Comentario al Evangelio – XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – El más prójimo entre los prójimos

Publicado el 07/12/2019


 

– EVANGELIO –

 

En aquel tiempo, 25 se levantó un maestro de
la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:
“Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar
la vida eterna?”. 26 Él le dijo: “¿Qué está
escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”. 27 Él
respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón y con toda tu alma y con
toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu
prójimo como a ti mismo”. 28 Él le dijo: “Has
respondido correctamente. Haz esto y tendrás
la vida”. 29 Pero el maestro de la ley, queriendo
justificarse, dijo a Jesús: “¿Y quién es
mi prójimo?”.

 

30 Respondió Jesús diciendo: “Un hombre bajaba
de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de
unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron
a palos y se marcharon, dejándolo medio
muerto. 31 Por casualidad, un sacerdote bajaba
por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo
y pasó de largo. 32 Y lo mismo hizo un levita
que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y
pasó de largo. 33 Pero un samaritano que iba
de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se
compadeció, 34 y acercándose, le vendó las heridas,
echándoles aceite y vino, y, montándolo
en su propia cabalgadura, lo llevó a una
posada y lo cuidó. 35 Al día siguiente, sacando
dos denarios, se los dio al posadero y le dijo:
‘Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo
pagaré cuando vuelva’ ”.

 

36 Y Jesús le preguntó: “¿Cuál de estos tres
te parece que ha sido prójimo del que cayó
en manos de los bandidos?”. 37 Él dijo:
“El que practicó la misericordia con él”.
Jesús le dijo: “Anda y haz tú lo mismo”
(Lc 10, 25-37).

 


 

Comentario al Evangelio – XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – El más prójimo
entre los prójimos

 

Rica en lecciones morales, la insuperable parábola del buen
samaritano nos enseña también que es especialmente digno
de nuestro amor aquel que más se compadeció de nosotros

 


 

I – DIVINA ASTUCIA ANTE UNA CELADA

 

La parábola del buen samaritano, recogida
por el Evangelio de este decimoquinto domingo
del Tiempo Ordinario, pasó a la Historia
como un símbolo de la misericordia traída
por Nuestro Señor Jesucristo a la tierra. Es una
narración tan sencilla que, tras su primera lectura,
nos da la impresión de que lo hemos entendido
todo. Sin embargo, encierra tal sabiduría y
riqueza de aspectos que sería imposible explicarla
con todos sus pormenores en el reducido
espacio de un artículo. De hecho, cuanto más
claro parece ser un pasaje de las Escrituras, más
maravillas y misterios contiene.

 

Aprovechemos entonces esta oportunidad
para contemplarlo desde un prisma que, integrándolo
con los enfoques considerados en otras
ocasiones, nos auxilie a progresar en la vida espiritual.

 

Una pregunta malintencionada

 

En aquel tiempo, 25 se levantó un maestro
de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo
a prueba: “Maestro, ¿qué tengo
que hacer para heredar la vida eterna?”.

 

La clase más representativa del pensamiento
judío de aquel tiempo se componía de escribas
y fariseos, los cuales, como hemos visto en
otros artículos, nutrían un aprecio mucho más
grande a las formalidades exteriores de la religión
que a la intención y espíritu con que la
practicaban.

 

Jesús y los fariseos (detalle)

Museo de Bellas Artes,

Montreal (Canadá)

En esta escena narrada por San Lucas “un
maestro de la ley”, seguramente fariseo, estaba
escuchando las palabras que Nuestro Señor les
dirigía a sus setenta y dos discípulos, que acababan
de regresar de su primera misión apostólica.
Según el original griego, el evangelista se
refiere a ese personaje como “cierto” maestro
de la ley,1 dando la idea de que era alguien que
no poseía ningún protagonismo. No obstante, al
ser legista, debía juzgarse gran conocedor de las
Escrituras y de los preceptos divinos, pues sabía
todos los requisitos para no incurrir en impureza
legal, lo que era pecado o lo que no lo era,
cómo reparar las infracciones, etcétera.

 

Al observar al Redentor
rodeado por los suyos, ese escriba
probablemente tuvo envidia
y, deseando destacar,
quiso “ponerlo a prueba”.
Para ello, le planteó la cuestión
sobre qué debería hacer
para alcanzar la vida eterna.

 

Ahora bien, aquella pregunta
sólo tendría sentido en
función de las constantes discusiones
existentes entre el
pueblo elegido con respecto
a las diferentes interpretaciones
de las prescripciones
y costumbres mosaicas.
Pero, aún así, no se justificaba
puesto que si un maestro
de la ley ignoraba la respuesta
sería indigno del título que
ostentaba, desmereciéndose
a sí mismo y a quien lo había
formado.

 

Por lo tanto, el problema
presentado por el escriba no
era sincero, sino que se trataba
de una artimaña para desacreditar
a Jesús ante el pueblo.
No contaba, sin embargo, que se vería obligado
a reconocer, públicamente, como Maestro
a quien pretendía denigrar…

 

Respondiendo con simplicidad…
sin responder

 

26 Él le dijo: “¿Qué está escrito en la
ley? ¿Qué lees en ella?”.

 

Nuestro Señor no responde directamente al
doctor de la ley, sino que se vale de un sistema
muy divino: con la simplicidad de un niño inocente
que se encuentra en apuro, le devuelve la
cuestión en forma de otra pregunta, estratagema
útil contra quien hace indagaciones capciosas.

 

Con pocas palabras lo pone contra la pared,
como diciéndole: “Tú, que eres legista, recuerda
lo que la ley dice al respecto”. Y, como si esto
no fuera suficiente, aún deja patente cuán necio
era su interrogante, al subrayar: “¿Qué lees en
ella?”. A fin de cuentas, el escriba conocía toda
la ley y creía que ésta salvaba por sí sola. Luego…
bastaba que enunciara lo que en ella estaba
contenido.

 

Una ley conocida,
pero no practicada

 

27 Él respondió: “Amarás
al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón y
con toda tu alma y con
toda tu fuerza y con toda
tu mente. Y a tu prójimo
como a ti mismo”.

 

Puesto en jaque, se vio en
la circunstancia de repetir palabra
por palabra lo que se leía
en la ley. Más aún porque en
ese momento, sin duda, todos
los presentes lo miraban a la
espera de una respuesta a la
cuestión obvia que él mismo
había levantado.

 

Nótese que el maestro de
la ley se pronuncia con seguridad
e incluso con orgullo,
aunque cualquier niño tendría
condiciones de dar la misma
explicación, pues se trataba de
una síntesis del Decálogo que
todo judío estaba obligado a
repetir por la mañana y por la noche.

 

28 Él le dijo: “Has respondido correctamente.
Haz esto y tendrás la vida”.

 

La respuesta era correcta, la ley así lo prescribía…
pero la estrategia de Nuestro Señor era
mucho más sutil, ¡era divina! Sus palabras dan a
entender a su interlocutor: “¿Por qué me lo preguntas
si ya lo sabías? ¡Practícalo!”. En el fondo
resaltaba que la letra, en sí, no justifica, sino
la gracia obtenida por la Redención. Y para que
ésta alcance la plenitud de su eficacia se hacía
necesario cumplir la ley. Era precisamente lo
que les faltaba a los escribas y fariseos: no tenían
verdadero amor, porque se preocupaban
únicamente con exterioridades, como el repetir
el texto de un mandamiento, pero sin vivirlo.

 

El legista acaba de proclamar: “Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón”. Es decir,
reconocía que era preciso amar, lo cual es un
acto de la voluntad. Después agrega “con toda
tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente”,
indicando con ello la necesidad de ejercitarse por completo en el amor a Dios. Finalmente,
concluye: “Y a tu prójimo como a ti mismo”.
No obstante, ni una ni otra determinación respetaban
los fariseos, pues tan sólo se amaban
a sí mismos. Poco les importaba Dios y menos
aún el prójimo.

 

Vista aérea del desierto de Judea, Israel

Un tema mal comprendido por
el decadente pueblo elegido

 

29 Pero el maestro de la ley, queriendo
justificarse, dijo a Jesús: “¿Y quién es mi
prójimo?”.

 

El doctor de la ley se hallaba en mala situación.
La respuesta de Nuestro Señor había revelado
discretamente que, aun conociendo a
fondo la ley, el escriba no la practicaba, y se dio
cuenta de eso. Al intentar mostrar su supuesta
superioridad con relación a Jesús, se había desprestigiado
delante de todos e incluso se podría
decir que había perdido su autoridad de maestro.
El mejor camino, ahora, hubiera sido reconocer
su error y pedir perdón al Salvador.

 

Sin embargo, además de formado era ladino.
Como no deseaba quedar mal ante la opinión
pública y quería contentar a su propia vanidad,
todavía osa hacer otro intento a fin de justificarse.
Y nuevamente fracasa…

 

Como buen israelita, había puesto todo el ímpetu
y sustancia de su respuesta en aquello que
correspondía a los tres primeros mandamientos
de la ley de Dios. Con todo, había en ella una
parte menos clara para los judíos de esa época:
“Amarás… a tu prójimo como a ti mismo”. Este
era un asunto muy discutido entre los estudiosos,
ya que a partir del cuarto mandamiento el
Decálogo estaba sujeto a diversas interpretaciones.
Y el escriba aprovecha el momento para colocar
esa dificultad al Señor.

 

En el Antiguo Testamento no existía una
idea muy exacta sobre la práctica del amor al
prójimo. En efecto, los judíos vivían segregados
de los demás pueblos, a fin de evitar que perdieran
la fe o se deterioraran en el contacto con las
naciones paganas. En consecuencia, pensaban
que el prójimo era sólo el pariente o, como mucho,
otro judío. Del mismo modo, se consideraban
los únicos herederos del Reino de los Cielos
y carecían del celo por la salvación de las almas
que caracterizaría a la Iglesia Católica, nacida
del costado del Redentor.

 

Ahora bien, al preguntar “¿quién es mi prójimo?”
el doctor de la ley intentaba una vez más
tenderle una trampa al divino Maestro, pues esperaba
que Él, cuya predicación tenía un marcado
carácter universal, declarara prójimo a toda y
cualquier criatura humana. Si así lo hiciera se levantaría
contra la concepción farisaica reinante
por entonces, suscitaría antipatías y provocaría
un escándalo que perjudicaría su misión.

 

Detalle del vitral del buen samaritano

Iglesia de San Enrique, Ohio (EE. UU.)

Pero el escriba, sin saberlo, le estaba dando
una oportunidad única para explicar con claridad ese importante concepto,
vinculado a los siete
mandamientos del Decálogo
que se refieren
al prójimo. Para eso la
Sabiduría eterna y encarnada
creará una bellísima
parábola.

 

II – LA PARÁBOLA
DEL BUEN
SAMARITANO

 

30 Respondió Jesús
diciendo: “Un
hombre bajaba de
Jerusalén a Jericó,
cayó en manos
de unos bandidos,
que lo desnudaron,
lo molieron a palos
y se marcharon,
dejándolo medio
muerto”.

 

En esta narración
Nuestro Señor se vale,
una vez más, de una
esperteza y sutileza insuperables.
Porque ante todo significaba una
gracia para aquel pobre maestro de la ley, el
cual, aunque planeara disputar con el Redentor
para demostrar su propia sabiduría, recibe una
lección extraordinaria sin ser humillado para
nada. De hecho, mientras exponía la parábola,
preparada desde toda la eternidad en su mente
divina y ahora transmitida en lenguaje humano
para hacer el bien a los que allí estaban y a la
Historia, el objetivo principal de Jesús era convertir
a su interlocutor.

 

Para ello, compone una escena impresionante,
que capta el temperamento oriental de sus
oyentes llevándolos a prestar una atención única.
Se trata de un hombre que iba de Jerusalén a Jericó
y fue asaltado. El camino implicaba una bajada
de mil metros de altitud por las escarpas de
la montaña durante un recorrido aproximado de
unos treinta kilómetros. Muchos sacerdotes y levitas
que ejercían sus funciones en el Templo de
Jerusalén vivían en Jericó y hacían ese trayecto
con frecuencia. No raras
veces gente de mala
conducta atacaba a los
que por allí pasaban, de
manera que la descripción
no sonaba extraña a
los que la escuchaban. A
causa de ese riesgo, era
conveniente ir siempre
acompañado, recomendación
que no siguió la
víctima de la parábola,
que acaba despojada de
sus bienes y dejada prácticamente
a las puertas
de la muerte. Los detalles
dados por Nuestro
Señor eran propicios a
suscitar compasión o al
menos impresión en todos.

 

Omitiendo
obligaciones sagradas
por egoísmo

 

31 “Por casualidad,
un sacerdote bajaba
por aquel camino y,
al verlo, dio un rodeo
y pasó de largo”.

 

Cuando se trataba de decir la verdad, Nuestro
Señor la proclamaba tal como se presentaba,
sin escatimar a nadie, actitud lógica en
quien es la Verdad. Si describe así el comportamiento
del sacerdote significa, sin duda, que
los ministros sagrados de la época procederían
de modo análogo en aquellas circunstancias…
Era la triste realidad de una jerarquía que, en
su mayor parte, había prevaricado hacía mucho
tiempo.

 

Ahora bien, el sacerdote era el representante
del amor de Dios. Aquel ministro, en concreto,
probablemente descendía hacia Jericó porque
había acabado de servir en el Templo, donde,
en el ejercicio de sus funciones, debía estar a
disposición para atender a los demás y hacerles
bien. En eso consistía su vocación. No obstante,
cuando salió del recinto sagrado, solo, percibe
a distancia la situación de aquel pobre hombre
y se aleja, porque no quiere asistirlo. Ni si quiera se para a mirar, sino que únicamente lo
“ve” de refilón.

 

Imaginemos que aún estuviera en el Templo,
observado por toda la opinión pública: si no socorriera
a alguien necesitado, perdería su fama
de buen sacerdote. Luego por amor propio sería
capaz de auxiliarlo en todo. Pero como nadie
lo atisba en ese camino desierto, sigue adelante
y deja al otro sin ninguna asistencia… ¡lo
cual es absurdo!

 

Por la simple ley natural estaba obligado a
acudir a aquel moribundo. Mucho más siendo
sacerdote, pues por razón de oficio tenía el deber
de ayudarlo, aunque fuera para decirle una
palabra de aliento antes de la muerte.

 

32 “Y lo mismo hizo un levita que llegó
a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y
pasó de largo”.

 

El buen samaritano – Iglesia de San Patricio,

Nueva Orleans (EE. UU.)

Los descendientes de Leví formaban la tribu
sacerdotal, que ofrecía a sus miembros para
el servicio del culto y el sagrado ministerio.
Uno de ellos, también representante del amor
de Dios y obligado, por linaje, a asistir
a los demás, pasa delante del hombre
asaltado y tiene la misma actitud
del sacerdote. Ambas figuras de la religión
oficial demuestran ser pésimas
personas y dejan patente que su práctica
de la ley era únicamente fachada.

 

Ahora bien, el sacerdote y el levita
pertenecían a un estrato social próximo
al del doctor de la ley, el cual inmediatamente
debe haberse proyectado
en la historia y pensado: “¿Y si
fuera yo la víctima? Pasa el sacerdote,
no me atiende; pasa el levita, no me
atiende… ¡Qué mala gente!”.

 

Compasión y caridad
perfectas

 

33 “Pero un samaritano que iba
de viaje llegó adonde estaba él
y, al verlo, se compadeció, 34 y
acercándose, le vendó las heridas,
echándoles aceite y vino, y,
montándolo en su propia cabalgadura,
lo llevó a una posada y
lo cuidó. 35 Al día siguiente, sacando
dos denarios, se los dio al posadero
y le dijo: ‘Cuida de él, y lo que gastes
de más yo te lo pagaré cuando vuelva’ ”.

 

Después de los dos representantes del culto
hebreo, Nuestro Señor introduce en la parábola
a un samaritano, individuo de un pueblo
odiado por los judíos y considerado peor
que los paganos, por su separación de la religión
verdadera. Ni siquiera se les podía saludar…

 

Pues bien, contrariamente a los personajes
anteriores, él llegó adonde estaba el hombre
asaltado y, lleno de conmiseración, se acercó
para curarle las heridas con vino y aceite, según
la costumbre de la época. Además, lo montó
en su propia cabalgadura y lo llevó a una posada,
asumiendo todos los gastos de su restablecimiento.
¡Imposible ser más caritativo! Aunque
lo juzgaran despreciable por el hecho de ser samaritano,
mostró una bondad insuperable que
nadie podía negar.

 

La historia conmovió a todos. ¿Cómo fue capaz
ese samaritano, que pertenecía a una religión falsa, de compasión tan extraordinaria,
mientras que los otros dos, de linaje sacerdotal,
adoptaron una actitud tan reprobable?

 

Mons. João Scognamiglio Clá Dias saluda a un

sacerdote tras su ordenación, 25/4/2015

El prójimo de la víctima

 

36 Y Jesús le preguntó: “¿Cuál de estos
tres te parece que ha sido prójimo del
que cayó en manos de los bandidos?”.
37 Él dijo: “El que practicó la misericordia
con él”. Jesús le dijo: “Anda y haz tú
lo mismo”.

 

No es sin propósito el considerar la hipótesis
de que el doctor de la ley ya hubiera pasado por
situaciones semejantes, en las cuales actuara
como el sacerdote y el levita con relación a personas
necesitadas. Quizá Nuestro Señor le estuviera
advirtiendo: “No basta cumplir la ley si no
cuidas de tu prójimo”. Así, concluida la narración,
nuevamente el divino Maestro le devuelve
la pregunta.

 

La respuesta era obvia. No tenía otra opción
que la de elegir al tercero como prójimo. Sin
embargo, ni siquiera menciona el vocablo samaritano,
pues sería una humillación y temía ser
expulsado de la sinagoga.
Sólo dice: “El que
practicó la misericordia
con él”.

 

Mientras el escriba
consideraba como prójimo
únicamente a los de
su raza e incluso intentaba
acusar al Redentor de
romper los preceptos divinos
por recibir a todos,
la primera lección que le
fue dada consistió en hacerle
que recitara la ley y
mostrarle que, por exigencia
de ésta, la caridad
debería ser universal.
Nuestro Señor venía
trayendo un nuevo régimen
de relaciones entre
los hombres y, a través
de un ejemplo concreto,
indicaba cómo, con el
auxilio de la gracia, podría
haber buen trato y
estima.

 

Jesús le enseñó además que no era suficiente el
puro precepto, ni la mera exterioridad, sino que
lo que importaba era tener recta intención. Más
vale un vaso corriente repleto de agua cristalina
que una bonita copa llena de agua turbia. Dios no
se interesa tanto por los actos externos como por
aquello que llevamos en el interior. He aquí lo que
diferencia al hombre vinculado al “ministerio de
la muerte” (2 Cor 3, 7) del que nos habla San Pablo,
basado solamente en la letra de la ley y no en
el Espíritu, de aquel que vive de la ley de la gracia
inaugurada por el Salvador.

 

Pero quizá no esté en esas dos importantísimas
lecciones el núcleo de la enseñanza del
Evangelio de hoy.

 

III – “¡HAZ TÚ LO MISMO!”

 

Sagrado Corazón de Jesús – Casa de los Heraldos del

Evangelio, Curitiba (Brasil)

Hay un pormenor no siempre recordado al
comentarse esta parábola. El divino Maestro
así la concluye: “Haz tú lo mismo”. Naturalmente,
todos debemos compadecernos de los
que pasan necesidad. No obstante, reconociendo
que también hemos sido “asaltados”, precisamos,
con mayor empeño aún, amar a los que
usan de misericordia para con nosotros. Veamos
por qué.

 

En general, nuestra
atención se vuelve hacia
el pobre accidentado,
tomándolo como el
prójimo del sacerdote,
del levita y del propio
samaritano. Con todo,
la pregunta de Nuestro
Señor presenta un enfoque
diferente: “¿Cuál
de estos tres te parece
que ha sido prójimo del
que cayó en manos de
los bandidos?”.

 

Cumple saber no tanto
quién consideró a la
víctima como su prójimo,
sino cuál de los tres,
de acuerdo con la actitud
que tuvo, es el prójimo
a quien ella debe
amar. Cuestión más
compleja de lo que parece
a primera vista, pues
por el ministerio le correspondía al sacerdote y al levita ser
los prójimos más solícitos con el pueblo.
Sin embargo, el escriba no titubea
en responder que el prójimo era
el samaritano.

 

En el fondo, Nuestro Señor dejaba
el camino abierto para que
el maestro de la ley lo reconociera
como aquel a quien más
debería amar, ya que nadie
deseaba tanto hacer el
bien a su alma como Él.

 

Él asumió nuestras
heridas

 

Para nosotros
esa pregunta tiene
también una respuesta
evidente:
debemos
amar, sobre
todo, a
aquel que
practicó la
misericordia
infinita para con
nosotros. Después del
pecado original, la humanidad
yacía en el camino,
despojada de todo,
abandonada en la peor situación
posible. Nuestro
Señor, el Buen Samaritano,
deja la eternidad, se encarna
y asume nuestras debilidades,
trayendo una nueva
doctrina dotada de potencia,
de la cual Él mismo da ejemplo.
El Salvador no sólo trata
nuestras heridas, sino que las
toma para sí, dejándose martirizar
en la cruz para redimir
al género humano, y nos
abriga en la mejor posada
que la Historia haya conocido,
la Santa Iglesia.
Hace, por tanto,
mucho más que el
samaritano de la
parábola. ¿Quién
más que Él merece
nuestro amor?
Debemos, pues, amarlo de todo corazón.
Así cumpliremos con perfección el
mandamiento recordado por el escriba
y formalizaremos las condiciones para
poder poseer la vida eterna, prometida
a nosotros con el Bautismo.

 

Seamos buenos samaritanos
con nuestro prójimo

 

En relación con los demás,
consideremos cuántos son
los que necesitan nuestra
ayuda, por haber sido
asaltados por el bandido
llamado demonio
y abandonados con
las heridas expuestas,
casi sin fuerzas. Ahora
bien, muchas veces
el divino Samaritano
permite que eso
ocurra para que podamos
practicar la virtud
de la caridad de la que Él
mismo nos dio ejemplo. Y
si nos condolemos al ver a alguien
que pasa hambre, buscando
enseguida auxilio, con
más razón debemos preocuparnos
en fortalecer con la
Palabra de Dios a los que carecen
del alimento espiritual.

 

¡Que todos en la Iglesia
tengan plena conciencia
de esa obligación de
tratar las heridas y cuidar
de las víctimas del demonio
que encontramos en
nuestro camino!

 

 

1 El vocablo empleado en
griego es el pronombre y
adjetivo indefinido τις —
alguno—, que también
puede traducirse por cierto
o cualquiera.

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Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

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