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– EVANGELIO –
En aquel tiempo, Jesús 11 iba camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con Él sus discípulos y mucho gentío. 12 Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. 13 Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. 14 Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”. 15 El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre. 16 Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo: “Un gran Profeta ha surgido entre nosotros” y “Dios ha visitado a su pueblo”. 17 La noticia se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante (Lc 7, 11-17).
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Comentario al Evangelio – X Domingo del Tiempo Ordinario – El impacto de las iniciativas del Redentor
Para realizar milagros, Jesús solía exigir al favorecido una prueba de fe. A veces, empero, Él se adelantaba a la petición y distribuía sus divinos beneficios. Esta manera de actuar encierra un profundo significado.
I – El choque de las grandes conversiones
En la Historia de la Iglesia nos encontramos frecuentemente con situaciones en las que un apóstol, inspirado por Dios, desea la conversión de algún alma alejada de la religión. Sin embargo, su ardor se ve obstaculizado a menudo por la negativa de quien es objeto de su celo. Todos los esfuerzos demuestran ser inútiles, porque la argumentación no logra doblegar una voluntad obstinada.
“Conversión de Alfonso Ratisbonne” Basílica de Sant’Andrea delle Fratte, Roma
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Alfonso Ratisbonne, por ejemplo, era un judío de raza y de religión, profundamente arraigado en sus tradiciones. Un amigo suyo, el barón de Bussières, tocado por una moción interior de la gracia, empleó los recursos más convincentes de la apologética para intentar convertirlo a la Iglesia Católica, pero sin éxito. Aferrado a sus convicciones y más preocupado con el disfrute de los placeres de la vida que el futuro le prometía, Alfonso sólo aceptó llevar al cuello una medalla de Nuestra Señora de las Gracias, con la promesa, a regañadientes, de rezar todos los días el Acordaos —la conocida oración de San Bernardo. “Yo no me daba cuenta —narraría más tarde el barón de Bussières— de la fuerza interior que me impelía, la cual, a pesar de todos los obstáculos y de la obstinada indiferencia con que él se oponía a mis esfuerzos, me daba una íntima convicción, inexplicable, de que, tarde o temprano, Dios le abriría los ojos”.1
Unos días después, los dos entraron en la iglesia de Sant’Andrea delle Fratte, en Roma. El barón fue a la sacristía a tratar unos asuntos y mientras tanto el joven Alfonso se quedó en el templo viendo las obras de arte que había por allí. De repente, en un altar lateral, se le apareció la Santísima Virgen, tal y como estaba en la medalla, y sin decir nada operó instantáneamente su conversión radical: “¡Ella no me habló, pero lo comprendí todo!”,2 exclamaría más tarde, con verdaderos transportes de entusiasmo. En efecto, la fe católica le había sido implantada en su corazón de modo inexplicable; el joven judío empezó a hablar de los misterios y de los dogmas de la religión como si los conociese y amase desde siempre. ¡Una mirada de María había bastado para transformar su alma!
La acción de la gracia eficaz
Por lo tanto, cuando constatamos la conversión de un alma, no nos engañemos pensando que eso se debió a la argumentación racional elaborada por quien quería atraerla o a una exposición teológica que, intercalada con ejemplos adecuados y desarrollados de forma brillante, arrebató al oyente, moviéndolo a un cambio de vida. Si la iniciativa de conceder una gracia eficaz —es decir, la que siempre, de manera infalible, produce efecto— no viene de Dios, aunque se apliquen todos los recursos de la inteligencia humana, las demostraciones más convincentes o los silogismos más irrefutables, no lograremos empujar al alma ni un solo paso en dirección al bien. El eminente teólogo dominico Royo Marín explica que “sin la gracia actual o auxilio sobrenatural de Dios, el alma en gracia (y con mayor razón aún el pobre pecador) no puede hacer absolutamente nada en el orden sobrenatural. El pecador no puede arrepentirse de manera suficiente para recuperar la gracia si Dios no le concede previamente la gracia actual del arrepentimiento”.3
De hecho, la acción de Dios sobre las almas es muy variada. No depende de la lucidez, de la lógica o de la capacidad de oratoria del apóstol, no depende de los méritos de éste, ni del que la recibe, ni siquiera depende, como condición absoluta, de las plegarias que los demás hacen en beneficio de ellas, aunque la oración por el prójimo posea gran audiencia delante de Dios. La conversión, por lo tanto, obedece a una iniciativa de Dios, conforme enseña Santo Tomás: “Por eso, que el hombre se convierta a Dios no puede ocurrir sino bajo el impulso del mismo Dios que lo convierte. […] La conversión del hombre a Dios es, ciertamente, obra del libre albedrío. Por eso precisamente se le manda que se convierta. Pero el libre albedrío no puede volverse a Dios, si Dios mismo no lo convierte a sí”.4
Tal impulso divino, que con frecuencia recae “no sólo [sobre los] que carecen totalmente de buenos méritos, sino [sobre aquellos] que sus méritos malos van delante”,5 nos es ilustrado de forma contundente en el Evangelio propuesto en la Liturgia del décimo domingo del Tiempo Ordinario.
II – La compasiva iniciativa del Señor
En aquel tiempo, Jesús 11 iba camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con Él sus discípulos y mucho gentío.
Naín era una pequeña población de Galilea, situada sobre una elevación, en la ladera del Hermón, a 12 kilómetros de distancia de Nazaret y a 38 kilómetros de Cafarnaún. Su nombre —que significa “deleitoso”— procedía del hermoso panorama que se apreciaba desde su altura: la fértil llanura del Esdrelón, las montañas de Nazaret y el imponente monte Tabor. Tenía, como la mayoría de las ciudades de la Palestina de aquella época, murallas que la defendían de saqueos e invasiones. Para acceder a las casas se subía por un camino, probablemente estrecho, que llegaba hasta la puerta de la ciudad, lo que dificultaría la entrada y salida en el caso de grandes aglomeraciones.6
El providencial encuentro de dos multitudes
12 Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Podemos imaginarnos, ante ese cuadro, el impacto que causó la llegada de Jesús, que subía seguido de una multitud, al encontrarse con la numerosa comitiva que bajaba por el camino para enterrar al hijo único de una viuda. Según la costumbre judaica, si alguien se cruzaba con un cortejo fúnebre debía pararse y acompañarlo.8 Jesús, amante y cumplidor de las leyes, se detuvo ante el difunto y quizá, a causa de la estrechez del camino, se apartase a un lado para permitir el paso del féretro.
En esos tiempos, para una viuda la muerte de su único hijo suponía la desaparición de su amparo. A partir de entonces, ella y sus posibles propiedades estaban a merced de la rapiña general —abuso denunciado por Jesús más adelante, cuando censura a los escribas (cf. Lc 20, 47; Mc 12, 40). En efecto, no faltaban los que se regocijaban en tales circunstancias, porque podían arrebatarles a las viudas todo lo que poseían sin que nadie se opusiese a ello, como señala San Juan Crisóstomo: “Y lo malo era que no llenaban sus vientres de los bienes de los ricos, sino de la miseria de las viudas, agravando una pobreza que debieran haber socorrido”.9 El mismo Cristo nos muestra una situación similar en la parábola del juez injusto (cf. Lc 18, 1-8), cuando revela ese crimen, nada extraño en la época.
El Señor toma la iniciativa sin solicitud previa
13 Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”.
En la mayor parte de los milagros realizados por el divino Maestro —como el del siervo del centurión, por ejemplo, contemplado en la Liturgia del domingo anterior —, la iniciativa procedía del necesitado que pedía auxilio con mucha fe.
En el caso que nos ocupa sucedió algo diferente: el mismo Jesús es quien toma la delantera. Había considerado, en cuanto Dios, a esa familia desde toda la eternidad y, a través del conocimiento de su alma humana en la visión beatífica, también la conocía perfectamente, así como la difícil coyuntura en que se encontraba. Sin embargo, sólo entonces sus ojos materiales y su ciencia experimental la constataron.
La escena de una madre desconsolada, afectada por la pérdida de quien era su apoyo y sustento, que se quedaba sola en el mundo, era sobremanera conmovedora. “Sobre aquella cabeza querida, había reunido ella todos los afectos y todas las esperanzas de su corazón. Ella lo educaba como una viuda sabe educar a un hijo único. Podemos afirmar: su alma y su vida giraban alrededor de esa existencia. He aquí que, de repente, se rompe el hilo del cual estaba suspendida la única felicidad que ella podía experimentar sobre la tierra, la muerte arranca a los brazos desesperados de su madre el niño ya crecido, en el momento en que él se constituía como una fuerza, como una protección”.10
Por eso, Jesús se llenó de dolor y compasión por la pobre mujer y, dirigiéndose en primer lugar a ella, le dijo: “No llores”. Sin duda que estas palabras debieron tranquilizar su afligido espíritu, porque el divino Maestro las acompañaría de especiales gracias de consolación. A tal propósito, comenta Maldonado: “De muy distinta manera hemos de creer que diría Cristo esta palabra de consuelo de como se la habían repetido tantos otros. Pues no hay duda que iguales o semejantes palabras le dirían todos. ¿Quién hay que no diga ‘no llores’ al que se lamenta? Mas los otros lo dirían al modo humano y con razones humanas […]. Cristo, en cambio, la consuela de modo que, o con otras palabras que omite el evangelista, o con el tono de voz con que dijo estas mismas palabras, le deja entrever de alguna manera, la esperanza de que su hijo resucitaría”.11 Ya sólo esa actitud inicial del Señor debió causar asombro entre los presentes, pues manifestaba una conmiseración como nadie tenía en esa época.
Contrariando a Ley de Moisés
14a Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon)…
Acto seguido, tocó el féretro. Los que estaban llevando al difunto se detuvieron sorprendidos, al percibir que algo inusitado iba a suceder, ya que sólo a ellos les estaba permitido tocarlo, pues “se reputaba inmundicia en los hombres cuanto estaba corrompido o expuesto a corrupción. Y como la muerte es corrupción, el cadáver se consideraba como inmundo”.12 La ley prescribía expresamente ciertas abluciones y purificaciones para todo el que tuviese contacto con un muerto (cf. Nm 9, 6-7; 19, 11-13). Tanto más que, según la costumbre, el ataúd no estaba cerrado y el cuerpo, embalsamado y envuelto en una sábana, era trasladado a la vista de todos, con la cabeza cubierta por un sudario, que de vez en cuando levantaban para ver el rostro.13 De manera que poner la mano sobre el féretro significaba hacerlo casi en el cadáver. Sin embargo, el Señor —y esto es fundamental— no tuvo ni repugnancia ni recelo de tocarlo.
Un milagro que superaba a todos los anteriores
14b… y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”.
“Resurrección del hijo de la viuda de Naín”, por Matthias Gerung Miniatura de la Biblia de Ottheinrich, Biblioteca Estatal de Baviera, Múnich (Alemania)
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El Maestro ya hacía tiempo que había comenzado su predicación, había hecho milagros, impresionando a las multitudes, y su fama se había propagado por toda la región (cf. Lc 4, 37; 5, 15). Ahora, no obstante, hará un prodigio que superará en majestad y poder a todos los realizados anteriormente. Hubiera bastado un simple acto de su voluntad divina para que el alma del joven regresase al cuerpo. Pero para que no quedara duda de que Él mismo era el autor de esa resurrección, con voz imperiosa ordenó al muerto que se levantase. “¡A ti te lo digo!”, era una fórmula que nunca había sido usada por ningún taumaturgo de la Historia, ni por Elías, a quien la primera Lectura de este domingo lo presenta resucitando al hijo de la viuda de Sarepta después de grandes súplicas y de un prolongado ceremonial (cf. 1 Re 17, 17-22); incluso ni por Eliseo, al devolverle a la sunamita el hijo que había perdido (cf. 2 Re 4, 32-35); ni siquiera por Moisés o Josué, al abrir las aguas del mar Rojo o del río Jordán (cf. Ex 14, 21; Jos 3, 15-17). El “¡A ti te lo digo!”, únicamente Dios, dominador absoluto de toda la Creación, Señor de la vida y de la muerte, podía decirlo. “Muestra Cristo con estas palabras que lo resucita por propia autoridad y mandato y no con poderes ajenos. Habla al que estaba muerto, porque es Dios, cuya sola voz puede hacerse oír de los mismos muertos”.14 Esto era suficiente para que todos los presentes creyesen en su divinidad.
Un gesto de divina delicadeza
15 El muerto se incorporó y empezó a hablar, y [Jesús] se lo entregó a su madre.
El evangelista no narra las circunstancias de la muerte del joven ni el momento en que ésta había ocurrido; sin embargo, podemos afirmar con certeza que tanto la multitud de Naín como también los que acompañaban al Señor, habían constatado su fallecimiento, debido a la inmovilidad y a la rigidez del cuerpo. Súbitamente, el cadáver recobra vida, se sienta en el ataúd en el que estaba siendo transportado y empieza a hablar. Imaginemos el impacto de tal escena y el “estremecimiento de espanto [que] invadió el ánimo de todos ante aquella manifestación de la divinidad en Cristo”.15
Una vez hecho el milagro, Jesús bien podía haberse retirado, pero, en un gesto de divina delicadeza, entregó el resucitado a su madre, como si le dijese en un tono lleno de bondad: “¿No te he dicho que no llorases? Aquí está tu hijo”. Podemos imaginarnos la alegría de esa madre: la tristeza de haber asistido a la muerte de su hijo y de verlo camino de la tumba fue, sin duda, ampliamente superada por el gozo experimentado en aquel instante. Ni siquiera la felicidad del día en que recibió al niño en sus brazos, nada más nacer, se igualaba a la de ese momento, en el cual su hijo le era restituido por las manos del mismo Dios.
Pensemos también en el júbilo del joven que después de haber atravesado el umbral de la muerte resucita con más vigor que el que había tenido en toda su existencia anterior, pues aunque el Evangelio no afirma nada al respecto hemos de destacar, totalmente convencidos, que la salud que el Señor le dio no pudo ser igual a la que su madre le había transmitido al concebirlo, dada la diferencia infinita entre el poder de la madre y el de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. A partir de ese momento, el joven tendría más vitalidad, trabajaría con redoblada energía y sería para su madre un consuelo extraordinario. Ciertamente, asistiría entre lágrimas a la muerte de ella, pensando en el que, años antes, lo había resucitado.
El efecto causado en la multitud
16 Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo: “Un gran Profeta ha surgido entre nosotros” y “Dios ha visitado a su pueblo”.
Ante prodigio tan grande, la estupefacción y el miedo se apoderaron de todos. Habían comprobado en el Maestro la presencia de una virtud absoluta y totalmente sobrehumana, prueba irrefutable de que Él era profeta. En efecto, era costumbre que el profeta demostrase, por medio de algún signo, la autenticidad de su misión (cf. 1 S 2, 34; 2 Re 19, 29; 20, 8-9; Ez 24, 24). En este caso, el Señor no recibió el título de profeta, sino el de gran Profeta, porque, como hemos visto, reveló tener poder sobre la vida y la muerte. “Esta estupefacción respetuosa —comenta Lagrange— no es sino el preludio de las alabanzas dadas a Dios. Las multitudes llaman a Jesús profeta, y no hijo de Dios como los demonios (Lc 4, 41), pues estos penetran el mundo invisible, mientras que los hombres buscan analogías en el pasado, donde algunos profetas habían resucitado a muertos. Ninguno de ellos, sin embargo, lo había hecho con una palabra; por eso consideran a Jesús como un gran profeta, el esperado para el tiempo de la salvación”.16 Ahora bien, la función fundamental del profeta no es la de prever el futuro, sino la de ser guía del pueblo e indicarle la dirección del recorrido. Por lo tanto, en ese episodio de la vida pública del Hombre Dios, lo vemos manifestarse en cuanto camino y vida, como más tarde Él mismo afirmará: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).
¿Por qué sintieron miedo?
Los que estaban allí, al tomar contacto con lo sobrenatural y concluir que, efectivamente, Dios había visitado a su pueblo, también fueron dominados por el miedo. Porque, a pesar de conocer la existencia de Dios por la Revelación, muchos vivían sumergidos en el ateísmo práctico, lejos de sus pensamientos y obras. Eran capaces de hablar de Él, pero conformaban su vida como si no creyesen en Él. Aunque en ese momento, al sentir su cercanía, es muy probable que la conciencia se hubiera despertado en el interior de cada uno, señalándoles sus miserias y censurándoles las faltas cometidas en el pasado.
Aquí podríamos preguntarnos: y nosotros, en nuestra vida concreta, ¿creemos en Dios? ¿O hemos adoptado un modo de vida materialista, por el cual creemos sólo teóricamente y, en la práctica, vivimos como si Él no existiera?
Fulgurante proyección de la figura del Señor
“Jesús resucita el hijo de la viuda de Naín”, por Mario Minniti – Museo Regional de Messina (Italia)
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17 La noticia se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.
En aquellos remotos tiempos, al no existir los actuales medios de comunicación —radio, teléfono, televisión, internet, ni siquiera periódico—, las noticias se transmitían oralmente. Las novedades se propagaban de una manera más natural y más auténtica, al contrario de lo que sucede en nuestros días en que poco a poco, debido a la velocidad de los nuevos inventos, van perdiendo la penetración en las mentes, tal es el exceso de información. De esa forma, el relato de ese extraordinario milagro se difundió por toda Judea, y es muy probable que por toda Palestina, transponiendo incluso los límites de la región. El nombre del gran Taumaturgo de Galilea adquiría, así, una fama creciente.17
III – El significado místico del milagro
El episodio de la resurrección del hijo de la viuda de Naín encierra un profundo significado místico. Después de la caída del hombre en el Paraíso, el pecado se transmitió a toda su posteridad de padres a hijos. Manchada por la culpa original, la humanidad yacía como muerta, merecedora de la eterna condenación, y las puertas del Cielo se les habían cerrado. Los descendientes de Adán y Eva sólo podían alcanzar la justificación por medio de la fe (cf. Rm 4, 9; Hb 11, 7); pero si llegasen a caer en alguna falta grave, perdiendo la gracia por debilidad humana, únicamente les sería posible restaurarla a través de grandes y prolongadas penitencias. Aun así, nada, ni siquiera la práctica de la ley, les garantizaba la reconciliación con Dios y la recuperación de la vida sobrenatural. En efecto, San Pablo, en su carta a los Gálatas, escribe: “El hombre no es justificado por las obras de la ley” (Ga 2, 16). Y el Doctor Angélico nos explica que “el fin de la antigua ley era la justificación de los hombres, lo cual la ley no podía llevar a cabo, y sólo la representaba con ciertas ceremonias, y con palabras la prometía”.18 Entonces, ¿cómo resucitar a alguien espiritualmente después de haber cruzado el umbral de la muerte del pecado grave? Eso sería imposible si no hubiera un Redentor.
Jesucristo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, se compadeció de los que permanecían envueltos en las tinieblas y en la sombra de la muerte (cf. Lc 1, 79) y tomó la iniciativa de encarnarse, sufrir la Pasión y la muerte de Cruz para triunfar en la Resurrección a fin de resucitar el cuerpo inerte de la humanidad pecadora. Él, el Verbo Eterno, trae la vida de la gracia, que es infundida en los corazones de los fieles, como Él mismo dirá: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10, 10). Al asumir la naturaleza humana y hacerse nuestro hermano, Jesús nos pone en una condición superior a la de nuestros primeros padres, porque en el Paraíso, antes del pecado, no tenían al Salvador, que nos proporciona torrentes de gracias actuales, se queda entre nosotros como alimento y nos lega el precioso don de los sacramentos para mantener la vida sobrenatural instaurada por Él. “O Felix Culpa, quæ talem ac tantum meruit habere Redemptorem” (¡Oh feliz culpa, que mereció tal y tan grande Redentor!).19
El Señor toma la iniciativa de nuestra conversión
Sin embargo, al considerar este pasaje del Evangelio, el punto que más debe atraer nuestra atención es el hecho de que el mismo Cristo tomase la iniciativa de operar esa resurrección, sin que la viuda se lo pidiera o alguien intercediese en su favor. Además, todo indica que era la primera vez que Jesús visitaba la ciudad de Naín y, por lo tanto, tal vez los habitantes ni siquiera lo conociesen todavía, de modo que no les iba a exigir un acto de fe ni a la mujer ni a los que la acompañaban. Por consiguiente, en este caso quiso realizar un milagro estupendo, pasando por encima de todas las reglas, por haber sentido compasión.
“Sagrado Corazón de Jesús” Parroquia de Loreto, Lisboa
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En Jesús, la capacidad de compadecerse de las miserias y de las necesidades de los demás es insuperable, inefable e incluso inimaginable por cualquier mente humana, porque es infinita y proviene de un Corazón arrebatado de amor hacia el Padre y, por lo tanto, de amor a los hombres, en Dios. Ese Corazón, por ser humano, también es sensible. Ama la frágil naturaleza de sus criaturas, que Él mismo asumió al venir al mundo, y quiere colmarla de bienes para hacerla reinar con Él en la eternidad. Habiendo subido a los Cielos, la caridad de su Sagrado Corazón permanece siempre con nosotros. Así pues, “mantengamos firme la confesión de fe. No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades” (Hb 4, 14-15). Por el contrario, si a lo largo de su vida terrena atendió a todos los que se acercaban a Él y tuvo piedad de una pobre viuda que se cruzó en su camino, ¿por qué no tendrá pena de nosotros cuando nos encontremos en una situación de necesidad? ¡Cuántas veces Él mismo es quien da el primer paso para ir a nuestro encuentro, tomando la iniciativa de salvarnos de algún peligro, sin ni siquiera haberle dirigido una súplica, en una maravillosa actitud que revela la ternura de su amor por cada uno de nosotros!
Nada debemos temer
Por eso merece la pena vivir según la Palabra que nos ha resucitado para la vida eterna y nos da el ánimo necesario para seguir adelante, enfrentando todos los obstáculos y considerándolos sólo como elementos permitidos por Dios para aumentar nuestros méritos. Y si tuviésemos la desgracia de caer en pecado, no pensemos que nos va a rechazar. Tampoco los muertos, según la legislación judaica, podían ser tocados. Sin embargo, el Evangelio de este domingo nos muestra a Jesús acercándose al féretro para tocarlo y resucitar a aquel joven fallecido.
Por consiguiente, no nos alarmemos con las posibles tragedias que puedan sobrevenirnos. En las circunstancias más difíciles, cuando el sufrimiento nos asalte y caiga su negra sombra sobre nuestra vida, acordémonos de que nunca padecemos solos, pues hay alguien que pasa a nuestro lado y nos acompaña con su mirada, porque nos ama con un Corazón de Padre compasivo y desea nuestra salvación eterna. Y, siendo Señor de todo, tiene poder para librarnos siempre de todos los peligros y penas que nos puedan amenazar. Eso debe ser motivo de consuelo y de alegría para nosotros.
1 BUSSIÈRES, Le Baron Th. Conversion de M. Marie-Alphonse Ratisbonne. Rélation authentique. 2.ª ed. París: Ambroise Bray, 1859, p. 19.
2 Ídem, p. 29.
3 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Somos hijos de Dios. Madrid: BAC, 1977, p. 60.
4 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 109, a. 6, ad 1.
5 SAN AGUSTÍN. De gratia et libero arbitrio. L. XIV, n.º 30. In: Obras. 3.ª ed. Madrid: BAC, 1971, v.VI, pp. 248-249.
6 Cf. FERNÁNDEZ TRUYOLS, SJ, Andrés. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1954, p. 276; GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Años primero y segundo de la vida pública de Jesús. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v. II, p. 219.
7 Cf. GOMÁ Y TOMÁS, Isidro. El Evangelio explicado. Introducción, Infancia y vida oculta de Jesús. Preparación de su ministerio público. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v. I, p. 147.
8 Cf. GOMÁ Y TOMÁS, El Evangelio explicado. Años primero y segundo de la vida pública de Jesús, op. cit., p. 219.
9 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Sermo in Ev. Math. LXXIII, n.1. In: Obras. Madrid: BAC, 1956, v.II, p.463.
10 BADET, Jean-François. Jésus et les femmes dans l’Évangile. 6.ª ed. París: Gabriel Beauchesne, 1908, pp. 223-224.
11 MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelios de San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1951, v. II, pp. 489-490.
12 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 102, a. 5, ad 4.
13 Cf. GOMÁ Y TOMÁS, El Evangelio explicado. Introducción, Infancia y vida oculta de Jesús. Preparación de su ministerio público, op. cit., pp. 146-147.
14 MALDONADO, op. cit., p. 490.
15 Ídem, p. 491.
16 LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Luc. 4.ª ed. París: J. Gabalda, 1927, p. 211.
17 Cf. GOMÁ Y TOMÁS, El Evangelio explicado. Años primero y segundo de la vida pública de Jesús, op. cit., p. 220.
18 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 107, a. 2.
19 VIGILIA PASCHALIS IN NOCTE SANCTA. Præconium Paschale. In: MISSALE ROMANUM. Ex decreto Sacrosancti OEcumenici Consilii Vaticani II instauratum auctoritate Pauli PP. VI promulgatum Ioannis Pauli PP. II cura recognitum. Iuxta typicam tertiam. Belgium: idwest Theological Forum, 2007, p. 284.