Comentario al Evangelio – VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – El Sermón de la Montaña

Publicado el 02/15/2019

 

– EVANGELIO –

 

17 En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. 20 Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. 21 Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. 22 Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. 23 Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. 24 Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. 25 ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. 26 ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas” (Lc 6, 17.20-26).

 


 

Comentario al Evangelio – VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – El Sermón de la Montaña

 

Las Bienaventuranzas enunciadas por Jesús cambiaron el curso de la Historia y marcaron el inicio de una nueva era: el Cristianismo. De ese modo la crueldad del mundo pagano fue herida de muerte. Y la doctrina de la obediencia a la Ley se refinó hasta un grado sublime: la práctica del amor y el deseo de santificación. En este artículo, el lector encontrará uno de los fundamentos del carisma de los Heraldos del Evangelio..

 


 

I – Divina preparación para la exposición de la doctrina

Primera etapa de la formación: la convivencia

 

A pesar de no estar dotados de razón y, por lo tanto, incapaces de entender una doctrina, los animales aprenden como si tuviesen una escuela de aprendizaje. Existe entre ellos un fuerte relacionamiento instintivo, por el cual unos transfieren a los otros las experiencias adquiridas.

 

Por ejemplo, en un determinado momento, el águila comienza a entrenar a sus crías lanzándolas en las primeras tentativas de vuelo; la leona transmite a sus cachorros lecciones prácticas de caza; y los insectos son blanco del instinto materno de la gallina, cuando estimula a sus pollitos a encontrar alimentos.

 

En un plano superior, esto ocurre también con el hombre, ser inteligente y poseedor de un noble instinto de sociabilidad. En los brazos de la madre, el niño recibe las primeras lecciones: en el modo de ser abrazado, besado, acariciado… él va adquiriendo las primeras nociones sobre la convivencia social. Después, en el trato con los hermanos y parientes más cercanos, observando sus modales y costumbres, asimilará el estilo propio de su familia. Y sólo mucho más tarde llegará la ocasión propicia para una formación doctrinal y metódica.

 

Así también procedió Jesús con sus Apóstoles y su pueblo.

 

Los primeros pasos para la fundación de la Iglesia

 

Ya había el Salvador predicado en las sinagogas de la Galilea, “y era aclamado por todos” (Lc 4, 15); multiplicaba maravillas por donde pasaba, expulsaba los demonios de los posesos al punto de levantar la interrogación: “Manda con poder y autoridad a los espíritus inmundos, ¿y ellos salen?” (Lc 4, 36); curó a la suegra de Pedro y un incontable número de otros enfermos (Lc 4, 38-41); realizó la inolvidable pesca milagrosa (Lc 5, 1-7); quebrando todos los padrones multiseculares, tocó a un leproso, dejándolo sano (Lc 5, 12-14); y perdonaba los pecados (Lc 5, 18-20). Así, debido a un convivio que se volvió asiduo, todos estaban conquistados por la ejemplaridad de Jesús en sus mínimos detalles.

 

Con la elección de los doce Apóstoles, Jesús concluyó con llave de oro la primera fase de sus enseñanzas. Se volvió necesario, entonces, el exponer su doctrina de manera metódica, a fin de dar bases lógicas a todas sus acciones y enseñanzas.

 

Es en esa secuencia donde se inserta el Sermón de la Montaña.

 

Con mucha propiedad, a ese respecto se expresa Fillion: “La institución del Colegio Apostólico y el Sermón de la Montaña son hechos conexos y ambos tienen un elevadísimo significado en la vida de Jesús. Con razón son considerados como los primeros pasos para la fundación de la Iglesia. Con la elección de los Apóstoles, Jesús buscaba auxiliares y preparaba continuadores oficiales; al pronunciar su gran discurso, promulgaba lo que expresivamente se ha llamado la Carta del Reino de los Cielos”.1

 

La predicación y el proceder de Jesús eran inéditos para la psicología y mentalidad de aquellos pueblos de la Antigüedad. Por este motivo, no sólo para el común de los judíos, sino para los propios Apóstoles, era indispensable una exposición estructurada del pensamiento del Divino Maestro. Unos y otros estaban sorprendidos, pero llegó el momento que Él diera a conocer de forma clara y sintética, en particular a los Apóstoles, la doctrina en función de la cual se movía. Además, dado el progresivo disenso entre Él, los escribas y fariseos, se hacía oportuna una definición del programa, para así cumplir la profecía del Viejo Simeón: “He aquí que este Niño está puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel y para ser señal de contradicción.” (Lc 2, 34)

 

II – La mayor paradoja de la Historia

 

Antes que entremos a profundizar en los análisis de las Bienaventuranzas, consideremos la gran paradoja que representó, para la época, el Sermón de la Montaña.

 

Los antiguos griegos solían llamar paradoja al enunciado (moral o doctrinal) que contrariase la opinión pública común y corriente. Y autores de gran fama afirman que ese Sermón fue la más contundente, amplia y radical paradoja habida hasta entonces.

 

Para que mejor comprendamos cuánto golpeó Jesús los fundamentos del paganismo en la gentilidad y algunos desvíos introducidos en las costumbres del propio pueblo electo, recordemos en rápidas pinceladas cual era el cuadro social de la Antigüedad, al iniciar el Redentor su vida pública.

 

Las costumbres de la Antigüedad

 

Fácilmente se pueden llenar páginas y páginas con hechos demostrativos de la degradación del mundo antes de Jesucristo. Limitémonos a algunos datos otorgados por el conceptuado historiador J. B. Weiss.

 

Dice él: “En toda la Antigüedad, la mujer es vista como un ser inferior. Su valor es, según Aristóteles, poco diferente al de un esclavo. Siempre está sometida a la tutela del padre o del esposo, […] el marido tenía sobre ella derecho de vida y de muerte”.

 

Sólo la sangre conseguía estimular a los embrutecidos asistentes de los espectáculos romanos

Mosaico – Jamahiriya Museum, Trípoli (Libia)

Y continúa: “El padre era, no sólo el jefe, sino que el déspota de la familia, y el hijo era su propiedad absoluta: podía venderlo hasta tres veces, podía matarlo […]. El niño recién nacido era presentado al padre; si éste lo levantase, sería criado; si lo dejase en el suelo, sería abandonado, […] sería lanzado al agua o tirado a las fieras en el bosque. En la mejor de las hipótesis, quedaría expuesto en lugares públicos, a la disposición de quien quisiese educarlo para la esclavitud o la prostitución”.

 

No era mayor el valor atribuido a la vida del pobre: “El egoísmo llevó al mundo antiguo a despreciar la pobreza. […] Platón opina que no es necesario preocuparse con el pobre si se enferma, pues, al no poder trabajar más, su vida no sirve para otra cosa”.

 

En cuanto a los esclavos —¡más de un millón sólo en Roma!—, éstos no tenían derecho alguno, podían ser tratados como míseros zapatos viejos. “El romano […] clasificaba así los instrumentos: ‘unos son mudos, como el arado y el carro; otros emiten voces inarticuladas, como los bueyes; el tercero habla, es el esclavo’”.

 

El gozo desenfrenado de la vida, en Roma, a tal punto embruteció a los hombres que, afirma Weiss: “Ahora sólo la sangre los podía estimular. […] Lo que más agradaba al romano era ver morir hombres”.2 Y da algunos ejemplos:

 

En una representación teatral, incendiar una casa para asistir a la muerte de todos sus habitantes. En otra, crucificar un jefe de ladrones y, vivo aún, traer osos hambrientos para devorarlo delante del público. En una tercera, lanzar a un joven de lo alto de una torre, para la platea y verlo destrozarse en el piso.

 

Todo esto, nótese, en las dos grandes civilizaciones de la época: la griega y la romana. El propio pueblo elegido tenía algunas costumbres de crueldad innegable. Por ejemplo, la esclavitud de paganos, la ley del talión, el perverso trato dado a los leprosos, etc.

 

III – El mandamiento de la perfección

 

Esta era la situación del mundo pagano cuando Jesús dirigió a sus discípulos y a la gran multitud el Sermón de la Montaña.

 

San Mateo desarrolla más ampliamente esa exposición doctrinal del Divino Maestro en su capítulo 5, terminando con una síntesis de toda la materia en el versículo 48: “Sed, pues, perfectos, como también vuestro Padre celestial es perfecto”. Y aquí está la sustancia de las Bienaventuranzas —así como también la de las maldiciones opuestas— resumidas por San Lucas en el Evangelio de hoy. Detengámonos en su consideración.

 

Al crear el alma humana, Dios le infundió un fuerte anhelo de felicidad. De ahí que no hubiera, ni habrá, quien nunca la haya buscado. Sobre todo en épocas como la nuestra, tan atravesada por dramáticas crisis, aprensiones y sufrimientos, se hace aún más aguda esa vehemente apetencia.

 

¿Dónde, sin embargo, encontrarla con entera seguridad?

 

Dios nada crea sin razón para sí. Por esto, fuera de Él los seres inteligentes —Ángeles u hombres— no obtienen la verdadera felicidad a sólo cumpliendo con la finalidad última para la cual fueron creados. Es sobre esta relación entre el hombre y Dios que recae la gran promesa hecha por Jesús: la de ser bienaventurados en esta tierra y post-mortem, por toda la eternidad, en el Cielo.

 

“Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación”

 

Nosotros cristianos, como bautizados, tenemos la obligación de no perder el estado de gracia. Si de él nos vemos privados, por debilidad o maldad, con diligencia debemos buscar recuperarlo. Esa es la llamada perfección mínima.

 

En el Sermón de la Montaña, Jesús no nos impone la obligación de ser perfectos. Sin embargo, manifiesta el deseo de que la aspiración a ese estado constituya uno de los puntos esenciales de nuestra existencia. Más allá de eso, tantos fueron los tesoros por Él dejados a la humanidad —el Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía, etc.— que, sólo por gratitud a tan inmensos beneficios, ya sería una obligación de nuestra parte ponernos en camino para alcanzar la meta enunciada por Jesús.

 

Con mucha razón, al respecto de la universalidad de ese deber de santidad, así se expresa S.S. Juan Pablo II: “Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución Dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia, dedicado a la ‘Vocación Universal a la Santidad’. […] El don [de santidad concedido a la Iglesia] se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: ‘Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación’ (I Ts 4, 3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: ‘Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor’ […]. Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos ‘genios’ de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno”.3

 

San Pablo es incansable en destacar la necesidad de la perfección sin límites, como sustancia de la vocación del cristiano: “Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda la bendición espiritual del Cielo en Cristo, así como en Él mismo nos acogió antes de la creación del mundo, por amor, para que seamos santos e inmaculados delante de Él…” (Ef 1, 3-4). Es común, a lo largo de sus Epístolas, encontrar una verdadera sinonímia entre los términos “cristiano” y “santo”, tanto era su empeño en este particular.

 

Mar de Galilea visto desde el Monte de las Bienaventuranzas

Dios es infinito. Por lo tanto, quien es llamado a amarlo tiene por fin último un Ser ilimitado. El amor nuestro es una potencia creada con aspiración hacia Dios, y por eso dice San Agustín: “Nuestros corazones fueron creados para Vos y sólo en Vos descansarán”,4 o sea, la propia potencia del amor en sí misma busca el infinito. Por eso afirma San Bernardo: “la medida de amar a Dios, consiste en amarlo sin medida”.5

 

El propio Jesús, con divina radicalidad, así refuerza el Mandamiento dado a Moisés: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu entendimiento y con todas tus fuerzas” (Mc 12, 30). De ahí se concluye que tenemos el deber de buscar el fin en toda su amplitud, y de emplear, para alcanzarlo, todos los medios a nuestro alcance.

 

Además, toda vida, también la sobrenatural, es susceptible de progreso, tiene en sí una fuerza dinámica que busca su desarrollo. En lo que dice respecto a nuestro cuerpo, ese proceso se verifica instintiva y plácidamente. En cuanto al espíritu, sin embargo, es indispensable la aplicación de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad, a fin de cooperar con la gracia de Dios.

 

IV – Las bienaventuranzas

 

Hechas estas consideraciones, analicemos pormenorizadamente los diversos versículos del Evangelio de este Domingo 6° del Tiempo Ordinario.

 

17 En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.

 

De todas partes acudían enfermos y curiosos, unos para ser liberados de sus males, otros para comprobar la realidad de la fama de Jesús, que se había difundido.

 

¿Y por qué no subieron todos para encontrarse con Jesús en la cima de la montaña? San Beda, el Venerable, así nos lo explica: “Rara vez se observará que las turbas hayan seguido a Jesús hasta las alturas, o que Él haya curado a algún enfermo en la cima del monte; si no que, una vez curada la fiebre de las pasiones y encendida la luz de la ciencia, lentamente se sube hasta la cumbre de la perfección evangélica”.6 Por eso el Divino Maestro baja con los Apóstoles recién elegidos para estar con la multitud que lo esperaba.

 

20a Él, levantando los ojos hacia sus discípulos…

 

Son variadas las interpretaciones de los autores a propósito de este gesto de Jesús. Por la propia narración de Lucas, se tiene la impresión de estar los discípulos localizados en un plano más alto que el de la multitud y como tal vez desease ofrecer a aquella gente un cierto ejemplo, a pesar de estar hablando a todos, fija su mirada en los Apóstoles.

 

20b …les dijo: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”.

 

La pobreza es citada en primer lugar por los dos evangelistas que se encargaron de narrar las bienaventuranzas, San Lucas y San Mateo, por ser esta virtud, la madre de todas las otras. ¿Cómo podría alguien, dicho sea de paso, entrar en el Reino de los Cielos poseído de amor a este mundo y a sus bienes?

 

Judas, por su ambición, a pesar de que poseía

poco o nada en bienes materiales, fue traidor por

ser “rico” (de espíritu)

El beso de Judas – Scala Santa, Roma

¿Quién es considerado “pobre”, según el Evangelio? Lázaro poseía una de las mayores fortunas de Israel, no obstante era pobre de espíritu. Y, en sentido opuesto, Judas por su avidez, a pesar de poseer poco o nada de bienes materiales, fue traidor por ser “rico” (de espíritu).

 

Materia no faltaría para escribir un largo tratado sobre este versículo 20, y numerosos son los autores conceptuados que discurren con precisión de conceptos al respecto de esa bienaventuranza. Para los efectos de este artículo, basta focalizar cuánto la riqueza o la pobreza deben ser asumidas como medios de alcanzar la santidad. Lo importante no es tener o no dinero. La cuestión está en cómo disponer de él para adquirir el “Reino de Dios”.

 

El gran mal de todos los tiempos es el desear la fortuna por puro gozo de la vida, y no para mejor servir a Dios. Y, bajo ese prisma, no viene al caso ser rico o pobre, porque el primero despreciará al segundo, éste envidiará al otro y ambos incurrirán en la sentencia contenida en el versículo 24: “Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo”.

 

Por esta razón, es absolutamente preferible no poseer nada, a cometer un pecado, o hasta mismo, enfriarse en la piedad.

 

21a “Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados”.

 

El Evangelista opone a esta bienaventuranza la maldición contra los que viven en la abundancia, porque llegarán a tener hambre: “¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre” (v. 25). De donde concluye el famoso Cornelio a Lápide, que, aquí, se trata realmente del hambre de alimentos, y no de algo espiritual.

 

Es éste el más alto grado de esta bienaventuranza: soportar con resignación cristiana —por tanto, sin rebeldía, sin envidia y sin odio— los sacrificios decurrentes de la pobreza material; esto hace al pobre un bienaventurado.

 

Por otro lado, también son bienaventurados los que tienen hambre de Dios. A estos últimos, Dios los alimentará con su gracia, con más abundancia, en la medida del deseo de perfección. Es un “hambre”, afirma Cornelio a Lápide, que al mismo tiempo alimenta hasta la saciedad, pues en el Cielo seremos saciados de felicidad y gloria.

 

21b “Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis”.

 

Los pecadores encuentran su falsa felicidad en la trasgresión de la Ley de Dios. A éstos advierte Jesús severamente, porque en el día del Juicio han de llorar su condenación eterna: “¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis” (v. 25). Además, aun en esta tierra, a pesar de su aparente alegría, los pecadores viven tristes, pues la conciencia continuamente los acusa de sus faltas. Al placer decurrente del pecado siempre le sigue el remordimiento por la falta cometida.

 

Pero aquellos que lloran de arrepentimiento por los propios pecados, ya encuentran, en su contrición, consuelo y felicidad. La experiencia nos enseña que el arrepentimiento trae alegría, y es fruto de la gracia de Dios.

 

También los que soportan con paciencia las dificultades son bienaventurados, ya en esta vida. Pues, aunque sufran y “lloren”, la paciencia alcanzada con la gracia de Dios los envuelve de suavidad y paz de alma. Por el contrario, los que se muestran inconformes en las adversidades, esos cargan en el corazón una profunda amargura.

 

22 “Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. 23 Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas”.

 

En el ser humano, el instinto de sociabilidad es mucho más profundo y sensible que el de conservación. Son numerosos los hombres que enfrentan grandes peligros, e inclusive la propia muerte, más presionados por la sociedad, por el miedo del ridículo, y de ser tachados de cobardes, que por un auténtico heroísmo.

 

Las persecuciones violentas contra la Iglesia, a lo largo de la Historia, poblaron el Cielo de mártires y dejaron estupefacto de admiración al mundo entero. En las persecuciones morales, es menor el número de los que resisten. En el mundo de hoy, ¿cuántos pierden la fe, por no aguantar la presión del ambiente de ateísmo práctico que los envuelve? Y por eso, en nuestros días, tal vez sea más meritorio proclamar la fe delante de la risa irónica de un círculo de pseudo-amigos, que como lo era ante el rugido de las fieras en el Coliseo, durante los primeros tiempos del Cristianismo.

 

A veces, peor aún que la persecución de los malos, es la incomprensión de los buenos.

 

Pero, “¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!…”, agrega Nuestro Señor, porque ésta sería la señal de nuestra falta de integridad, pues el mundo sólo acepta las medias verdades y la virtud negligente, como una fórmula encubierta y más cómoda de practicar el mal.

 

Jesús comienza el enunciado de las bienaventuranzas con la promesa del Reino de los Cielos, y con ella termina, para dar a entender que también con la práctica de las demás se alcanza el mismo premio, dejando subentendido cuan entrelazadas están. No basta practicar una de ellas aisladamente, despreciando las restantes.

 

Cuando la humanidad, convertida, abrace la perfección,

se cumplirá la promesa de Nuestra Señora en Fátima:

“Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”

Inmaculado Corazón de María – Catedral de Cuenca (Ecuador)

V – El Sermón de la Montaña en los días de hoy

 

Fundada la Iglesia, con su progresiva expansión y penetración en las capilaridades de las sociedades de aquellos tiempos, Dios y su Ley fueron colocados en el centro de la vida humana, numerosos fueron los que comenzaron a practicar los consejos evangélicos y una nueva era brilló sobre la Tierra: el Cristianismo.

 

Y hoy, ¿qué fue de esa era? El terrorismo amenaza, los secuestros aumentan, el robo de niños prolifera, el comercio de órganos humanos crece en volumen, el crimen, los vicios y la falta de respeto se imponen; asistimos cotidianamente a la expansión de odios, guerras intestinas e internacionales, matanzas de inocentes, al desaparecimiento gradual y progresivo de la institución de la familia… En fin, ¡cuánto más se poderia enumerar! ¿No estaremos viviendo ahora días peores que los de la Antigüedad?

 

¿Y por qué el Sermón de la Montaña no produce hoy los mismos efectos que otrora?

 

Las raíces de los males actuales son idénticas a las de los horrores de la época de Jesús, que sintéticamente se podrían enunciar así: “La finalidad última del hombre se cumple en esta tierra, por eso él debe gozar todos los placeres que la vida y este mundo le ofrecen, pues Dios no existe”. Siendo así, continúa como válido —y más que nunca— en su integridad, el Sermón de la Montaña.

 

¿Cuál es entonces la razón de esa insensibilidad?

 

Le falta a la humanidad una gracia eficaz que la haga, como al Hijo Pródigo, tener añoranzas de la casa paterna y querer volver a las delicias de las consolaciones de quien ama verdaderamente a Dios, sus Mandamientos, y al prójimo como a sí mismo.

 

Quizá, después de una divina intervención, comprendiendo y amando el Sermón de la Montaña, la humanidad, convertida, abrace como nunca la perfección y se haga realidad, así, la profecía anunciada por la Virgen en Fátima: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!”.

 

 

1) FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Vida pública. Madrid: Rialp, 2000, v.II, p.91.

2) WEISS, Juan Bautista. Historia Universal. Barcelona: La Educación, 1928, v.III, p.652-657.

3) JUAN PABLO II. Novo Millennio Ineunte, n.30-31.

4) SAN AGUSTÍN. Confessionum. L.I, c.1, n.1. In: Obras. Madrid: BAC, 1955, v.II, p.82.

5) SAN BERNARDO. Tratado sobre el amor a Dios. C.VI, n.16. In: Obras Completas. 2.ed. Madrid: BAC, 1993, v.I, p.323.

6) SAN BEDA, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c.VI, v.17-19.

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