|
– EVANGELIO –
18 Una vez que Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos y les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. 19 Ellos contestaron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas”. 20 Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro respondió: “El Mesías de Dios”. 21 Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie, 22 porque decía: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. 23 Entonces decía a todos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. 24 Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9, 18-24).
|
Comentario al Evangelio – XII Domingo del Tiempo Ordinario – La cruz, cuando se abraza por entero, nos configura con Cristo
En el apogeo de la fama y de la popularidad del Señor, todos esperan su pronta aclamación como un líder político sin precedentes. Jesús, sin embargo, deshace esta errónea expectativa con el anuncio de su Pasión.
I – LA TENTACIÓN DE LA TERCERA POSICIÓN
Al hombre le resulta difícil actuar, en sus relaciones con el prójimo o con Dios, según las exigencias de su conciencia, de la moral y de la verdad. Tomar una actitud decidida y definitiva constituye una ardua elección, pues en el interior de su alma oye, por un lado, la voz de las malas inclinaciones provenientes del pecado y, por otro, la invitación de la gracia a la rectitud, a la perfección y a la santidad. El optar por alguna de esas solicitaciones le acarrea serias consecuencias y entonces entabla una lucha que, hasta el momento del juicio particular, durará mientras viva, como lo expresa la conocida frase de Job: “¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?” (7, 1). No existe una edad a partir de la cual se puede dar por concluido ese combate; al contrario, las batallas espirituales van haciéndose cada vez más impetuosas con el paso del tiempo. La hagiografía nos lo confirma al mostrarnos que la lucha ha estado presente en la trayectoria terrena de los santos hasta su último suspiro. La célebre exclamación que San Luis María Grignion de Montfort hizo en la hora de su muerte es indicativa de su constante esfuerzo por mantenerse fiel a la Ley divina, de la cual se consideraba imperfecto cumplidor: “He llegado al término de mi carrera: no pecaré más”.1
Nuestra Señora de los Dolores Museo de Arte Sacro, São Paulo
|
Sin embargo, el hombre que no es justo se desalienta en esa contienda ascética e intenta encontrar un medio para descansar, anhelando alcanzar la recompensa eterna sin esforzarse. Ésta es la razón por la que no existe una corriente ideológica con mayor número de adeptos que la llamada tercera posición. Es el partido más numeroso del mundo desde que Adán y Eva salieron del paraíso, porque la tendencia del hombre no es la de ceder ante el mal en cuanto mal —ya que ser malo es algo incómodo y también implica tener que luchar, exige agrede, o sea, capacidad de lucha—, sino más bien huir del dolor. Nuestra existencia siempre conlleva padecimientos, pues es imposible vivir sin sufrir, aun siendo inocente. Ni la Inocencia en sí misma, Jesucristo, ni la inocente por excelencia, la Virgen María, se vieron libres del dolor, al ser inconcebible una existencia, por muy excelsa que fuera, exenta de adversidades.
San Luis Grignion de Montfort, en su Carta a los Amigos de la Cruz, trató de esa lucha interior indicándonos el glorioso camino de los elegidos: “El conocimiento práctico del misterio de la cruz es dado a conocer a muy pocos. Para que un hombre suba al Calvario y se deje crucificar con Jesús en medio de su propio pueblo, es menester que sea un valiente, un héroe, un decidido, un hombre unido a Dios; que haga trizas del mundo y del infierno, de su cuerpo y de su propia voluntad; un hombre resuelto a sacrificarlo todo, a emprenderlo todo y a padecerlo todo por Jesucristo. Sabed, queridos Amigos de la Cruz, que quienes de entre vosotros no se hallen en esta disposición andan sólo con un pie, vuelan sólo con una ala y no merecen hallarse entre vosotros, porque no merecen apellidarse Amigos de la Cruz, a la cual hemos de amar con Jesucristo, corde magno et animo volenti, con corazón generoso y de buena gana (cf. 2 M 1, 3)”.2 No existe una tercera vía en la que se junten las ventajas y glorias de la obediencia a Dios con el gozo y las fruiciones del pecado. Por consiguiente, la batalla de nuestra vida espiritual se cifra en asumir fervorosamente el partido de la primera posición y no dejarnos engañar por la falsedad de la tercera. Entonces, ¿cómo abrimos nuestras almas al arduo camino del sufrimiento, única forma de responder al llamamiento del divino Maestro? Eso es lo que nos enseña el Señor en el Evangelio de este duodécimo domingo del Tiempo Ordinario.
II – EL EJEMPLO DEL SALVADOR
El pasaje escogido para este domingo nos sitúa en la etapa dorada de la vida pública de Jesús, cuando su fama en el mundo hebreo caminaba hacia el apogeo y se celebraban por todas partes sus hechos. La noticia de sus milagros ya se había difundido por Israel y no había un solo rincón donde no se comentase la ascendente trayectoria de ese Maestro lleno de influencia y poderes sobrenaturales. Fillion comenta la transcendencia de dicho momento histórico y de las afirmaciones de Cristo que ahora estamos contemplando: “Llegamos a palabras y sucesos de altísima importancia. […] he aquí acontecimientos extraordinarios aun dentro de una vida tan extraordinaria como fue la de nuestro Señor. Esta vida, tan sublime ya, va a subir a regiones aún más elevadas antes de bajar a lo que muy justamente se ha llamado el profundo valle del dolor y de la humillación. Si de aquí en adelante se ocupa Jesús menos de instruir al pueblo y le vemos más raramente en contacto con él, consagra, en cambio, mayor atención al pequeño grupo de sus apóstoles, a quienes va a revelar el secreto de su origen y de su misión. Así iremos penetrando más y más en el corazón mismo del Evangelio”.3
De hecho, el episodio de este domingo es considerado como uno de los puntos culminantes de la convivencia del Salvador con sus discípulos y marco importante de la institución de la Iglesia docente. Los evangelistas San Mateo y San Marcos nos relatan que Jesús se encontraba ese día en las cercanías de Cesarea de Filipo, ciudad situada en territorio pagano, incrustada en una región aislada y de grandiosa belleza. San Lucas, aunque no ofrece más especificaciones geográficas, deja registrado un precioso pormenor que antecedió a la confesión de Pedro y al primer anuncio de la Pasión: el Maestro estaba orando.
La oración del Hombre-Dios
18a Una vez que Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos…
La oración de Jesús constituye un apasionante misterio mencionado en diversas circunstancias a lo largo de los Evangelios. De los cuatro evangelistas, San Lucas es el que se muestra más atento a ese detalle, refiriéndose a él con cierta frecuencia. Los grandes episodios de la vida de Cristo son precedidos por períodos de plegarias. El evangelista refiere once ocasiones en las que Jesús reza al Padre, aunque no siempre se detiene en el contenido de tales coloquios.4
San Luis María Grignion de Montfort Basílica de San Pedro
|
Esta vez el Señor busca un lugar desierto y se aleja un poco de los que lo seguían, pero sin despedirse de ellos, y se entrega a una íntima oración. Nuestra piedad, estimulada por la grandeza de este acto —que por sí mismo sería suficiente para redimir a toda la humanidad—, nos lleva a formular algunas preguntas: si Él es Dios, ¿a quién rezaba? ¿Él es, al mismo tiempo, el destinatario de las preces y el que reza? La pluma de los teólogos pierde vigor al expresar la excelsitud del hecho. Al ser Dios y hombre, y poseer, por ese motivo, dos naturalezas distintas unidas en la Persona divina del Verbo, en Cristo se halla la omnipotencia unida a la humanidad, sin que ésta pierda ninguna de sus características, como inteligencia, voluntad, sensibilidad, memoria, imaginación y otras facultades. Su oración, por lo tanto, parte de la naturaleza humana y se dirige a la Trinidad, cuya segunda Persona es Él mismo; la expresión de la voluntad humana de Jesús, deliberada y absoluta, constituye la perfecta intercesión que debe ser atendida. ¡Cuán insondable y profunda es la oración del Maestro! Nunca conoceremos en esta vida —solamente en el Cielo— la fuerza impetratoria de una petición suya; como, por ejemplo, la conmovedora frase “yo he pedido por ti” (Lc 22, 32), por la cual no sólo perseveró San Pedro, sino también cada uno de nosotros.
La excelencia de la oración y del recogimiento
Tan grande es el aprecio que el Señor tiene por la oración que ha querido servirse de ella para derramar gracias sobre el mundo. Lo que podía haber concedido directamente como Dios, prefirió pedirlo como hombre, indicándole a la humanidad un camino infalible y armónico con los designios divinos. San Cirilo de Alejandría enseña que al actuar de esta manera “se constituía así en modelo de sus discípulos”.5
Cornelio a Lapide, por su parte, desarrolla las siguientes consideraciones sobre el valor y los efectos de la oración: “No hay lugar ni tiempo en que no se deba rezar. La oración es la columna de las virtudes, la escalera de la divinidad, de las gracias y de los ángeles para bajar a la tierra, y de los hombres para subir a la montaña eterna. La oración es la hermana de los ángeles, el fundamento de la fe, la corona de las almas […]. La oración es una cadena de oro que une el hombre a Dios, y Dios al hombre, la tierra al Cielo; ella cierra el infierno, encadena a los demonios; precave de los crímenes y los apaga… La oración es el arma más fuerte; ella ofrece una seguridad inquebrantable, es el mayor tesoro; ella es puerto seguro de salvación; verdadero lugar de refugio”.6 En efecto, la oración convierte al hombre en un ser más espiritualizado, en el cual prevalece la gracia de Dios y se apaciguan las pasiones desordenadas.
El Salvador nos ofrece aún otro ejemplo conmovedor en esta escena: al retirarse para rezar, está enseñándonos que no nos debemos limitar únicamente a la oración colectiva, como la participación en la Eucaristía o en otros actos litúrgicos. Sin menospreciar las plegarias comunitarias, a las cuales está vinculada la promesa de su presencia —“donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20)—, nos muestra que es muy beneficioso rezar a solas, lejos de la multitud.
Al decir el evangelista que solamente lo acompañaban sus discípulos —detalle que, según el parecer de Benedicto XVI, denota cómo ellos “quedan incluidos en este estar solo, en su reservadísimo estar con el Padre”7— quiso destacar la relación entre la oración del divino Maestro y el elevado tema que Él iba a tratar a continuación.
Adoración Eucarística en la Casa Monte Carmelo
|
Jesús interroga a los discípulos sobre su Persona
18b…y les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. 19 Ellos contestaron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas”.
El Señor se dirige a los Apóstoles para interrogarles a propósito de lo que han oído hablar acerca de Él. La pregunta encierra claramente una finalidad didáctica y da a entender que va hacer otra aún más importante. Podemos imaginar a Jesús escuchando con interés las más variadas y calurosas narraciones de las repercusiones de sus obras ofrecidas por los Doce, quienes a causa del contacto directo con las multitudes habrían recogido todo tipo de impresiones para ofrecerle al Maestro un relato muy sustancioso de los comentarios del pueblo. No precisaba de esos testimonios —que ya conocía desde toda la eternidad—, pero quiso proceder de esta manera para poner de manifiesto la opinión general, antes de establecer la verdadera, que la superaba largamente. Por consiguiente, quedaría patente ante los discípulos la insuficiencia de las afirmaciones admitidas y la necesidad que tenían de poseer una visión perfecta sobre su Persona.
Todo indica que esta conversación fue mucho más extensa que la sintética narración de los evangelistas, los cuales, según afirma San Juan Crisóstomo, “acostumbran a resumir hechos y palabras, movidos por el deseo de ser breves y concisos”.8 Probablemente aflorarían distintas opiniones, más o menos acertadas. Los Apóstoles, al condensar el parecer de los judíos cuando establecían un paralelo entre Jesús y las figuras de Juan el Bautista, Elías y Jeremías (cf. Mt 16, 14), estaban transmitiendo lo que era el sentir popular. No obstante, Jesús era incomparablemente más: la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios hecho hombre, que había venido a obrar curaciones corporales, a sanar las almas y —por medio del cruento sacrificio del Calvario— a extirpar la llaga del pecado y abrir las puertas del Cielo. ¡Por fin, había llegado el momento de esta altísima revelación!
La confesión de Pedro
20 Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro respondió: “El Mesías de Dios”. 21 Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie,…
Después de oír con atención lo que los Apóstoles le estaban contando, el Señor les interroga, a su vez, sobre la misma cuestión. Ahora interesaba saber qué pensaban ellos, pues se encontraban en privilegiadas condiciones para emitir un juicio. No solamente ven a Jesús de lejos, en las plazas o en el Templo, sino que lo acompañan todos los días; se entregaron a su servicio y son los depositarios de su máxima confianza. ¿Sería admisible que opinasen lo mismo que los otros, puesto que habían visto y sabían mucho más? “Aquí —dirá Santo Tomás de Aquino— la fe de los discípulos es examinada”.9 Al formular la pregunta separándolos del resto de la gente —“¿y vosotros?”—, el Maestro deja entrever que esperaba recibir de sus seguidores una respuesta diferente, dado que los comentarios del pueblo no correspondían a la plena verdad. Por eso enseña San Cirilo: “¡Cuán discreto es ese ‘vosotros’! Distingue a éstos de los demás para que también huyan de sus opiniones; así no tendrán una idea indigna de Él”.10
El apóstol San Pedro, por Pere Sierra Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona (España)
|
Sobre la didáctica empleada por el Señor para incitarlos a opinar, enseña el Doctor Angélico que Él procedió así porque deseaba darles el mérito de la fe.11 Le cupo a Pedro, el apóstol vehemente, decidido y locuaz, la gloria de ser el primero en proclamar que Jesús era el Hijo de Dios encarnado, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Pero no se le podría atribuir su percepción a su mera perspicacia natural, sino a una gracia especial para que captara lo que la inteligencia no era capaz de alcanzar, por tratarse de uno de los principales misterios de nuestra fe: “Cuando Jesús les preguntó cuál era el parecer del pueblo, todos hablaron; ahora que desea conocer su opinión personal, se adelanta Pedro a todos y exclama: ‘Tú eres el Cristo’ ”.12 Una altísima inspiración había movido a Pedro a pronunciar una confesión tan solemne, conforme lo reconoce el mismo Salvador: “¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos” (Mt 16, 17). Un magnífico paso hacia la exaltación del Señor había sido dado partiendo de sus más cercanos.
Acto seguido viene la institución del papado, episodio que hace vibrar el alma católica, aunque se ha omitido en la versión de San Lucas (cf. Mt 16, 18-19). Sin embargo, sí está dicho que Jesús les había prohibido terminantemente que trasmitieran a terceros lo que acababan de escuchar, impidiendo con divina autoridad que saliera de aquel ámbito una declaración de tamaña gravedad. No es difícil intuir que existía una gracia en el entorno que favorecía la entusiasmada aceptación de la verdad. Además, era natural prever la explosión de cólera que ese acto de fe produciría si llegase a oídos de las autoridades religiosas de Israel. Y había otro un motivo —según veremos a continuación— para desaconsejar, por ahora, la difusión de la verdadera identidad del Señor.
A la espera de un falso Mesías
Los Apóstoles, como todos los habitantes de Israel, esperaban ansiosos el advenimiento del Mesías prometido por Dios y anunciado por los profetas. Una santa expectativa orientaba la vida de cada judío, haciendo que todos sus anhelos de felicidad convergiesen hacia ese ser mitificado. En sí mismo, dicho impulso debe ser considerado no solamente como legítimo, sino también como una saludable reacción contra la paganización de la sociedad de aquel tiempo y un signo de fidelidad a las promesas de las Escrituras. Si los hebreos no procedieran de esa manera estarían dando muestras de una reprobable tibieza. Era Dios el que, en su admirable Providencia, los iba preparando para la llegada de su ungido. Habían pasado más de cuatro siglos desde la muerte de Malaquías y después de él ningún otro profeta había alzado la voz entre los hijos de Abrahán. Este silencio, sumado a las vicisitudes históricas que tuvieron como escenario a Palestina, en ese extenso período, concurría a compenetrarlos de la importancia y necesidad de tal varón.
Sin embargo, había surgido una deformación en la mentalidad del pueblo elegido —y, por consiguiente, en la de los Apóstoles— a propósito de la índole de la misión de ese enviado. El Mesías, el Cristo de Dios, sería el que vendría a establecer la dominación de los judíos sobre los otros pueblos, a resolver todos los problemas políticos, sociales y, principalmente, los problemas financieros del país; traería, antes que nada, una felicidad humana. O sea, sería la sinopsis de una especie de súper Moisés, de súper David y de súper Salomón, personajes que habían llevado a la nación israelita a la cumbre de la gloria y que habían hecho temblar a los extranjeros. Junto a tan formidable poderío, pensaban ellos, el Mesías también sería un hombre justo, cumplidor de la Ley y temeroso de Dios, como los mayores exponentes del judaísmo. Armonizaría una religiosidad ejemplar con el despotismo de los césares, el respeto a la Torá con la irreverencia a los gentiles: en una palabra, sería el emperador de la tercera posición. Con ese Mesías, por fin habría alguien que proporcionaría todos los beneficios y extirparía todos los males de Israel. ¡Qué inmensa victoria! Por eso tras la declaración de Pedro, el Señor les hace a los Apóstoles una nueva revelación que ninguno esperaba. Primero les manda que guarden sigilo acerca de su origen, como si dijera: “No se os ocurra enseñar que yo soy ese Mesías que vosotros estáis esperando. Sí, soy el Mesías, pero no el que vosotros sentís y pretendéis. El Cristo que habréis de anunciar siempre es el que yo mismo os voy a revelar”.13 Y después, para extirpar el error y educarlos adecuadamente, Jesús, conforme escribe Louis Veuillot, “sin dejarles que se formasen una idea agradable de la gloria que los esperaba, rasgó el velo del porvenir, y les mostró el Calvario”.14
Sufrimiento: el sello del Salvador
22 porque decía: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
“Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes” (Is 55, 9). Mientras que el pueblo estaba esperando a un Mesías terrenal, el Señor venía trayendo el rescate de la deuda infinita contraída con el Padre a causa del pecado, lo que ningún hombre, por más santo y perfecto que fuese, podría hacerlo. No hay término de comparación que exprese la superioridad de la Redención ante el más esplendoroso de todos los imperios humanos y, por tanto, lo que el Mesías les traía a los judíos y el reino material que ellos esperaban.
No obstante, para la plena realización de tan alta misión, era necesaria la expiación en la cruz, la inmolación del Hijo de Dios. Y esa declaración —que frustra de forma contundente el sueño dorado de los Apóstoles— Jesús la hace con todo su realismo. San Ambrosio reconoce la dificultad que los Doce tenían de admitir el prenuncio de la Pasión y comenta: “Tal vez el Señor ha añadido esto porque sabía que sus discípulos difícilmente habían de creer en su Pasión y en su Resurrección. Por eso ha preferido afirmar Él mismo su Pasión y su Resurrección, para que naciese la fe del hecho y no la discordia del anuncio”.15 Los vaticinios de los profetas del Antiguo Testamento ya indicaban un Mesías sufridor, hecho que nadie quería recordar. El Señor, despertándolos de un profundo letargo, les muestra que sería despreciado por el poder vigente, por aquellos sin cuya aprobación —pensaban los Apóstoles— no se establecería el reinado mesiánico. Jesús rompe, de este modo, el soporte psicológico que para ellos constituían esos hombres de falsa sabiduría, indicándoles que serían precisamente éstos los que tramarían su muerte.
Entonces a Jesús, el Maestro, ¡lo matarían! Sí, “era necesario establecer para siempre la verdadera naturaleza de la salvación traída por Cristo; ella se operó por sus sufrimientos y por su muerte”.16 La impresión que les produjo fue tan fuerte que, al parecer, los Apóstoles no prestaron atención en el anuncio de la Resurrección al tercer día. Quizá ese mismo asombro también les hiciera omitir nuevas preguntas sobre cómo sería tal holocausto. Sin embargo, había llegado el momento de conocer el plan de Dios al enviar a su Hijo unigénito, ya que el Padre deseaba conferirle todo honor y toda la gloria y faltaban pocos meses para que se produjera ese acontecimiento culminante.
“Christianus alter Christus”
23 Entonces decía a todos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. 24 Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”.
Volviéndose hacia la multitud, que hasta aquel momento había estado guardando una respetuosa distancia del pequeño grupo, el Señor también le dirige la palabra. La enseñanza de estos versículos nace del osado anuncio de sus padecimientos e indica que, aunque no fuese el momento de hablar públicamente de la Pasión, consideraba oportuno instruir a sus seguidores sobre el verdadero discipulado y la adecuación de los espíritus a la realidad de la cruz.
Jesús ante Caifás – Museo Episcopal de Vic (España).
|
“Si alguno quiere venir en pos de mí…”. La invitación es explícita, pero respeta el libre albedrío, sin imponerse a nadie por la fuerza. Es necesario que los buenos tengan el mérito de la libertad bien empleada; su adhesión al divino Maestro ha de estar fundada en la admiración, nunca en la coacción. Las numerosas personas que allí se encontraban no habían sido obligadas a acompañar a Jesús hasta Cesarea de Filipo. Y los Apóstoles también habían abandonado las redes y sus trabajos por libre consentimiento personal.
Pues bien, para llevar la adhesión al Señor a su plenitud, son indispensables nuevas renuncias, que siempre han de ser hechas mediante un generoso sí por parte de cada uno. La mayor de todas, sin duda alguna, es la que atañe a uno mismo, y por eso la que más le cuesta al hombre. Privado del don de integridad, como consecuencia del pecado original, vive en un desequilibrio que produce un aprecio desmesurado por su propia persona y lo lleva, cuando no es santo, a amarse y enaltecerse de forma pecaminosa. Ahora bien, el perfecto amor a Dios no se alcanza condescendiendo con esa mala inclinación, sino por una entrega total del propio ser a Aquel que nos creó. La renuncia a sí mismo en beneficio de la gloria de Dios se convierte en una exigencia de la fidelidad a Él.
Abrazar la cruz significa asumir con radicalidad el cumplimiento de la vocación específica que recibimos en el Bautismo. Es fácil corresponder al llamamiento divino cuando la invitación brota en nuestro interior soplada por el viento favorable de las consolaciones. Cuando empiezan las dificultades de cada día, en medio de la aridez, de los padecimientos físicos o morales, de la persecución o de los atractivos del mundo, se hace necesario abrazar el ideal y seguirlo por amor, conforme el ejemplo del Señor al tomar la cruz con alegría, a pesar de estar sumergido en un océano de amarguras. Y sus dolores fueron incomparablemente mayores que los nuestros, pues Jesús no nos pide nada que Él no haya padecido antes en grado superlativo.
Han sido prolijos los comentarios de los teólogos a respecto de la interpretación de ese impresionante versículo 24, en el cual se ve claramente cómo el valor de la vida eterna sobrepasa al de la terrena, mereciendo incluso el alto precio del martirio. Sin embargo, podemos resaltar que “ganar la vida” significa también llevar una existencia según los Mandamientos, teniendo como objetivo la santidad. En nuestra época, en la cual se paga cualquier tributo para lograr una carrera brillante y conseguir un nombre prestigioso, ganaría mucho quien meditara sobre este pasaje, pues en el afán por obtener un éxito mundano podría estar dirigiéndose hacia el infierno.
III – LA CRUZ, FUENTE DE FELICIDAD
Resumiendo, el Evangelio de este duodécimo domingo del Tiempo Ordinario nos ofrece elementos para un examen de conciencia: ¿cuál ha sido nuestra postura ante la cruz con la que Nuestro Señor Jesucristo pasa delante de nosotros y nos invita a seguirlo? ¿Tenemos la grandeza de alma suficiente para contarnos entre el número de sus seguidores que tienen un espíritu consecuente o, incluso dejándonos maravillar por la sublimidad de sus enseñanzas, nos dejamos engañar por la atracción de las cosas pecaminosas, a ejemplo de los hijos de las tinieblas? ¿Seremos de los que se sitúan en la tercera posición, armonizando el bien con el mal, en una unión ilegítima?
Vía Crucis, Cristo y las monjas agustinas – Museo de Arte Religioso de Puebla (México)
|
La liturgia de hoy nos indica la solución para uno de los mayores males del angustiante siglo en el que vivimos, en el cual la humanidad se sirve de todos los medios tecnológicos, médicos y sociales para evitar el dolor, y padece, como nunca, de inenarrables angustias. A primera vista, parece un misterio el hecho de que existan tantas posibilidades de bienestar y, simultáneamente, seamos flagelados por toda clase de catástrofes. Esto se debe a que huimos de la cruz al desconocer la inmensa felicidad que nos ofrece cuando la abrazamos con alegría. A medida que vamos adecuando nuestra manera de ser, nuestro dinamismo, actividad, tiempo, nuestras perspectivas, visualizaciones, deseos y pensamientos en función de Jesucristo, somos invadidos por una paz interior que no puede ser comparada a nada. Las bendiciones de lo alto bajan y la gracia obra maravillas. Con razón el profesor Plinio Corrêa de Oliveira afirma: “La gracia de la admiración por las cosas celestiales, por las cosas de Dios, le proporciona a una persona el valor para que cargue grandes cruces como si fueran pequeñas. O sea, ese amor latente por Dios, por la Virgen, por las grandezas del Cielo actúa con tal profundidad en el hombre que, por un acto de consentimiento libre, consciente —y al mismo tiempo subconsciente, lo que parece paradójico, pero verdadero—, se deja transformar. Y el amor a la cruz es el síntoma de ese cambio de mentalidad”.17 Así, conformados con el divino Redentor, seremos capaces no sólo de reconocerlo como Mesías, confesando con San Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16), sino que también diremos unidos al jefe de la Iglesia, esta vez con un timbre de autenticidad que solamente la cruz nos otorga: “Señor, tú sabes que te quiero” (Jn 21, 17).
1 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, apud ABAD, SJ, Camilo María. Introducción General, c. VI, n.º 32. In: Obras de San Luis María Grignion de Montfort. Madrid: BAC, 1954, p. 66.
2 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Carta circular a los Amigos de la Cruz, n.º 15. In: Obras de San Luis María Grignion de Montfort, op. cit., pp. 236-237.
3 FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Vida pública. Madrid: Rialp, 2000, v. II, p. 269.
4 Cf. Lc 3, 21; 5, 16; 6, 12; 9, 18; 10, 21; 11, 1; 22, 31-32; 22, 40-41; 22, 45-46; 23, 34; 23, 46.
5 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c. IX, vv. 18-22.
6 CORNELIO A LAPIDE. Lib. I de Orat., apud BARBIER, SJ, Jean-André (Org.). Les trésors de Cornelius a Lapide. 6.ª ed. París: Ch. Poussielgue, 1876, v. IV, p. 147.
7 BENEDICTO XVI. Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración. Bogotá: Planeta, 2007, p. 341.
8 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XIX, n.º 1. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (1-29). 2.ª ed. Madrid: Ciudad Nueva, 2001, p. 241.
9 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Matthæum. C. 16, lect. 2.
10 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Comentario al Evangelio de Lucas, 9, 18, apud ODEN, Thomas C.; JUST, Arthur A. La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia. Evangelio según San Lucas. Madrid: Ciudad Nueva, 2006, v. III, p. 224.
11 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Super Matthæum, op. cit.
12 FILLION, op. cit., p. 272.
13 BENETTI, Santos. Caminando por el desierto. Ciclo C.Madrid: Paulinas, 1985, p. 70.
14 VEUILLOT, Louis. Vida de Jesús. São Paulo: Jornal dos livros, [s. d.], v. II,p. 131.
15 SAN AMBROSIO. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas. L. VI, n.º 100. In: Obras. Madrid: BAC, 1966, v. I, p. 338.
16 LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Luc. 4.ª ed. París: J. Gabalda, 1927, p. 266.
17 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A “Carta Circular aos amigos da Cruz” – I. Enlevo e holocausto. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año X. N.º 112 (Julio, 2007); p. 12.