|
– EVANGELIO –
En esto se levantó un doctor de la ley y dijo para tentarle: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» Jesús le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?» Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.» Díjole entonces: «Has respondido bien: haz eso y vivirás.» Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús entonces, tomando la palabra, dijo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que después de despojarle y cubrirle de heridas, se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por aquel camino un sacerdote que, viéndole, dio un rodeo y pasó de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que iba de viaje llegó hasta él, y al verle se llenó de compasión; acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una hospedería y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciéndole: “Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta.” ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él.» Díjole Jesús: «Anda y haz tú lo mismo.» (Lc 10, 25-37) .
|
Comentario al Evangelio – XV Domingo del Tiempo Ordinario – ¿Quién es mi prójimo?
La ley mandaba amar al prójimo como a sí mismo; pero los judíos restringían el concepto de prójimo, anulando así esa importante obligación. Jesús viene a dar el verdadero sentido a la ley.
I – El principal objeto del pensamiento, ayer y hoy
“Falló el motor del automóvil, se cortó la energía eléctrica, los bancos están en huelga, apareció un nuevo software, por fin la ciencia encontró la cura del cáncer…” y si hubiera tiempo y espacio, podríamos llenar páginas y más páginas con los asuntos que absorben exageradamente la atención de la humanidad en el mundo actual. Dios dejó de ser la preocupación principal de casi todas las personas, para ceder el lugar a un desenfrenado egocentrismo. La agitación pasó a llevar el compás de la vida diaria en toda la faz de la tierra, las relaciones humanas y la estructura social misma ya no facilitan la elevación del pensamiento hacia Dios.
En la época de Jesús, la situación del género humano era muy distinta en este aspecto; a pesar de la gran decadencia en que se hallaba sumergido, el afán de conocer ideas era más notorio. El pueblo judío en concreto sentía un robusto y contagioso apetito de explicaciones doctrinales, sobre todo las que se relacionaban estrechamente con la religión. Un ejemplo característico de este estado de espíritu ocurre con el legista que se levanta en el Evangelio de hoy para realizar una pregunta a Nuestro Señor. Por más que su intento no estuviera completamente limpio de segundas intenciones, el planteamiento que expone refleja cuál debía ser el tenor de los asuntos tratados en las conversaciones comunes de ese período histórico.
Contexto del diálogo entre Jesús y el doctor de la ley
El hecho relatado por Lucas debió suceder hacia el mes de octubre del año 29, es decir el último de la vida pública de Jesús, un poco antes de la fiesta de los Tabernáculos. Había acabado recién el entrenamiento de los setenta y dos discípulos en las aldeas de Perea, región tranquila y algo recogida, en la cual no se producía nada semejante a la hostilidad típica de Judea. Jesús había elegido con divina sabiduría la región donde deberían realizar sus primeras aventuras apostólicas. Además, los apóstoles y discípulos no tenían ahí lazos de amistad ni de parentesco con sus beneficiados, como en Galilea, lo que facilitaba más su actuación. Probablemente los hechos del Evangelio de hoy se verificaron en Jericó y se insertan en la atmósfera de alegría reinante entre todos con las excelentes novedades transmitidas por ellos y comentadas por el Divino Maestro, ya que “hasta los demonios se nos someten en tu nombre” (Lc 10, 17). Aquellos simples pescadores que habían abandonado el comercio de pescado para echar las redes en el mar de las almas, fueron elegidos no para predecir, ni solamente para comprobar, sino para ser los anfitriones de una nueva era.
El doctor de la ley, por orgullo, quería iniciar una polémica con Jesús
|
Este es el cuadro histórico sobre el cual se despliega el diálogo contenido en el Evangelio de hoy.
II – Malévolas intenciones de los doctores de la ley y de los fariseos
En esto se levantó un doctor de la ley y dijo para tentarle: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?»
La pregunta del doctor de la ley es prácticamente la misma que relata tanto san Mateo (22, 35) como san Marcos (12, 28). Pero al leer los tres Evangelios nos damos cuenta que son escenas diferentes. La de san Lucas (la liturgia de hoy) debió suceder en Jericó, como se dijo anteriormente, y tomando en cuenta la consagrada costumbre durante las exposiciones y sermones realizados en las sinagogas –o sea, todos los asistentes participaban sentados, y al surgir una pregunta ésta debía ser pronunciada de pie– todo indica que se dio al interior de dicho ambiente.
El ansia mal disimulada de este doctor de la ley por sorprender a Jesús en algún traspié se refleja en la esencia y la forma de la pregunta. Si lograra éxito en su intento habría satisfecho su amor propio. Probablemente se trataba de un fariseo todavía no contagiado con las malévolas intenciones de los que más tarde buscarían pretexto para matar a Cristo. San Cirilo es categórico en afirmar que“había ciertos charlatanes que recorrían todo el territorio de los judíos, acusando a Cristo, y diciendo que llamaba inútil a la ley de Moisés, mientras que enseñaba doctrinas nuevas. Queriendo, pues, aquel doctor de la ley seducir a Jesús para que hablase algo en contra de la ley de Moisés, se presenta tentándole, llamándole maestro, no sufriendo ser enseñado. Y como el Señor acostumbraba a hablar de la vida eterna a todos los que venían a Él, el doctor de la ley se servía de sus propias palabras; y como le tienta con astucia, no oye otra cosa que lo que Moisés había enseñado. Por eso sigue: ‘Y Él le dijo: ¿En la ley qué hay escrito? ¿Cómo lees?’ ” (1). El objetivo de este doctor de la ley era someter a prueba los conocimientos de Jesús y establecer con él una polémica de la cual, como doctor, saldría triunfante. Esta suposición se deduce en la segunda pregunta del mismo personaje a Jesús. El hecho de encaminar la conversación hacia un punto muy discutido entre los rabinos deja clara esta intención de su parte.
Hasta los fariseos se preocupaban
de la vida eterna… ¿Y hoy?
Jesús le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?» Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.»
En Marcos encontramos una pregunta idéntica hecha por el joven rico, a la cual Jesús responde con un elenco sintético de las virtudes obligatorias para todos (cf. 10, 17 ss). En el caso presente, el doctor de la ley no obtiene del Señor sino otra pregunta como respuesta. El Divino Maestro le propicia la práctica de la virtud de la humildad remitiéndolo al primer mandamiento de la ley de Dios, hecho desagradable para un teólogo famoso: estar de vuelta en el Catecismo. Este procedimiento de Jesús no podría ser mejor, porque así facilitaba a su interlocutor un paso más en su vida espiritual: verse empujado a repetir la frase que todo judío recitaba dos veces al día: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza y con toda tu mente” (Dt 6, 5). Y como decir tan poco no le sentaría bien, decidió añadir un complemento, tal vez para hacer notar con ello su erudición ante los demás: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 15, 18). El famoso Maldonado comenta sabiamente este versículo: “Con admirable prudencia remite Cristo a la ley a aquel doctor que fingía ignorancia y pretendía explorar su doctrina. Así solía hacer cuando le hacían preguntas capciosas, para atenuar lo enojoso de su respuesta. Remitiéndose, pues, a la ley, ésta era más bien la que condenaba a los que se gloriaban de ella” (2).
Si fuéramos a considerar detenidamente cada una de las palabras del Deuteronomio (6, 5) no tendríamos espacio. Bástanos saber que el verbo empleado en las versiones latinas no es amare sinodiligere. Este término dice respecto del amor sentido por la suma de la voluntad espiritual y del sentimiento.
La pregunta del doctor de la ley versaba sobre un asunto conocido por todos, colocándose a sí mismo en ridículo
|
A pesar del lamentable estado moral y espiritual del pueblo en aquellas circunstancias históricas, la gente se ponía el problema de la salvación eterna: “… ¿qué debo hacer para tener la vida eterna?” Muy al revés de nuestros días, ¿pues a quién le preocupa hoy su destino después de la muerte? Actualmente el afán de retener no sólo la salud sino también la belleza, una exitosa situación financiera, etc., acapara todas las atenciones; nuestro futuro luego de atravesar las barreras del tiempo es materia de completo desinterés; de donde los patrones no cuidan la formación espiritual de sus empleados, ni los padres la de sus hijos, ni los profesores la de sus alumnos, etc. Rompen con ello el gravísimo deber impuesto por Dios, de ser maestros para los demás…
San Basilio, atendiendo las aspiraciones de los fieles de su tiempo, nos legó una bellísima interpretación con respecto al amor de Dios: “Si alguno pregunta cómo puede adquirirse el amor divino, diremos que el amor divino no se aprende; no aprendemos de otro a alegrarnos de la presencia de la luz, ni a amar la vida, ni amar a nuestros padres, ni a nuestros amigos, ni mucho menos podemos aprender las reglas del amor divino; sino que hay en nosotros cierto sentimiento íntimo, que tiene sus causas intrínsecas, que nos inclina a amar a Dios; y el que obedece a ese sentimiento, practica la doctrina de los divinos preceptos, y llega a la perfección de la divina gracia. Amamos naturalmente el bien; amamos también a nuestros prójimos y parientes, y además damos espontáneamente a los bienhechores todo nuestro afecto. Si, pues, el Señor es bueno, y todos desean lo bueno, lo que se perfecciona por nuestra voluntad reside naturalmente en nosotros; a quien, aunque no le conozcamos por su bondad, en el mero hecho de que procedemos de Él, tenemos obligación de amarle sobre todo, como principio nuestro que es. Es también mayor bienhechor que todos los que se aman naturalmente. El primero y principal mandamiento es, por consiguiente, el del amor de Dios” (3).
¿Quién más cercano que Jesús?
Díjole entonces: «Has respondido bien: haz eso y vivirás.» Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?»
El pobre doctor de la Ley se veía en una situación de inferioridad –por lo demás muy útil a su vida espiritual– y procuró justificarse, porque nada era peor que el silencio ante el público que lo rodeaba. Cualquier bobería sonaría mejor. El mismo Pilato, en análogas circunstancias, optó por preguntar también: “¿Qué es la verdad?”
“Finge, pues, el doctor que no pregunta una cosa tan vulgar y conocida de todos, sino un punto difícil y discutido entre los doctores más insignes […] En cambio, San Ambrosio, Teofilacto, Eutimio y (según Santo Tomás) San Cirilo opinan que propuso esta cuestión formalmente por pensar que prójimos eran sólo los justos respecto a él, que se tenía por justo” (4).
En síntesis, su deseo de demostrar la entera cabida de su primera pregunta lo lleva a enunciar esta otra, que en los días actuales respondería cualquier niño de catecismo. Sin embargo en aquella era histórica constituía una cuestión inextrincable. Los orígenes familiares, las clases sociales, la raza, eran todos factores de separaciones tajantes, sin hablar de la terrible discriminación de la esclavitud, consagrada por todas las legislaciones de la época. Ahora bien, el pueblo judío era el más afectado por dicho espíritu de separación. Basta echar una mirada por el Talmud para comprobar los extremos a los que llegó contra los goyim, o sea, los no judíos. Era muy corriente la opinión de que sólo los miembros del pueblo elegido estaban llamados a la salvación eterna. Además, basados en el Levítico: “No guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo” (Lev 19, 18), no concebían que su amistad pudiera cruzar las fronteras de la nacionalidad.
Sin embargo, “de aquí no se sigue que hiciera la pregunta sinceramente y con deseo de aprender; porque, aunque ignoraba, estaba convencido que sabía” (5). La Escritura no dejaba lugar a dudas sobre cómo tratar al no judío: “Cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no le molestéis. Al forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo; pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Lev 19, 33-34).
Hay en nosotros un sentimiento íntimo que nos predispone a amar a Dios, y quien obedece este sentimiento alcanza la perfección de la divina gracia “Beau Dieu” Sainte Chapelle – París
|
De otra parte, vemos a ese doctor en una situación paradojal: “en ese mismo instante se encontraba un prójimo extraordinariamente especial, esto es, ¡el propio Dios! Por eso, al hacer aquella pregunta, deja claro […] que no conocía a su prójimo, porque no creía en Cristo; y quien no conoce a Cristo, desconoce la ley; porque, ignorando la verdad, ¿como puede conocer la ley que anuncia la verdad?” (6).
Tal vez a eso lo llevara su orgullo poco o nada combatido. “Alabado el doctor de la ley por el Salvador, porque había respondido bien, se llenó de soberbia, no creyendo que habría alguien que pudiere ser su prójimo; como si no hubiese quien pudiera compararse con él en justicia. Por esto dice: ‘Mas él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?’ Le asediaban, por decirlo así, alternativamente los vicios: después de la falacia con que había preguntado, tentando, cae en la arrogancia. Al preguntar: ‘¿Quién es mi prójimo?’ ya se muestra vacío del amor del prójimo; y por consecuencia se muestra vacío del amor divino, porque no amando al hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no se ve” (7).
Los escribas y fariseos –que día a día alimentaban mutuamente su indignación contra los gentiles, e incluso contra la plebe judaica– estaban por oír del Maestro una clara e irrefutable lección, llena de calor, sobre cómo se debe tratar al prójimo…
III – La parábola: Al final, ¿quién es mi prójimo?
Jesús entonces, tomando la palabra, dijo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que después de despojarle y cubrirle de heridas, se fueron, dejándolo medio muerto.»
¡Cuántas escuelas y cursos de pedagogía se multiplican en el mundo entero! Sin embargo, es imposible superar la empleada por el Divino Maestro en su vida pública. La creación de la figura del Buen Samaritano es sencillamente genial. La misma descripción de las circunstancias geográficas en que se dan los hechos tiene colores tan vivos que por poco creemos tratarse de un caso histórico.
Jerusalén dista aproximadamente treinta kilómetros de Jericó, pese a lo cual la diferencia de altura entre una ciudad y la otra llega a casi mil metros. Cuando se hace el camino a partir de Jerusalén, después de recorrer unos tres kilómetros se llega a Betania, donde la vegetación termina y una región muy rocosa se evidencia por su larga extensión. En nuestros días, a cierta altura se encuentra una hospedería llamada “Buen Samaritano”, según parece por razón de la parábola; de hecho, todo lleva a pensar que debió ser ése el lugar descrito por el Señor, porque a lo largo de los siglos se multiplicaron ahí los asaltos, no sólo de noche sino a plena luz del día. No lejos de este albergue existen todavía las ruinas de una fortaleza, prueba evidente de la peligrosidad que debió tener el lugar.
El Evangelio siempre busca ser sintético, motivo por el que muchos aspectos tal vez secundarios en sus narraciones son desconocidos por la Historia. Por eso no es exagerado imaginar con cuánto cuidado el Señor elaboró los detalles psicológicos y geográficos.
Por el camino bajaba supuestamente un judío, ya que, no mencionándose su raza, por exclusión sólo podía tratarse de un coterráneo del levita y del sacerdote que vendrían después del asalto. Esta impresión tiene su razón de ser, como luego veremos. De las cavernas o de atrás de las piedras surgen unos asaltantes que despojan al pobre hombre, y ciertamente por haber reaccionado, le propinan severos golpes, abandonándolo casi sin vida en medio de su propia sangre, impedido, por tanto, de continuar su rumbo normal.
Una vez delineada la dramática situación de ese hombre y la fuga de los bandidos, la escena se enriquece con tres personajes más: un sacerdote, un levita y un samaritano.
El sacerdote y el levita violan la ley
por haber endurecido su corazón
«Casualmente bajaba por aquel camino un sacerdote que, viéndole, dio un rodeo y pasó de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino.»
La nacionalidad judía y su respectiva religión eran los más altos presupuestos de honra de todo el pueblo elegido. Ahora bien, el herido poseía estas características esenciales, y se ve claramente qué intención tuvo el Divino Maestro al idearlo como víctima, porque el sacerdote al aproximarse solamente lo mirará y seguirá de largo. Se deduce que había terminado su servicio en el Templo y regresaba a Jericó donde residían muchos de los de su categoría. La ley determinaba como obligación grave el socorro de cualquier accidentado, sobre todo en estado preagónico.
Religión, nacionalidad, desamparo… nada movió el duro corazón de un ministro de Dios llamado al heroísmo de la caridad. No cuesta imaginar los razonamientos que probablemente elaboró a partir de entonces a lo largo del camino, para apaciguar su atormentada conciencia: “¡Es un hombre cualquiera! Un desconocido, sin títulos. Es mejor no detenerme, para no rebajar mi condición”. Razones dictadas por el orgullo mal combatido, y no tan raro en los que tenían como vocación la misión de extirpar ese mismo vicio en los demás y en sí mismos. Además, si la humildad fuera su compañera, nada le costaría tratar de reconfortar a ese pobre hebreo, aunque fuera mediante puras palabras. Un pequeño rodeo, sin mucha pausa, fue todo su esfuerzo. En latín se dice “assueta vilescunt”; estaba calcinado por la rutina entibiada de sus funciones litúrgicas en el Templo, como también intoxicado por la hipocresía de los escribas y fariseos.
No debía ser ajeno a él cierto cálculo de los gastos en que debía incurrir si se proponía socorrer a esa víctima robada, despojada y ensangrentada. No podría contar siquiera con una recompensa y menos aún con la recuperación de su dinero. El ministro no podría esperar nada como retribución a la pérdida de tiempo, incomodidad, perjuicio, etc. Su carácter interesado de un vil pragmatismo se manifestó robustamente ante aquel drama.
A lo largo de la Historia, en el extremo opuesto a la bondad, encontramos corazones duros, crueles y difíciles de dejarse enternecer por los necesitados. Nada los mueve a compadecerse. Por ahí “casualmente bajaba” un ejemplo viviente de esa empedernida insensibilidad.
Ese corazón impregnado de amor propio sentía más repudio y náusea que pena ante aquella escena, entrecortada por gemidos que imploraban socorro y misericordia.
Pero la ley era explícitamente contraria a sus sentimientos de egoísmo (cf. Ex 23, 5) y él no podía haber abandonado a su hermano sobre todo en aquellas circunstancias.
Las mismas consideraciones servirían para caracterizar la actitud idéntica del levita que en seguida pasó también por allí. Ambos probablemente habían dejado el Templo después de concluida su función y bajaban a Jericó, ciudad que albergaba a la mitad de los servidores religiosos.
Misericordia del samaritano
«Pero un samaritano que iba de viaje llegó hasta él, y al verle se llenó de compasión; acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una hospedería y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciéndole: “Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta”.»
Muy distinta fue la reacción del samaritano. Sin tomar en cuenta el odio racial que los separaba violentamente, a pesar de tratarse de un enemigo suyo, en ese instante su incompatibilidad religiosa se transformó en conmiseración. El Evangelio recoge los maravillosos detalles de la divina parábola elaborada por Jesús para el doctor de la ley: el samaritano se manifiesta como un héroe de la caridad desde que baja de la cabalgadura, aplicando “in loco” todos los cuidados que cabían en aquellos tiempos y llevando a la víctima a un mesón, hasta que contrae una deuda con el mesonero a fin de que éste dispensara todos los cuidados al pobre judío. Se percibe por el contrato propuesto y aceptado que era él un mercader de confianza y muy estimado por el dueño del albergue.
«¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él.» Díjole Jesús: «Anda y haz tú lo mismo.»
La parábola del Buen Samaritano constituye un ejemplo efectivo y afectivo de amor a Dios, sin el cual no existe religión, y de amor al prójimo, sin el cual no hay amor a Dios
|
Nuevamente Jesús responde al doctor de la ley con otra pregunta, pareciendo a primera vista que deseaba desviarse un poco de la sustancia de la temática propuesta. Este aparente desvío, intencionalmente llevado a cabo por el Divino Maestro, es una quimera que llama la atención de la mayoría de los comentaristas, dándoles ocasión para plantear las más variadas hipótesis. Traemos a colación la más sabia y lúcida de ellas:
“A mi juicio, pretende Cristo demostrar de una manera general que todo hombre es nuestro prójimo; pero lo prueba de modo acomodado a aquel doctor con quien entonces trataba. Pensaba éste que o sólo los justos, o sólo los amigos, o al menos sólo los judíos eran sus prójimos. Y pudo tomar ocasión de errar de las mismas palabras de la ley, porque el hebreo significa prójimo lo mismo que amigo y compañero. Quiso, pues, Cristo quitar este error de su ánimo y obligarle a reconocer y confesar por su boca que no sólo era prójimo el judío para el judío, sino aun el samaritano para el judío, esto es, el enemigo para el enemigo; y si el mismo enemigo era prójimo para el enemigo, luego todo hombre respecto a otro se ha de tener como prójimo. Probó este su intento con la argumentación mejor y más eficaz, o sea por el efecto, haciendo ver que el enemigo había sido prójimo para el enemigo, o sea el samaritano para el judío, pues hizo lo que es propio del prójimo, que es ayudar. Por eso propuso Cristo la parábola con el ejemplo de un samaritano” (8).
En igual sentido opina un conocido comentarista moderno:
“La pregunta de Cristo está hecha con especial intención. Le preguntaron que quién era el ‘prójimo’ para él. Y Cristo le pregunta que quién obró ‘cómo prójimo’. Y así, con la práctica hizo ver que cada hombre es ‘prójimo’ para todos los hombres. Por lo que ha de estar ‘próximo’ a él en todas sus necesidades. Es la paradoja oriental sirviendo de máxima pedagogía. Tal fue la lección magisterial de Cristo”(9).
Maldonado tenía toda la razón al expresar aquel análisis,?porque para un judío el concepto de prójimo no era tan claro debido a varias razones. Ante todo su historia y por su ley; siempre que los judíos se mezclaban con otros pueblos terminaban cayendo en la idolatría. De otro lado basta pensar que la Tierra Prometida se ubicaba entre mar, desiertos y montañas, separando geográficamente al pueblo judío del resto. Por eso el significado verdadero de “prójimo” estaba muy restringido en ellos. Entre sí se tenían por hermanos, pero con otros vivían en una instintiva antipatía que no raras veces llegaba al odio.
Por encima de estas circunstancias, el pueblo judío tenía una misión universal. Se le había confiado el tesoro espiritual que debía alimentar a la humanidad entera.
Así se explica esta bellísima parábola compuesta por el Divino Maestro, que huye un poco de la morfología de las otras, en las que el simbolismo se explaya a través de los sustantivos y adjetivos. Ésta constituye un ejemplo efectivo y afectivo del amor a Dios, sin el cual no existe la religión, y del amor al prójimo, sin el cual no hay amor a Dios.
Quien diga amar a Dios pero no ama a su prójimo, aparte de mentir desobedece la ley divina y olvida la Preciosa Sangre de Cristo derramada en el Calvario.
Este amor debe ser universal y no podemos apoyarnos en pretextos, aparentemente legítimos, para no practicarlo, como hicieron el sacerdote y el levita de la parábola. Ciertamente que ellos tenían a cargo funciones buenas y de ellas volvían a sus casas, pero actuaron mal con el necesitado.
No pocos autores aplican con mucha piedad la parábola al propio Cristo. No será de mal gusto que la apliquemos a nosotros mismos, preguntándonos cuáles han sido en general nuestras actitudes y reacciones frente a los necesitados de cualquier especie.
1 Apud Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea.
2 P. Juan de Maldonado, s.j., Comentarios a los Cuatro Evangelios, BAC, Madrid, 1951, p. 545.
3 Apud Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea.
4 Maldonado, op.cit., p. 546.
5 Id. ibid.
6 San Ambrosio, op.cit. – id.
7 San Cirilo, op.cit. – ibid.
8 P. Juan de Maldonado, op.cit., p. 548.
9 P. Manuel de Tuya, o.p., Biblia Comentada, BAC, 1964, p.839.