– EVANGELIO –
En aquel tiempo, 39 dijo Jesús a los discípulos una parábola: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? 40 No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. 41 ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? 42 ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano. 43 Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; 44 por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. 45 El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Lc 6, 39-45).
|
Comentario al Evangelio – VIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – El Sermón de la Montaña
La misión de conducir a las almas al Reino de los Cielos les es confiada por Nuestro Señor a los humildes, porque reconocen su propia insuficiencia. Por eso sus esfuerzos por la salvación de las almas son coronados con buenos frutos.
I – LA NECESIDAD DE UN GUÍA SEGURO
En un mundo en que la verdadera caridad para con el prójimo es cada vez más escasa por el predominio del egoísmo, es terrible el drama de los que pasan por la vida sin que nadie les indique el camino de la felicidad. Al respecto, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira comenta: “Me acuerdo de que, en mi infancia, cuando caminábamos por la calle veíamos muchos perros sin dueño. Cierta vez, vi a mi abuela reprendiendo a un nieto indisciplinado: ‘¡Vete! Si quieres, haz el papel de perro sin amo’. De repente, la tragedia de no ser guiado se presentó en toda su amplitud ante mi espíritu. La alegría de ser guiado es, exactamente, la del fiel que tiene en quien depositar su fidelidad, es la alegría de todo hombre que tiene el sentido de la jerarquía, el sentido del orden y el sentido de disciplina”.1
Ahora bien, el deseo de ser enseñado y la búsqueda de un guía seguro constituyen una característica de las almas rectas, que sienten su propia contingencia e incapacidad natural de llegar, por sí solas, a las sublimidades de la Revelación. Por eso se vuelven hacia los que recibieron el mandato de enseñar en nombre de Dios, deseando ser instruidas por ellos en las vías de la bienaventuranza. El papel de quien recibió este encargo es indicar el camino verdadero, sin desviarse de los preceptos de la religión, ni hacia la derecha ni hacia la izquierda (cf. 1 Mac 2, 22).
La Iglesia, guía de las almas
Más que a cualquier persona individualmente elegida para conducir a las almas, tal misión se la confió Dios a la Santa Iglesia Católica, al haber sido vinculada al ministerio petrino la salvación de todos. Ser guiado en esta tierra significa, por lo tanto, ser conducido por la Iglesia, abrirse a la luz que emana de ella y a las gracias que ella franquea a la humanidad. Cabe a los evangelizadores ser verdaderos guías, que muestren a los hombres la brújula de la verdad. Procediendo así, colocan a sus dirigidos en el camino de la santidad, pero es imprescindible, no obstante, que comprendan que su papel se limita al de ser meros instrumentos y que han de atribuirlo todo a la solicitud de la Iglesia.
Este principio fundamental es una de las enseñanzas más importantes contenidas en el Evangelio del octavo domingo del Tiempo Ordinario.
II – ¿FUENTE O INSTRUMENTO?
Después de transmitir la doctrina de las bienaventuranzas y predicar el amor a los enemigos, Nuestro Señor añade algunas parábolas antes de concluir la prédica del Sermón de la Montaña, que suele ser equiparado con la promulgación de la Antigua Ley, en el monte Sinaí. Sus enseñanzas finales se refieren a aquel que es llamado al apostolado, sobre quien recae la grave responsabilidad de la salvación del prójimo y la perfecta transmisión de la doctrina traída por Él al mundo. El hecho de que tales amonestaciones vengan inmediatamente después de las más sublimes enseñanzas de Jesús nos sugiere la importancia de los instrumentos humanos en la propagación de la fe y de la fidelidad de éstos a la doctrina del Evangelio.
Un ciego al frente de otros ciegos
En aquel tiempo, 39 dijo Jesús a los discípulos una parábola: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”.
La parábola de los ciegos, por Pieter Brueghel el Viejo – Museo de Capodimonte, Nápoles (Italia)
|
Mediante esta parábola el divino Maestro desarrolla una aplicación espiritual muy elocuente, al realzar la gran insensatez que supone aceptar ser dirigido por quien no ve. Un ciego del Reino de Dios es aquel que se propone hacer apostolado sin conducir a las almas hacia Nuestro Señor, deseando gozar del prestigio y de la fama que normalmente rodean a los portadores de la verdad. El origen de tal ceguera está en una grave discrepancia de visión, conforme asevera un exégeta contemporáneo: “Jesús se refiere a otra clase de ciegos: a aquellos que no ven los acontecimientos ni las personas con la mirada de Dios y pretenden hablar en su lugar”.2 Quien es llamado a evangelizar —por lo tanto, todo bautizado— está en la condición de un modelo, de un verdadero guía ante aquel que todavía no ha sido iluminado por la luz de la gracia. Sus palabras, su estado de espíritu y su ejemplo personal servirán de paradigma para los otros, que se inclinarán a ver en él la personificación de las virtudes y de la doctrina cristiana que profesa. Incluso podrá suceder que la admiración por la sacratísima Persona de Jesús sea despertada por la integridad de vida de las almas fervorosas, tal como se verificó entre los cristianos en el corrompido Imperio romano: “Mira cómo se aman unos a otros”,3 comentaban los paganos, pues nunca habían presenciado la práctica de la caridad fraterna. El Apóstol reconoce la fuerza del ejemplo al recordarles a los corintios: “Hemos sido dados en espectáculo público para ángeles y hombres” (1 Cor 4, 9); y también cuando les habla a los primeros fieles de la comunidad de Filipos: “Brilláis como lumbreras del mundo” (Fl 2, 15).
Esta gran enseñanza se aplica de forma muy especial a la persona del sacerdote y les exige a los que echan las redes del apostolado una fortísima vinculación con el divino Maestro. La conducción de las almas rumbo al Reino de los Cielos supone la irradiación de lo sobrenatural, una comunicación de las alegrías que inundan el alma de quien conoce a Jesús, vive su vida y experimenta la efusión de su bondad. A partir de la convivencia con aquel que prometió atraer a todos hacia Él (cf. Jn 12, 32) estamos llamados a llevar al mundo entero la Buena Nueva de la salvación. Santo Tomás de Aquino, citando a Dionisio Areopagita, transcribe su bello pensamiento: “Como las más sutiles y claras esencias, llenas del influjo de los rayos solares, proyectan sobre los otros cuerpos, a semejanza del Sol, una luz que brilla en ellas sobremanera, así en todo lo divino nadie pretenda ser guía de los demás sin ser muy semejante a Dios en toda su manera de comportarse”.4 De lo contrario, seremos ciegos al frente de otros ciegos, usurpadores de la misión evangelizadora, que engañan a los que Dios quiere beneficiar. Si nos desvinculamos de las divinas raíces caeremos en el error, con el riesgo de llevar a los que guiamos a la condenación. Por eso Dom Chautard afirma de quien es vigilante y no se deja arrastrar por los errores de los falsos guías: “Los hombres tienen derecho a ser exigentes para con aquellos que se presentan con pretensiones de enseñarlos a reformarse. Y muy pronto conocen si hay o no conformidad entre las palabras y obras, o si la moral que se predica no es más que una mera y engañosa apariencia. Y según fuere el resultado del examen, otorgan o rehúsan su confianza”.5
Ceguera espiritual
La doctrina católica enseña que toda misión evangelizadora consiste en guiar a las almas hacia Nuestro Señor Jesucristo: “La transmisión de la fe cristiana es ante todo el anuncio de Jesucristo para conducir a la fe en Él”.6 Sin embargo, en la Historia no faltaron hombres que hicieron de esta altísima misión una palanca para materializar sus objetivos personales, valiéndose de las prerrogativas de anunciadores de Cristo para, en el fondo, anunciarse a sí mismos, convirtiéndose en ciegos espirituales. Llamados a instruir a los demás por vocación —la cual muchas veces puede ser auténtica y otras veces no—, tales ciegos creen que han comprendido la verdad de una forma más plena que nadie. Esto, que sin duda puede ocurrir y ser motivo de enriquecimiento para la Iglesia si es auténtico, se convierte en cataratas espirituales en los ojos del alma si no viene de Dios. Dicha ceguera se manifiesta en los pseudoguías cuando se niegan a aceptar cualquier corrección; no admiten ningún fallo que eventualmente les sea señalado; jamás reconocen que su doctrina o conducta es susceptible de error.
Afirma un teólogo actual que “si estos ‘guías’, oficiales o pretendidos, ignoran la exigencia primordial que brota del Evangelio […], si pretenden imponer a la comunidad exigencias que el Maestro Jesús no ha dicho, se declaran malos discípulos; siendo ciegos, no pueden menos de llevar al fracaso a una comunidad que se dejará cegar con su enseñanza”.7 Por esta razón, cuando el apóstol que es llamado a ser guía de los demás busca sentirse el centro de atención , quitándole el lugar a Nuestro Señor, termina por llevarlos a donde no debería y rendirá cuentas el día del Juicio por haber empujado a sus subalternos hacia el abismo, pues su obligación era la de haberlos conducido a un buen fin, indicándoles el camino de la verdadera felicidad.
Características del verdadero discípulo
40 “No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro”.
San Agustín Iglesia de Santa María, Kitchener (Canadá)
|
A continuación, Nuestro Señor traza los rasgos del verdadero discípulo, confrontando la postura de los ciegos con la del que posee una perfecta acuidad visual. Valiéndose de una insuperable didáctica, presenta primero la figura de los que no ven, impresionando negativamente a la multitud, y después muestra la actitud de perfección moral del discípulo fiel para, a fuerza de contraste, hacerla todavía más atrayente.
Enseña que si el discípulo bien formado desarrolla todas sus cualidades será una prolongación de su maestro. En aquella sociedad donde la enseñanza religiosa se basaba en las relaciones entre maestro y discípulo —pues así funcionaban las escuelas rabínicas—, su lenguaje es muy apropiado, ya que se refería a una realidad conocida por todos. En la asidua visita a la casa del maestro, con prolongadas conversaciones y especulaciones sobre la Torá, y en la asimilación de un modo peculiar de interpretar la Ley era como se instruía el discípulo, acabando por convertirse en un hijo espiritual. El propio San Pablo dirá que había sido formado “a los pies de Gamaliel” (Hch 22, 3).
Partiendo de dicha concepción, Nuestro Señor establece el perfil del discipulado en el Nuevo Testamento desde una nueva perspectiva. Deja claro que el aprendizaje bien conducido no redunda en una emancipación de quien se instruye, ni significa una oportunidad para aprender los secretos del oficio, en la que se busque ascender hasta terminar siendo más que el formador. Con el advenimiento del Salvador llegó hasta nosotros el verdadero Maestro, aquel que derramaría la única sangre capaz de redimir al mundo, ante el cual, reconociendo su propia pequeñez, todos enmudecen para recibir de su espíritu la medida que les corresponde. Más adelante, cuando los discípulos hagan uso de la palabra, ofrecerán, en la condición de meros instrumentos, el agua cristalina de la sana doctrina, extraída directamente de la contemplación del divino Maestro. Así obraron las mayores lumbreras de la Iglesia, que, a su vez, fueron los más sumisos seguidores de Jesús.
Todos somos pecadores
41 “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? 42 ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”.
Los versículos siguientes tratan sobre la ceguera bajo otro aspecto: la incapacidad de ver al prójimo como realmente debe ser visto. La raíz de este defecto está en el orgullo, porque quien no es humilde para considerar a Dios como debe, tampoco tendrá con relación al prójimo un juicio formado según los criterios divinos. La imagen de la viga y de la mota refleja la desproporción que suele existir, la mayoría de las veces, entre la insatisfacción de los orgullosos y los defectos del prójimo, tal como son en realidad.
La conducta de los que tienen una noción precisa respecto a sus problemas y miserias es muy diferente. Al no constituirse ellos mismos en la finalidad de sus acciones, comprenden mejor las insuficiencias de los demás y los tratan con afecto, como observa Doroteo de Gaza: “Los santos no son ciegos y todos odian el pecado; sin embargo, no odian a quien lo comete, no juzgan, sino que le tienen compasión, le aconsejan, le consuelan, tienen cuidado de él como de un miembro enfermo, hacen todo lo posible para salvarlo”.8 Los humildes siempre piden perdón a Dios y saben que si no fueran juzgados con conmiseración estarían perdidos. De modo que cuando van a tratar con el prójimo se ponen en su lugar y le aplican la misma bondad que desean recibir de parte de Dios. Así lo sintetiza Peláez: “La autocrítica nos sitúa en la óptica ideal para ver la dimensión de los defectos del prójimo. Quien se autocritica y autoexamina aprende a ver con compasión”.9
Sacarse la viga del ojo significa expulsar de sí mismo la mentalidad farisaica y volver la mirada hacia aquellos que son nuestra luz: Jesucristo y María Santísima. De esta manera estaremos en condiciones incluso de quitarle la mota del ojo de nuestro hermano, llevándole a comprender su discrepancia en relación con estos modelos supremos y, por amor a Ellos, desear su conversión. Cualquier otro método es inútil y no dará fruto, conforme veremos en el pasaje siguiente.
III –BUENOS Y MALOS FRUTOS NACIDOS DEL CORAZÓN
43 “Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; 44 por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.
Nuestro Señor pasa ahora a la figura de los frutos nacidos de buenos y de malos árboles, componiendo una espléndida imagen para ilustrar un principio que hoy en día nos puede parecer evidente, pero que nadie antes de Él había tenido sabiduría para enunciarlo. En verdad, solamente un Dios capaz de escrutar los corazones y las entrañas (cf. Sal 7, 10) podría haberlo transmitido. Con este ejemplo, queda patente que no existe diferencia entre lo que se es y lo que se hace. El propio Jesús dirá luego, al recriminarles a los fariseos por su maldad ante su testimonio: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras” (Jn 10, 37-38). ¿Cuáles eran, por ejemplo, las obras de los fariseos? Una aplicación tan inclemente de la Ley que extenuaba a todos con tantos sacrificios y que nadie conseguía cumplir a la perfección. ¿Cuáles eran las obras de Nuestro Señor? Una doctrina nueva, confirmada por milagros, resurrecciones, expulsión de demonios, etcétera. O sea, las obras daban a conocer quiénes eran ellos.
La ausencia de higos en las zarzas o de uvas en los espinos muestra que lo que sale de un árbol es definidamente bueno o malo, porque nunca puede florecer un tipo de fruto que contenga veneno y, al mismo tiempo, sirva de alimento. Podemos aplicar esta verdad a las intenciones del corazón, pues, aunque sean impenetrables para los demás, tarde o temprano se manifiestan a través de nuestras acciones. Nadie puede fingir que es una persona virtuosa si peca en su interior, porque su falsedad no tardará en revelarse: “El hombre actúa en función de lo que en realidad es; aunque utilice algún truco disimulador, sus actos y sus palabras son el reflejo exacto de lo que es en lo más profundo de sí mismo”.10 Por eso nunca debemos querer conciliar prácticas buenas con otras reprobables, procurando establecer un puente entre Dios y el demonio. De la misma forma que no nos alimentamos de espinos, tampoco podemos asimilar una mala doctrina, ni permitir que el espíritu del mundo entre en nuestras obras de apostolado, como algunos pretenden. Sobre esto enseña San Agustín: “La doctrina de Cristo, creciendo y desarrollándose, se mezcló con árboles buenos y con zarzas malas. La predican los buenos y la predican los malos. Tú observa de dónde procede el fruto, de dónde se origina lo que te alimenta y lo que te punza; a la vista están mezcladas ambas cosas, pero la raíz las separa”.11 Este criterio infalible siempre nos indicará la verdad, pues, como concluye Dom Chautard: “Es un deber de Dios […] privar al apóstol presuntuoso de las mejores de sus bendiciones y prodigarlas a las ramas y sarmientos que humildemente reconocen no recibir su savia sino de la cepa divina”.12
La gracia, tesoro de los buenos
45 “El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca”.
La imagen del que guarda cosas de valor significa aquello que el hombre más aprecia, la riqueza más grande de su vida. Nuestro Señor demuestra estima por este símbolo en sus predicaciones, pues lo utiliza en numerosas ocasiones: cuando enseña a acumular tesoros en el Cielo (cf. Lc 12, 33), a buscar el tesoro escondido en el campo (cf. Mt 13, 44), incluso compara el Reino de los Cielos a una perla fina encontrada por un comerciante (cf. Mt 13, 45- 46); también habla de un escriba que lo compara a un padre de familia que va sacando cosas nuevas y viejas de su tesoro (cf. Mt 13, 52), e invita al joven rico a dejarlo todo por otra riqueza: la eternidad feliz (cf. Mc 10, 21). En el pasaje de este domingo nos habla de los tesoros del corazón.
A lo largo de nuestra existencia es normal que guardemos con afecto lo que nos parece ser más excelente y se adapta con nuestros atributos, pues forma parte de la psicología humana conservar lo que se identifica con uno mismo y eliminar lo ajeno a sus inclinaciones. Si esto es válido en el plano natural, con más razón se aplica a los asuntos de la vida espiritual. ¿Cuál es el tesoro del corazón del hombre bueno? El tesoro eterno, pues si una gota de gracia vale más que toda la naturaleza y el universo,13 quien vive en la gracia de Dios posee una riqueza inconmensurable. No obstante, sólo tendremos un auténtico tesoro si nuestro corazón está convertido; por eso es necesario que lo gobernemos, para impedirle que siga un camino contrario al que nos indica la gracia. Debemos entonces acabar con los apegos y caprichos que nos apartan de Dios, pero, sobre todo, con el pecado. Si en el pasado establecimos una alianza con cualquiera de esos desvíos, es indispensable romperla, porque sólo así estaremos en condiciones de constituir un tesoro celestial.
Ordenación sacerdotal en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras, 24/4/2015
|
Sin embargo, así como se espera que las riquezas de esta tierra crezcan en cantidad, nuestro tesoro tiene que ser perfeccionado en calidad mediante la contemplación, la alabanza continua, la acción de gracias y la adoración a Dios. De este modo, brotarán de él enseñanzas útiles para el prójimo, sobre todo a través de las palabras que desbordan de un corazón virtuoso; de lo contrario, sólo producirá frutos de egocentrismo y no tendrá ningún efecto edificante para los demás.
La palabra es el espejo del corazón
La consideración de la palabra nos incentiva a hacer un examen de conciencia. ¿Cuáles son los temas de nuestras conversaciones? ¿A qué estimulamos a los otros con lo que decimos? ¿Qué sale de nuestra boca? Por nuestro discurso conoceremos cómo somos por dentro, y tendremos noción de cuál es el árbol de donde proceden tales frutos, como advierte San Basilio: “El estilo de la palabra da a conocer el corazón de quien procede, manifestando claramente la disposición de nuestros sentimientos”.14 Según nos dice Nuestro Señor en este Evangelio, por nuestra conversación diaria es por donde conocemos el tipo de tesoro que guardamos en el alma. San Juan Crisóstomo también es muy claro al exponer esa doctrina: “Es una consecuencia natural que cuando la malicia vive en nuestro interior, las palabras inoportunas salgan por nuestra boca; por lo que, cuando oigas a alguna persona que profiere palabras poco honestas, no creas que se oculta en él menos malicia, que la que expresa por medio de la palabra; antes bien entiende que la fuente es más caudalosa que el arroyo. […] Porque la lengua, aunque muchas veces es desvergonzada, no derrama de golpe toda su malicia; mas el corazón, que no tiene a hombre alguno por testigo, al no sentirse cohibido por medio alguno, engendra los males que le da la gana. Porque de Dios bien poca es la cuenta que tiene. Así, pues, como las palabras pueden ser examinadas y se pronuncian ante todo el mundo, el corazón, empero, se queda allá en la sombra; de ahí que los pecados de la lengua sean menos que los del corazón. Mas, cuando la maldad de dentro se hace muy grande, estalla estruendosamente lo que hasta entonces estaba escondido”.15
IV – CONCLUSIÓN
La vida, comparada por el salmista a un soplo y a la sombra que pasa (cf. Sal 39, 6-7), tiene una cortísima duración. Caminamos todos hacia el gran día del ajuste de cuentas, en que Jesús nos llamará ante su presencia y nos conducirá, si somos dignos de alguna recompensa, a las moradas de la casa de su Padre. Pero sabemos de antemano que el ingreso en el Reino de los Cielos será franqueado a los buenos según los frutos presentados. Por éstos se conocerá la sinceridad de nuestra entrega a Dios. Ya que Él toma la iniciativa de amarnos por libre y espontánea voluntad, arrancándonos del lodo y elevándonos hasta la más alta cima sobrenatural, la vida de la gracia, ¿cómo se lo retribuiremos? Este es el domingo de la liturgia de la generosidad, de nuestra respuesta a Dios por todo lo que nos concede.
Teniendo muy presente que esos frutos también se refieren al modo con que guiamos al prójimo por las vías de la salvación, pidamos la insuperable intercesión de María Santísima, para obtener de Ella la gracia de ser transformados en discípulos restituidores de todo lo que recibimos de Dios y, más aún, en hijos cuya vida pueda ser comparada al cristal colocado en la custodia: un simple objeto que no impide a los fieles la contemplación de Jesús Hostia, sino que, por el contrario, revela ser de una calidad tanto mejor cuanto más transparente es.
Seamos auténticos seguidores de Nuestro Señor y devotos hijos de la Iglesia empeñados en difundir por el mundo la luz recibida de lo Alto, y de nuestro interior saldrá toda especie de buenos frutos, porque “cuando los hombres resuelven cooperar con la gracia de Dios, entonces se operan las maravillas de la Historia”.16
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 4/4/1972.
2 BARTOLOMÉ GONZÁLEZ, Francisco. Acercamiento a Jesús de Nazaret. Madrid: Paulinas, 1985, v. II, p. 39.
3 TERTULIANO. Apologeticus. XXXIX: ML 1, 471.
4 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. Suppl., q. 36, a 1.
5 CHAUTARD, OCSO, Jean-Baptiste. A alma de todo o apostolado. São Paulo: FTD, 1962, pp. 113-114.
6 CCE 425.
7 MONLOUBOU, Louis. Leer y predicar el Evangelio. Santander: Sal Terræ, 1982, p. 162.
8 DOROTEO DE GAZA, apud CANTALAMESSA, OFMCap, Raniero. Echad las redes. Reflexiones sobre los Evangelios. Ciclo C. Valencia: Edicep, 2003, p. 214.
9 PELÁEZ, Jesús. La otra lectura de los Evangelios. Ciclo C. 2.ª ed. Córdoba: El Almendro, 2000, v. II, p. 104.
10 MONLOUBOU, op. cit., p. 162.
11 SANTO AGUSTÍN Sermo CCCXL/A, n.º 10. In: Obras. Madrid: BAC, 1985, v. XXVI, p. 37.
12 CHAUTARD, op. cit., p. 35.
13 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q. 113, a 9. 14 SAN BASILIO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c. VI, vv. 43-45.
15 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homília XLII, n.º 1. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. I, pp. 809-810.
16 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5.ª ed. São Paulo: Retornarei, 2002, p. 132.