidad para que el amor de Jesucristo tuviera la posibilidad de explayarse y difundirse. En cuanto Dios, se basta, pero en cuanto Hombre siente la necesidad de expandirse. Por eso, eleva a los apóstoles a la categoría de amigos y les da a conocer todo lo que oyó del Padre. En aquella época el siervo no tenía ningún derecho. Le debía a su señor obediencia sin límites, teniendo que ejecutar lo que le mandaba sin necesidad de entender los motivos. El amigo, por el contrario, goza de cierta paridad con el otro y conoce su voluntad. Da, pero también recibe. En este pasaje, Cristo afirma haber dejado de ser tan sólo Señor para convertirse también en nuestro Amigo. “Amigo inmensamente rico, que puede colmar todo vacío de nuestra vida: verdadero amigo, que acaba siempre por darnos lo que legítimamente le pedimos; amigo atentísimo, dispuesto a oírnos día y noche, que no se enoja de que le pidamos […] sino que nos solicita a que tratemos con Él de nuestras miserias”.11
Al encarnarse y revelarnos las maravillas de la Buena Nueva, Jesús no se reservó para sí lo que oyó del Padre, sino que lo transmitió en una medida proporcionada a nuestra naturaleza. Ahora, conociéndole, amándole y cumpliendo sus Mandamientos nos transformamos en verdaderos amigos suyos, porque amigo es el que conoce la voluntad del otro y la pone en práctica.
La ley que debe estar en vigor entre los cristianos
Vitral de la iglesia de San Pedro Apóstol, Montreal (Canadá
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16 “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy Yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. 17 Esto os mando: que os améis unos a otros”.
Una vez más el divino Maestro hace hincapié en que ha sido Dios el que nos escogió y nos amó primero, pues como hemos visto al comienzo de este comentario, el hombre es propenso a tener la impresión de que es él, por su esfuerzo y mérito personal, el que ha tomado la iniciativa de seguirlo. Y para subrayar la necesidad de amar a los demás como Él nos ama, Jesús repite nuevamente, como una orden, el Mandamiento que acababa de formular.
Sólo así, teniendo por la salvación de los demás el mismo empeño que demuestra Nuestro Señor Jesucristo, alcanzaremos por medio de nuestro apostolado frutos que permanezcan. Y ésta es también la condición para ver atendidos los pedidos que hagamos al Padre.
¿Deseamos tener éxito en nuestro apostolado y en nuestra oración? Amémonos unos a otros como Jesús nos ama. No queramos llevar una vida egoísta, encerrados en una imaginaria torre de marfil, cultivando nuestras cualidades y dones para provecho propio; en cambio, interesémonos por nuestros hermanos, querámoslos, procuremos su bien. Ésta es la ley que debe estar en vigor entre los cristianos.
III – El verdadero sentido de la palabra “amor”
La liturgia de este VI Domingo de Pascua, tan rica en enseñanzas, sitúa la palabra “amor” en una perspectiva enteramente diferente de la que estamos acostumbrados, invitándonos a la más elevada relación que sea posible lograr en esta tierra: la amistad con Jesús.
Si al comienzo de nuestra era los paganos, al referirse a los cristiano, decían “Mira cómo se aman”,12 en nuestros días, tan tristemente paganizados, este afecto debe brillar de manera a atraer a los que se alejan de la Iglesia. Y, para eso, necesitamos suprimir de nuestras almas cualquier sentimentalismo, romanticismo o egoísmo que pueda existir en ellas.
“Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”, exhorta en la segunda lectura el apóstol San Juan (1 Jn 4, 7). El que ama con verdadero amor no busca ser adorado por el otro, ni exige reciprocidad. Al contrario, procura ser educado, cuidadoso y celoso con todos, sin hacer acepción de personas, teniendo por objetivo reflejar de alguna manera en la convivencia cotidiana el afecto inefable que Cristo manifestó por cada uno de nosotros durante su Pasión.
Pidamos, por tanto, en este domingo, la gracia de regir nuestro amor a Dios y al prójimo según la medida infinita de la bienquerencia divina. Y tengamos muy presente en nuestros corazones la alerta que nos hizo el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica: “Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo.
El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario”.13
1 GONZÁLEZ ARINTERO, OP, Juan. La Evolución Mística. Madrid: BAC, 1952, p. 59.
2 Ídem, p. 55.
3 BOVER, SJ, José María. Comentario al Sermón de la Cena . Madrid: BAC, 1951, p. 18.
4 ARRIGHINI. Il Dio ignoto . Apud: ROYO MARÍN, OP, Antonio. El gran desconocido . 5 ª ed. Madrid: BAC, 1981, p. 18.
5 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. El Salvador y su amor por nosotros . Madrid: Rialp, 1977, pp. 320.323-324.
6 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica I, q. 20, a. 2, resp.
7 GARRIGOU-LAGRANGE, op. cit . , pp. 322-323.
8 SAN BERNARDO. Sermones in Cantica Canticorum. Sermo 83, c. 4: ML 183, 1181.
9 GARRIGOU-LAGRANGE, op. cit., pp. 167-168.
10 Cf. SANTO TOMAS DE AQUINO. Suma Teológica I, q. 29, a. 4; SAN AGUSTÍN. In Iohannis Evangelium , tr. 99, c. 4.
11 GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado . Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v.III, p. 213.
12 TERTULIANO. Apologeticum . c. 39: ML 1, 584.
13 BENEDICTO XVI. Caritas in veritate , n º 3.