COMENTARIO AL EVANGELIO – XII DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO​ – ¡Mañana todo se sabrá!

Publicado el 06/23/2017

 

– EVANGELIO –

 

26No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. 27Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los tejados. 28No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la Gehenna. 29¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. 30En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. 31No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. 32A todo aquel que me confi ese ante los hombres, yo también le confesaré ante mi Padre que está en los cielos; 33pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos. (Mt 10, 26-33)

 


 

COMENTARIO AL EVANGELIO – XII DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO​ – ¡Mañana todo se sabrá!

 

La muerte, con su implacabilidad, nos retira los anteojos que falsean la visión de universo creado y de la relación de cada cual con el prójimo y con Dios. El día del Juicio “no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse”.

 


 

I – TELÓN DE FONDO – El hombre y la búsqueda de la verdad

 

“Las palabras vuelan, lo escrito permanece”, dice un antiguo refrán. De hecho, ¡qué desmedida es la marea montante de frases, consideraciones y discursos proferidos por los hombres, volatilizados a lo largo de la Historia! No obstante, muchas veces también perece la palabra escrita. ¿Adónde fueron a parar los impresos producidos en todos los rincones de la tierra, sobre todo a partir de Gutenberg? Muchos desaparecieron sin dejar rastro.

 

La verdad, sin embargo, es perenne. La mentira, los sueños fantasiosos, las desconfianzas infundadas y demás delirios del género tienen corta duración; el tiempo se encarga de borrar su recuerdo.

 

Aun así, pese a que la verdad goza de una sólida estabilidad, a veces no resulta fácil discernirla. En virtud de nuestra noción del ser, la buscamos noche y día sin cesar, y a veces no la encontramos porque nuestro egoísmo, nuestro amor propio o nuestras pasiones desordenadas se interpusieron como obstáculo. Cuando la fe no ilumina la razón, y ésta no orienta rectamente la voluntad, engendramos criterios propios llenos de colores cargados, que en mayor o menor medida alterarán la objetividad de la verdad. Por otra parte, dado el desvarío de nuestros placeres, apetitos e imaginaciones, moldeamos según las leyes de la mentira todo lo que el capricho nos presenta ilusoriamente como eterna felicidad.

 

Esta sola razón permite medir lo importante que fue el que Jesús haya instituido el Papado. Si no tuviéramos Papa, ¿dónde obtendríamos consistentes interpretaciones de la Revelación, de la fe y la moral?

 

El famoso compositor Verdi atribuyó a la mujer la movilidad de una pluma al viento (1), pero se engañó restringiendo a ella sola tal característica; en realidad, es un rasgo del pensamiento humano in genere.

 

Frente a este problema, ¿cómo podemos ver la verdad por nosotros mismos, sin velos ni fantasías?

 

La muerte, fin de todas las quimeras

 

Vivimos en esta tierra en estado de prueba y de paso. Nuestra situación es tan precaria que incluso sobre el tiempo nos engañamos fácilmente, viviendo como si nuestra permanencia en este mundo fuera eterna. No rara vez cruza nuestra mente el sueño del posible hallazgo del elixir de la larga vida o hasta de la inmortalidad. Muchos preferirían llevar al infinito los límites de su existencia terrenal, convirtiéndola en una especie de Limbo perpetuo, vale decir, un tipo de vida donde pudieran gozar una felicidad natural, sin ningún vuelo de espíritu. Éstos participan consciente o inconscientemente en una “religión” implícita que muy bien podría denominarse limbolatría.

 

La muerte, con su realidad trágica e implacable, pone fin a esas quimeras y retira de nuestros ojos los anteojos que falsean la visión del universo creado y de la relación de cada cual con el prójimo y con Dios. Además, la muerte trae consigo el Juicio divino: “No hay nada encubierto que no haya de ser descubierto” (v. 26).

 

Los que se entregan al pecado muchas veces lo hacen a escondidas, lejos de la mirada ajena a causa del sentimiento de vergüenza, olvidando que no pueden rehuir la mirada de Dios, en quien fuimos creados, en quien nos movemos y existimos, como enseña san Pablo (2). Nada se escapa del recuerdo de Dios. Pensamientos, deseos, palabras, silencios, actos y omisiones de cada uno, segundo a segundo, son conocidos por Dios: “Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (v. 30).

 

De eso nos habla Jesús en el Evangelio de hoy: todo cuanto se guarde en lo más oculto será revelado, y todos lo conocerán todo de todos.

 

Serán dos los momentos de la verdad: el Juicio Particular y el Juicio Final. No habrá contradicción entre uno y otro, ni siquiera será uno la revisión del otro, sino una confirmación. Nuestras ilusiones, como también nuestras faltas o virtudes, tienen siempre una repercusión no solamente social, sino además efectos relacionados con el orden del universo. De modo que al hombre como individuo le cabe un juicio particular, y como miembro de una sociedad, un juicio universal.

 

El Juicio Particular

 

No estaremos a solas ni siquiera en el Juicio Particular, puesto que Dios, la Verdad en esencia, estará presente. En esa ocasión volveremos a ver todas nuestras impresiones, aprecios, ansias, razonamientos, etc., con el prisma de la Verdad, que se presentará majestuosa frente a nosotros. ¿De qué servirán en esa hora los honores, las riquezas, los placeres, los romanticismos y otras cosas del género? Será terrible comparecer a ese Juicio en estado de pecado, sin el debido arrepentimiento y sin haber recibido el Sacramento de la Reconciliación. Terrible, porque ya no habrá tiempo de rogar perdón.

 

Que Dios no nos permita caer en semejante situación. Quien tuviera esa desdicha, vería que hasta los mismo méritos de la Pasión y Muerte de Cristo –puestos a disposición nuestra para salvarnos– se levantarían para condenarlo. El misericordioso y buen Jesús, todo suavidad, invocaría su Sangre Preciosísima derramada por completo en la Cruz, como causa de condenación, para arrojar al infeliz inmediatamente al infierno.

 

Los que un día clamaron: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt 27,25) presenciaron años después la catastrófica destrucción de su amada Jerusalén. Un castigo análogo – e infinito – se precipitaría sobre nosotros si marcháramos al encuentro de Jesús sin estar debidamente preparados. ¡Ah! Si para nuestros ojos siempre estuviera claro que con nuestros pecados preparamos el día de la cólera divina, seríamos santos. Mientras más pecamos, más ira acumulamos sobre nuestra cabeza y más implacable será nuestro Juicio. El versículo 26 del Evangelio de hoy nos deja una advertencia en el sentido de jamás cometer un pecado, y, si por desgracia caemos, buscar sin tardanza la reconciliación con Dios. Hodie si vocem eius audieritis, nolite obdurare corda vestra – “Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Heb 3,15).

 

El Juicio universal

 

Bajo el prisma de la repercusión social del pecado, incluso para la plenitud del triunfo de Cristo es indispensable la realización de un Juicio universal.

 

Jesús se hizo Hombre con insuperable dulzura; no puede haber mayor manifestación de humildad, pobreza y misericordia que la suya. Su deseo de derramar toda su sangre para salvar a la humanidad, elevarla a un plan divino y abrirle así un camino seguro, feliz y santo para la eternidad, fue algo que realizó a la perfección.

 

Yendo en sentido opuesto, la mayor parte de la humanidad pisoteó esa sangre, prefiriendo el camino del pecado y los placeres ilícitos. Por eso, el valor infinito de los méritos del sacrificio del Calvario impone la realización de un Juicio Universal, a fin de “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10). Si Cristo fue públicamente ofendido, es indispensable que también se proclame de manera pública su poder, honor y gloria. Antes de iniciar una nueva “era histórica” –la de la eternidad, en que todos vivirán resucitados, en cuerpo y alma, algunos para la gloria y otros condenados al infierno– será necesario dejar en claro frente a todos que el libre albedrío no significa la libertad de practicar el mal, de pensar y adoptar el error y rendir culto a lo feo. Todos deben ver también con absoluta limpieza que el premio de los buenos viene de haber sometido su voluntad a Cristo, motivo por el cual son llamados a reinar con Él en los cielos.

 

Además, el Juicio Final tiene un importante papel en lo que atañe a la vida social. Nos equivocamos fácilmente al creer que con la muerte concluye de manera cabal la presencia y la actuación del hombre sobre la tierra. Tanto una como la otra persisten de modo indirecto. No es raro que la buena o mala fama de un difunto permanezca en el recuerdo de eras históricas completas, afirmando o contrariando la verdad. Otras veces, hijos malos de padres buenos equivocan la interpretación de los actos de sus progenitores, y viceversa. Por más que haya un violento corte entre la vida del tiempo y el paso a la eternidad, no pocas veces los efectos de las obras buenas o malas realizadas aquí siguen repercutiendo por largos años.

 

“¡Por justo juicio de Dios, fui condenado!”

 

Este asunto es de tanta riqueza, que incluso una vasta biblioteca no lograría abarcar todas las obras necesarias para abordarlo de manera exhaustiva. Con todo, para efectos del presente artículo, vale la pena ilustrarlo con un hecho preservado en la tradición de la Orden de los Cartujos.

 

Cuenta la historia que su fundador, san Bruno, decidió abandonar el mundo y hacerse monje al presenciar un espantoso acontecimiento sucedido con un entonces célebre personaje de la París del siglo XI, Raymond Diocrés, doctor en teología, profesor y considerado persona muy virtuosa. Falleció el año 1082. Una multitud acudió a velar su cuerpo, que según la costumbre de la época reposaba sobre un majestuoso lecho y cubierto con un ligero velo.

 

Bajo la atenta mirada de los presentes, se inició el Oficio de difuntos. A cierta altura, leyendo una de las lecciones, es proclamada la pregunta:

 

“Respóndeme: ¿Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades?”

 

no fue el espanto de todos al escuchar una voz sepulcral, pero clara, salida bajo el velo mortuorio:

 

–Por justo juicio de Dios, fui ACUSADO.

 

Interrumpen el Oficio y levantan el velo; ahí estaba el muerto, frío y rígido, sin el menor signo vital.

 

Retoman el Oficio y nuevamente, al llegar a la mencionada pregunta (“respóndeme”), el espanto llega, pero mucho mayor: el cuerpo antes rígido se yergue esta vez a vista de todos, y con voz más sonora y fuerte, anuncia:

 

–Por justo juicio de Dios, fui JUZGADO.

 

Y a continuación se derrumbó sobre el lecho.

 

En una atmósfera de terror generalizado, los médicos analizaron el cadáver, verificando cuidadosamente la ausencia del menor soplo de vida, inclusive por la rigidez de las articulaciones. No hubo clima psicológico para regresar a las oraciones oficiales, que se postergaron para el día siguiente.

 

La ciudad de París bullía de comentarios y discusiones sobre el caso: unos defendían la tesis de que el hombre había sido condenado, y era indigno de las bendiciones de la Iglesia; otros ponderaban que todos seremos ACUSADOS y luego JUZGADOS. El obispo tomó partido por esta opinión y decidió reiniciar al día siguiente la interrumpida ceremonia, más concurrida que nunca, con un público imbuido de extremada preocupación y curiosidad.

 

En el mismo pasaje de la cuarta lectura de los maitines, el obispo proclamó: “Respóndeme…” En medio del gran suspenso, el fallecido Raymond Diocrés se incorporó para exclamar con voz aterradora:

 

–Por justo juicio de Dios fui CONDENADO. Y volvió a caer inmóvil.

 

No cabía duda, se había deshecho el enorme equívoco sobre su inmerecida reputación y falsa gloria. Por orden de las autoridades eclesiásticas, el cuerpo fue despojado de sus insignias y lanzado a la fosa común.

 

El episodio marcó profundamente esos años y fue la razón que decidió a Bruno y sus primeros cuatros compañeros, testigos oculares del hecho, para abandonar el mundo y abrazar la vida religiosa, dando como resultado la fundación de la Orden de los Cartujos.

 

Dies iræ, dies illa…

 

Ese ilustrativo acontecimiento permite hacerse una idea de cuán numerosos serán los equívocos sobre la realidad de las conciencias y los juicios de Dios. La sola narración bastaría para entender mejor la necesidad de un Juicio Universal.

 

La Santa Iglesia, en su sobria pero elocuente majestad, canta los aspectos terribles de ese día en la secuencia de la Misa de Réquiem: el “Dies Iræ”. Mozart se decía dispuesto a cambiar la honra que le granjearon todas sus obras, por la autoría de ese único motete gregoriano.

 

“Oh día de la ira, el día que todo lo reducirá a cenizas… ¡Qué terror cuando venga el Juez para examinarlo todo rigurosamente! Será presentado el libro que contiene todo por lo que será juzgado el mundo. Cuando el Juez esté sentado, todo lo oculto se revelará, nada quedará impune…”

 

Ese día se sabrá la razón de las persecuciones, de las herejías, de los martirios, de las calumnias, de las envidias, etc. Será el día del triunfo de la justicia divina, cada cual recibirá lo que merece a la vista de todos. Pero no será un día marcado por veinticuatro horas, sino eterno. Por los siglos de los siglos sin fin, las minucias del comportamiento de cada uno de los seres humanos quedarán en el recuerdo de los santos y de los condenados.

 

Así, no debemos descuidar nuestra salvación eterna, tal como recomiendan doctores y espiritualistas como Monsabré, de quien tenemos esta advertencia: “Muy pronto comparecerás ante el trono de tu gran Juez. ¿Escucharás salir de su boca una bendición o una maldición? Yo no lo sé. Todo lo que puedo decir es que debes tomar tus precauciones siguiendo este consejo del Apóstol: ‘trabajen con temor y temblor por su salvación’ (Flp 2,12)” (3).

 

II – COMENTARIO AL EVANGELIO

 

Este es el telón de fondo para el Evangelio de hoy, que comienza con el firme consejo:

 

26No les tengáis miedo.

 

Jesús envía a sus discípulos en misión y profetiza las persecuciones que sufrirán por su causa, como relatan los versículos anteriores. Por eso les recomienda confiar en sus consejos, como por ejemplo, ser perseverantes e intrépidos en la predicación del Evangelio, porque serán amparados y protegidos por el Padre que está en los Cielos, sobre todo en lo que atañe a la salvación eterna. Esa será la constante de los pasajes restantes.

 

27Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los tejados.

 

Para comprender mejor el versículo debemos remontarnos a las costumbres de la época.

 

El sábado, día reservado al Señor, todos se reunían en la sinagoga para escuchar su palabra. Al contrario de lo imaginable, el lector leía en voz baja y no se dirigía a los asistentes; le hablaba a un intermediario cercano a él, que a su vez proclamaba en voz alta lo que escuchaba.

 

Otra costumbre tenía lugar los viernes por la tarde. El ministro de la sinagoga subía a lo más alto del techo de una casa de la ciudad y tocaba fuertemente una trompeta, avisando a todos los trabajadores que era hora de regresar a sus hogares, pues se aproximaba el reposo sabatino.

 

El Divino Maestro usó esas figuras de la vida corriente para ilustrar la disposición de alma que debían tener los discípulos al ejercer el ministerio de heraldo del Evangelio. Y habiéndolas mencionado, Jesús vuelve a incentivarlos a la confianza.

 

28No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la Gehenna.

 

Los judíos ortodoxos, contrariamente a los saduceos, creían en la inmortalidad del alma, y por eso comenta san Juan Crisóstomo: “Notemos que (Jesús) no promete librarlos de la muerte, sino les aconseja despreciarla, lo que es mucho más, y les insinúa el dogma de la inmortalidad” (4). Enseguida les presenta dos significativas metáforas, relacionadas con la Providencia divina.

 

29¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre.

 

El “as” era la menor moneda usada por los romanos. Acuñada en bronce, valía la décima parte de un denario; por lo tanto, además de no ser judía, tenía un valor real insignificante. Dos pajaritos valían tan poco que se los vendía en ese precio irrisorio, y sin embargo necesitaban el consentimiento del Padre para caer muertos.

 

30En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. 31No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos.

 

El objetivo de Jesús con ambas comparaciones es resaltar el gran cariño y cuidado de la Providencia divina con sus criaturas. Si pajarillos y cabellos son tratados por Dios con ese cuidado, ¡cuánto más se ocupará en proteger a sus discípulos que son enviados a predicar el Reino! No hay razón para temer las injusticias y persecuciones que sobrevengan, como exclama Jeremías en la primera lectura de hoy: “Pero el Señor está conmigo como campeón poderoso. Mis perseguidores tropezarán impotentes; serán enteramente confundidos, porque no prosperaron, con perpetua ignominia, que nunca se olvidará” (Jr 20,11).

 

A esa altura, la liturgia de hoy concluye trayendo a colación los dos versículos siguientes, a fin de recalcar la importancia y el valor absoluto del Tribunal del Padre con relación a los hombres.

 

32A todo aquel que me confi ese ante los hombres, yo también le confesaré ante mi Padre que está en los cielos; 33pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos.

 

Harto conclusivas son estas dos promesas de Nuestro Señor de cara a la gloria futura o al castigo. Realmente vale la pena sufrir como san Pablo: “En peligro de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el abismo del mar” (2 Cor 11, 24-25). El apóstol describe muchos otros riesgos y tragedias en esa epístola; y más adelante relata que él “fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que no es dado al hombre pronunciar” (2 Cor, 12,4).

 

III – CONCLUSIÓN

 

En ese panorama futuro y eterno debe fijarse nuestra mirada, y no en las delicias fatuas y pasajeras de esta vida, aun cuando sean legítimas. Del pecado ni hablar, porque tendrá como consecuencia inmediata la frustración, y el fuego del infierno después de la muerte.

 

Los dolores, las angustias y tragedias que atravesamos en nuestra existencia terrenal no son nada comparadas al premio de los justos, como garantiza san Pablo: “Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18). Nos queda recordar el indispensable papel de María en nuestra salvación. Pues, así como Jesús vino a nosotros por María, también por medio de ella obtendremos las gracias necesarias para ser otros Cristos y alcanzar la vida eterna.

 


 

1) Rigoletto, Ato III, cena I.

2 ) cf At 17, 28.

3 ) Retiros pascoais [1880] instr. 3ª

4 ) “Hom. 35” — in Mat

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