Comentario al Evangelio – Vigilia Pascual en la Noche Santa

Publicado el 04/09/2014

 

El premio concedido a los que más aman

 

 

 

Por Mons. João Clá Dias

 

En la mañana del domingo, las mujeres acudieron al sepulcro para rendir los últimos homenajes al Cuerpo del Señor. Y el mismo Jesús, deseando recompensarlas, fue a su encuentro para anunciarles las alegrías de la Pascua.

 

~ Evangelio ~

1 Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. 2 Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. 3 Su aspecto era de relámpago y su vestido blanco como la nieve; 4 los centinelas temblaron de miedo y quedaron como muertos.

 

5 El ángel habló a las mujeres: “Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. 6 No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía 7 e id aprisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis’. Mirad, os lo he anunciado”.

 

8 Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos.

 

9 De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: “Alegraos”. Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante Él. 10 Jesús les dijo: “No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28, 1-10).

 

 

I – LA PRIMERA PASCUA

 

El origen de la Solemnidad de la Pascua se remonta al Antiguo Testamento, cuando los israelitas salieron de la esclavitud de Egipto tras cuatro siglos de cautiverio. Dios había determinado que un ángel exterminador segase la vida de todos los primogénitos del país, de los hombres e incluso de los animales, después de que el faraón no se conmoviese con los diversos castigos que el Señor había infligido a los egipcios con la intención de persuadirlos para que dejasen marchar a su pueblo. Sin embargo, no permitió que los descendientes de Abrahán fuesen tocados. Para ello, dispuso que los marcos y dinteles de las puertas de las casas de los hebreos se señalasen con la sangre del cordero consumido en la cena de aquella noche, para que fuesen salvados (cf. Ex 12, 12-13). Tan terrible fue la ejecución que no sólo las autoridades consintieron en la salida de los hijos de Israel, sino también la población lo suplicó, reconociendo que había un factor sobrehumano en esos acontecimientos. Los hebreos se pusieron en marcha sin tardanza camino del mar Rojo, el cual se abrió milagrosamente, permitiéndoles su travesía a pie enjuto (cf. Ex 14, 21-22).

 

Ese episodio de gran importancia en la Historia de la salvación se llamó Pascua, que quiere decir “paso”, o sea, el Señor pasó por delante y no hirió a los hebreos, posibilitándoles el acceso a la anhelada libertad social y política. Para perpetuar la memoria de este acontecimiento mandó que se conmemorase anualmente, como se describe en el Libro del Éxodo: “esta misma noche será la noche de vigilia en honra del Señor para todos los israelitas, de generación en generación. […] Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de servidumbre, pues el Señor os ha sacado de aquí con mano fuerte” (Ex 12, 42; 13, 3).

 

Ésa fue la ocasión que Jesús eligió para resucitar, cambiando el significado de la Pascua antigua por otro infinitamente más elevado. Si en la Pascua el pueblo elegido pasó de la esclavitud a la libertad, nosotros, con la Muerte y la gloriosa Resurrección de Jesús, pasamos de la muerte física a la vida eterna y de la muerte del pecado a la resurrección, por la gracia. Por eso San Jerónimo comenta: “Me parece que este día es más radiante que todos los demás, que el sol brilla para el mundo con más esplendor, que también los astros y todos los elementos se alegran, y que aquellos que durante la Pasión del Señor habían apagado su luz y se habían eclipsado deseosos de no contemplar crucificado a su Creador, tornan a cumplir su cometido siguiendo a su Señor, que ahora se muestra victorioso y resurge (si puede hablarse así) de los infiernos con todo su esplendor”.1

 

 

“La madre de todas las vigilias”

 

La Iglesia, celosa por revestir tal conmemoración con la debida pompa, la celebra durante cincuenta días, considerándolos como uno solo. Comienza con la celebración de la Vigilia Pascual, denominada por San Agustín como “madre de todas las santas vigilias”,2 y se prolonga como manifestación de la alegría de todos los cristianos hasta el domingo de Pentecostés. La ceremonia litúrgica de esa Vigilia empieza en el exterior del templo, al caer la noche, con la bendición del fuego, con un rito que tiene sus orígenes en los primeros siglos de la Iglesia. Con este fuego nuevo se enciende el Cirio Pascual, símbolo mismo de Jesucristo que rompe las tinieblas de la Ley Antigua y de la esclavitud al pecado, para llevar a las almas la salvación. Una vez en el interior del recinto sagrado, la llama del Cirio se extiende a las velas de todos los fieles allí reunidos como representación de la Iglesia entera con sus lámparas encendidas, en señal de vigilancia, a la espera del Señor.

 

La escena de la asamblea inmersa en tinieblas nos hace revivir por algunos instantes la larga expectativa de la humanidad hasta el advenimiento de Jesucristo. Durante esos siglos hubo un sufrimiento atroz, súplicas y se derramaron muchas lágrimas. ¿Serían éstas transformadas en alegría? Las promesas divinas indicaban que sí. Vendría no del esfuerzo o de un mérito adquirido, sino del perdón. No era posible que el mundo fuese redimido sin un grandioso acto de misericordia, indispensable para purificar el género humano de la culpa original y de los pecados actuales. La secuencia de lecturas propuesta para la Solemnidad de hoy muestra la dirección por donde Dios condujo a su pueblo con la intención de educarlo hasta obrar la Redención. Conforme nos vamos adentrando en estas consideraciones, podemos comprobar la sabiduría con que la Providencia formó en la virtud a sus elegidos, partiendo siempre del principio —y éste es el buen camino teológico— que dice: si Él lo hizo así, es lo mejor.

 

 

Una síntesis de la Historia de la salvación

 

La primera Lectura (Gn 1, 1—2, 2) se sintetiza en dos puntos, siendo el primero la manera progresiva con que Dios crea todas las cosas para, finalmente, moldear al hombre. Este modo jerárquico de operar divino deja claro que la criatura hecha a su imagen y semejanza es superior a las demás criaturas visibles, lo que ayuda al hombre a no caer en la idolatría. Después, el descanso reservado para el séptimo día nos recuerda que se debe trabajar aplicando el esfuerzo sobre la naturaleza, para darle un brillo aún mayor que cuando salía de las manos del Creador, pero sin olvidarse de que todo debe ser hecho por amor a Dios. Sin embargo, es necesario que tengamos presente que la belleza descrita en este pasaje del Génesis es ínfima al lado del esplendor de la Pascua de Jesucristo, como reza en la oración correspondiente a esa Lectura: “que tus redimidos comprendan cómo la creación del mundo en el comienzo de los siglos, no fue obra de mayor grandeza que el sacrificio pascual de Cristo en la plenitud de los tiempos”.3

 

A continuación, en la segunda Lectura (Gn 22, 1-18), vemos la completa disponibilidad de Abrahán cuando ofrece a su hijo Isaac en sacrificio obedeciendo una determinación divina. El hijo ya había muerto en el corazón del patriarca cuando el ángel le detuvo el brazo, antes de descargar el golpe. Isaac, que estaba condenado, como que resucita, composición ésta evocadora de la Muerte y Resurrección de Jesucristo.

 

La tercera Lectura (Ex 14, 15—15, 1) resalta cómo la victoria de los buenos depende de la intervención de Dios, sobre todo al tratarse de un pueblo elegido y protegido por Él, como en este caso en que los judíos son defendidos de la ira del faraón con un prodigio admirable, prefigura de otro aún mayor. Porque si nos impresionamos con la majestuosidad de Moisés levantando su cayado para abrir las aguas del mar Rojo, en ello no dejamos de ver algo menos retumbante que el milagro realizado en la pila bautismal. La cuarta Lectura (Is 54, 5-14), en contrapartida, presenta a los israelitas en el cautiverio, como castigo por su infidelidad. De forma análoga, antes de la Redención, la humanidad vivía en un merecido exilio por la culpa original, pero Dios, como nos transmite la quinta Lectura (Is 55, 1-11), promete enviar un torrente de gracias que vendrá después de la Resurrección. Solamente espera de nosotros una petición de perdón y almas completamente abiertas para acoger sus dádivas.

 

Por otra parte, en la sexta Lectura el profeta Baruc (3, 9-15.32—4, 4) hace un elogio a la sabiduría —identificándola con la práctica de los Mandamientos— y muestra cómo vivir en total conformidad con ella es uno de los mayores dones recibidos en esta vida. Esto nos sugiere contrastarlo con los días actuales, donde los hombres buscan con avidez el placer e ignoran que la verdadera alegría se encuentra en la posesión de la sabiduría.

 

Finalmente, Ezequiel (36, 16-17a.18-28) anuncia la iniciativa divina de lavar al pueblo de sus iniquidades, concediéndole una gracia superabundante para exaltar la santidad de su propio nombre. En esta misericordiosa actitud, a pesar de nuestros nulos méritos, está profetizada la fundación de una nueva era histórica nacida de los frutos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.

 

Tras acompañar los principales episodios de la historia del pueblo elegido, símbolo de la peregrinación del género humano por las sendas del pecado hasta la Encarnación, estamos preparados para contemplar el acontecimiento central de todos los tiempos, del cual todo cuanto hemos referido anteriormente es un preanuncio, y que pondrá fin a este período de tinieblas, volverá efectivas las promesas hechas a los patriarcas y a los profetas y le abrirá a los hombres para siempre las puertas de la eternidad, cerradas desde la transgresión cometida por nuestros primeros padres.

 

 

II – EL SOLEMNE ANUNCIO DE LA RESURRECIÓN

 

1 Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro.

 

Movidas por el amor, María Magdalena y la otra María se dirigían al sepulcro para concluir la preparación fúnebre del Cuerpo sagrado y adorable de Jesús (cf. Mc 16, 1; Lc 24, 1). Les preocupaba que el cuidado aplicado el viernes no hubiese sido suficiente debido a la urgencia de concluir la tarea antes del comienzo del descanso sabático (cf. Jn 19, 38-42). Por la narración de San Marcos (16, 1) y de San Lucas (24, 10), sabemos que a ellas se unieron también otras mujeres, porque eran varias las que deseaban darle al divino Maestro lo mejor que hubiera, máxime considerando que el grupo estaba formado por damas ricas (cf. Lc 8, 3), y que María Magdalena poseía una de las mayores fortunas de Israel. Es probable que gastasen una cantidad, “lamentable” según los criterios de Judas, muy superior a los trescientos denarios empleados en la adquisición del perfume de nardo puro con el cual María Magdalena ungió los pies de Jesús (cf. Jn 12, 3-6), suscitando las quejas del traidor.

 

En esta escena trasparece, principalmente en Santa María Magdalena —que debe haber sido la que arrastró a la otra con su entusiasmo—, el amor llevado hasta las últimas consecuencias. Era un alma de elección en la que su caridad no conocía límites, a pesar de las debilidades de su vida pasada de la que ya había sido perdonada. A medida que se afirmó en ese amor, también se identificó más con el Maestro, dispuesta a hacerlo todo por Él.

 

En efecto, en pocos personajes del Evangelio encontramos una reciprocidad tan perfecta en relación a Jesús como en la hermana de Lázaro y Marta, y por este motivo es un modelo de amor. Amor vigilante y solícito, que no escatima y enfrenta cualquier situación; amor que la incita a la preocupación por lo que le pueda ocurrir a su Amado; amor que no tiene respeto humano, pues mientras los Apóstoles están escondidos, ella no mide esfuerzos ni sacrificios, decidida incluso a mover la piedra del sepulcro con sus propias manos, discutir con los guardias, implorar y provocar un tumulto, si fuese necesario. ¿Por qué? Ella desea embalsamar el Cuerpo de Aquel a quien adora: “Para Magdalena, su amor la hace intrépida: ni el silencio de la noche, ni la soledad del lugar, ni la morada de los muertos, ni la aparición de los espíritus, nada la aterroriza; no teme sino no poder ver el Cuerpo de su Maestro, para rendirle sus últimos respetos”.4

 

Resulta difícil meditar a respecto de este pasaje sin detenernos para hacer un breve examen de conciencia: ¿tenemos con relación al Señor ese grado de ardor en el que no existe nada que suponga un obstáculo para glorificarlo y todo es desconfianza de cara a lo que pueda ser hecho contra Él?

 

 

Portentosos signos de la Resurrección del Señor

 

2 Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. 3 Su aspecto era de relámpago y su vestido blanco como la nieve; 4 los centinelas temblaron de miedo y quedaron como muertos.

 

La descripción de estos versículos es portentosa, e incluso más detallada que la de los otros tres Evangelios en lo que se refiere a los fenómenos ocurridos en el sepulcro. San Mateo —a diferencia de los otros evangelistas— se empeña en resaltar el aspecto grandioso de la Resurrección: en su narración, el fuerte temblor de tierra parece un episodio del Antiguo Testamento; y el ángel que baja del Cielo, se acerca, quita la piedra y se sienta en ella, tiene una magnificencia peculiar. El mero hecho de definirlo como un “relámpago” y que fuera su vestido “blanco como la nieve” nos da una noción de la magnificencia del momento.

 

Enriquecedores son los comentarios hilados por San Jerónimo: “Nuestro Señor, Hijo único de Dios y al mismo tiempo Hijo del hombre conforme a sus dos naturalezas, la de la divinidad y la de la carne, muestra las señales ora de su grandeza, ora las de su humildad. Por eso también en el presente pasaje, aunque es un hombre el que fue crucificado y fue sepultado […], los hechos que tienen lugar fuera manifiestan que es el Hijo de Dios: el sol que huye, las tinieblas que caen, el terremoto, el velo rasgado, las peñas destrozadas, los muertos resucitados, los servicios de los ángeles que desde el principio de su Natividad demostraban que es Dios. […] Ahora también viene un ángel (Mc 16, 5) como guardián del sepulcro del Señor y con su blanco vestido indica la gloria del Triunfador”.5

 

Es comprensible, por tanto, que los guardias se quedaran aterrorizados, al punto de desmayarse. Aparte del temor que les sobrevino como consecuencia de la Resurrección —según lo interpretan varios Padres, entre ellos San Juan Crisóstomo6—, vieron frustrado el objetivo que les había llevado junto al sepulcro: comprobar que el Hombre Dios no pasaba de simple mortal. Ahora bien, sin quererlo y para su castigo, se convirtieron en testigos oculares del prodigio más grande ocurrido de la Historia y, además, el hecho de que fueran los que sellaron y vigilaron el sepulcro aumentaba la humillación que el milagro les infligió, así como la culpa al negarlo de ahí en adelante.

 

 

El Señor no olvida a los que ama

 

5 El ángel habló a las mujeres: “Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. 6 No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía 7 e id aprisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis’. Mirad, os lo he anunciado”.

 

A pesar de esa grandiosa manifestación, ya no estamos en el Antiguo Testamento, cuando la aparición de un ángel era considerada prenuncio inmediato de muerte. El celestial mensajero sabe tratar de manera adecuada a cada criatura humana y le dice a las mujeres: “No temáis”. En realidad, después de todo lo que acababa de ocurrir no faltaban motivos para recelar, pero les da a entender que sobre aquellos acontecimientos portadores de esperanza sobrevolaban superiores designios. Las prepara así para acoger el anuncio que contiene la esencia del Evangelio seleccionado para esta solemne ceremonia: “¡Ha resucitado!, como había dicho”.

 

Aunque el magnífico milagro de la Resurrección había sido predicho por Jesús, sus palabras no encontraron suficiente eco en el alma de los que le siguieron durante los años de su vida pública, cayendo en el olvido ante las apariencias contrarias presenciadas en la Pasión. No obstante, ya era hora de que recordaran esta profecía: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn 2, 19). Con estas palabras se refirió a su proprio Cuerpo, que pasaría por la muerte y resurrección. Recordemos que tanto su sagrado Cuerpo como su Alma, incluso estando separados por la muerte, permanecían unidos hipostáticamente a la divinidad, por cuyo poder ambos se retomaron mutuamente en el momento de la Resurrección. El Redentor había cumplido su promesa, resurgiendo con todas las características que poseía en la vida mortal, incrementadas de gloria.

 

Gozando previamente la fase de expansión de la Iglesia que en breve se iniciaría, el ángel les transmite a las mujeres una misión: comunicar la noticia de la Resurrección a los discípulos, abatidos por el desánimo y ciertamente apenados por su propia prevaricación, porque la muerte del Señor podía haberles dado la idea de que Él se había olvidado de los que amaba. Tal vez pensasen que, una vez que se había marchado de este mundo, Jesús se había alejado para no convivir más con los suyos. Vemos cómo el ángel desmiente esas falsas impresiones con el aviso de un nuevo encuentro en Galilea, dejando claro lo mucho que el Maestro los amaba a pesar de todas sus infidelidades.

 

 

Una mezcla de miedo y alegría

 

8 Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos.

 

Las mujeres, que siempre acompañaban al Señor donde quiera que fuese, estaban habituadas a verlo salir victorioso en cualquier circunstancia. Es lo que quedó patente, por ejemplo, cuando fue curado el paralítico bajado por el techo y sus pecados le fueron perdonados, dejando a los adversarios del divino Maestro confundidos y furiosos (cf. Lc 5, 18-26; Mc 2, 3-12; Mt 9, 2-8); o cuando hubo la multiplicación de los panes y, por instinto materno propio a la psicología femenina, también sintieron pena de la multitud hambrienta que seguía a Jesús, contemplando maravilladas la prodigiosa solución que Él dio en esta ocasión (cf. Mt 14, 15-21; Mc 6, 35-44; Lc 9, 12-17; Jn 6, 5-14). Episodios semejantes ocurridos a lo largo de la predicación de Jesús las robustecieron con fe sincera en relación con Él, fruto de la rectitud de quien no tiene segundas intenciones o desconfianzas propias de los que hacen consideraciones materialistas, olvidando la existencia de factores sobrenaturales que pueden explicar los acontecimientos extraordinarios.

 

Animadas por tan buen espíritu, se alejaron del sepulcro ansiosas por transmitir el mensaje recibido. Sin embargo, en este versículo transluce algo muy humano: la mezcla de alegría y de miedo que las invadió, a pesar de la advertencia angélica. La alegría, como es natural, venía del magnífico anuncio de la Resurrección del Señor, y el temor tenía su origen en posibles represalias por parte de los judíos en aquella situación aún muy inestable. Para extirpar por completo ese recelo, nada más eficaz que un contacto con el Maestro.

 

 

El encuentro con el Señor

 

9 De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: “Alegraos”. Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante Él.

 

Con el fin de animar a las Santas Mujeres, el mismo Jesús tomó la iniciativa de ir a su encuentro, mostrando que Él va en busca de los que realmente lo aman. Y he aquí que su primera palabra es “alegraos” y a continuación les permite que le abracen los pies.

 

El conjunto de los pormenores de otros relatos de este pasaje del Evangelio sugiere la hipótesis de que María Magdalena no estaba con las mujeres en ese instante, sino sola, buscando a Jesús (cf. Mc 16, 9-11; Jn 20, 11-18). Todo indica que el encuentro que tuvieron con Él se dio en momentos y lugares diferentes: primero se apareció a la pecadora arrepentida, a quien le ordenó: “No me retengas” (Jn 20, 17), y después a las demás, mientras corrían. Es curioso observar la diferencia en su divino modo de proceder, pues no dejó que la que había “amado mucho” (Lc 7, 47) exteriorizase toda su veneración, y aquí, por el contrario, las Santas Mujeres le sujetan sus pies y Él no opone resistencia.

 

¿Cómo explicar esa aparente paradoja? Santa María Magdalena tenía una fe robusta y el Maestro no quería quitarle el mérito. Si llegase a tocarlo —o tardase mucho en hacerlo, conforme sustentan algunos autores7—, confirmaría cabalmente que había resucitado y no era un espíritu, sino el mismo Hombre Dios cuyos pies lavó con sus lágrimas y enjugó con sus cabellos (cf. Lc 7, 37-38). Parecía que Jesús estaba diciéndole: “No me toques, porque te reservo un mérito mayor: el de creer sin comprobarlo”.

 

A las otras les consintió que diesen rienda suelta a sus manifestaciones de adoración. Ya habían visto un espíritu y su primera impresión al encontrarse con el Salvador también sería de que se trataba de un ser inmaterial, incluso porque poseían una fe menos vigorosa que la de María Magdalena. Por otra parte, lo habían acompañado continuamente antes de la Pasión y, mientras que los hombres acostumbran a dar menos importancia a la ausencia física, ellas, como mujeres, eran más sensibles a la separación y al abandono. Así pues, necesitaban comprobar que Jesús estaba vivo y no las había desamparado.

 

Al abrazar los pies del Señor deben haber visto y besado las marcas de los clavos, además de sentir su inconfundible perfume, ahora intensificado en virtud de la glorificación de su Cuerpo. Quedaron conmovidas al percibir que la Resurrección era real y, sin duda alguna, experimentaron una consolación extraordinaria. Aquí se nos plantea un problema sobre cuál sería la gracia más grande: ¿obtener el mérito de creer sin constatarlo o poder estrechar el Cuerpo glorioso del Maestro? Dejemos que los teólogos traten esta delicada cuestión, porque para nadie sería fácil la elección, que depende del modo de ser de cada uno.

 

Heraldos de la Resurrección nombradas por el Señor

 

10 Jesús les dijo: “No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”.

 

Después del inmenso favor de permitirles que tocasen su Cuerpo resucitado, Jesús les dice “no temáis”, para certificar una vez más que no era un fantasma e infundirles valor ante la perspectiva de una posible persecución promovida por los judíos. Y les deja un recado destinado a los discípulos: que marchasen en dirección a Galilea para encontrarse con Él, porque no había desaparecido. Así, el Salvador las constituyó heraldos para propagar la Buena noticia de la Resurrección, que los mismos Apóstoles aún no conocían.

 

¡Qué modo contundente de proceder para los patrones establecidos por la sociedad de aquella época! ¡Los Doce, que eran obispos y fueron los primeros en comulgar el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad del Señor, se ven obligados a recibir la noticia a través de mujeres! Ellos habían flaqueado, habían huido por temor y terminaron siendo puestos de lado a la hora de la Resurrección, porque Jesús quiso darles un premio a las que no habían faltado a la caridad. ¿No será que, si no nos convertimos a un amor tan intenso como Él espera de cada uno, seremos adelantados por los que consideramos inferiores a nosotros? ¡Seamos verdaderamente fervorosos, para que no nos ocurra esto!

 

Jesús aún convive con ellos a lo largo de cuarenta días y después subirá al Cielo, pero compensa su ausencia enviando al Espíritu Santo y prolonga su presencia en el sacramento de la Eucaristía, una confirmación de la promesa que había hecho antes de partir: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20).

 

 

III – ¡HASTA EL FIN DE LOS TIEMPOS!

 

Después de la Celebración de la Luz —la Lucernarium— y la Liturgia de la Palabra, la Vigilia Pascual prosigue con la Liturgia Bautismal y, por fin, con la Liturgia Eucarística.

 

Evocar el Bautismo en esta ceremonia es muy apropiado, pues este sacramento, por los méritos de la Resurrección de Jesús, nos libra de un sepulcro: el del pecado y de la muerte. Todos morimos, somos llevados al seno de la tierra, el cuerpo entra en descomposición y entonces pasa lo que describe Job: “después que me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios. Yo mismo lo veré, y no otro; mis propios ojos lo verán” (Jb 19, 26-27). Una vez que somos bautizados, debemos caminar con paz de alma hacia el umbral de la eternidad, porque, como enseña San Pablo, si “hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él” (Rm 6, 8). El día en que Dios nos llame de nuevo a la vida, si hemos muerto en estado de gracia el cuerpo será recompuesto y refulgirá con un brillo que jamás alcanzaría sin la Resurrección del Señor. Él resurgió de los muertos, entre otras razones, para comprar nuestra resurrección, “pues del mismo modo que su Pasión fue símbolo de nuestra antigua vida, así su Resurrección encierra el misterio de la vida nueva”.8

 

Tal como Jesús se apareció a las Santas Mujeres, también se aparece a nosotros, porque a pesar de haber subido a los Cielos hace casi dos mil años, viene cada día a estar con los hombres. Las mujeres tuvieron el privilegio de ver directamente al Hombre Dios, pero esa confirmación les disminuyó el valor sobrenatural de la fe, ya que ésta es “garantía de lo que no se ve” (Hb 11, 1). Para que pudiésemos adquirir más mérito en la práctica de esa virtud, se hace presente entre nosotros bajo la apariencia de pan y vino. Tras las palabras de la Consagración, miramos y, a simple vista, diríamos que no pasó nada, pero la fe nos asegura que ocurrió algo inefable: las especies se transubstanciaron en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo. La misma Persona que se manifestó a las mujeres el día de la Resurrección también está en el altar y es quien comulgamos. Aunque ellas hayan abrazado y besado sus pies, no les fue concedida la gracia de recibirlo en su interior en aquel momento.

 

Para valorar mejor la grandeza de esa realidad, recordemos que la Eucaristía es el Sacramento por excelencia, que contiene al mismo Autor de todos los demás. Según destaca el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, “nuestra alma no puede dejar de desbordar de reconocimiento, de admiración y de gratitud por lo que el Señor obró en la Última Cena. Solamente una inteligencia divina podía concebir la Sagrada Eucaristía e imaginar este Sacramento Santísimo como un medio por el que Jesús permaneciera presente en este mundo, después de su gloriosa Ascensión. Aún más: establecer una convivencia íntima e insuperable, todos los días, con todos los hombres que lo quieran recibir en sus corazones. Sí, sólo Dios mismo podía realizar este misterio tan maravilloso, esta obra de misericordia prodigiosa con sus criaturas humanas”.9

 

Sepamos gozar de tan inmenso beneficio en esta vida, para que nos hagamos partícipes de la Resurrección gloriosa de Cristo, según su promesa: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 51).

 

 


 

1 SAN JERÓNIMO. In die Dominica Paschæ. In: Obras Completas. Obras Homiléticas. Madrid: BAC, 2012, v. I, p. 989.

 

2 SAN AGUSTÍN. Sermo CCXIX. In Vigiliis Paschæ, I. In: Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2005, v. XXIV, p. 307.

 

3 VIGILIA PASCUAL. Oración después de la primera Lectura. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, p. 287

 

4 DUQUESNE. L’Évangile médité. París: Víctor Lecoffre, 1904, v. IV, p. 386.

 

5 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. IV (22, 41-28, 20), c. 28, n.º 63. In: Obras Completas. Comentario a Mateo y otros escritos. Madrid: BAC, 2002, v. II, pp. 415; 417.

 

6 Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía LXXXIX, n.º 2. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (46-90). Madrid: BAC, 2007, v. II, pp. 714-715.

 

7 Cf. FERNÁNDEZ TRUYOLS, SJ, Andrés. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1954, pp. 710-711; TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, v. II, 1964, p. 602; GOMÁ Y TOMÁS, Isidro.El Evangelio explicado. Pasión y Muerte. Resurrección y vida gloriosa de Jesús. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v. IV, p. 446; LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Matthieu. 4.ª ed. París: J. Gabalda, 1927, p. 541.

 

8 SAN AGUSTÍN. Sermo CCXXIX E, n.º 3. In: Obras, op. cit., p. 402.

 

9 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Nos passos da Paixão. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año VI. N.º 61 (Abril, 2003); p. 2.

 

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