Comentario al Evangelio – X DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – La consanguinidad sobrenatural

Publicado el 06/08/2018

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, 20 Jesús llega a casa y de nuevo se junta tanta gente que no los dejaban ni comer. 21 Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque se decía que estaba fuera de sí. 22 Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”. 23 Él los invitó a acercarse y les hablaba en parábolas: “¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? 24 Un reino dividido internamente no puede subsistir; 25 una familia dividida no puede subsistir. 26 Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. 27 Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa. 28 En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; 29 pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”. 30 Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.

 

31 Llegan su madre y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar. 32 La gente que tenía sentada alrededor le dice: “Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan”. 33 Él les pregunta: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” 34 Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: “Éstos son mi madre y mis hermanos. 35 El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc 3, 20-35).

 


 

Comentario al Evangelio – X DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – La consanguinidad sobrenatural

 

Ser pariente del Mesías sería, según nuestros criterios, una honra inigualable. Para el Hijo de Dios, en cambio, es más importante hacer la voluntad del Padre celestial que formar parte de su genealogía humana.

 


 

I – LOS SECRETOS DE LA VIDA OCULTA DE JESÚS

 

Cuando, meditando sobre los misterios de la vida del Señor, nos detenemos en los años transcurridos en la escondida existencia de Nazaret, nuestra imaginación es solicitada de un modo especial a contemplar aquellos caminos que recorrió en tantas ocasiones; aquel panorama con el monte Tabor al fondo y la llanura que llega hasta el mar, numerosas veces divisado por Él; aquella casa que habitó desde su regreso de Egipto, tan humilde, pero cuán impregnada de presencia sobrenatural… Allí vivió en una atmósfera de pobreza y olvido, aunque llena de grandeza; de amor, de paz, de un descanso suave, y al mismo tiempo de trabajo intenso. Allí “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52), siendo preparado por una acción divina para su gran misión.

 

Un velo cubría a Jesús a los ojos de los suyos

 

¿Cómo se explica que el Hombre Dios pasara desapercibido en Nazaret? ¿Cómo parientes, vecinos y amigos no vislumbraron en Jesús su divinidad? ¿Cómo es posible que no vieran en Él, por lo menos, al Mesías? El plan divino exigía, por una alta sabiduría, que el Señor atravesara ese largo período de treinta años sin que se distinguiera, a los ojos de los suyos, del joven corriente: honrando el trabajo, exaltando la humildad, dando ejemplo en todo. Además de una gloria completa para el Hijo de Dios encarnado, la Providencia quería conferirle mayor mérito a María Santísima y someterles a una prueba a todos los que convivían con Él: la del esfuerzo y de la delicadeza de atención para descubrir que en Jesús había en relación con cualquier otro hombre algo mucho más importante. Por eso, Dios echó un velo sobre sus cualidades humanas y sobre su naturaleza divina.

 

Pero Él causaba admiración

 

Sin duda, hubo quienes correspondieron a esa invitación. Si con 12 años asombró a los propios doctores en el Templo, ¿no iba a causar admiración en las personas que lo conocían? Es inconcebible que algunos compañeros de infancia, familiares educados con Él o adultos que tuvieran trato con María y José no levantaran un tanto ese velo y se dieran cuenta en algo de quién era Él. Es probable que para ellos dejara traslucir, a unos más y a otros menos, algunos reflejos de su misteriosa divinidad, incomprensible para la razón humana.

 

Cuán diferente habrá sido para los que por infidelidad, ciertamente la mayoría, siempre lo consideraron únicamente como uno más de ellos, “el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón” (Mc 6, 3). Assueta vilescunt… La naturaleza humana, lamentablemente, se habitúa a todo y, con la rutina, hasta las cosas más extraordinarias se vuelven vulgares.

 

¿Cuáles habrán sido las reacciones de unos y de otros cuando llegó el momento en que el Señor se marchaba de la ciudad para dar inicio a su vida pública? Era el Hombre Dios que oía los gemidos de la Historia y abría sus brazos con amor para abarcar las miserias, no sólo de aquellas personas, sino de todo el género humano. Ante esta grandiosa manifestación de bienquerencia quedó patente el valor de los familiares y cercanos de Jesús de Nazaret que habían vencido aquella prueba que Dios les había mandado y que, como veremos en este Evangelio del décimo domingo del Tiempo Ordinario, nos trae una inestimable enseñanza.

 

II – VER EN EL HIJO DE DIOS SOLAMENTE AL HIJO DEL HOMBRE

 

En aquel tiempo, 20a Jesús llega a casa…

 

¿Desde dónde “llega a casa” el divino Maestro? Viene del monte, después de haber escogido a los Doce (cf. Mc 3, 13-19). Para que éstos se convencieran de su nueva situación y de la responsabilidad inherente a la elección de la que habían sido objeto, Jesús hizo que en el contacto con el público comprobaran el cambio obrado en sus vidas: “tras haber sido elegidos en el monte, el Señor reconduce a los Apóstoles a la casa, como para advertirles de que, después de haber recibido la dignidad del apostolado, debían tomar conciencia de su misión”.1

 

Jesús se encontraba en Cafarnaún, probablemente en la casa donde había curado a la suegra de Pedro (cf. Mc 1, 29-31; Lc 4, 38-39). Al ser un lugar ya conocido, por los muchos milagros allí realizados, la gente empezó a aglomerarse antes del amanecer, deseosa de ver al Mesías.

 

Evangelizar presupone olvidarse de sí mismo

 

20b …y de nuevo se junta tanta gente que no los dejaban ni comer.

 

A diferencia de nuestros días, en aquella época las comidas se hacían a puertas abiertas. Esto tiene su razón de ser, ya que el comer es un momento propicio para conversar y relacionarse socialmente. El Señor también se adecuó a este uso, como en el banquete en casa de Simón, el fariseo; aquel en el que una pecadora arrepentida entró y le lavó los pies con sus lágrimas (cf. Lc 7, 36-38).

 

En el episodio narrado aquí, Jesús tenía delante de sí a una multitud que ansiaba convivir con Él y empaparse de sus enseñanzas, pues lo estimaba y se encantaba con su presencia; pero también estaban allí los que acudían por egoísmo, interesados tan sólo en conseguir la curación de alguna enfermedad u otros beneficios. Sin embargo, a pesar de la costumbre de las puertas abiertas, era completamente inusitado tanto alboroto y tamaña afluencia de gente, que abarrotaba la sala y llegaba hasta el diván donde Jesús estaba comiendo. Nos lo podemos imaginar alargando la mano para coger, por ejemplo, un racimo de uvas, mientras se le acerca un ciego, le toca impetuosamente su brazo y en ese instante recupera la vista; enseguida le cede el sitio a un sordo que suplica que le fuera restablecida la audición… Y así, gran cantidad de enfermos entrando y saliendo, hasta el punto de que el Maestro y sus discípulos se vieron imposibilitados de comer. En esa ocasión los Apóstoles comenzaron a experimentar el encargo que les había sido confiado en lo alto del monte.

 

El egoísta juzga insensata la Sabiduría

 

21 Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque se decía que estaba fuera de sí.

 

Los prodigios y la palabra del Redentor habían difundido su fama por toda la región. Y, como era de esperar, empezaron a circular rumores, a veces lo más contradictorios y exagerados posibles. En esas circunstancias, este versículo relata algo dramático: ciertos parientes de Jesús, los que no habían percibido nada de su grandeza, comenzaron a decir que estaba desvariando. Al contrario de los días actuales, en aquel tiempo el sentido de lo familiar era fortísimo, lo cual es una cosa sana. Las familias, bien constituidas y muy unidas, formaban verdaderos batallones, tan cohesivos que la acción de uno de sus miembros repercutía en todo el conjunto. Por eso era incalculable la alegría y la honra de ser un pariente cercano del Mesías. No obstante, algunos familiares se reunieron para comentar lo que se decía de Él, de su doctrina y de sus milagros. Lo habían visto crecer en Nazaret, donde no había asistido a la escuela de ningún maestro, y de repente les llega la noticia de que sus prédicas arrebatan a las multitudes. ¿Dónde habría aprendido todo eso? Como no comprendían lo que pasaba, se indispusieron contra Él. Tal vez lo juzgaron ridículo y tenían recelo de que sus actitudes mancharan el nombre de su estirpe; incluso temían la mala repercusión ante las autoridades, pues Jesús podría ser considerado —como de hecho lo fue después— un rebelde. Ya habían surgido anteriormente revolucionarios, que, deseosos de liderar un movimiento para liberar a Israel del yugo romano y de sus impuestos, habían fracasado en su intento. Quizá esos parientes pensaran que también era ésa la intención del Señor y que por muchos prodigios que hiciera estaría condenado a la ruina por falta de medios. En el fondo, como venía contradiciendo las costumbres mundanas y estaba dedicado a una misión diferente de todo lo que era considerado normal, no lo aceptaban y pretendían tratarlo como a un loco.

 

Es de notar, en sentido opuesto, que esos mismos familiares que ahora buscaban apartarlo del apostolado, por creer que éste perjudicaba su reputación, más tarde, al constatar el éxito del Señor, le pedirán que se manifieste en Judea (cf. Jn 7, 3-5), sin duda para que el sumo pontífice y el sanedrín vieran la importancia de la familia que tenía en su seno tal profeta y taumaturgo: si Jesús subía en la escala social, elevaría a todos los suyos… Ahora bien, que en su ciudad, Nazaret, no hubiera sido admirado por la mayoría, es algo difícil de entender; pero que ante las maravillas realizadas al inicio de su vida pública no lo aceptaran ¡es ya inconcebible! “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11)…

 

Con frecuencia, quien osa oponerse al mundo no es comprendido y puede ser rechazado y perseguido hasta por su familia, cuando ésta quiere a sus miembros para sí misma y no para Dios, de quien los recibió para después serles restituidos. Se trata de una apropiación injusta de algo que le pertenece al Creador. La vocación significa el sello divino que cobra lo que, de iure, es suyo. Por eso la maldición contra los padres que desvían a sus hijos del llamamiento religioso es de las peores que hay sobre la faz de la tierra. Robarle a un pobre trae consigo un castigo menor que el de arrancarle a Dios la persona designada por Él para su servicio. ¡Y cuántas veces hemos presenciado esto en la Historia! El padre del gran San Francisco de Asís, Pedro Bernardone, por ejemplo, en cierto momento lo desheredó y lo despojó de todos sus bienes, incluso de la propia ropa que vestía, porque no aceptaba la vida virtuosa de su hijo. Y la madre y los hermanos de Santo Tomás de Aquino lo encerraron en una torre para impedir que se hiciera fraile dominico. Ése es el problema de la familia que no está constituida con miras al amor a Dios, cuyos miembros tratan de sacarlo del trono que le pertenece, a fin de que los acontecimientos graviten en torno de cada uno de ellos.

 

El sentimiento de los familiares del Señor hacia Él es típicamente el del egoísta; de donde se concluye que todos los egoístas son parientes de aquellos parientes de Jesús. Como ellos, también nosotros, si buscamos colocarnos siempre en el centro de todo, consideraremos una insensatez las obras de Dios y exageradas las exigencias de la religión. He aquí una lección importante de esta liturgia: debemos evitar tal delirio, teniendo un cuidado enorme con la sed de elogios y el deseo de llamar la atención sobre nosotros, para que los demás nos adoren. Salgamos de nosotros mismos y sea la gloria de Dios el eje de nuestra existencia.

 

Por envidia, una acusación contradictoria

 

22 Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios”.

 

Hombres sin fe, los maestros de la Ley mencionados en este versículo habían sido incapaces de comprender quién era Jesús. Expulsaba demonios, curaba todo tipo de enfermedades y resucitaba muertos, y esto les causaba envidia, porque a ellos les hubiera gustado tener igual poder; y como no lo poseían, temían perder la posición privilegiada que disfrutaban en aquella sociedad. Entonces empezaron, con supino mal espíritu, a atribuir el dominio del Salvador sobre los demonios a un contubernio con Belzebú.

 

Jesús ridiculiza a sus enemigos

 

23 Él los invitó a acercarse y les hablaba en parábolas: “¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? 24 Un reino dividido internamente no puede subsistir; 25 una familia dividida no puede subsistir. 26 Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacersevb la guerra, no puede subsistir, está perdido”.

 

La respuesta del Maestro pretendía mostrar cuán infundada era la acusación levantada en su contra. Si dos ejércitos entran en contienda, ¿el general de uno de los bandos mandaría a sus soldados al campo de batalla para que combatieran contra sus propios compañeros? ¡Sería, sin duda, derrotado! Si Jesús realmente estuviera actuando por obra de Belzebú para expulsar los demonios, esto significaría que el infierno estaba en “guerra civil” y, en consecuencia, en poco tiempo los demonios se destrozarían. Cuando en una ciudad sus habitantes se pelean entre sí, el enemigo externo puede ahorrarse el envío de tropas para atacarla, ya que acabaría destruyéndose ella misma; cualquier estratega dejaría que esas luchas intestinas siguieran su curso, para sólo después subyugar a los sobrevivientes. Por lo tanto, los miembros del sanedrín no deberían preocuparse, pues toda la obra del Señor zozobraría rápidamente. ¿Por qué tendrían que estar inquietos? Con respecto a esto dice San Juan Crisóstomo: “¡Mirad cuánta ridiculez hay en la acusación, cuánta necedad, cuán íntima contradicción! Porque contradicción hay en decir primero que Satanás está firme y expulsa los de monios y luego que justamente está firme por lo que debía perecer”.2

 

27 “Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa”.

 

Esta imagen ponía todavía más en evidencia la incoherencia de los maestros de la Ley. Todos sabían perfectamente que para robar en una casa era necesario inmovilizar antes al dueño. Entonces, ¿sería verosímil que, según decían los escribas y fariseos, Jesús repeliera a los espíritus malos por el poder de Belzebú, su príncipe, y, en combinación con él, destruyera a sus subalternos? “Mirad cómo”, observa el propio Crisóstomo, “el Señor demuestra lo contrario de lo que sus enemigos intentaban asentar. […] Él les demuestra que no sólo a los demonios, sino a su mismo capitán le tenía Él atado con absoluta autoridad”.3 Una vez más, con una simple parábola, el divino Maestro desenmascaraba a sus adversarios.

 

Gravedad del pecado contra el Espíritu Santo

 

28 “En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; 29 pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”. 30 Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.

 

El Señor argumenta con más gravedad aún añadiendo que al hacer esta acusación incurrían en un pecado contra el Espíritu Santo, para el cual no hay perdón. Sin embargo, si Jesucristo vino al mundo para rescatar a los pecadores, ¿cómo se explica que existan faltas irremisibles?

 

La primera condición para obtener el perdón es que Dios, siendo el ofendido, lo quiera dar; y Él lo quiere, hasta el punto de estar constantemente con las manos extendidas para acogernos. No obstante, otra exigencia esencial para ser absuelto es reconocer el error, seguido del dolor de haberlo cometido, pues sin éste tal acto no tiene sentido. La impenitencia final “excluye lo que causa la remisión del pecado”,4 y el pecador acabará, en el fondo, atribuyendo su falta al propio Dios. Esta actitud “es el espíritu de blasfemia, que no se perdona ni en este siglo ni en el futuro. […] Aunque la paciencia de Dios llama a penitencia, él [el pecador] por la dureza de su corazón, por su corazón impenitente, atesora ira para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno según sus obras”.5

 

¿Debían ser perdonados esos escribas y fariseos, cuya maldad llegaba a tal extremo? Después de presenciar curaciones de ciegos, leprosos y paralíticos, así como la expulsión de los más terribles demonios —obras todas ellas indiscutiblemente mesiánicas—, al quedarse con odio y deseo de matar a Jesús, niegan la verdad conocida como tal declarando que actuaba a través del espíritu de las tinieblas. Y a pesar de haber sido vencidos en todas las trampas que le tendieron al divino Maestro, ni aún así admiten su desatino, y caen en la impenitencia y en la obstinación al pretender ser los poseedores de la razón. Finalmente, llenos de perfidia, rechazaban los carismas del Señor, la actuación del Espíritu Santo a través de su humanidad santísima y, por envidia de la gracia fraterna, desprecian los beneficios que Él derramaba a raudales por donde pasaba.

 

Con relación a la acción del Espíritu Santo, nos corresponde ser totalmente flexibles, sin la menor sombra de envidia. Debemos alegrarnos, pues, con los beneficios concedidos a los otros, “a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios”, como nos enseña San Pablo en la segunda lectura (2 Cor 4, 13-18—5, 1). Si el Señor nos ha dado poco o mucho, es designio suyo; lo importante es que cada uno reciba todo lo que le está destinado por Dios para su mayor gloria. Si al ver a alguien favorecido con un don que no tenemos, sea natural o sobrenatural, admiramos la obra de Dios en aquella alma, progresaremos en la vida espiritual; pero si, por el contrario, procedemos a la manera de aquellos familiares de Jesús o de los fariseos, nos hundiremos como ellos.

 

María se presenta para enfrentar a los parientes

 

31 Llegan su madre y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar. 32 La gente que tenía sentada alrededor le dice: “Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan”.

 

Según comentan determinados Padres de la Iglesia, María, al saber que algunos planeaban hacerle daño a Jesús, se presentó para enfrentarlos: “Como los que estaban cerca del Señor iban a apoderarse de Él porque le creían loco, llegó su madre movida por un sentimiento de amor y de piedad”.6 Bonita interpretación, que muestra la combatividad de la Virgen, aspecto frecuentemente olvidado. Junto con Ella estaban los “hermanos”, término que en el lenguaje bíblico designaba a los parientes en general, como primos y tíos.

 

Tan compacta era la muralla humana formada alrededor del Señor, que les impedía a María y a sus acompañantes entrar en la casa y aproximarse a Él. Los presentes, de acuerdo con el arraigado concepto familiar de la época, consideraban la maternidad como algo supremo, y por eso avisaron a Jesús de la llegada de su madre, juzgando normal que interrumpiría la predicación para atenderla.

 

Las relaciones sobrenaturales son mucho más fuertes que las de la sangre

 

33 Él les pregunta: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” 34 Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: “Éstos son mi madre y mis hermanos. 35 El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”.

 

Cristo, sin embargo, aprovechó la ocasión para oponerse a la tendencia del pueblo judío de tener un excesivo aprecio por la familia. Si se hubiera levantado para ir al encuentro de su madre y de sus hermanos, estaría respaldando y robusteciendo ese afán… En vez de eso, su respuesta deja clara la superioridad de la relación espiritual sobre la natural. ¡Se valoran tanto los vínculos de la sangre! Sin duda que tienen su peso, pero no constituyen lo esencial y sólo adquieren sentido si son considerados en función de Dios. Mientras los lazos humanos abarcan una pequeña cantidad de miembros, los sobrenaturales incluyen a numerosos hermanos “como las estrellas del cielo y como la arena de la playa” (Gén 22, 17). En este caso se aplica el bello principio de Santo Tomás: “Los bienes espirituales pueden ser poseídos por muchos a la vez, pero no los bienes corporales”.7

 

El Hijo de Dios vino exactamente para hacernos partícipes de su familia, de forma que seamos sus hermanos e hijos, en una intimidad con Él mucho más estrecha que la que origina la sangre. “Porque no hay más que un parentesco legítimo, que es hacer la voluntad de Dios. Y este modo de parentesco es mejor y más importante que el de la carne”.8 Así pues, el divino Maestro miró hacia los más fervorosos, es decir, a aquellos que pretendían acercarse a Él con el deseo de oírlo y ser instruidos, que estaban, por tanto, predispuestos a aceptar y abrazar sus enseñanzas, y afirmó: “Éstos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Incomparablemente más que a cualquier persona en esta tierra, por mucho que le debamos, hemos de ser agradecidos con Dios, abandonarnos en sus manos y obedecerle, ya que por Él fuimos creados. Él envió a su Hijo para redimirnos, a fin de que tengamos la vida —¡la propia vida de Dios!— y la tengamos en abundancia (cf. Jn 10, 10).

 

Por tal motivo, el Niño Jesús, a los 12 años de edad, cuando fue encontrado, después de tres días de búsqueda, por la Virgen María y San José en el Templo oyendo e interrogando a los doctores de la Ley, declaró: “¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). Sus palabras nos recuerdan que nuestra filiación primera es la divina, y sólo en un segundo plano debemos considerar la de la sangre. Desde que es concebido, el niño depende totalmente de sus padres y mientras va creciendo continúa amparado, dirigido y gobernado por ellos hasta que se vuelve independiente. En el campo sobrenatural ocurre lo opuesto: a partir del nacimiento, o sea, del Bautismo, la relación con Dios y la sujeción a Él van aumentando, y alcanzan su máximo grado cuando el alma llega a la visión beatífica. Permanece entonces en una total y completa familiaridad con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

 

Un altísimo elogio a su Santísima Madre

 

Lejos de despreciar a la Virgen —¡lo cual sería impensable!—, Jesús le hacía el mayor elogio posible, pues estaba afirmando que Ella era su Madre más por hacer la voluntad de Dios que por haberle transmitido la vida humana. “No habla así para negar a su madre, sino para manifestar que no sólo es digna de honra por haber engendrado a Cristo, sino también por todas sus virtudes”.9 A lo largo de cerca de treinta años de convivir con su Hijo, María fue perfectísima en el cumplimiento de la voluntad de Él, guardando todas esas cosas en su corazón (cf. Lc 2, 51). Porque creía que Jesús era la Verdad, la Virgen Santísima — en contraste con aquellos que lo juzgaban loco— se mantenía siempre en una actitud de sumisión a Él, incluso ante aquello que no entendía.

 

III – SEAMOS PARIENTES DE JESÚS, COMO LO FUERON MARÍA Y JOSÉ

 

La liturgia de hoy es de una importancia fundamental para comprender el valor de esta “consanguinidad espiritual” con Jesucristo, a la que jamás podemos renunciar. ¡Cuántas veces, desgraciadamente, nos comportamos de manera egoísta, nos ponemos en el centro de todo y cometemos una falta! Hacer la voluntad de Dios significa ser rectísimos e íntegros, bajo todos los puntos de vista, a semejanza de la Madre de Jesús.

 

Para eso necesitamos admitir nuestra debilidad, conscientes de que, como nos enseña el divino Maestro, todas las maldades nacen dentro del hombre (cf. Mc 7, 21-23). En cambio, debemos sorprendernos cuando practicamos un acto bueno y reconocer que éste proviene de la filiación espiritual que Él nos concedió a través de la gracia. Si los fariseos hubieran sentido la miseria que manchaba su interior, tal vez habrían mirado al Señor con humildad y acogido en su alma la salvación. En el Cielo están, de hecho, no sólo los inocentísimos, sino también San Dimas —el buen ladrón, canonizado en vida por el Redentor (cf. Lc 23, 43)—, San Agustín, Santa María Magdalena… y tantos otros que se declararon culpables y obtuvieron el perdón. Al contrario, en el Infierno padecen todos los pecadores que, por orgullo, persistieron en el error. Este es el gran problema de la naturaleza humana caída.

 

Pidamos a María Santísima el don extraordinario de la humildad, para que nos sean abiertas las puertas de la eterna bienaventuranza y lleguemos a la plenitud de la intimidad con Nuestro Señor Jesucristo.

 

1 SAN BEDA. In Marci Evangelium Expositio. L. I, c. 3: ML 92, 162.

2 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XLI, n.º 1. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, v. I, p. 795.

3 Ídem, n.º 2, p. 799.

4 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 14, a. 3.

5 SAN AGUSTÍN. Sermo LXXI, n.º 20. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, v. X, p. 326.

6 TEOFILACTO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Marcum, c. III, vv. 31-35.

7 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 23, a. 1, ad 3.

8 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XLIV, n.º 1, op. cit., p. 841.

9 TEOFILACTO, op. cit.

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