Comentario al Evangelio – XIV Domingo del Tiempo Ordinario – La alegría de los humildes

Publicado el 07/08/2017

 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, 25 tomó la palabra Jesús y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. 26 Sí, Padre, así te ha parecido bien.

 

27 Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

 

28 Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. 29 Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. 30 Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11, 25-30

 


 

Comentario al Evangelio – XIV Domingo del Tiempo Ordinario – La alegría de los humildes

 

¿Cómo gozar de la paz y de la alegría en esta tierra, tanto como sea posible, y poseerlas plenamente en la eternidad? Entremos en la escuela de Jesús.

 


 

I – Jesús fue humilde para darnos su alegría

 

La clave de la liturgia del decimocuarto domingo del Tiempo Ordinario nos es sugerida ya al comienzo de la celebración, en la Oración colecta: “Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída, concede a tus fieles la verdadera alegría, para que quienes han sido librados de la esclavitud del pecado alcancen también la felicidad eterna”.1 

 

Desde la salida de Adán y Eva del Paraíso, la humanidad se fue precipitando en los abismos del pecado. Vemos, en sus comienzos, a Caín que mata a su hermano Abel (cf. Gn 4, 8) y, más tarde, a los hombres que se corrompen en la tierra. Hasta el punto de que Dios se arrepiente de haberlos creado (cf. Gn 6, 5-7.11-12). Después, llenos de arrogancia, tratan de desafiar al Todopoderoso por medio de sus empresas (cf. Gn 11, 4), y, finalmente, caerán en la idolatría vergonzosa, adorando a dioses de metal, piedra o madera (cf. Dt 28, 36; Dn 5, 4, Rm 1, 21-25, Ga 4, 8). 

 

Pero Dios, compadecido de tanta miseria, baja del Cielo y asume nuestra carne para relacionarse con nosotros. Jesucristo, el Unigénito del Padre, se humilla y carga sobre sí con nuestras iniquidades, con vistas a redimirnos y hacernos consortes de Él en la felicidad eterna, la misma que Él goza junto al Padre y al Espíritu Santo. No obstante, desea que dicha felicidad —cuya plenitud sólo se dará en la bienaventuranza eterna— empiece ya a realizarse ahora, conforme se pide en la mencionada Oración colecta. ¿Cómo lograr alcanzarla aún en este mundo, tanto como sea posible? 

 

Un Rey que se humilla y se hace pobre 

 

El conjunto de las lecturas de hoy nos da una pista y constituye un marco para el Evangelio. En la primera (Za 9, 9-10), sacada de la profecía de Zacarías, leemos: “Así dice el Señor: ‘¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey’ ” (9, 9a). Se trata, en efecto, de un Rey que ha venido a establecer un imperio auténtico, pero impalpable, porque sobre todo es interior: el reino de la gracia, de la participación en la vida divina, el cual se difunde por medio de la Iglesia visible, fundada por Él, y nos prepara para la gloria perenne en el Reino sempiterno. 

 

 

“Justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna” (Za 9, 9b). Al contrario de los soberanos de la Antigüedad, ostentadores de inmensos poderes y riquezas, este monarca se presenta pobre. Con agudeza profética, Zacarías prevé el episodio del Domingo de Ramos, en el que el Rey de reyes, Creador y Redentor del universo, Hijo de Dios unido a la naturaleza humana, entraría en Jerusalén montado en un jumentillo, aclamado por la muchedumbre. Sin embargo, Él, que merece infinitas alabanzas, condesciende con esa diminuta muestra de simpatía, porque —dada la orgullosa concepción de un mesías temporal, que arreglaría todos los problemas políticos y financieros de la nación— si aceptase homenajes llenos de grandeza y pompa, les haría un mal, pues les confirmaría en esa deformada creencia. 

 

No había llegado la hora de revestirse de fuerza y esplendor, como lo será en su segunda venida cuando baje del Cielo para juzgar a vivos y muertos, sino el momento de invitar al cambio de vida, a través del ejemplo del desprendimiento de las cosa materiales.

 

 

A Dios le pertenecen todas las riquezas 

 

Con todo, no pensemos, según cierta mentalidad errónea, que nuestras manifestaciones en relación con Dios y con su culto deben estar marcadas por una nota de pobreza y de humillación, donde las iglesias tienen que estar despojadas de cualquier ornato, compuestas de argamasa, o similares a una cabaña, y donde los sagrarios para el Santísimo Sacramento sean de barro, más míseros que el nido de un pájaro hornero. 

 

Al contrario, tenemos la obligación de darle a Dios lo que le pertenece, conforme el mandato de Jesús: “a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21). ¿O entonces qué es lo que le corresponde a Dios? ¿Qué hemos de restituirle? Todo el oro de la tierra, todas las riquezas, porque dijo: “Míos son la plata y el oro” (Ag 2, 8). 

 

La iglesia es la casa de Dios y, por tanto, es de todos, tanto del rico como del pobre, tanto del asiático como del occidental, tanto para los de una raza como para los de otra. También es el lujo del pobre, erguida para dar alegría a los que no se apegan a los bienes de este mundo, a los auténticos pobres, es decir, los de espíritu (cf. Mt 5, 3). 

 

Por tales motivos, la liturgia tiene que ser majestuosa y las iglesias ricas como lo es el Cielo empíreo que Dios ha preparado para nosotros, para el cual no hay términos de comparación en el lenguaje humano capaz de expresar lo que existe en él. San Pablo, que fue arrebatado al tercer Cielo (cf. 2 Co 12, 2), San Juan Bosco,2 que estuvo en la antecámara del Cielo, y otros muchos, no encontraron palabras para describir las maravillas que allí contemplaron. 

 

La paz de la buena conciencia 

 

Continúa la profecía: “proclamará la paz a los pueblos” (Za 9, 10). Sí, ese Rey es justo y retribuirá a cada uno según sus obras, pero su principal objetivo es el de salvar y de conceder la paz. ¿Qué paz es ésa? ¿Acaso será la paz de los tratados que firman los dirigentes mundiales, reunidos alrededor de una mesa? No. Él trae la paz verdadera, la de la buena conciencia del que practica la virtud y le da la espalda al pecado. Sin embargo, nosotros, de índole terriblemente frágil e inclinada al mal, ¿cómo podemos alcanzar la paz? Por medio de Él que, siendo la Bondad y la Misericordia misma, nos abraza con ternura y paciencia a pesar de nuestras miserias; que nos ampara y regenera, comunicándonos fuerzas para subir hasta las cimas de la perfección. 

 

Ése es el aspecto que el Salmo responsorial trata de destacar, cuando dice: “El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. […] El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan” (Sal 144, 8-9.13cd-14). 

 

La perspectiva final nos da paz y santa alegría 

 

En la segunda Lectura (Rm 8, 9.11-13), San Pablo —como apóstol de la Resurrección— expone la nota esencial de esa paz, que nos sitúa ante la perspectiva de nuestra resurrección, pináculo de la felicidad a la que somos invitados: “Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8, 9.11). 

 

Mientras vivamos en la esperanza de la resurrección final y evitemos el pecado para no morir eternamente, conquistaremos la paz y la santa alegría, aún en este valle de lágrimas. Abandonémonos a la misericordia, piedad, amor, paciencia, compasión y ternura del Señor, confiados en que en el Último día, si hemos muerto en gracia de Dios, nuestras almas bajarán del Cielo al toque de la trompeta (cf. Mt 24, 30-31) para unirse a sus cuerpos, que asumirán el estado glorioso. 

 

Sin embargo, la clave desvelada por las lecturas sólo se comprende si se tiene muy clara la enseñanza que Jesús expresa en el Evangelio. 

 

II – LA VERDADERA ESENCIA DE LA HUMILDAD

 

En aquel tiempo, 25 tomó la palabra Jesús y dijo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. 26 Sí, Padre, así te ha parecido bien”. 

 

En los días actuales hay quien afirma, incumbido de la misión de predicar, que el divino Redentor vino exclusivamente para los miserables y pobres, dándole una interpretación social —por no decir socialista— a diversos pasajes del Evangelio, y en concreto, a este fragmento tan profundo y magnífico, de manera especial a respecto del término “pequeños”. 

 

Los pequeños en el concepto de Jesús 

 

“Pequeños”, en el lenguaje del divino Maestro, son los que dudan de sus propias fuerzas, sabiendo que por su mero dinamismo y esfuerzo no podrán nunca adentrarse en el plan sobrenatural de la gracia. Nuestra filiación divina no procede de nuestros méritos, para que nadie se enorgullezca (cf. Ef 2, 8-9), sino que se obra a través del Bautismo, por el cual nos es infundida una participación creada en la vida increada de Dios: la gracia santificante. Más tarde, esa relación con Dios se intensifica por medio de los demás sacramentos y por los ejercicios de piedad, de los que sacamos ánimo y vigor para practicar establemente la virtud. He aquí la esencia del Reino de Dios que Jesús vino anunciando. Por consiguiente, es necesario tener siempre presente en nuestro espíritu que todo esto nos viene de una revelación hecha por el Padre, como asegura el apóstol Santiago: “Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, procede del Padre de las luces” (1, 17). 

 

Así era ya en el Paraíso terrenal, donde el hombre, creado en gracia, aunque en estado de prueba, y adornado con una panoplia de dones naturales, preternaturales y sobrenaturales, debía reconocer esa infinita distancia existente entre él y su Hacedor, confesándose mera criatura y restituyéndole a Dios lo que le es debido. La humildad del ser humano consistía en considerar esta verdad y, por tal convicción, Adán y Eva eran pequeños. Pequeños, sí, y al mismo tiempo grandes, pues sus almas eran sagrarios de la Santísima Trinidad, dádiva insuperable, cuyo máximo desarrollo florecería en la gloria de la visión beatífica. ¡Dios no podía haber concedido más! 

 

María Santísima: grande y pequeña ante Dios 

 

Ahora bien, si nuestros primeros padres salieron de las manos de Dios en gracia, nosotros, sus descendientes, hemos sido concebidos en pecado, con excepción de alguien que jamás cometió una falta ni fue tocada por la mancha original: nuestra Madre, María Santísima, elegida por el Padre para engendrar a su Hijo Único en el tiempo. También Ella era pequeña, como lo manifestó en la visita a su prima Santa Isabel, cuando dijo: “Magnificat anima mea Dominum, […] quia respexit humilitatem ancillæ suæ — Proclama mi alma la grandeza del Señor, […] porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1, 46.48). He aquí el modo de ser pequeño: testimoniar que todo lo que hay en nosotros de bueno viene de Dios. 

 

La Virgen es la humildad por excelencia, y no hubo quien atestiguase tan eximiamente su pequeñez como Ella. Y, de un modo análogo, tampoco hubo nunca quien tuviera una noción tan lúcida de la grandeza puesta por Dios en sí, como Ella. Por eso añadió: “quia fecit mihi magna, qui potens est — Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí” (Lc 1, 49). De hecho, le fueron otorgados favores incomparables, como si Dios agotase en Ella su capacidad de dar. “ ‘Baste para tu gloria decir esto: que has tenido por hijo a Jesús’. ¿Puede imaginarse gloria más excelsa? Es, en efecto, una dignidad tan admirable, que Dios mismo, a pesar de su omnipotencia, no podría crear una más sublime. Para que pudiese haber una madre más grande y más perfecta que María, sería necesario un hijo más grande y más perfecto que Jesús”.

 

3 De acuerdo a la enseñanza de Jesús, la condición para que el Padre se revele es esa constatación de nuestra indignidad, a imitación de María, pues el que no procede así acaba por encontrar a un Dios que le esconde “estas cosas”. ¿Cómo se entiende esa manera de actuar del Padre? 

 

Los sabios según el mundo 

 

“Sabios”, en el concepto corriente, son los que adquirieron experiencia a lo largo de la vida; y “entendidos” los que se dedicaron a estudios profundos. Sin embargo, al referirse a ellos, Jesús no condena la sabiduría en sí misma —y no cabría que lo hiciera, ya que Él es la Sabiduría eterna y encarnada—, sino a aquellos que se apoyan en su cultura humana para alcanzar el plan sobrenatural.

 

  Están los que estudian sin descanso, llegando a creerse unos grandes iluminados, sólo porque ostentan sus conocimientos con mayor rapidez que un ordenador y terminan apartándose de Dios, al apropiarse de la ciencia que no les pertenece. Ese orgullo de la inteligencia es de los peores. Ahora bien, dice el Eclesiastés: “¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad!” (Ecl 1, 2). Cuanto más alguien sabe, más se dará cuenta de lo poco que sabe, porque la sabiduría según el mundo es insignificante. He aquí el vacío de los que se jactan de su erudición. 

 

Padres y exégetas 4 están de acuerdo en afirmar que en este pasaje del Evangelio el Señor alude claramente a los fariseos, a los legistas y a los miembros del sanedrín en general, los cuales examinaban la Ley en sus pormenores y eran considerados unos doctos. Comenta, por ejemplo, San Juan Crisóstomo: “Mas, al llamarlos sabios, no habla el Señor de la verdadera sabiduría, que merece toda alabanza, sino de la que aquellos se imaginaban poseer por su propia habilidad”.5 La actitud de los soberbios causa repulsa a Dios que, en consecuencia, los castiga, ocultándoles las maravillas sobrenaturales, mientras que las descubre a los pequeños.

 

La Buena noticia a los pequeños 

 

Por tal motivo, el divino Maestro no eligió a los que estaban en el templo, formados en las distintas escuelas de fama, y reveló la Buena noticia que Él traía a pescadores, a un recaudador de impuestos, a gente sencilla, aparentemente sin importancia… Pero no imaginemos que los pescadores eran en aquella época una clase secundaria. La pesca era una profesión de cierto nivel, lejos de ser valorada como despreciable en la sociedad, aunque los que la ejercían no recibían una esmerada instrucción.6 

 

Sobre este aspecto particular, merece destaque la opinión del padre Bessières: “¿Unos ignorantes? Sí, lo son a los ojos de los doctores que reinan en Jerusalén. Reclutados en ese ‘populacho maldito que ignora la ley’, son incapaces de disecar un viejo texto para sacar conclusiones tan inútiles como absurdas; ni profesores, ni casuistas, ni filólogos. […] ¿Eran los Apóstoles unos ‘iletrados’? No. […] Los Doce pertenecen a esa clase media cuya instrucción, en ese tiempo, no tenía nada que envidiarnos. […] ¿Unos pobres? Sí, en el sentido que lo eran y lo son el noventa por ciento de los mortales, que viven de su trabajo diario, ahorradores y sobrios. Existen dos grupos entre los Doce: los pescadores del lago: Pedro y Andrés, Santiago y Juan, Tomás y Natanael; forman, por lo que parece, una pequeña sociedad pesquera, como se puede ver en nuestras costas, poniendo en común su trabajo, sus frutos y sus riesgos. Poseen casas, barcos, redes, contratan a ‘mercenarios’. Más aún que ese primer grupo, los del segundo: Mateo, el recaudador de impuestos, Felipe, Judas Tadeo, Judas, pertenecen a la clase media y han recibido la cultura. Cultura desarrollada en el contacto con el mundo romano, al cual sus quehaceres y después su apostolado los mezclan”.7 

 

A esa mediana instrucción de los primeros discípulos se suma el hecho de que algunos de ellos habían sido preparados por Juan el Bautista y, tal vez por fe y devoción, otros se dedicaron al aprendizaje de la doctrina. 

 

Jesús, Mediador necesario de los pequeños 

 

27 “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. 

 

Al decir estas palabras, Jesús declara que Él es el Pontífice máximo, el Mediador necesario, el Señor de la Revelación inédita que sólo Él puede transmitir. En Él, pues, fuente y punto de referencia, es donde debemos empaparnos para conocer los esplendores de las relaciones con Dios, adorándolo, con humildad, en la preferencia del Padre por Él de cara al resto del género humano, y en la liberalidad en haberle dado todo. La alegría que emana de la liturgia de este domingo se concentra en un nombre: Jesucristo. 

 

No obstante, el Salvador es dadivoso y pródigo en derramar sus dones, hasta el extremo de entregar a su propia Madre como Medianera ante nosotros. Le agrada que nuestra relación con Él y con el Padre se lleve a cabo a través de María, y se manifiesta aún más generoso y accesible a nuestras súplicas, cuando éstas les son presentadas por Ella. 

 

Cristo invita a todos… 

 

28a “Venid a mí todos…” 

 

Lindísima frase, de una riqueza plena, pues ha sido pronunciada por un Ser supremo y absoluto, en una efusiva muestra de ternura hacia nosotros. Es una invitación universal. Se diría, al haber visto la aversión que el orgullo produce en Dios, que seríamos aplastados enseguida por su palabra. Pero no… El mismo Señor que detesta a los presuntuosos y que aparentemente llamaría tan sólo a los humildes, no hace ninguna acepción de personas y a todos desea llevarles alegría y esperanza.

 

“Venid a mí todos”. Únicamente Él es quien puede decir eso, porque si fuese una simple criatura con sus limitaciones no lograría recibir a todos, aunque estuviera auxiliado por la gracia. ¡Cuántas veces, preocupados con el crecimiento de las actividades, se nos hace imposible oír a cada uno de los que se aproximan a nosotros! Cristo, no obstante, en su divinidad, es el único capaz de acoger a todos los que existen, existieron y existirán, e incluso hasta los que pudieron llegar a existir y no existieron. Sea quien sea, bastará con que se acerque a Él y, dejándole entera libertad de acción, le pida que atienda, cumpla, satisfaga. 

 

¿Se cansaba el Señor? 

 

28b “… los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. 

 

En este punto el Señor hace una declaración llena de afecto a aquellos que están cansados. ¿Él se cansaba?

 

Dirijamos la mirada a Jesús en la barca de Pedro. Una incómoda barca de un pescador de aquellos tiempos, desprovista del confort y las maravillas de la tecnología que hoy día tienen los transatlánticos, y con un vaivén de causar náuseas a los más sensibles. Una tarde de mar encrespado, el Señor duerme en la popa de la dura embarcación, en medio de la tempestad, recostado sobre una almohada (cf. Mc 4, 35-38). Los Apóstoles, asustados con el viento y las olas, seguramente desearían que esas sacudidas despertasen al Maestro, para salvarlos del inminente peligro. Sin embargo, Él duerme un sueño tan profundo que nada lo interrumpe… 

 

Nos hallamos ante una realidad incomprensible: Jesucristo, hombre perfectísimo y sin mancha, estaba cansado… La doctrina católica nos enseña que el Verbo, al encarnarse, quiso asumir un cuerpo padeciente, sujeto a ciertas deficiencias corporales derivadas del pecado, como el hambre, el sueño, la fatiga, la muerte.8 Pero el cansancio que experimenta era puramente físico y bastaba que durmiera un poco para sentirse descansado. Su alma estaba en la gloria de la visión beatífica y, mientras cerraba los ojos del cuerpo, no se extinguía su contemplación divina, porque continuaba viendo a Dios cara a cara, sin interrupción. 

 

La fatiga del alma

 

También nosotros, cuando nos fatigamos, tenemos necesidad de alimentarnos bien y descansar para reponer las energías del cuerpo. Pero nuestra alma no se encuentra en la bienaventuranza y, concebida en el pecado original, a menudo adolece un tremendo agotamiento que ningún sueño puede vencer. Y ése es el tedio interior que menciona el Señor. Les habla a los que están encorvados por el peso de la lucha contra las solicitudes del mal, contra sus propias miserias e inclinaciones, que hay que reprimir y, por eso, es como si tuvieran la espalda sangrando de tanto esfuerzo y combate en la vida espiritual. Sin una fe robusta e inquebrantable no es fácil conducir la barca de la vocación, porque los balanceos y las inestabilidades son terribles, y enseguida nos asalta la misma tentación que tuvieron los Apóstoles en medio de la tormenta: la falta de confianza. 

 

Jesús está dispuesto a suavizar nuestra batalla y nos ofrece alivio, llevando Él mismo sobre sus hombros las cargas de todos, y así lo promete no sólo como hombre —la voz y los labios son humanos—, sino como la segunda Persona de la Santísima Trinidad, puesto que la revelación hecha en la frase anterior se refiere a su divinidad. Y su palabra es exacta porque Él es la Verdad y cumple todo lo que su boca habla. 

 

Una escuela de humildad 

 

29 “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. 30 Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. 

 

Cuando nos invita a que aprendamos de Él, Jesucristo quiso significar, según las costumbres y usos lingüísticos de la época: “entrad en mi escuela”.9 Está fundando una nueva vía de humildad y mansedumbre y nos atrae a seguir sus pasos. 

 

Con todo, el orgulloso no logra ser manso, porque alberga en su corazón un dinamismo que los lleva a retrucar, a optar por la violencia, por la rebelión y por la venganza. El orgullo y la rebeldía se oponen precisamente a la mansedumbre y a la humildad y son, eso sí, la mayor fuente de las agitaciones, de las depresiones, de las euforias intemperantes y, por tanto, de la pérdida del equilibrio y de la objetividad. No nos olvidemos que, como señala el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, el proceso revolucionario que desde hace cinco siglos trata de destruir la civilización cristiana tiene su resorte propulsor en el orgullo.10 

 

Ese vicio, tan arraigado en nuestra naturaleza caída, se basa en dos instintos per se legítimos: el primero es la estima de sí mismo y el segundo, el apetito de la estima de los demás. Impulsos que provienen, a su vez, del sentimiento de la propia dignidad. Cada uno debe apreciarse de modo ecuánime por ser portador de los dones que la Providencia le ha concedido, pero también debe saber valorarlos por amor a Dios, admitiendo la gratuidad con la que le han sido dados, sin mérito alguno de su parte. El error consiste, pues, en amarse en exceso y buscar, también en exceso, el aprecio de los otros. He aquí la esencia del orgullo. Ahora bien, es imposible arrancar ambas tendencias del alma. Entonces, ¿cómo quererse a sí mismo con justa medida, conforme a la recta razón, y, lícitamente, buscar la consideración del otro? 

 

El arquetipo sublime es Jesucristo. En Él se armonizaban el elevado sentido del honor, el perfecto amor a sí mismo y el deseo ordenado del afecto de los hombres, con entera mansedumbre al aceptar las humillaciones de la Pasión, para cumplir dócilmente la voluntad del Padre. También los santos, a lo largo de la Historia, son modelos que la Iglesia nos propone. Todos adoptaron la escuela de Cristo y aprendieron de Él, reconociendo los atributos que la Providencia les había confiado —puesto que la humildad no tiene por objetivo aniquilar la personalidad, ni menospreciar las cualidades—, sin apegarse nunca a esas riquezas, ni utilizarlas como instrumento para igualarse a Dios. Siempre restituidores, hicieron rendir ciento por uno los talentos que recibieron. 

 

“La primera de las virtudes —decía San Juan María Vianney— es la humildad, la segunda, la humildad, la tercera la humildad. ¡Oh, qué hermosa virtud! Los santos se tenían por nada, pero Dios los apreciaba, les otorgaba todo lo que le pedían. […] Todo lo que tenemos es de Dios. Es Dios quien nos lo ha dado; de nosotros no tenemos más que el pecado”.11

 

III – ¡ENTREMOS EN ESA ESCUELA! 

 

Hemos de cuidar, pues, de no constituir en falsos dioses a la técnica, la salud, el dinero, los estudios o las capacidades personales. ¡Nada de idolatría ni de orgullo! El que establece divinidades para sí mismo, olvidándose del único Dios, se vuelve ciego de Dios. Éste mal es peor que la pérdida de la vista, ya que quien lo padece termina por no entender las verdades que el Padre sólo revela a los pequeños. ¿De qué le sirve a una persona participar en una carrera, habiéndose preparado para conseguir la máxima velocidad, si cuando el juez de salida da la señal avanza a toda prisa fuera del circuito y en la dirección equivocada? Es lo que le pasa al infeliz que se presenta ante el supremo Juez —¡mejor lo hiciera con las manos vacías!— con las manos manchadas de orgullo e idolatría. 

 

El joven rico, por ejemplo, fue aparentemente un pequeño, que acabó tirándose al precipicio de la idolatría. Menos ilustrado que los Apóstoles, porque no formaba parte de los seguidores de Jesús, debía, por lo tanto, mostrarse más pequeño que ellos. Sin embargo, su extraordinario aprecio por los bienes que poseía lo llevó a no dar oídos a la promesa del Señor: “tendrás un tesoro en el Cielo” (Mt 19, 21). Fue invitado y lo rechazó porque no quiso ser pequeño… 

 

Por el contrario, el que se entrega por completo y entra en el discipulado de Cristo, abrazando su yugo, siente enseguida cómo éste es suave y ligero. Las leyes que Él estipula proporcionan el anhelado descanso, perfeccionan la inteligencia, fortalecen la voluntad, templan y requintan la sensibilidad. Nos dan, sobre todo, la oportunidad de alcanzar la felicidad para la cual hemos sido llamados: la santidad. 

 

Seamos humildes como el Señor Jesús es la Humildad, manso como Él es la Mansedumbre, buscando en todas las cosas ser santos como Él es la Santidad. En la práctica de esas virtudes, a ejemplo del divino Maestro, encontraremos la paz y la santa alegría para nuestras almas. 

 


 

1 XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. Oración colecta. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, p. 377. 

2 Cf. SAN JUAN BOSCO. Vestíbulo del Cielo. In: Biografía y escritos. Madrid: BAC, 1955, pp. 654-663.

3 ROSCHINI, OSM, Gabriel. La Madre de Dios según la fe y la teología. 2.ª ed. Madrid: Apostolado de la Prensa, 1958, v. I, p. 349.

 

4 Cf. SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. II (11,2-16,12), c. 11, n.º 30. In: Obras Completas. Comentario a Mateo y otros escritos. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 139; TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. V, 1964, p. 272. 

5 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XXXVIII, n.º 1. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). 2ª. ed. Madrid: BAC, 2007, v. I, pp. 755-756. 

6 Cf. WILLAM, Franz Michel. A vida de Jesus no país e no povo de Israel. Petrópolis: Vozes, 1939, p. 146. 7 BESSIÈRES, SJ, Albert. Jésus formateur de chefs. París: Spes, 1936, pp. 70-71; 73. 

8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 14, a. 1, ad 2; a. 4.

 

9 TUYA, op. cit., p. 276. 

10 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5.ª ed. São Paulo: Retornarei, 2002, p. 14. 

11 FOURREY, René (Org.). Ce que prêchait le Curé d’Ars. Dijon: L’échelle de Jacob, 2009, pp. 267-268.).

 

 

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